viernes, 7 de marzo de 2014

CINCUENTA SOMBRAS DE GREY [Capítulos del 16-20]

16
Poco a poco el mundo exterior invade mis sentidos y, madre mía, menuda invasión. Floto, con las extremidades desmadejadas y lánguidas, completamente exhausta. Estoy tumbada encima de él, con la cabeza en su pecho, y huele de maravilla: a ropa limpia y fresca y a algún gel corporal caro, y al mejor y más seductor aroma del planeta… a Christian. No quiero moverme, quiero respirar ese elixir eternamente. Lo acaricio con la nariz y pienso que ojalá no tuviera el obstáculo de su camiseta. Mientras el resto de mi cuerpo recobra la cordura, extiendo la mano sobre su pecho. Es la primera vez que se lo toco. Tiene un pecho firme, fuerte. De pronto levanta la mano y me agarra la mía, pero suaviza el efecto llevándosela a la boca y besándome con ternura los nudillos. Luego se revuelve y se me pone encima, de forma que ahora me mira desde arriba.
—No —murmura, y me besa suavemente.
—¿Por qué no te gusta que te toquen? —susurro, contemplando desde abajo sus ojos grises.
—Porque estoy muy jodido, Anastasia. Tengo muchas más sombras que luces. Cincuenta sombras más.
Ah… Su sinceridad me desarma por completo. Lo miro extrañada.
—Tuve una introducción a la vida muy dura. No quiero aburrirte con los detalles. No lo hagas y ya está.
Frota su nariz con la mía, luego sale de mí y se incorpora.
—Creo que ya hemos cubierto lo más esencial. ¿Qué tal ha ido?
Parece plenamente satisfecho de sí mismo y suena muy pragmático a la vez, como si acabara de poner una marca en una lista de objetivos. Aún estoy aturdida con el comentario sobre la «introducción a la vida muy dura». Resulta tan frustrante… Me muero por saber más, pero no me lo va a contar. Ladeo la cabeza, como él, y hago un esfuerzo inmenso por sonreírle.
—Si piensas que he llegado a creerme que me cedías el control es que no has tenido en cuenta mi nota media. —Le sonrío tímidamente—. Pero gracias por dejar
que me hiciera ilusiones.
—Señorita Steele, no es usted solo una cara bonita. Ha tenido seis orgasmos hasta la fecha y los seis me pertenecen —presume, de nuevo juguetón.
Me sonrojo y me asombro a la vez, mientras él me mira desde arriba. Frunce el ceño.
—¿Tienes algo que contarme? —me dice de pronto muy serio.
Lo miro ceñuda. Mierda.
—He soñado algo esta mañana.
—¿Ah, sí?
Me mira furioso.
Mierda, mierda. ¿A que ya la he liado?
—Me he corrido en sueños.
—¿En sueños?
—Y me he despertado.
—Apuesto a que sí. ¿Qué soñabas?
Mierda.
—Contigo.
—¿Y qué hacía yo?
Me vuelvo a tapar los ojos con el brazo y, como si fuera una niña pequeña, acaricio por un instante la fantasía de que, si yo no lo veo, él a mí tampoco.
—Anastasia, ¿qué hacía yo? No te lo voy a volver a preguntar.
—Tenías una fusta.
Me aparta el brazo.
—¿En serio?
—Sí.
Estoy muy colorada.
—Vaya, aún me queda esperanza contigo —murmura—. Tengo varias fustas.
—¿Marrón, de cuero trenzado?
Ríe.
—No, pero seguro que puedo hacerme con una.
Se inclina hacia delante, me da un beso breve, se pone de pie y coge sus boxers. Oh, no… se va. Miro rápidamente la hora: son solo las diez menos veinte. Salgo también escopeteada de la cama y cojo mis pantalones de chándal y mi camiseta de tirantes, y luego me siento en la cama, con las piernas cruzadas, observándolo. No quiero que se vaya. ¿Qué puedo hacer?
—¿Cuándo te toca la regla? —interrumpe mis pensamientos.
¿Qué?
—Me revienta ponerme estas cosas —protesta, sosteniendo en alto el condón.
Lo deja en el suelo y se pone los vaqueros.
—¿Eh? —dice al ver que no respondo, y me mira expectante, como si esperara mi opinión sobre el tiempo.
Madre mía, eso es algo tan personal…
—La semana que viene.
Me miro las manos.
—Vas a tener que buscarte algún anticonceptivo.
Qué mandón es. Lo miro trastornada. Se sienta en la cama para ponerse los calcetines y los zapatos.
—¿Tienes médico?
Niego con la cabeza. Ya estamos otra vez con las fusiones y adquisiciones, otro cambio de humor de ciento ochenta grados.
Frunce el ceño.
—Puedo pedirle a la mía que pase a verte por tu piso. El domingo por la mañana, antes de que vengas a verme tú. O le puedo pedir que te visite en mi casa, ¿qué prefieres?
Sin agobios, ¿no? Otra cosa que me va a pagar… claro que esto es por él.
—En tu casa.
Así me aseguro de que lo veré el domingo.
—Vale. Ya te diré a qué hora.
—¿Te vas?
No te vayas… Quédate conmigo, por favor.
—Sí.
¿Por qué?
—¿Cómo vas a volver? —le susurro.
—Taylor viene a recogerme.
—Te puedo llevar yo. Tengo un coche nuevo precioso.
Me mira con expresión tierna.
—Eso ya me gusta más, pero me parece que has bebido demasiado.
—¿Me has achispado a propósito?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque les das demasiadas vueltas a las cosas y te veo tan reticente como a tu padrastro. Con una gota de alcohol ya estás hablando por los codos, y yo necesito que seas sincera conmigo. De lo contrario, te cierras como una ostra y no tengo ni idea de lo que piensas. In vino veritas, Anastasia.
—¿Y crees que tú eres siempre sincero conmigo?
—Me esfuerzo por serlo. —Me mira con recelo—. Esto solo saldrá bien si somos sinceros el uno con el otro.
—Quiero que te quedes y uses esto.
Sostengo en alto el segundo condón.
Me sonríe divertido y le brillan los ojos.
—Anastasia, esta noche me he pasado mucho de la raya. Tengo que irme. Te veo el domingo. Tendré listo el contrato revisado y entonces podremos empezar a jugar de verdad.
—¿A jugar?
Dios mío. Se me sube el corazón a la boca.
—Me gustaría tener una sesión contigo, pero no lo haré hasta que hayas firmado, para asegurarme de que estás lista.
—Ah. ¿O sea que podría alargar esto si no firmo?
Me mira pensativo, luego se dibuja una sonrisa en sus labios.
—Supongo que sí, pero igual reviento de la tensión.
—¿Reventar? ¿Cómo?
La diosa que llevo dentro ha despertado y escucha atenta.
Asiente despacio y sonríe, provocador.
—La cosa podría ponerse muy fea.
Su sonrisa es contagiosa.
—¿Cómo… fea?
—Ah, ya sabes, explosiones, persecuciones en coche, secuestro, cárcel…
—¿Me vas a secuestrar?
—Desde luego —afirma sonriendo.
—¿A retenerme en contra de mi voluntad?
Madre mía, cómo me pone esto.
—Por supuesto. —Asiente con la cabeza—. Y luego viene el IPA 24/7.
—Me he perdido —digo con el corazón retumbando en el pecho.
¿Lo dirá en serio?
—Intercambio de Poder Absoluto, las veinticuatro horas.
Le brillan los ojos y percibo su excitación incluso desde donde estoy.
Madre mía.
—Así que no tienes elección —me dice con aire burlón.
—Claro —digo sin poder evitar el sarcasmo mientras alzo la vista a las alturas.
—Ay, Anastasia Steele, ¿me acabas de poner los ojos en blanco?
Mierda.
—¡No! —chillo.
—Me parece que sí. ¿Qué te he dicho que haría si volvías a poner los ojos en blanco?
Joder. Se sienta al borde de la cama.
—Ven aquí —me dice en voz baja.
Palidezco. Uf, va en serio. Me siento y lo miro, completamente inmóvil.
—Aún no he firmado —susurro.
—Te he dicho lo que haría. Soy un hombre de palabra. Te voy a dar unos azotes, y luego te voy a follar muy rápido y muy duro. Me parece que al final vamos a necesitar ese condón.
Me habla tan bajito, en un tono tan amenazador, que me excita muchísimo. Las entrañas casi se me retuercen de deseo puro, vivo y pujante. Me mira, esperando,
con los ojos encendidos. Descruzo las piernas tímidamente. ¿Salgo corriendo? Se acabó: nuestra relación pende de un hilo, aquí, ahora. ¿Le dejo que lo haga o me niego y se terminó? Porque sé que, si me niego, se acabó. ¡Hazlo!, me suplica la diosa que llevo dentro. Mi subconsciente está tan paralizada como yo.
—Estoy esperando —dice—. No soy un hombre paciente.
Oh, Dios, por todos los santos… Jadeo, asustada, excitada. La sangre me bombea frenéticamente por todo el cuerpo, siento las piernas como flanes. Despacio, me voy acercando a él hasta situarme a su lado.
—Buena chica —masculla—. Ahora ponte de pie.
Mierda. ¿Por qué no acaba ya con esto? No sé si voy a sostenerme en pie. Titubeando, me levanto. Me tiende la mano y yo le doy el condón. De pronto me agarra y me tumba sobre su regazo. Con un solo movimiento suave, ladea el cuerpo de forma que mi tronco descansa sobre la cama, a su lado. Me pasa la pierna derecha por encima de las mías y planta el brazo izquierdo sobre mi cintura, sujetándome para que no me mueva. Joder.
—Sube las manos y colócalas a ambos lados de la cabeza —me ordena.
Obedezco inmediatamente.
—¿Por qué hago esto, Anastasia? —pregunta.
—Porque he puesto los ojos en blanco.
Casi no puedo hablar.
—¿Te parece que eso es de buena educación?
—No.
—¿Vas a volver a hacerlo?
—No.
—Te daré unos azotes cada vez que lo hagas, ¿me has entendido?
Muy despacio, me baja los pantalones de chándal. Jo, qué degradante. Degradante, espeluznante y excitante. Se está pasando un montón con esto. Tengo el corazón en la boca. Me cuesta respirar. Mierda… ¿me va a doler?
Me pone la mano en el trasero desnudo, me manosea con suavidad, acariciándome en círculos con la mano abierta. De pronto su mano ya no está ahí… y entonces me da, fuerte. ¡Au! Abro los ojos de golpe en respuesta al dolor e intento levantarme, pero él me pone la mano entre los omoplatos para impedirlo. Vuelve a acariciarme donde me ha pegado; le ha cambiado la respiración: ahora es más fuerte y agitada. Me pega otra vez, y otra, rápido, seguido. Dios mío, duelo.
No rechisto, con la cara contraída de dolor. Retorciéndome, trato de esquivar los golpes, espoleada por el subidón de adrenalina que me recorre el cuerpo entero.
—Estate quieta —protesta—, o tendré que azotarte más rato.
Primero me frota, luego viene el golpe. Empieza a seguir un ritmo: caricia, manoseo, azote. Tengo que concentrarme para sobrellevar el dolor. Procuro no pensar en nada y digerir la desagradable sensación. No me da dos veces seguidas en el mismo sitio: está extendiendo el dolor.
—¡Aaaggg! —grito al quinto azote, y caigo en la cuenta de que he ido contando mentalmente los golpes.
—Solo estoy calentando.
Me vuelve a dar y me acaricia con suavidad. La combinación de dolorosos azotes y suaves caricias me nubla la mente por completo. Me pega otra vez; cada vez me cuesta más aguantar. Me duele la cara de tanto contraerla. Me acaricia y me suelta otro golpe. Vuelvo a gritar.
—No te oye nadie, nena, solo yo.
Y me azota otra vez, y otra. Muy en el fondo, deseo rogarle que pare. Pero no lo hago. No quiero darle esa satisfacción. Prosigue con su ritmo implacable. Grito seis veces más. Dieciocho azotes en total. Me arde el cuerpo entero, me arde por su despiadada agresión.
—Ya está —dice con voz ronca—. Bien hecho, Anastasia. Ahora te voy a follar.
Me acaricia con suavidad el trasero, que me arde mientras me masajea en círculos y hacia abajo. De pronto me mete dos dedos, cogiéndome completamente por sorpresa. Ahogo un grito; la nueva agresión se abre paso a través de mi entumecido cerebro.
—Siente esto. Mira cómo le gusta esto a tu cuerpo, Anastasia. Te tengo empapada.
Hay asombro en su voz. Mueve los dedos, metiendo y sacando deprisa.
Gruño y me quejo. No, seguro que no… Entonces los dedos desaparecen, y yo me quedo con las ganas.
—La próxima vez te haré contar. A ver, ¿dónde está ese condón?
Alarga la mano para cogerlo y luego me levanta despacio para ponerme boca abajo sobre la cama. Lo oigo bajarse la cremallera y rasgar el envoltorio del preservativo. Me baja los pantalones de chándal de un tirón y me levanta las rodillas, acariciándome despacio el trasero dolorido.
—Te la voy a meter. Te puedes correr —masculla.
¿Qué? Como si tuviera otra elección…
Y me penetra, hasta el fondo, y yo gimo ruidosamente. Se mueve, entra y sale a un ritmo rápido e intenso, empujando contra mi trasero dolorido. La sensación es más que deliciosa, cruda, envilecedora, devastadora. Tengo los sentidos asolados, desconectados, me concentro únicamente en lo que me está haciendo, en lo que siento, en ese tirón ya familiar en lo más hondo de mi vientre, que se agudiza, se acelera. NO… y mi cuerpo traicionero estalla en un orgasmo intenso y desgarrador.
—¡Ay, Ana! —grita cuando se corre él también, agarrándome fuerte mientras se vacía en mi interior.
Se desploma a mi lado, jadeando intensamente, y me sube encima de él y hunde la cara en mi pelo, estrechándome en sus brazos.
—Oh, nena —dice—. Bienvenida a mi mundo.
Nos quedamos ahí tumbados, jadeando los dos, esperando a que nuestra respiración se normalice. Me acaricia el pelo con suavidad. Vuelvo a estar tendida sobre su pecho. Pero esta vez no tengo fuerzas para levantar la mano y palparlo. Uf, he sobrevivido. No ha sido para tanto. Tengo más aguante de lo que pensaba. La diosa que llevo dentro está postrada, o al menos calladita. Christian me acaricia de nuevo el pelo con la nariz, inhalando hondo.
—Bien hecho, nena —susurra con una alegría muda en la voz.
Sus palabras me envuelven como una toalla suave y mullida del hotel Heathman, y me encanta verlo contento.
Me coge el tirante de la camiseta.
—¿Esto es lo que te pones para dormir? —me pregunta en tono amable.
—Sí —respondo medio adormilada.
—Deberías llevar seda y satén, mi hermosa niña. Te llevaré de compras.
—Me gusta lo que llevo —mascullo, procurando sin éxito sonar indignada.
Me da otro beso en la cabeza.
—Ya veremos —dice.
Seguimos así unos minutos más, horas, a saber; creo que me quedo traspuesta.
—Tengo que irme —dice e, inclinándose hacia delante, me besa con suavidad en la frente—. ¿Estás bien? —añade en voz baja.
Medito la respuesta. Me duele el trasero. Bueno, lo tengo al rojo vivo. Sin embargo, asombrosamente, aunque agotada, me siento radiante. El pensamiento me resulta aleccionador, inesperado. No lo entiendo.
—Estoy bien —susurro.
No quiero decir más.
Se levanta.
—¿Dónde está el baño?
—Por el pasillo, a la izquierda.
Recoge el otro condón y sale del dormitorio. Me incorporo con dificultad y vuelvo a ponerme los pantalones de chándal. Me rozan un poco el trasero aún escocido. Me confunde mucho mi reacción. Recuerdo que me dijo —aunque no recuerdo cuándo— que me sentiría mucho mejor después de una buena paliza. ¿Cómo puede ser? De verdad que no lo entiendo. Sin embargo, curiosamente, es cierto. No puedo decir que haya disfrutado de la experiencia —de hecho, aún haría lo que fuera por evitar que se repitiera—, pero ahora… tengo esa sensación rara y serena de recordarlo todo con una plenitud absolutamente placentera. Me cojo la cabeza con las manos. No lo entiendo.
Christian vuelve a entrar en la habitación. No puedo mirarlo a los ojos. Bajo la vista a mis manos.
—He encontrado este aceite para niños. Déjame que te dé un poco en el trasero.
¿Qué?
—No, ya se me pasará.
—Anastasia —me advierte, y estoy a punto de poner los ojos en blanco, pero me reprimo enseguida.
Me coloco mirando hacia la cama. Se sienta a mi lado y vuelve a bajarme con cuidado los pantalones. Sube y baja, como las bragas de una puta, observa con amargura mi subconsciente. Le digo mentalmente adónde se puede ir. Christian se echa un poco de aceite en la mano y me embadurna el trasero con delicada ternura: de desmaquillador a bálsamo para un culo azotado… ¿quién iba a pensar que resultaría un líquido tan versátil?
—Me gusta tocarte —murmura.
Y debo coincidir con él: a mí también que lo haga.
—Ya está —dice cuando termina, y vuelve a subirme los pantalones.
Miro de reojo el reloj. Son las diez y media.
—Me marcho ya.
—Te acompaño.
Sigo sin poder mirarlo.
Cogiéndome de la mano, me lleva hasta la puerta. Por suerte, Kate aún no está en casa. Aún debe de andar cenando con sus padres y con Ethan. Me alegra de verdad que no estuviera por aquí y pudiera oír mi castigo.
—¿No tienes que llamar a Taylor? —pregunto, evitando el contacto visual.
—Taylor lleva aquí desde las nueve. Mírame —me pide.
Me esfuerzo por mirarlo a los ojos, pero, cuando lo hago, veo que él me contempla admirado.
—No has llorado —murmura, y luego de pronto me agarra y me besa apasionadamente—. Hasta el domingo —susurra en mis labios, y me suena a promesa y a amenaza.
Lo veo enfilar el camino de entrada y subirse al enorme Audi negro. No mira atrás. Cierro la puerta y me quedo indefensa en el salón de un piso en el que solo pasaré dos noches más. Un sitio en el que he vivido feliz casi cuatro años. Pero hoy, por primera vez, me siento sola e incómoda aquí, a disgusto conmigo misma. ¿Tanto me he distanciado de la persona que soy? Sé que, bajo mi exterior entumecido, no muy lejos de la superficie, acecha un mar de lágrimas. ¿Qué estoy haciendo? La paradoja es que ni siquiera puedo sentarme y hartarme de llorar. Tengo que estar de pie. Sé que es tarde, pero decido llamar a mi madre.
—¿Cómo estás, cielo? ¿Qué tal la graduación? —me pregunta entusiasmada al otro lado de la línea.
Su voz me resulta balsámica.
—Siento llamarte tan tarde —le susurro.
Hace una pausa.
—¿Ana? ¿Qué pasa? —dice, de pronto muy seria.
—Nada, mamá, me apetecía oír tu voz.
Guarda silencio un instante.
—Ana, ¿qué ocurre? Cuéntamelo, por favor.
Su voz suena suave y tranquilizadora, y sé que le preocupa. Sin previo aviso, se me empiezan a caer las lágrimas. He llorado tanto en los últimos días…
—Por favor, Ana —me dice, y su angustia refleja la mía.
—Ay, mamá, es por un hombre.
—¿Qué te ha hecho?
Su alarma es palpable.
—No es eso.
Aunque en realidad, sí lo es. Oh, mierda. No quiero preocuparla. Solo quiero que alguien sea fuerte por mí en estos momentos.
—Ana, por favor, me estás preocupando.
Inspiro hondo.
—Es que me he enamorado de un tío que es muy distinto de mí y no sé si deberíamos estar juntos.
—Ay, cielo, ojalá pudiera estar contigo. Siento mucho haberme perdido tu graduación. Te has enamorado de alguien, por fin. Cielo, los hombres tienen lo suyo. Son de otra especie. ¿Cuánto hace que lo conoces?
Desde luego Christian es de otra especie… de otro planeta.
—Casi tres semanas o así.
—Ana, cariño, eso no es nada. ¿Cómo se puede conocer a nadie en ese tiempo? Tómatelo con calma y mantenlo a raya hasta que decidas si es digno de ti.
Uau. La repentina perspicacia de mi madre me desconcierta, pero, en este caso, llega tarde. ¿Que si es digno de mí? Interesante concepto. Siempre me pregunto si yo soy digna de él.
—Cielo, te noto triste. Ven a casa, haznos una visita. Te echo de menos, cariño. A Bob también le encantaría verte. Así te distancias un poco y quizá puedas ver las cosas con un poco de perspectiva. Necesitas un descanso. Has estado muy liada.
Madre mía, qué tentación. Huir a Georgia. Disfrutar de un poco de sol, salir de copas. El buen humor de mi madre, sus brazos amorosos…
—Tengo dos entrevistas de trabajo en Seattle el lunes.
—Qué buena noticia.
Se abre la puerta y aparece Kate, sonriéndome. Su expresión se vuelve sombría cuando ve que he estado llorando.
—Mamá, tengo que colgar. Me pensaré lo de ir a veros. Gracias.
—Cielo, por favor, no dejes que un hombre te trastoque la vida. Eres demasiado joven. Sal a divertirte.
—Sí, mamá. Te quiero.
—Te quiero muchísimo, Ana. Cuídate, cielo.
Cuelgo y me enfrento a Kate, que me mira furiosa.
—¿Te ha vuelto a disgustar ese capullo indecentemente rico?
—No… es que… eh… sí.
—Mándalo a paseo, Ana. Desde que lo conociste, estás muy trastornada. Nunca te había visto así.
El mundo de Katherine Kavanagh es muy claro: blanco o negro. No tiene los tonos de gris vagos, misteriosos e intangibles que colorean el mío. «Bienvenida a mi mundo.»
—Siéntate, vamos a hablar. Nos tomamos un vino. Ah, ya has bebido champán. —Examina la botella—. Del bueno, además.
Sonrío sin ganas, mirando aprensiva el sofá. Me acerco a él con cautela. Uf, sentarme.
—¿Te encuentras bien?
—Me he caído de culo.
No se le ocurre poner en duda mi explicación, porque soy una de las personas más descoordinadas del estado de Washington. Jamás pensé que un día me vendría bien. Me siento, con mucho cuidado, y me sorprende agradablemente ver que estoy bien. Procuro prestar atención a Kate, pero la cabeza se me va al Heathman: «Si fueras mía, después del numerito que montaste ayer no podrías sentarte en una semana». Me lo dijo entonces, pero en aquel momento yo no pensaba más que en ser suya. Todas las señales de advertencia estaban ahí, y yo estaba demasiado despistada y demasiado enamorada para reparar en ellas.
Kate vuelve al salón con una botella de vino tinto y las tazas lavadas.
—Venga.
Me ofrece una taza de vino. No sabrá tan bueno como el Bolly.
—Ana, si es el típico capullo que pasa de comprometerse, mándalo a paseo. Aunque la verdad es que no entiendo por qué tendría que suceder. En el entoldado no te quitaba los ojos de encima, te vigilaba como un halcón. Yo diría que estaba completamente embobado, pero igual tiene una forma curiosa de demostrarlo.
¿Embobado? ¿Christian? ¿Una forma curiosa de demostrarlo? Ya te digo.
—Es complicado, Kate. ¿Qué tal tu noche? —pregunto.
No puedo hablar de esto con Kate sin revelarle demasiado, pero basta con una pregunta sobre su día para que se olvide del tema. Resulta tranquilizador sentarse a escuchar su parloteo habitual. La gran noticia es que Ethan igual se viene a vivir con nosotras cuando vuelvan de vacaciones. Será divertido: con Ethan es un no parar de reír. Frunzo el ceño. No creo que a Christian le parezca bien. Me da igual. Tendrá que tragar. Me tomo un par de tazas de vino y decido irme a la cama. Ha sido un día muy largo. Kate me da un abrazo y coge el teléfono para llamar a Elliot.
Después de lavarme los dientes, echo un vistazo al cacharro infernal. Hay un correo de Christian.
De: Christian GreyFecha: 26 de mayo de 2011 23:14Para: Anastasia SteeleAsunto: Usted Querida señorita Steele:Es sencillamente exquisita. La mujer más hermosa, inteligente, ingeniosa y valiente que he conocido jamás. Tómese un ibuprofeno (no es un mero consejo). Y no vuelva a coger el Escarabajo. Me enteraré. Christian GreyPresidente de Grey Enterprises Holdings, Inc. ¡Que no vuelva a coger mi coche! Tecleo mi respuesta.
De: Anastasia SteeleFecha: 26 de mayo de 2011 23:20Para: Christian GreyAsunto: Halagos Querido señor Grey:Con halagos no llegarás a ninguna parte, pero, como ya has estado en todas, da igual. Tendré que coger el Escarabajo para llevarlo a un concesionario y venderlo, de modo que no voy hacer ni caso de la bobada que me propones. Prefiero el tinto al ibuprofeno. Ana P.D.: Para mí, los varazos están dentro de los límites INFRANQUEABLES. Le doy a «Enviar».
De: Christian GreyFecha: 26 de mayo de 2011 23:26Para: Anastasia SteeleAsunto: Las mujeres frustradas no saben aceptar cumplidos Querida señorita Steele:No son halagos. Debería acostarse.Acepto su incorporación a los límites infranqueables.No beba demasiado.Taylor se encargará de su coche y lo revenderá a buen precio. Christian GreyPresidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.
De: Anastasia SteeleFecha: 26 de mayo de 2011 23:40Para: Christian GreyAsunto: ¿Será Taylor el hombre adecuado para esa tarea? Querido señor:Me asombra que te importe tan poco que tu mano derecha conduzca mi coche, pero sí que lo haga una mujer a la que te follas de vez en cuando. ¿Cómo sé yo que Taylor me va a conseguir el mejor precio por el coche? Siempre me he dicho, seguramente antes de conocerte, que estaba conduciendo una auténtica ganga. Ana
De: Christian GreyFecha: 26 de mayo de 2011 23:44Para: Anastasia SteeleAsunto: ¡Cuidado! Querida señorita Steele:Doy por sentado que es el TINTO lo que le hace hablar así, y que el día ha sido muy largo. Aunque me siento tentado de volver allí y asegurarme de que no se siente en una semana, en vez de una noche.Taylor es ex militar y capaz de conducir lo que sea, desde una moto a un tanque Sherman. Su coche no supone peligro alguno para él.Por favor, no diga que es «una mujer a la que me follo de vez en cuando», porque, la verdad, me ENFURECE, y le aseguro que no le gustaría verme enfadado. Christian GreyPresidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.
De: Anastasia SteeleFecha: 26 de mayo de 2011 23:57Para: Christian GreyAsunto: Cuidado, tú Querido señor Grey:No estoy segura de que yo te guste, sobre todo ahora. Señorita Steele
De: Christian GreyFecha: 27 de mayo de 2011 00:03Para: Anastasia SteeleAsunto: Cuidado, tú ¿Por qué no me gustas? Christian GreyPresidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.
De: Anastasia SteeleFecha: 27 de mayo de 2011 00:09Para: Christian GreyAsunto: Cuidado, tú Porque nunca te quedas en casa. Hala, eso le dará algo en lo que pensar. Cierro el cacharro con una indiferencia que no siento y me meto en la cama. Apago la lamparita y me quedo mirando al techo. Ha sido un día muy largo, un vaivén emocional constante. Me ha gustado pasar un rato con Ray. Lo he visto bien y, curiosamente, le ha gustado Christian. Jo, y la cotilla de Kate… Oír a Christian decir que había pasado hambre. ¿De qué coño va todo eso? Dios, y el coche. Ni siquiera le he comentado a Kate lo del coche nuevo. ¿En qué estaría pensando Christian?
Y encima esta noche me ha pegado de verdad. En mi vida me habían pegado. ¿Dónde me he metido? Muy despacio, las lágrimas, retenidas por la llegada de Kate, empiezan a rodarme por los lados de la cara hasta las orejas. Me he enamorado de alguien tan emocionalmente cerrado que no conseguiré más que sufrir —en el fondo, lo sé—, alguien que, según él mismo admite, está completamente jodido. ¿Por qué está tan jodido? Debe de ser horrible estar tan tocado como él; la idea de que de niño fuera víctima de crueldades insoportables me hace llorar aún más. Quizá si fuera más normal no le interesarías, contribuye con sarcasmo mi subconsciente a mis reflexiones. Y en lo más profundo de mi corazón sé que es cierto. Me doy la vuelta, se abren las compuertas… y, por primera vez en años, lloro desconsoladamente con la cara hundida en la almohada.
Los gritos de Kate me distraen momentáneamente de mis oscuros pensamientos.
«¿Qué coño crees que haces aquí?»
«¡Vale, pues no puedes!»
«¿Qué coño le has hecho ahora?»
«Desde que te conoció, se pasa el día llorando.»
«¡No puedes venir aquí!»
Christian irrumpe en mi dormitorio y, sin ceremonias, enciende la luz del techo, obligándome a apretar los ojos.
—Dios mío, Ana —susurra.
La apaga otra vez y, en un segundo, lo tengo a mi lado.
—¿Qué haces aquí? —pregunto espantada entre sollozos.
Mierda, no puedo parar de llorar.
Enciende la lamparita y me hace guiñar los ojos de nuevo. Viene Kate y se queda en el umbral de la puerta.
—¿Quieres que eche a este gilipollas de aquí? —me dice irradiando una hostilidad termonuclear.
Christian la mira arqueando una ceja, sin duda asombrado por el halagador epíteto y su brutal antipatía. Niego con la cabeza y ella me pone los ojos en blanco. Huy, yo no haría eso delante del señor G.
—Dame una voz si me necesitas —me dice más serena—. Grey, estás en mi lista negra y te tengo vigilado —le susurra furiosa.
Él la mira extrañado, y ella da media vuelta y entorna la puerta, pero no la
cierra.
Christian me mira con expresión grave, el rostro demacrado. Lleva la americana de raya diplomática y del bolsillo interior saca un pañuelo y me lo da. Creo que aún tengo el otro por alguna parte.
—¿Qué pasa? —me pregunta en voz baja.
—¿A qué has venido? —le digo yo, ignorando su pregunta.
Mis lágrimas han cesado milagrosamente, pero las convulsiones siguen sacudiendo mi cuerpo.
—Parte de mi papel es ocuparme de tus necesidades. Me has dicho que querías que me quedara, así que he venido. Y te encuentro así. —Me mira extrañado, verdaderamente perplejo—. Seguro que es culpa mía, pero no tengo ni idea de por qué. ¿Es porque te he pegado?
Me incorporo, con una mueca de dolor por mi trasero escocido. Me siento y lo miro.
—¿Te has tomado un ibuprofeno?
Niego con la cabeza. Entorna los ojos, se pone de pie y sale de la habitación. Lo oigo hablar con Kate, pero no lo que dicen. Al poco, vuelve con pastillas y una taza de agua.
—Tómate esto —me ordena con delicadeza mientras se sienta en la cama a mi lado.
Hago lo que me dice.
—Cuéntame —susurra—. Me habías dicho que estabas bien. De haber sabido que estabas así, jamás te habría dejado.
Me miro las manos. ¿Qué puedo decir que no haya dicho ya? Quiero más. Quiero que se quede porque él quiera quedarse, no porque esté hecha una magdalena. Y no quiero que me pegue, ¿acaso es mucho pedir?
—Doy por sentado que, cuando me has dicho que estabas bien, no lo estabas.
Me ruborizo.
—Pensaba que estaba bien.
—Anastasia, no puedes decirme lo que crees que quiero oír. Eso no es muy sincero —me reprende—. ¿Cómo voy a confiar en nada de lo que me has dicho?
Lo miro tímidamente y lo veo ceñudo, con una mirada sombría en los ojos. Se pasa ambas manos por el pelo.
—¿Cómo te has sentido cuando te estaba pegando y después?
—No me ha gustado. Preferiría que no volvieras a hacerlo.
—No tenía que gustarte.
—¿Por qué te gusta a ti?
Lo miro.
Mi pregunta lo sorprende.
—¿De verdad quieres saberlo?
—Ah, créeme, me muero de ganas.
Y no puedo evitar el sarcasmo.
Vuelve a fruncir los ojos.
—Cuidado —me advierte.
Palidezco.
—¿Me vas a pegar otra vez?
—No, esta noche no.
Uf… Mi subconsciente y yo suspiramos de alivio.
—¿Y bien? —insisto.
—Me gusta el control que me proporciona, Anastasia. Quiero que te comportes de una forma concreta y, si no lo haces, te castigaré, y así aprenderás a comportarte como quiero. Disfruto castigándote. He querido darte unos azotes desde que me preguntaste si era gay.
Me sonrojo al recordarlo. Uf, hasta yo quise darme de tortas por esa pregunta. Así que la culpable de esto es Katherine Kavanagh: si hubiera ido ella a la entrevista y le hubiera hecho la pregunta, sería ella la que estaría aquí sentada con el culo dolorido. No me gusta la idea. ¿No es un lío todo esto?
—Así que no te gusta como soy.
Se me queda mirando, perplejo de nuevo.
—Me pareces encantadora tal como eres.
—Entonces, ¿por qué intentas cambiarme?
—No quiero cambiarte. Me gustaría que fueras respetuosa y que siguieras las normas que te he impuesto y no me desafiaras. Es muy sencillo —dice.
—Pero ¿quieres castigarme?
—Sí, quiero.
—Eso es lo que no entiendo.
Suspira y vuelve a pasarse las manos por el pelo.
—Así soy yo, Anastasia. Necesito controlarte. Quiero que te comportes de una forma concreta, y si no lo haces… Me encanta ver cómo se sonroja y se calienta tu hermosa piel blanca bajo mis manos. Me excita.
Madre mía. Ya voy entendiendo algo…
—Entonces, ¿no es el dolor que me provocas?
Traga saliva.
—Un poco, el ver si lo aguantas, pero no es la razón principal. Es el hecho de que seas mía y pueda hacer contigo lo que quiera: control absoluto de otra persona. Y eso me pone. Muchísimo, Anastasia. Mira, no me estoy explicando muy bien. Nunca he tenido que hacerlo. No he meditado mucho todo esto. Siempre he estado con gente de mi estilo. —Se encoge de hombros, como disculpándose—. Y aún no has respondido a mi pregunta: ¿cómo te has sentido después?
—Confundida.
—Te ha excitado, Anastasia.
Cierra los ojos un instante y, cuando vuelve a abrirlos y me mira, le arden. Su expresión despierta mi lado oscuro, enterrado en lo más hondo de mi vientre: mi libido, despierta domada por él, pero aún insaciable.
—No me mires así —susurra.
Frunzo el ceño. Dios mío, ¿qué he hecho ahora?
—No llevo condones, Anastasia, y sabes que estás disgustada. En contra de lo que piensa tu compañera de piso, no soy ningún degenerado. Entonces, ¿te has sentido confundida?
Me estremezco bajo su intensa mirada.
—No te cuesta nada sincerarte conmigo por escrito. Por e-mail, siempre me dices exactamente lo que sientes. ¿Por qué no puedes hacer eso cara a cara? ¿Tanto te intimido?
Intento quitar una mancha imaginaria de la colcha azul y crema de mi madre.
—Me cautivas, Christian. Me abrumas. Me siento como Ícaro volando demasiado cerca del sol —le susurro.
Ahoga un jadeo.
—Pues me parece que eso lo has entendido al revés —dice.
—¿El qué?
—Ay, Anastasia, eres tú la que me ha hechizado. ¿Es que no es obvio?
No, para mí no. Hechizado. La diosa que llevo dentro está boquiabierta. Ni siquiera ella se lo cree.
—Todavía no has respondido a mi pregunta. Mándame un correo, por favor. Pero ahora mismo. Me gustaría dormir un poco. ¿Me puedo quedar?
—¿Quieres quedarte?
No puedo ocultar la ilusión que me hace.
—Querías que viniera.
—No has respondido a mi pregunta.
—Te mandaré un correo —masculla malhumorado.
Poniéndose en pie, se vacía los bolsillos: BlackBerry, llaves, cartera y dinero. Por Dios, los hombres llevan un montón de mierda en los bolsillos. Se quita el reloj, los zapatos, los calcetines, y deja la americana encima de mi silla. Rodea la cama hasta el otro lado y se mete dentro.
—Túmbate —me ordena.
Me deslizo despacio bajo las sábanas con una mueca de dolor, mirándolo fijamente. Madre mía, se queda. Me siento paralizada de gozoso asombro. Se incorpora sobre un codo, me mira.
—Si vas a llorar, llora delante de mí. Necesito saberlo.
—¿Quieres que llore?
—No en particular. Solo quiero saber cómo te sientes. No quiero que te me escapes entre los dedos. Apaga la luz. Es tarde y los dos tenemos que trabajar mañana.
Ya lo tengo aquí, tan dominante como siempre, pero no me quejo: está en mi cama. No acabo de entender por qué. Igual debería llorar más a menudo delante de él. Apago la luz de la mesita.
—Quédate en tu lado y date la vuelta —susurra en la oscuridad.
Pongo los ojos en blanco a sabiendas de que no puede verme, pero hago lo que me dice. Con sumo cuidado, se acerca, me rodea con los brazos y me estrecha contra su pecho.
—Duerme, nena —susurra, y noto su nariz en mi pelo, inspirando hondo.
Dios mío. Christian Grey se queda a dormir. Al abrigo de sus brazos, me sumo en un sueño tranquilo.













17



La llama de la vela quema demasiado. Parpadea y fluctúa con el aire abrasador, un aire que no alivia el calor. Las suaves alas de gasa se baten de un lado a otro en la oscuridad, rociando de escamas polvorientas el círculo de luz. Me esfuerzo por resistir, pero me atrae. Luego todo es muy luminoso y vuelo demasiado cerca del sol, deslumbrada por la luz, abrasándome y derritiéndome de calor, agotada de intentar mantenerme en el aire. Estoy ardiendo. El calor es asfixiante, sofocante. Me despierta.
Abro los ojos y me encuentro abrazada por Christian Grey. Me envuelve como el patriota victorioso lo hace en su bandera. Está profundamente dormido, con la cabeza en mi pecho, el brazo por encima de mí, estrechándome contra su cuerpo, con una pierna echada por encima de las mías. Me asfixia con el calor de su cuerpo, y me pesa. Me tomo un momento para digerir que aún está en mi cama y dormido como un tronco, y que ya hay luz fuera, luz de día. Ha pasado la noche entera conmigo.
Tengo el brazo derecho extendido, sin duda en busca de algún sitio fresco y, mientras proceso el hecho de que aún está conmigo, se me ocurre que puedo tocarlo. Está dormido. Tímidamente, levanto la mano y paseo las yemas de los dedos por su espalda. Oigo un gruñido gutural de angustia, y se revuelve. Me acaricia el pecho con la nariz e inspira hondo mientras se despierta. Sus ojos grises, soñolientos y parpadeantes, se topan con los míos por debajo de su mata de pelo alborotado.
—Buenos días —masculla, y frunce el ceño—. Dios, hasta mientras duermo me siento atraído por ti.
Se mueve despacio, despegando sus extremidades de mí mientras se orienta. Noto su erección contra mi cadera. Percibe mi cara de asombro y me dedica una sonrisa lenta y sensual.
—Mmm, esto promete, pero creo que deberíamos esperar al domingo.
Se inclina hacia delante y me acaricia la oreja con la nariz.
Me ruborizo, aunque ya estoy roja como un tomate por su calor corporal.
—Estás ardiendo —susurro.
—Tú tampoco te quedas corta —me susurra él, y se aprieta contra mi cuerpo, sugerente.
Me sonrojo aún más. No me refería a eso. Se incorpora sobre un codo y me mira, divertido. Se inclina y, para mi sorpresa, me planta un suave beso en los labios.
—¿Has dormido bien? —me pregunta.
Asiento con la cabeza, mirándolo, y me doy cuenta de que he dormido muy bien salvo por la última media hora, en la que tenía demasiado calor.
—Yo también. —Frunce el ceño—. Sí, muy bien. —Arquea la ceja, a la vez sorprendido y confuso—. ¿Qué hora es?
Miro el despertador.
—Son las siete y media.
—Las siete y media… ¡mierda! —Salta de la cama y se pone los vaqueros.
Ahora me toca a mí sonreír divertida mientras me incorporo. Christian Grey llega tarde y está nervioso. Esto es algo que no he visto antes. De pronto caigo en la cuenta de que el trasero ya no me duele.
—Eres muy mala influencia para mí. Tengo una reunión. Tengo que irme. Debo estar en Portland a las ocho. ¿Te estás riendo de mí?
—Sí.
Sonríe.
—Llego tarde. Yo nunca llego tarde. También esto es una novedad, señorita Steele.
Se pone la americana, se agacha y me coge la cabeza con ambas manos
—El domingo —dice, y la palabra está preñada de una promesa tácita.
Las entrañas se me expanden y luego se contraen de deliciosa expectación. La sensación es exquisita.
Madre mía, si mi cabeza pudiera estar a la altura de mi cuerpo. Se inclina y me da un beso rápido. Coge sus cosas de la mesita y los zapatos, que no se pone.
—Taylor vendrá a encargarse de tu Escarabajo. Lo dije en serio. No lo cojas. Te veo en mi casa el domingo. Te diré la hora por correo.
Y, como un torbellino, desaparece.
Christian Grey ha pasado la noche conmigo, y me siento descansada. Y no ha habido sexo, solo hemos hecho la cucharita. Me dijo que nunca había dormido con nadie, pero ya ha dormido tres veces conmigo. Sonrío y salgo despacio de la cama. Estoy más animada de lo que he estado en las últimas veinticuatro horas o así. Me dirijo a la cocina; necesito una taza de té.
Después de desayunar, me ducho y me visto rápidamente para mi último día en Clayton’s. Es el fin de una era: adiós a los señores Clayton, a la universidad, a Vancouver, a mi piso, a mi Escarabajo. Echo un vistazo al cacharro: son las 07:52. Tengo tiempo.
De: Anastasia SteeleFecha: 27 de mayo de 2011 08:05Para: Christian GreyAsunto: Asalto y agresión: efectos secundarios Querido señor Grey:Querías saber por qué me sentí confundida después de que me… ¿qué eufemismo utilizo: me dieras unos azotes, me castigaras, me pegaras, me agredieras? Pues bien, durante todo el inquietante episodio, me sentí humillada, degradada y ultrajada. Y para mayor vergüenza, tienes razón, estaba excitada, y eso era algo que no esperaba. Como bien sabes, todo lo sexual es nuevo para mí. Ojalá tuviera más experiencia y, en consecuencia, estuviera más preparada. Me extrañó que me excitara.Lo que realmente me preocupó fue cómo me sentí después. Y eso es más difícil de explicar con palabras. Me hizo feliz que tú lo fueras. Me alivió que no fuera tan doloroso como había pensado que sería. Y mientras estuve tumbada entre tus brazos, me sentí… plena. Pero esa sensación me incomoda mucho, incluso hace que me sienta culpable. No me encaja y, en consecuencia, me confunde. ¿Responde eso a tu pregunta?Espero que el mundo de las fusiones y adquisiciones esté siendo tan estimulante como siempre, y que no hayas llegado demasiado tarde.Gracias por quedarte conmigo. Ana
De: Christian GreyFecha: 27 de mayo de 2011 08:24Para: Anastasia SteeleAsunto: Libere su mente Interesante, aunque el asunto del mensaje sea algo exagerado, señorita Steele.Respondiendo a su pregunta: yo diría «azotes», y eso es lo que fueron.• ¿Así que se sintió humillada, degradada, injuriada y agredida? ¡Es tan Tess Durbeyfield…! Si no recuerdo mal, fue usted la que optó por la corrupción. ¿De verdad se siente así o cree que debería sentirse así? Son dos cosas muy distintas. Si es así como se siente, ¿cree que podría intentar abrazar esas sensaciones y digerirlas, por mí? Eso es lo que haría una sumisa.• Agradezco su inexperiencia.
La valoro, y estoy empezando a entender lo que significa. En pocas palabras: significa que es mía en todos los sentidos.• Sí, estaba excitada, lo que a su vez me excitó a mí; no hay nada malo en eso.• «Feliz» es un adjetivo que apenas alcanza a expresar lo que sentí. «Extasiado» se aproxima más.• Los azotes de castigo duelen bastante más que los sensuales, así que nunca le dolerá más de eso, salvo, claro, que cometa alguna infracción importante, en cuyo caso me serviré de algún instrumento para castigarla. Luego me dolía mucho la mano. Pero me gusta.• También yo me sentí pleno, más de lo que jamás podrías imaginar.• No malgaste sus energías con sentimientos de culpa y pecado. Somos mayores de edad y lo que hagamos a puerta cerrada es cosa nuestra. Debe liberar su mente y escuchar a su cuerpo.• El mundo de las fusiones y adquisiciones no es ni mucho menos tan estimulante como usted, señorita Steele. Christian GreyPresidente de Grey Enterprises Holdings, Inc. Oh, Dios… «mía en todos los sentidos». Se me entrecorta la respiración.
De: Anastasia SteeleFecha: 27 de mayo de 2011 08:26Para: Christian GreyAsunto: Mayores de edad ¿No estás en una reunión?Me alegro mucho de que te doliera la mano.Y, si escuchara a mi cuerpo, ahora mismo estaría en Alaska. Ana P.D.: Me pensaré lo de abrazar esas sensaciones.
De: Christian GreyFecha: 27 de mayo de 2011 08:35Para: Anastasia SteeleAsunto: No ha llamado a la poli Señorita Steele:Ya que lo pregunta, estoy en una reunión, hablando del mercado de futuros.Por si no lo recuerda, se acercó a mí sabiendo muy bien lo que iba a hacer.En ningún momento me pidió que parara; no utilizó ninguna palabra de seguridad.Es adulta; toma sus propias decisiones.Sinceramente, espero con ilusión la próxima vez que se me caliente la mano.Es evidente que no está escuchando a la parte correcta de su cuerpo.En Alaska hace mucho frío y no es un buen escondite. La encontraría.Puedo rastrear su móvil, ¿recuerda?Váyase a trabajar. Christian GreyPresidente de Grey Enterprises Holdings, Inc. Miro ceñuda la pantalla. Tiene razón, claro. Yo decido. Mmm. ¿Dirá en serio lo de ir a buscarme? ¿Debería optar por escaparme una temporada? Contemplo un instante la posibilidad de aceptar el ofrecimiento de mi madre. Le doy a «Responder».
De: Anastasia SteeleFecha: 27 de mayo de 2011 08:36Para: Christian GreyAsunto: Acosador ¿Has buscado ayuda profesional para esa tendencia al acoso? Ana
De: Christian GreyFecha: 27 de mayo de 2011 08:38Para: Anastasia SteeleAsunto: ¿Acosador, yo? Le pago al eminente doctor Flynn una pequeña fortuna para que se ocupe de mi tendencia al acoso y de las otras.Vete a trabajar. Christian GreyPresidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.
De: Anastasia SteeleFecha: 27 de mayo de 2011 08:40Para: Christian GreyAsunto: Charlatanes caros Si me lo permites, te sugiero que busques una segunda opinión.No estoy segura de que el doctor Flynn sea muy eficiente. Señorita Steele
De: Christian GreyFecha: 27 de mayo de 2011 08:43Para: Anastasia SteeleAsunto: Segundas opiniones Te lo permita o no, no es asunto tuyo, pero el doctor Flynn es la segunda opinión.Vas a tener que acelerar en tu coche nuevo y ponerte en peligro innecesariamente. Creo que eso va contra las normas.VETE A TRABAJAR. Christian GreyPresidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.
De: Anastasia SteeleFecha: 27 de mayo de 2011 08:47Para: Christian GreyAsunto: MAYÚSCULAS CHILLONAS Como soy el blanco de tu tendencia al acoso, creo que sí es asunto mío. No he firmado aún, así que las normas me la repampinflan. Y no entro hasta las nueve y media. Señorita Steele
De: Christian GreyFecha: 27 de mayo de 2011 08:49Para: Anastasia SteeleAsunto: Lingüística descriptiva ¿«Repampinflan»? Dudo mucho que eso venga en el diccionario. Christian GreyPresidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.
De: Anastasia SteeleFecha: 27 de mayo de 2011 08:52Para: Christian GreyAsunto: Lingüística descriptiva Sale después de «acosador» y de «controlador obsesivo».Y la lingüística descriptiva está dentro de mis límites infranqueables.¿Me dejas en paz de una vez?
Me gustaría irme a trabajar en mi coche nuevo. Ana
De: Christian GreyFecha: 27 de mayo de 2011 08:56Para: Anastasia SteeleAsunto: Mujeres difíciles pero divertidas Me escuece la palma de la mano.Conduzca con cuidado, señorita Steele. Christian GreyPresidente de Grey Enterprises Holdings, Inc. Es una gozada conducir el Audi. Tiene dirección asistida. Wanda, mi Escarabajo, no tiene nada de eso, así que se acabó el único ejercicio físico que hacía al día, que era el de conducir. Ah, pero, según las normas de Christian, tendré que lidiar con un entrenador personal. Frunzo el ceño. Odio hacer ejercicio.
Mientras conduzco, trato de analizar los correos que hemos intercambiado. A veces es un hijo de puta condescendiente. Luego pienso en Grace y me siento culpable. Claro que ella no lo parió. Uf, eso es todo un mundo de dolor desconocido para mí. Sí, soy adulta, gracias por recordármelo, Christian Grey, y yo decido. El problema es que yo solo quiero a Christian, no todo su… bagaje, y ahora mismo tiene la bodega completa de un 747. ¿Que me relaje y lo acepte, como una sumisa? Dije que lo intentaría, pero es muchísimo pedir.
Me meto en el aparcamiento de Clayton’s. Mientras entro, caigo en que me cuesta creer que hoy sea mi último día. Por suerte, hay jaleo en la tienda y el tiempo pasa rápido. A la hora de comer, el señor Clayton me llama desde el almacén. Está al lado de un mensajero en moto.
—¿Señorita Steele? —pregunta el mensajero.
Miro intrigada al señor Clayton, que se encoge de hombros, tan perplejo como yo. Se me cae el alma a los pies. ¿Qué me habrá mandado Christian ahora? Firmo el albarán del paquetito y lo abro enseguida. Es una BlackBerry. Se me desploma el ánimo por completo. La enciendo.
De: Christian GreyFecha: 27 de mayo de 2011 11:15.Para: Anastasia SteeleAsunto: BlackBerry PRESTADA Quiero poder localizarte a todas horas y, como esta es la forma de comunicación con la que más te sinceras, he pensado que necesitabas una BlackBerry. Christian GreyPresidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.
De: Anastasia SteeleFecha: 27 de mayo de 2011 13:22Para: Christian GreyAsunto: Consumismo desenfrenado Me parece que te hace falta llamar al doctor Flynn ahora mismo.Tu tendencia al acoso se está descontrolando.Estoy en el trabajo. Te mando un correo cuando
llegue a casa.Gracias por este otro cacharrito.No me equivocaba cuando te dije que eres un consumista compulsivo.¿Por qué haces esto? Ana
De: Christian GreyFecha: 27 de mayo de 2011 13:24Para: Anastasia SteeleAsunto: Muy sagaz para ser tan joven Una muy buena puntualización, como de costumbre, señorita Steele.El doctor Flynn está de vacaciones.Y hago esto porque puedo. Christian GreyPresidente de Grey Enterprises Holdings, Inc. Me meto el cacharrito en el bolsillo, y ya lo odio. Escribir a Christian me resulta adictivo, pero se supone que estoy trabajando. Me vibra una vez en el trasero —qué propio, me digo con ironía—, pero me armo de valor y lo ignoro.
A las cuatro, los señores Clayton reúnen a los demás empleados de la tienda y, con un discurso emotivo y embarazoso, me entregan un cheque por importe de trescientos dólares. En ese momento, se amontonan en mi interior los acontecimientos de las tres últimas semanas: exámenes, graduación, multimillonarios jodidos e intensos, desfloramiento, límites tolerables e infranqueables, cuartos de juego sin consolas, paseos en helicóptero, y el hecho de que mañana me mudo. Asombrosamente, logro mantener la compostura. Mi subconsciente está pasmada. Abrazo con fuerza a los Clayton. Han sido unos jefes amables y generosos, y los echaré de menos.
Kate está saliendo del coche cuando llego a casa.
—¿Qué es eso? —pregunta acusadora, señalando el Audi.
No puedo resistirme.
—Un coche —espeto. Entrecierra los ojos y, por un momento, me pregunto si también ella me va a tumbar en sus rodillas—. Mi regalo de graduación —digo con fingido desenfado.
Sí, me regalan coches caros todos los días. Se queda boquiabierta.
—Ese capullo generoso y arrogante, ¿no?
Asiento con la cabeza.
—He intentado rechazarlo, pero, francamente, es inútil esforzarse.
Kate frunce los labios.
—No me extraña que estés abrumada. He visto que al final se quedó.
—Sí.
Sonrío melancólica.
—¿Terminamos de empaquetar?
Asiento y la sigo dentro. Miro el correo de Christian.
De: Christian GreyFecha: 27 de mayo de 2011 13:40Para: Anastasia SteeleAsunto: Domingo ¿Quedamos el domingo a la una?La doctora te esperará en el Escala a la una y media.Yo me voy a Seattle ahora.Confío en que la mudanza vaya bien, y estoy deseando que llegue el domingo. Christian GreyPresidente de Grey Enterprises Holdings, Inc. Madre mía, como si hablara del tiempo. Decido contestarle cuando hayamos terminado de empaquetar. Tan pronto resulta divertidísimo como se pone en plan formal e insoportable. Cuesta seguirlo. La verdad, es como si le hubiera enviado un correo a un empleado. Para fastidiar, pongo los ojos en blanco y me voy a empaquetar con Kate.
Kate y yo estamos en la cocina cuando alguien llama a la puerta. Veo a Taylor en el porche, impoluto con su traje. Detecto vestigios de su pasado militar en el corte de pelo al cero, su físico cuidado y su mirada fría.
—Señorita Steele —dice—, he venido a por su coche.
—Ah, sí, claro. Pasa, iré a por las llaves.
Seguramente esto va mucho más allá de la llamada del deber. Vuelvo a preguntarme en qué consistirá exactamente el trabajo de Taylor. Le doy las llaves y nos acercamos en medio de un silencio incómodo —para mí— al Escarabajo azul claro. Abro la puerta y saco la linterna de la guantera. Ya está. No llevo ninguna otra cosa personal dentro de Wanda. Adiós, Wanda. Gracias. Acaricio su techo mientras cierro la puerta del copiloto.
—¿Cuánto tiempo llevas trabajando para el señor Grey? —le pregunto.
—Cuatro años, señorita Steele.
De pronto siento una necesidad irrefrenable de bombardearlo a preguntas. Lo que debe saber este hombre de Christian, todos sus secretos. Claro que probablemente habrá firmado un acuerdo de confidencialidad. Lo miro nerviosa. Tiene la misma expresión taciturna de Ray, y me empieza a caer bien.
—Es un buen hombre, señorita Steele —dice, y sonríe.
Luego se despide con un gesto, sube a mi coche y se aleja en él.
El piso, el Escarabajo, los Clayton… todo ha cambiado ya. Meneo la cabeza mientras vuelvo a entrar en casa. Y el mayor cambio de todos es Christian Grey. Taylor piensa que es «un buen hombre». ¿Puedo creerle?
A las ocho, cenamos comida china con José. Hemos terminado. Ya lo hemos empaquetado todo y estamos listas para el traslado. José trae varias botellas de cerveza; Kate y yo nos sentamos en el sofá, él se sienta en el suelo, con las piernas cruzadas, entre las dos. Vemos telebasura, bebemos cerveza y, a medida que va avanzando la noche y la cerveza va haciendo efecto, bulliciosos y emotivos, vamos rescatando recuerdos. Han sido cuatro años estupendos.
Mi relación con José ha vuelto a la normalidad, olvidado ya el conato de beso. Bueno, lo he metido debajo de la alfombra en la que está tumbada la diosa que llevo dentro, comiendo uvas y tamborileando con los dedos, esperando con impaciencia el domingo. Llaman a la puerta y el corazón se me sube a la boca. ¿Será…?
Abre Kate y Elliot prácticamente la coge en volandas. La envuelve en un abrazo hollywoodiense que enseguida se convierte en un apasionado estrujón europeo. Por favor, marchaos a un hotel. José y yo nos miramos. Me espanta su falta de pudor.
—¿Nos vamos al bar? —le pregunto a José, que asiente enérgicamente.
A los dos nos incomoda demasiado el erotismo desenfrenado que se despliega ante nosotros. Kate me mira, sonrojada y con los ojos brillantes.
—José y yo vamos a tomar algo.
Le pongo los ojos en blanco. ¡Ja! Aún puedo poner los ojos en blanco cuando me plazca.
—Vale.
Sonríe.
—Hola, Elliot. Adiós, Elliot.
Me guiña uno de sus enormes ojos azules, y José y yo salimos por la puerta, riendo como dos adolescentes.
Mientras bajamos la calle despacio en dirección al bar, me cojo del brazo de José. Dios, es una persona tan normal. No había sabido valorarlo hasta ahora.
—Vendrás de todas formas a la inauguración de mi exposición, ¿verdad?
—Desde luego, José. ¿Cuándo es?
—El 9 de junio.
—¿En qué día cae?
De repente me entra el pánico.
—Es jueves.
—Sí, sin problema… ¿Y tú vendrás a vernos a Seattle?
—Tratad de impedírmelo.
Sonríe.
Es tarde cuando vuelvo del bar. No veo a Kate ni Elliot por ninguna parte, pero los oigo. Madre mía. Espero no ser tan escandalosa. Sé que Christian no lo es. Me ruborizo de pensarlo y huyo a mi habitación. Tras un abrazo breve y por suerte nada embarazoso, José se ha ido. No sé cuándo volveré a verlo, probablemente en la exposición de sus fotografías; aún me asombra que por fin haya conseguido exponer. Lo echaré de menos, y echaré de menos su encanto pueril. No he sido capaz de contarle lo del Escarabajo. Sé que se pondrá frenético cuando se entere, y con un tío que se me enfade tengo más que suficiente. Ya en mi cuarto, echo un ojo al cacharro infernal y, por supuesto, tengo correo de Christian.
De: Christian GreyFecha: 27 de mayo de 2011 22:14Para: Anastasia SteeleAsunto: ¿Dónde estás? «Estoy en el trabajo. Te mando un correo cuando llegue a casa.»¿Aún sigues en el trabajo, o es que has empaquetado el teléfono, la BlackBerry y el MacBook?Llámame o me veré obligado a llamar a Elliot. Christian GreyPresidente de Grey Enterprises Holdings, Inc. Maldita sea… José… mierda.
Cojo el teléfono. Cinco llamadas perdidas y un mensaje de voz. Tímidamente, escucho el mensaje. Es Christian.
«Me parece que tienes que aprender a lidiar con mis expectativas. No soy un hombre paciente. Si me dices que te pondrás en contacto conmigo cuando termines de trabajar, ten la decencia de hacerlo. De lo contrario, me preocupo, y no es una emoción con la que esté familiarizado, por lo que no la llevo bien. Llámame.»
Mierda, mierda. ¿Es que nunca me va a dar un respiro? Miro ceñuda el teléfono. Me asfixia. Con una honda sensación de miedo en la boca del estómago, localizo su
número y pulso la tecla de llamada. Mientras espero a que conteste, se me sube el corazón a la boca. Seguramente le encantaría darme una paliza de cincuenta mil demonios. La idea me deprime.
—Hola —dice en voz baja, y su tono me descoloca, porque me lo esperaba furibundo, pero el caso es que suena aliviado.
—Hola —susurro.
—Me tenías preocupado.
—Lo sé. Siento no haberte respondido, pero estoy bien.
Hace una pausa breve.
—¿Lo has pasado bien esta noche? —me pregunta de lo más comedido.
—Sí. Hemos terminado de empaquetar y Kate y yo hemos cenado comida china con José.
Aprieto los ojos con fuerza al mencionar a José. Christian no dice nada.
—¿Qué tal tú? —le pregunto para llenar el repentino silencio abismal y ensordecedor.
No pienso consentir que haga que me sienta culpable por lo de José.
Por fin, suspira.
—He asistido a una cena con fines benéficos. Aburridísima. Me he ido en cuanto he podido.
Lo noto tan triste y resignado que se me encoge el corazón. Lo recuerdo hace algunas noches, sentado al piano de su enorme salón, acompañado por la insoportable melancolía agridulce de la música que tocaba.
—Ojalá estuvieras aquí —susurro, porque de pronto quiero abrazarlo. Consolarlo. Aunque no me deje. Necesito tenerlo cerca.
—¿En serio? —susurra mansamente.
Madre mía. Si no parece él; se me eriza el cuero cabelludo de repentina aprensión.
—Sí —le digo.
Al cabo de una eternidad, suspira.
—¿Nos veremos el domingo?
—Sí, el domingo —susurro, y un escalofrío me recorre el cuerpo entero.
—Buenas noches.
—Buenas noches, señor.
Mi apelativo lo pilla desprevenido, lo sé por su hondo suspiro.
—Buena suerte con la mudanza de mañana, Anastasia.
Su voz es suave, y los dos nos quedamos pegados al teléfono como adolescentes, sin querer colgar.
—Cuelga tú —le susurro.
Por fin, noto que sonríe.
—No, cuelga tú.
Ahora sé que está sonriendo.
—No quiero.
—Yo tampoco.
—¿Estabas enfadado conmigo?
—Sí.
—¿Todavía lo estás?
—No.
—Entonces, ¿no me vas a castigar?
—No. Yo soy de aquí te pillo, aquí te mato.
—Ya lo he notado.
—Ya puede colgar, señorita Steele.
—¿En serio quiere que lo haga, señor?
—Vete a la cama, Anastasia.
—Sí, señor.
Ninguno de los dos cuelga.
—¿Alguna vez crees que serás capaz de hacer lo que te digan?
Parece divertido y exasperado a la vez.
—Puede. Lo sabremos después del domingo.
Y pulso la tecla de colgar.
Elliot admira su obra. Nos ha reconectado la tele al satélite del piso de Pike Place Market. Kate y yo nos tiramos al sofá, riendo como bobas, impresionadas por su habilidad con el taladro eléctrico. La tele de plasma queda rara sobre el fondo de ladrillo visto del almacén reconvertido, pero ya me acostumbraré.
—¿Ves, nena? Fácil.
Le dedica una sonrisa de dientes blanquísimos a Kate y ella casi literalmente se derrite en el sofá.
Les pongo los ojos en blanco a los dos.
—Me encantaría quedarme, nena, pero mi hermana ha vuelto de París y esta noche tengo cena familiar ineludible.
—¿No puedes pasarte luego? —pregunta Kate tímidamente, con una dulzura impropia de ella.
Me levanto y me acerco a la zona de la cocina fingiendo que voy a desempaquetar una de las cajas. Se van a poner pegajosos.
—A ver si me puedo escapar —promete.
—Bajo contigo—dice Kate sonriendo.
—Hasta luego, Ana —se despide Elliot con una amplia sonrisa.
—Adiós, Elliot. Saluda a Christian de mi parte.
—¿Solo saludar? —Arquea las cejas como insinuando algo.
—Sí.
Me guiña el ojo y me pongo colorada mientras él sale del piso con Kate.
Elliot es un encanto, muy distinto de Christian. Es agradable, abierto, cariñoso, muy cariñoso, demasiado cariñoso, con Kate. No se quitan las manos de encima el uno al otro; lo cierto es que llega a resultar violento… y yo me pongo verde de envidia.
Kate vuelve unos veinte minutos después con pizza; nos sentamos, rodeadas de cajas, en nuestro nuevo y diáfano espacio, y nos la comemos directamente de la caja. La verdad es que el padre de Kate se ha portado. El piso no es un palacio, pero sí lo bastante grande: tres dormitorios y un salón inmenso con vistas a Pike Place Market. Son todo suelos de madera maciza y ladrillo rojo, y las superficies de la cocina son de hormigón pulido, muy práctico, muy actual. A las dos nos encanta el hecho de que vamos a estar en pleno centro de la ciudad.
A las ocho suena el interfono. Kate da un bote y a mí se me sube el corazón a la boca.
—Un paquete, señorita Steele, señorita Kavanagh.
La decepción corre de forma libre e inesperada por mis venas. No es Christian.
—Segundo piso, apartamento dos.
Kate abre al mensajero. El chaval se queda boquiabierto al ver a Kate, con sus vaqueros ajustados, su camiseta y el pelo recogido en un moño con algunos mechones sueltos. Tiene ese efecto en los hombres. El chico sostiene una botella de champán con un globo en forma de helicóptero atado a ella. Kate lo despide con una sonrisa deslumbrante y me lee la tarjeta.
Señoritas:
Buena suerte en su nuevo hogar.
Christian Grey
Kate mueve la cabeza en señal de desaprobación.
—¿Es que no puede poner solo «de Christian»? ¿Y qué es este globo tan raro en forma de helicóptero?
—Charlie Tango.
—¿Qué?
—Christian me llevó a Seattle en su helicóptero.
Me encojo de hombros.
Kate me mira boquiabierta. Debo decir que me encantan estas ocasiones, porque son pocas: Katherine Kavanagh, muda y pasmada. Me doy el gustazo de disfrutar del instante.
—Pues sí, tiene helicóptero y lo pilota él —digo orgullosa.
—Cómo no… Ese capullo indecentemente rico tiene helicóptero. ¿Por qué no me lo habías contado?
Kate me mira acusadora, pero sonríe, cabeceando con incredulidad.
—He tenido demasiadas cosas en la cabeza últimamente.
Frunce el ceño.
—¿Te las apañarás sola mientras estoy fuera?
—Claro —respondo tranquilizadora.
Ciudad nueva, en paro… un novio de lo más rarito.
—¿Le has dado nuestra dirección?
—No, pero el acoso es una de sus especialidades —barrunto sin darle importancia.
Kate frunce aún más el ceño.
—Por qué será que no me sorprende. Me inquieta, Ana. Por lo menos el champán es bueno, y está frío.
Por supuesto, solo Christian enviaría champán frío, o le pediría a su secretaria que lo hiciera… o igual a Taylor. Lo abrimos allí mismo y localizamos nuestras tazas; son lo último que hemos empaquetado.
—Bollinger Grande Année Rosé 1999, una añada excelente.
Sonrío a Kate y brindamos.
Me despierto temprano en la mañana de un domingo gris después de una noche de sueño asombrosamente reparador, y me quedo tumbada mirando fijamente mis cajas. Deberías ir desempaquetando tus cosas, me regaña mi subconsciente, juntando y frunciendo sus labios de arpía. No, hoy es el día. La diosa que llevo dentro está fuera de sí, dando saltitos primero con un pie y luego con el otro. La expectación, pesada y portentosa, se cierne sobre mi cabeza como una oscura nube de tormenta tropical. Siento las mariposas en el estómago, además del dolor más oscuro, carnal y cautivador que me produce el tratar de imaginar qué me hará. Luego, claro, tengo que firmar ese condenado contrato… ¿o no? Oigo el sonido de correo entrante en el cacharro infernal, que está en el suelo junto a la cama.
De: Christian GreyFecha: 29 de mayo de 2011 08:04Para: Anastasia SteeleAsunto: Mi vida en cifras Si vienes en coche, vas a necesitar este código de acceso para el garaje subterráneo del Escala: 146963.Aparca en la plaza 5: es una de las mías.El código del ascensor: 1880. Christian GreyPresidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.
De: Anastasia SteeleFecha: 29 de mayo de 2011 08:08Para: Christian GreyAsunto: Una añada excelente Sí, señor. Entendido.Gracias por el champán y el globo de Charlie Tango, que tengo atado a mi cama. Ana
De: Christian GreyFecha: 29 de mayo de 2011 08:11Para: Anastasia SteeleAsunto: Envidia De nada.No llegues tarde.Afortunado Charlie Tango. Christian GreyPresidente de Grey Enterprises Holdings, Inc. Pongo los ojos en blanco ante lo dominante que es, pero la última línea me hace sonreír. Me dirijo al baño, preguntándome si Elliot volvería anoche y esforzándome por controlar los nervios.
¡Puedo conducir el Audi con tacones! Justo a las 12.55 h entro en el garaje del Escala y aparco en la plaza 5. ¿Cuántas plazas tiene? El Audi SUV está ahí, el R8 y dos Audi SUV más pequeños. Compruebo cómo llevo el rímel, que rara vez uso, en el espejito iluminado de la visera de mi asiento. En el Escarabajo no tenía.
¡Ánimo! La diosa que llevo dentro agita los pompones; la tengo en modo animadora. En el reflejo infinito de espejos del ascensor me miro el vestido color ciruela… bueno, el vestido color ciruela de Kate. La última vez que me lo puse Christian quiso quitármelo enseguida. Me excito al recordarlo. Qué sensación tan deliciosa… y luego recupero el aliento. Llevo la ropa interior que Taylor me compró. Me sonrojo al imaginar a ese hombre de pelo rapado recorrer los pasillos de Agent Provocateur o dondequiera que lo comprara. Se abren las puertas y me encuentro en el vestíbulo del apartamento número uno.
Cuando salgo del ascensor, veo a Taylor delante de la puerta de doble hoja.
—Buenas tardes, señorita Steele —dice.
—Llámame Ana, por favor.
—Ana.
Sonríe.
—El señor Grey la espera.
Apuesto a que sí.
Christian está sentado en el sofá del salón, leyendo la prensa del domingo. Alza la vista cuando Taylor me hace pasar. La estancia es exactamente como la
recordaba; aunque solo hace una semana que estuve aquí, me parece que haga mucho más. Christian parece tranquilo y sereno; de hecho, está divino. Viste vaqueros y una camisa suelta de lino blanco; no lleva zapatos ni calcetines. Tiene el pelo revuelto y despeinado, y en sus ojos hay un brillo malicioso. Se levanta y se acerca despacio a mí, con una sonrisa satisfecha en esos labios tan bien esculpidos.
Yo sigo inmóvil a la puerta del salón, paralizada por su belleza y la dulce expectación ante lo que se avecina. La corriente que hay entre nosotros está ahí, encendiéndose lentamente en mi vientre, atrayéndome hacia él.
—Mmm… ese vestido —murmura complacido mientras me examina de arriba abajo—. Bienvenida de nuevo, señorita Steele —susurra y, cogiéndome de la barbilla, se inclina y me deposita un beso suave en la boca.
El contacto de sus labios y los míos resuena por todo mi cuerpo. Se me entrecorta la respiración.
—Hola —respondo ruborizándome.
—Llegas puntual. Me gusta la puntualidad. Ven. —Me coge de la mano y me lleva al sofá—. Quiero enseñarte algo —dice mientras nos sentamos.
Me pasa el Seattle Times. En la página ocho, hay una fotografía de los dos en la ceremonia de graduación. Madre mía. Salgo en el periódico. Leo el pie de foto.
Christian Grey y su amiga en la ceremonia de graduación de la Universidad Estatal de Washington, en Vancouver.
Me echo a reír.
—Así que ahora soy tu «amiga».
—Eso parece. Y sale en el periódico, así que será cierto.
Sonríe satisfecho.
Está sentado a mi lado, completamente vuelto hacia mí, con una pierna metida debajo de la otra. Alarga la mano y me coloca un mechón de pelo detrás de la oreja con el índice. Mi cuerpo revive con sus caricias, ansioso y expectante.
—Entonces, Anastasia, ahora tienes mucho más claro cuál es mi rollo que la otra vez que estuviste aquí.
—Sí.
¿Adónde pretende llegar?
—Y aun así has vuelto.
Asiento tímidamente con la cabeza y sus ojos se encienden. Mueve la cabeza, como si le costara digerir la idea.
—¿Has comido? —me pregunta de repente.
Mierda.
—No.
—¿Tienes hambre?
Se está esforzando por no parecer enfadado.
—De comida, no —susurro, y se le inflan las aletas de la nariz.
Se inclina hacia delante y me susurra al oído.
—Tan impaciente como siempre, señorita Steele. ¿Te cuento un secreto? Yo también. Pero la doctora Greene no tardará en llegar. —Se incorpora—. Deberías comer algo —me reprende moderadamente.
Se me enfría la sangre hasta ahora encendida. Madre mía, la visita médica. Lo había olvidado.
—Háblame de la doctora Greene —digo para distraernos a los dos.
—Es la mejor especialista en ginecología y obstetricia de Seattle. ¿Qué más puedo decir?
Se encoge de hombros.
—Pensaba que me iba a atender «tu» doctora. Y no me digas que en realidad eres una mujer, porque no te creo.
Me lanza una mirada de no digas chorradas.
—Creo que es preferible que te vea un especialista, ¿no? —me dice con suavidad.
Asiento. Madre mía, si de verdad es la mejor ginecóloga y la ha citado para que venga a verme en domingo, ¡a la hora de comer!, no quiero ni imaginarme la pasta que le habrá costado. Christian frunce el ceño de pronto, como si hubiera recordado algo desagradable.
—Anastasia, a mi madre le gustaría que vinieras a cenar esta noche. Tengo entendido que Elliot se lo va a pedir a Kate también. No sé si te apetece. A mí se me hace raro presentarte a mi familia.
¿Raro? ¿Por qué?
—¿Te avergüenzas de mí? —digo sin poder disimular que estoy dolida.
—Por supuesto que no —contesta poniendo los ojos en blanco.
—¿Y por qué se te hace raro?
—Porque no lo he hecho nunca.
—¿Por qué tú si puedes poner los ojos en blanco y yo no?
Me mira extrañado.
—No me he dado cuenta de que lo hacía.
—Tampoco yo, por lo general —espeto.
Christian me mira furioso, estupefacto. Taylor aparece en la puerta.
—Ha llegado la doctora Greene, señor.
—Acompáñala a la habitación de la señorita Steele.
¡La habitación de la señorita Steele!
—¿Preparada para usar algún anticonceptivo? —me pregunta mientras se pone de pie y me tiende la mano.
—No irás a venir tú también, ¿no? —pregunto espantada.
Se echa a reír.
—Pagaría un buen dinero por mirar, créeme, Anastasia, pero no creo que a la doctora le pareciera bien.
Acepto la mano que me tiende, y Christian tira de mí hacia él y me besa apasionadamente. Me aferro a sus brazos, sorprendida. Me sostiene la cabeza con la mano hundida en mi pelo y me atrae hacia él, pegando su frente a la mía.
—Cuánto me alegro de que hayas venido —susurra—. Estoy impaciente por desnudarte.








18


La doctora Greene es alta y rubia y va impecable, vestida con un traje de chaqueta azul marino. Me recuerda a las mujeres que trabajan en la oficina de Christian. Es como un modelo de retrato robot, otra rubia perfecta. Lleva la melena recogida en un elegante moño. Tendrá unos cuarenta y pocos.
—Señor Grey.
Estrecha la mano que le tiende Christian.
—Gracias por venir habiéndola avisado con tan poca antelación —dice Christian.
—Gracias a usted por compensármelo sobradamente, señor Grey. Señorita Steele.
Sonríe; su mirada es fría y observadora.
Nos damos la mano y enseguida sé que es una de esas mujeres que no soportan a la gente estúpida. Al igual que Kate. Me cae bien de inmediato. Le dedica a Christian una mirada significativa y, tras un instante incómodo, él capta la indirecta.
—Estaré abajo —murmura, y sale de lo que va a ser mi dormitorio.
—Bueno, señorita Steele. El señor Grey me paga una pequeña fortuna para que la atienda. Dígame, ¿qué puedo hacer por usted?
Tras un examen en profundidad y una larga charla, la doctora Greene y yo nos decidimos por la minipíldora. Me hace una receta previamente abonada y me indica que vaya a recoger las píldoras mañana. Me encanta su seriedad: me ha sermoneado hasta ponerse azul como su traje sobre la importancia de tomarla siempre a la misma hora. Y noto que se muere de curiosidad por saber qué «relación» tengo con el señor Grey. Yo no le doy detalles. No sé por qué intuyo que no estaría tan serena y relajada si hubiera visto el cuarto rojo del dolor. Me ruborizo al pasar por delante de su puerta cerrada y volvemos abajo, a la galería de arte que es el salón de Christian.
Está leyendo, sentado en el sofá. Un aria conmovedora suena en el equipo de música, flotando alrededor de Christian, envolviéndolo con sus notas, llenando la estancia de una melodía dulce y vibrante. Por un momento, parece sereno. Se vuelve cuando entramos, nos mira y me sonríe cariñoso.
—¿Ya habéis terminado? —pregunta como si estuviera verdaderamente interesado.
Apunta el mando hacia la elegante caja blanca bajo la chimenea que alberga su iPod y la exquisita melodía se atenúa, pero sigue sonando de fondo. Se pone de pie y se acerca despacio.
—Sí, señor Grey. Cuídela; es una joven hermosa e inteligente.
Christian se queda tan pasmado como yo. Qué comentario tan inapropiado para una doctora. ¿Acaso le está lanzando una advertencia no del todo sutil? Christian se recompone.
—Eso me propongo —masculla él, divertido.
Lo miro y me encojo de hombros, cortada.
—Le enviaré la factura —dice ella muy seca mientras le estrecha la mano.
Se vuelve hacia mí.
—Buenos días, y buena suerte, Ana.
Me sonríe mientras nos damos la mano, y se le forman unas arruguitas en torno a los ojos,
Surge Taylor de la nada para conducirla por la puerta de doble hoja hasta el ascensor. ¿Cómo lo hace? ¿Dónde se esconde?
—¿Cómo ha ido? —pregunta Christian.
—Bien, gracias. Me ha dicho que tengo que abstenerme de practicar cualquier tipo de actividad sexual durante las cuatro próximas semanas.
A Christian se le descuelga la mandíbula y yo, que ya no puedo aguantarme más, le sonrío como una boba.
—¡Has picado!
Entrecierra los ojos y dejo de reír de inmediato. De hecho, parece bastante enfadado. Oh, mierda. Mi subconsciente se esconde en un rincón y yo, blanca como el papel, me lo imagino tumbándome otra vez en sus rodillas.
—¡Has picado! —me dice, y sonríe satisfecho. Me agarra por la cintura y me estrecha contra su cuerpo—. Es usted incorregible, señorita Steele —murmura,
mirándome a los ojos mientras me hunde los dedos en el pelo y me sostiene con firmeza.
Me besa, con fuerza, y yo me aferro a sus brazos musculosos para no caerme.
—Aunque me encantaría hacértelo aquí y ahora, tienes que comer, y yo también. No quiero que te me desmayes después —me dice a los labios.
—¿Solo me quieres por eso… por mi cuerpo? —susurro.
—Por eso y por tu lengua viperina —contesta.
Me besa apasionadamente, y luego me suelta de pronto, me coge de la mano y me lleva a la cocina. Estoy alucinando. Tan pronto estamos bromeando como… Me abanico la cara encendida. Christian es puro sexo ambulante, y ahora tengo que recobrar el equilibrio y comer algo. El aria aún suena de fondo.
—¿Qué música es esta?
—Es una pieza de Villa-Lobos, de sus Bachianas Brasileiras. Buena, ¿verdad?
—Sí —musito, completamente de acuerdo.
La barra del desayuno está preparada para dos. Christian saca un cuenco de ensalada del frigorífico.
—¿Te va bien una ensalada César?
Uf, nada pesado, menos mal.
—Sí, perfecto, gracias.
Lo veo moverse con elegancia por la cocina. Parece que se siente muy a gusto con su cuerpo, pero luego no quiere que lo toquen, así que igual, en el fondo, no está tan a gusto. Todos necesitamos del prójimo… salvo, quizá, Christian Grey.
—¿En qué piensas? —dice, sacándome de mi ensimismamiento.
Me ruborizo.
—Observaba cómo te mueves.
Arquea una ceja, divertido.
—¿Y? —pregunta con sequedad.
Me ruborizo aún más.
—Eres muy elegante.
—Vaya, gracias, señorita Steele —murmura. Se sienta a mi lado con una botella de vino en la mano—. ¿Chablis?
—Por favor.
—Sírvete ensalada —dice en voz baja—. Dime, ¿por qué método has optado?
La pregunta me deja descolocada temporalmente, hasta que caigo en la cuenta de que me habla de la visita de la doctora Greene.
—La minipíldora.
Frunce el ceño.
—¿Y te acordarás de tomártela todos los días a la misma hora?
Maldita sea, pues claro que sí. ¿Cómo lo sabe? Me acaloro de pensarlo: probablemente de una o más de las quince.
—Ya te encargarás tú de recordármelo —espeto.
Me mira entre divertido y condescendiente.
—Me pondré una alarma en la agenda. —Sonríe satisfecho—. Come.
La ensalada César está deliciosa. Para mi sorpresa, estoy muerta de hambre y, por primera vez desde que hemos comido juntos, termino antes que él. El vino tiene un sabor fresco, limpio y afrutado.
—¿Impaciente como de costumbre, señorita Steele? —sonríe mirando mi plato vacío.
Lo miro con los ojos entornados.
—Sí —susurro.
Se le entrecorta la respiración. Y, mientras me mira fijamente, noto que la atmósfera entre los dos va cambiando, evolucionando… se carga. Su mirada pasa de impenetrable a ardiente, y me arrastra consigo. Se levanta, reduciendo la distancia entre los dos, y me baja del taburete a sus brazos.
—¿Quieres hacerlo? —dice mirándome fijamente.
—No he firmado nada.
—Lo sé… pero últimamente te estás saltando todas las normas.
—¿Me vas a pegar?
—Sí, pero no para hacerte daño. Ahora mismo no quiero castigarte. Si te hubiera pillado anoche… bueno, eso habría sido otra historia.
Madre mía. Quiere hacerme daño… ¿y qué hago yo ahora? Me cuesta disimular el horror que me produce.
—Que nadie intente convencerte de otra cosa, Anastasia: una de las razones por las que la gente como yo hace esto es porque le gusta infligir o sentir dolor. Así de
sencillo. A ti no, así que ayer dediqué un buen rato a pensar en todo esto.
Me arrima a su cuerpo y su erección me aprieta el vientre. Debería salir corriendo, pero no puedo. Me atrae a un nivel primario e insondable que no alcanzo a comprender.
—¿Llegaste a alguna conclusión? —susurro.
—No, y ahora mismo no quiero más que atarte y follarte hasta dejarte sin sentido. ¿Estás preparada para eso?
—Sí —digo mientras todo mi cuerpo se tensa al instante.
Uau…
—Bien. Vamos.
Me coge de la mano y, dejando todos los platos sucios en la barra de desayuno, nos dirigimos arriba.
Se me empieza a acelerar el corazón. Ya está. Lo voy a hacer de verdad. La diosa que llevo dentro da vueltas como una bailarina de fama mundial, encadenando piruetas. Christian abre la puerta de su cuarto de juegos, se aparta para dejarme pasar y una vez más me encuentro en el cuarto rojo del dolor.
Sigue igual: huele a cuero, a pulimento de aroma cítrico y a madera noble, todo muy sensual. Me corre la sangre hirviendo por todo el organismo: adrenalina mezclada con lujuria y deseo. Un cóctel poderoso y embriagador. La actitud de Christian ha cambiado por completo, ha ido variando paulatinamente, y ahora es más dura, más cruel. Me mira y veo sus ojos encendidos, lascivos… hipnóticos.
—Mientras estés aquí dentro, eres completamente mía —dice, despacio, midiendo cada palabra—. Harás lo que me apetezca. ¿Entendido?
Su mirada es tan intensa… Asiento, con la boca seca, con el corazón desbocado, como si se me fuera a salir del pecho.
—Quítate los zapatos —me ordena en voz baja.
Trago saliva y, algo torpemente, me los quito. Se agacha, los coge y los deja junto a la puerta.
—Bien. No titubees cuando te pido que hagas algo. Ahora te voy a quitar el vestido, algo que hace días que vengo queriendo hacer, si no me falla la memoria. Quiero que estés a gusto con tu cuerpo, Anastasia. Tienes un cuerpo que me gusta mirar. Es una gozada contemplarlo. De hecho, podría estar mirándolo todo el día, y quiero que te desinhibas y no te avergüences de tu desnudez. ¿Entendido?
—Sí.
—Sí, ¿qué?
Se inclina hacia mí con mirada feroz.
—Sí, señor.
—¿Lo dices en serio? —espeta.
—Sí, señor.
—Bien. Levanta los brazos por encima de la cabeza.
Hago lo que me pide y él se agacha y agarra el bajo. Despacio, me sube el vestido por los muslos, las caderas, el vientre, los pechos, los hombros y la cabeza. Retrocede para examinarme y, con aire ausente, lo dobla sin quitarme el ojo de encima. Lo deja sobre la gran cómoda que hay junto a la puerta. Alarga la mano y me coge por la barbilla, abrasándome con su tacto.
—Te estás mordiendo el labio —dice—. Sabes cómo me pone eso —añade con voz ronca—. Date la vuelta.
Me doy la vuelta al momento, sin titubear. Me desabrocha el sujetador, coge los dos tirantes y tira de ellos hacia abajo, rozándome la piel con los dedos y con las uñas de los pulgares mientras me lo quita. El contacto me produce escalofríos y despierta todas las terminaciones nerviosas de mi cuerpo. Está detrás de mí, tan cerca que noto el calor que irradia de él, y me calienta, me calienta entera. Me echa el pelo hacia atrás para que me caiga todo por la espalda, me coge un mechón de la nuca y me ladea la cabeza. Recorre con la nariz mi cuello descubierto, inhalando todo el tiempo, y luego asciende de nuevo a la oreja. Los músculos de mi vientre se contraen, impulsados por el deseo. Maldita sea, apenas me ha tocado y ya lo deseo.
—Hueles tan divinamente como siempre, Anastasia —susurra al tiempo que me besa con suavidad debajo de la oreja.
Gimo.
—Calla —me dice—. No hagas ni un solo ruido.
Me recoge el pelo a la espalda y, para mi sorpresa, sus dedos rápidos y hábiles empiezan a hacerme una gruesa trenza. Cuando termina, me la sujeta con una goma que no había visto y le da un tirón, con lo que me veo obligada a echarme hacia atrás.
—Aquí dentro me gusta que lleves trenza —susurra.
Mmm… ¿por qué?
Me suelta el pelo.
—Date la vuelta —me ordena.
Hago lo que me manda, con la respiración agitada por una mezcla de miedo y deseo. Una mezcla embriagadora.
—Cuando te pida que entres aquí, vendrás así. Solo en braguitas. ¿Entendido?
—Sí.
—Sí, ¿qué?
Me mira furibundo.
—Sí, señor.
Se dibuja una sonrisa en sus labios.
—Buena chica. —Sus ojos ardientes atraviesan los míos—. Cuando te pida que entres aquí, espero que te arrodilles allí. —Señala un punto junto a la puerta—. Hazlo.
Extrañada, proceso sus palabras, me doy la vuelta y, con torpeza, me arrodillo como me ha dicho.
—Te puedes sentar sobre los talones.
Me siento.
—Las manos y los brazos pegados a los muslos. Bien. Separa las rodillas. Más. Más. Perfecto. Mira al suelo.
Se acerca a mí y, en mi campo de visión, le veo los pies y las espinillas. Los pies descalzos. Si quiere que me acuerde de todo, debería dejarme tomar apuntes. Se agacha y me coge de la trenza otra vez, luego me echa la cabeza hacia atrás para que lo mire. No duele por muy poco.
—¿Podrás recordar esta posición, Anastasia?
—Sí, señor.
—Bien. Quédate ahí, no te muevas.
Sale del cuarto.
Estoy de rodillas, esperando. ¿Adónde habrá ido? ¿Qué me va a hacer? Pasa el tiempo. No tengo ni idea de cuánto tiempo me deja así… ¿unos minutos, cinco, diez? La respiración se me acelera cada vez más; la impaciencia me devora de dentro afuera.
De pronto vuelve, y súbitamente me noto más tranquila y más excitada, todo a la vez. ¿Podría estar más excitada? Le veo los pies. Se ha cambiado de vaqueros. Estos son más viejos, están rasgados, gastados, demasiado lavados. Madre mía, cómo me ponen estos vaqueros. Cierra la puerta y cuelga algo en ella.
—Buena chica, Anastasia. Estás preciosa así. Bien hecho. Ponte de pie.
Me levanto, pero sigo mirando al suelo.
—Me puedes mirar.
Alzo la vista tímidamente y veo que él me está mirando fijamente, evaluándome, pero con una expresión tierna. Se ha quitado la camisa. Dios mío, quiero tocarlo. Lleva desabrochado el botón superior de los vaqueros.
—Ahora voy a encadenarte, Anastasia. Dame la mano derecha.
Le doy la mano. Me vuelve la palma hacia arriba y, antes de que pueda darme cuenta, me golpea en el centro con una fusta que ni siquiera le había visto en la mano derecha. Sucede tan deprisa que apenas me sorprendo. Y lo que es más asombroso, no me duele. Bueno, no mucho, solo me escuece un poco.
—¿Cómo te ha sentado eso?
Lo miro confundida.
—Respóndeme.
—Bien.
Frunzo el ceño.
—No frunzas el ceño.
Extrañada, pruebo a mostrarme impasible. Funciona.
—¿Te ha dolido?
—No.
—Esto te va a doler. ¿Entendido?
—Sí —digo vacilante.
¿De verdad me va a doler?
—Va en serio —me dice.
Maldita sea. Apenas puedo respirar. ¿Acaso sabe lo que pienso? Me enseña la fusta. Marrón, de cuero trenzado. Lo miro de pronto y veo deseo en sus ojos brillantes, deseo y una pizca de diversión.
—Nos proponemos complacer, señorita Steele —murmura—. Ven.
Me coge del codo y me coloca debajo de la rejilla. Alarga la mano y baja unos grilletes con muñequeras de cuero negro.
—Esta rejilla está pensada para que los grilletes se muevan a través de ella.
Levanto la vista. Madre mía, es como un plano del metro.
—Vamos a empezar aquí, pero quiero follarte de pie, así que terminaremos en aquella pared.
Señala con la fusta la gran X de madera de la pared.
—Ponte las manos por encima de la cabeza.
Lo complazco inmediatamente, con la sensación de que abandono mi cuerpo y me convierto en una observadora ocasional de los acontecimientos que se desarrollan a mi alrededor. Esto es mucho más que fascinante, mucho más que erótico. Es con mucho lo más excitante y espeluznante que he hecho nunca. Me estoy poniendo en manos de un hombre hermoso que, según él mismo me ha confesado, está jodido de cincuenta mil formas. Trato de contener el momentáneo espasmo de miedo. Kate y Elliot saben que estoy aquí.
Mientras me ata las muñequeras, se sitúa muy cerca. Tengo su pecho pegado a la cara. Su proximidad es deliciosa. Huele a gel corporal y a Christian, una mezcla embriagadora, y eso me vuelve a traer al presente. Quiero pasear la nariz y la lengua por ese suave tapizado de vello pectoral. Bastaría con que me inclinara hacia delante…
Retrocede y me mira, con ojos entornados, lascivos, carnales, y yo me siento impotente, con las manos atadas, pero al contemplar su hermoso rostro y percibir lo mucho que me desea, noto que se me humedece la entrepierna. Camina despacio a mi alrededor.
—Está fabulosa atada así, señorita Steele. Y con esa lengua viperina quieta de momento. Me gusta.
De pie delante de mí, me mete los dedos por las bragas y, sin ninguna prisa, me las baja por las piernas, quitándomelas angustiosamente despacio, hasta que termina arrodillado delante de mí. Sin quitarme los ojos de encima, estruja mis bragas en su mano, se las lleva a la nariz e inhala hondo. Dios mío, ¿en serio ha hecho eso? Me sonríe perversamente y se las mete en el bolsillo de los vaqueros.
Se levanta despacio, como un guepardo, me apunta al ombligo con el extremo de la fusta y va describiendo círculos, provocándome. Al contacto con el cuero, me estremezco y gimo. Vuelve a caminar a mi alrededor, arrastrando la fusta por mi cintura. En la segunda vuelta, de pronto la sacude y me azota por debajo del trasero… en el sexo. Grito de sorpresa y todas mis terminaciones nerviosas se ponen alerta. Tiro de las ataduras. La conmoción me recorre entera, y es una sensación de lo más dulce, extraña y placentera.
—Calla —me susurra mientras camina a mi alrededor otra vez, con la fusta algo
más alta recorriendo mi cintura.
Esta vez, cuando me atiza en el mismo sitio, lo espero. Todo mi cuerpo se sacude por el azote dolorosamente dulce.
Mientras da vueltas a mi alrededor, me atiza de nuevo, esta vez en el pezón, y yo echo la cabeza hacia atrás ante el zumbido de mis terminaciones nerviosas. Me da en el otro: un castigo breve, rápido y dulce. Su ataque me endurece y alarga los pezones, y gimo ruidosamente, tirando de las muñequeras de cuero.
—¿Te gusta esto? —me dice.
—Sí.
Me vuelve a azotar en el culo. Esta vez me duele.
—Sí, ¿qué?
—Sí, señor —gimoteo.
Se detiene, pero ya no lo veo. Tengo los ojos cerrados, intentando digerir la multitud de sensaciones que recorren mi cuerpo. Muy despacio, me rocía de pequeños picotazos con la fusta por el vientre, hacia abajo. Sé adónde se dirige y trato de mentalizarme, pero cuando me atiza en el clítoris, grito con fuerza.
—¡Por favor! —gruño.
—Calla —me ordena, y me vuelve a dar en el trasero.
No esperaba que esto fuera así… Estoy perdida. Perdida en un mar de sensaciones. De pronto arrastra la fusta por mi sexo, entre el vello púbico, hasta la entrada de la vagina.
—Mira lo húmeda que te ha puesto esto, Anastasia. Abre los ojos y la boca.
Hago lo que me dice, completamente seducida. Me mete la punta de la fusta en la boca, como en mi sueño. Madre mía.
—Mira cómo sabes. Chupa. Chupa fuerte, nena.
Cierro la boca alrededor de la fusta y lo miro fijamente. Noto el fuerte sabor del cuero y el sabor salado de mis fluidos. Le centellean los ojos. Está en su elemento.
Me saca la fusta de la boca, se inclina hacia delante, me agarra y me besa con fuerza, invadiéndome la boca con su lengua. Me rodea con los brazos y me estrecha contra su cuerpo. Su pecho aprisiona el mío y yo me muero de ganas por tocar, pero con las manos atadas por encima de la cabeza, no puedo.
—Oh, Anastasia, sabes fenomenal —me dice—. ¿Hago que te corras?
—Por favor —le suplico.
La fusta me sacude el trasero. ¡Au!
—Por favor, ¿qué?
—Por favor, señor —gimoteo.
Me sonríe, triunfante.
—¿Con esto?
Sostiene en alto la fusta para que pueda verla.
—Sí, señor.
—¿Estás segura?
Me mira muy serio.
—Sí, por favor, señor.
—Cierra los ojos.
Cierro los ojos al cuarto, a él, a la fusta. De nuevo empieza a soltarme picotazos con la fusta en el vientre. Desciende, golpecitos suaves en el clítoris, una, dos, tres veces, una y otra vez, hasta que al final… ya, no aguanto más, y me corro, de forma espectacular, escandalosa, encorvándome debilitada. Las piernas me flaquean y él me rodea con sus brazos. Me disuelvo en ellos, apoyando la cabeza en su pecho, maullando y gimoteando mientras las réplicas del orgasmo me consumen. Me levanta, y de pronto nos movemos, mis brazos aún atados por encima de la cabeza, y entonces noto la fría madera de la cruz barnizada contra mi espalda, y él se está desabrochando los botones de los vaqueros. Me apoya un instante en la cruz mientras se pone un condón, luego me coge por los muslos y me levanta otra vez.
—Levanta las piernas, nena, enróscamelas en la cintura.
Me siento muy débil, pero hago lo que me dice mientras él me engancha las piernas a sus caderas y se sitúa debajo de mí. Con una fuerte embestida me penetra, y vuelvo a gritar y él suelta un gemido ahogado en mi oído. Mis brazos descansan en sus hombros mientras entra y sale. Dios, llega mucho más adentro de esta forma. Noto que vuelvo a acercarme al clímax. Maldita sea, no… otra vez, no… no creo que mi cuerpo soporte otro orgasmo de esa magnitud. Pero no tengo elección… y con una inevitabilidad que empieza a resultarme familiar, me dejo llevar y vuelvo a correrme, y resulta placentero, agonizante, intenso. Pierdo por completo la conciencia de mí misma. Christian me sigue y, mientras se corre, grita con los dientes apretados y se abraza a mí con fuerza.
Me la saca rápidamente y me apoya contra la cruz, su cuerpo sosteniendo el mío. Desabrocha las muñequeras, me suelta las manos y los dos nos desplomamos
en el suelo. Me atrae a su regazo, meciéndome, y apoyo la cabeza en su pecho. Si tuviera fuerzas lo acariciaría, pero no las tengo. Solo ahora me doy cuenta de que aún lleva los vaqueros puestos.
—Muy bien, nena —murmura—. ¿Te ha dolido?
—No —digo.
Apenas puedo mantener los ojos abiertos. ¿Por qué estoy tan cansada?
—¿Esperabas que te doliera? —susurra mientras me estrecha en sus brazos, apartándome de la cara unos mechones de pelo sueltos.
—Sí.
—¿Lo ves, Anastasia? Casi todo tu miedo está solo en tu cabeza. —Hace una pausa—. ¿Lo harías otra vez?
Medito un instante, la fatiga nublándome el pensamiento… ¿Otra vez?
—Sí —le digo en voz baja.
Me abraza con fuerza.
—Bien. Yo también —musita, luego se inclina y me besa con ternura en la nuca—. Y aún no he terminado contigo.
Que aún no ha terminado conmigo. Madre mía. Yo no aguanto más. Me encuentro agotada y hago un esfuerzo sobrehumano por no dormirme. Descanso en su pecho con los ojos cerrados, y él me envuelve toda, con brazos y piernas, y me siento… segura, y a gusto. ¿Me dejará dormir, acaso soñar? Tuerzo la boca ante semejante idea y, volviendo la cara hacia el pecho de Christian, inhalo su aroma único y lo acaricio con la nariz, pero él se tensa de inmediato… oh, mierda. Abro los ojos y lo miro. Él me está mirando fijamente.
—No hagas eso —me advierte.
Me sonrojo y vuelvo a mirarle el pecho con anhelo. Quiero pasarle la lengua por el vello, besarlo y, por primera vez, me doy cuenta de que tiene algunas tenues cicatrices pequeñas y redondas, esparcidas por el pecho. ¿Varicela? ¿Sarampión?, pienso distraídamente.
—Arrodíllate junto a la puerta —me ordena mientras se incorpora, apoyando las manos en mis rodillas y liberándome del todo.
Siento frío de pronto; la temperatura de su voz ha descendido varios grados.
Me levanto torpemente, me escabullo hacia la puerta y me arrodillo como me ha ordenado. Me noto floja, exhausta y tremendamente confundida. ¿Quién iba a pensar que encontraría semejante gratificación en este cuarto? ¿Quién iba a pensar
que resultaría tan agotador? Siento todo mi cuerpo saciado, deliciosamente pesado. La diosa que llevo dentro tiene puesto un cartel de NO MOLESTAR en la puerta de su cuarto.
Christian se mueve por la periferia de mi campo de visión. Se me empiezan a cerrar los ojos.
—La aburro, ¿verdad, señorita Steele?
Me despierto de golpe y tengo a Christian delante, de brazos cruzados, mirándome furioso. Mierda, me ha pillado echando una cabezadita; esto no va a terminar bien. Su mirada se suaviza cuando lo miro.
—Levántate —me ordena.
Me pongo en pie con cautela. Me mira y esboza una sonrisa.
—Estás destrozada, ¿verdad?
Asiento tímidamente, ruborizándome.
—Aguante, señorita Steele. —Frunce los ojos—. Yo aún no he tenido bastante de ti. Pon las manos al frente como si estuvieras rezando.
Lo miro extrañada. ¡Rezando! Rezando para que tengas compasión de mí. Hago lo que me pide. Coge una brida para cables y me sujeta las muñecas con ella, apretando el plástico. Madre mía. Lo miro de pronto.
—¿Te resulta familiar? —pregunta sin poder ocultar la sonrisa.
Dios… las bridas de plástico para cables. ¡Aprovisionándose en Clayton’s! Ahogo un gemido y la adrenalina me recorre de nuevo el cuerpo entero; ha conseguido llamar mi atención, ya estoy despierta.
—Tengo unas tijeras aquí. —Las sostiene en alto para que yo las vea—. Te las puedo cortar en un segundo.
Intento separar las muñecas, poniendo a prueba la atadura y, al hacerlo, se me clava el plástico en la piel. Resulta doloroso, pero si me relajo mis muñecas están bien; la atadura no me corta la piel.
—Ven.
Me coge de las manos y me lleva a la cama de cuatro postes. Me doy cuenta ahora de que tiene puestas sábanas de un rojo oscuro y un grillete en cada esquina.
—Quiero más… muchísimo más —me susurra al oído.
Y el corazón se me vuelve a acelerar. Madre mía.
—Pero seré rápido. Estás cansada. Agárrate al poste —dice.
Frunzo el ceño. ¿No va a ser en la cama entonces? Al agarrarme al poste de madera labrado, descubro que puedo separar las manos.
—Más abajo —me ordena—. Bien. No te sueltes. Si lo haces, te azotaré. ¿Entendido?
—Sí, señor.
—Bien.
Se sitúa detrás de mí y me agarra por las caderas, y entonces, rápidamente, me levanta hacia atrás, de modo que me encuentro inclinada hacia delante, agarrada al poste.
—No te sueltes, Anastasia —me advierte—. Te voy a follar duro por detrás. Sujétate bien al poste para no perder el equilibrio. ¿Entendido?
—Sí.
Me azota en el culo con la mano abierta. Au… Duele.
—Sí, señor —musito enseguida.
—Separa las piernas. —Me mete una pierna entre las mías y, agarrándome de las caderas, empuja mi pierna derecha a un lado—. Eso está mejor. Después de esto, te dejaré dormir.
¿Dormir? Estoy jadeando. No pienso en dormir ahora. Levanta la mano y me acaricia suavemente la espalda.
—Tienes una piel preciosa, Anastasia —susurra e, inclinándose, me riega de suaves y ligerísimos besos la columna.
Al mismo tiempo, pasa las manos por delante, me palpa los pechos, me agarra los pezones entre los dedos y me los pellizca suavemente.
Contengo un gemido y noto que mi cuerpo entero reacciona, revive una vez más para él.
Me mordisquea y me chupa la cintura, sin dejar de pellizcarme los pezones, y mis manos aprietan con fuerza el poste exquisitamente tallado. Aparta las manos y lo oigo rasgar una vez más el envoltorio del condón y quitarse los vaqueros de una patada.
—Tienes un culo muy sexy y cautivador, Anastasia Steele. La de cosas que me gustaría hacerle. —Acaricia y moldea cada una de mis nalgas, luego sus manos se deslizan hacia abajo y me mete dos dedos—. Qué húmeda… Nunca me decepciona, señorita Steele —susurra, y percibo fascinación en su voz—. Agárrate fuerte… esto va a ser rápido, nena.
Me sujeta las caderas y se sitúa, y yo me preparo para la embestida, pero entonces alarga la mano y me agarra la trenza casi por el extremo y se la enrosca en la muñeca hasta llegar a mi nuca, sosteniéndome la cabeza. Muy despacio, me penetra, tirándome a la vez del pelo… Ay, hasta el fondo. La saca muy despacio, y con la otra mano me agarra por la cadera, sujetando fuerte, y luego entra de golpe, empujándome hacia delante.
—¡Aguanta, Anastasia! —me grita con los dientes apretados.
Me agarro más fuerte al poste y me pego a su cuerpo todo lo que puedo mientras continúa su despiadada arremetida, una y otra vez, clavándome los dedos en la cadera. Me duelen los brazos, me tiemblan las piernas, me escuece el cuero cabelludo de los tirones… y noto que nace de nuevo esa sensación en lo más hondo de mi ser. Oh, no… y por primera vez, temo el orgasmo… si me corro… me voy a desplomar. Christian sigue embistiendo contra mí, dentro de mí, con la respiración entrecortada, gimiendo, gruñendo. Mi cuerpo responde… ¿cómo? Noto que se acelera. Pero, de pronto, tras metérmela hasta el fondo, Christian se detiene.
—Vamos, Ana, dámelo —gruñe y, al oírlo decir mi nombre, pierdo el control y me vuelvo toda cuerpo y torbellino de sensaciones y dulce, muy dulce liberación, y después pierdo total y absolutamente la conciencia.
Cuando recupero el sentido, estoy tumbada encima de él. Él está en el suelo y yo encima de él, con la espalda pegada a su pecho, y miro al techo, en un estado de glorioso poscoito, espléndida, destrozada. Ah, los mosquetones, pienso distraída; me había olvidado de ellos.
—Levanta las manos —me dice en voz baja.
Me pesan los brazos como si fueran de plomo, pero los levanto. Abre las tijeras y pasa una hoja por debajo del plástico.
—Declaro inaugurada esta Ana —dice, y corta el plástico.
Río como una boba y me froto las muñecas al fin libres. Noto que sonríe.
—Qué sonido tan hermoso —dice melancólico.
Se incorpora levantándome con él, de forma que una vez más me encuentro sentada en su regazo.
—Eso es culpa mía —dice, y me empuja suavemente para poder masajearme los hombros y los brazos.
Con delicadeza, me ayuda a recuperar un poco la movilidad.
¿El qué?
Me vuelvo a mirarlo, intentando entender a qué se refiere.
—Que no rías más a menudo.
—No soy muy risueña —susurro adormecida.
—Oh, pero cuando ocurre, señorita Steele, es una maravilla y un deleite contemplarlo.
—Muy florido, señor Grey —murmuro, procurando mantener los ojos abiertos.
Su mirada se hace más tierna, y sonríe.
—Parece que te han follado bien y te hace falta dormir.
—Eso no es nada florido —protesto en broma.
Sonríe y, con cuidado, me levanta de encima de él y se pone de pie, espléndidamente desnudo. Por un instante, deseo estar más despierta para apreciarlo de verdad. Coge los vaqueros y se los pone a pelo.
—No quiero asustar a Taylor, ni tampoco a la señora Jones —masculla.
Mmm… ya deben de saber que es un cabrón pervertido. La idea me preocupa.
Se agacha para ayudarme a ponerme en pie y me lleva hasta la puerta, de la que cuelga una bata de suave acolchado gris. Me viste pacientemente como si fuera una niña. No tengo fuerzas para levantar los brazos. Cuando estoy tapada y decente, se inclina y me da un suave beso, y en sus labios se dibuja una sonrisa.
—A la cama —dice.
Oh… no…
—Para dormir —añade tranquilizador al ver mi expresión.
De repente, me coge en brazos y, acurrucada contra su pecho, me lleva a la habitación del pasillo donde esta mañana me ha examinado la doctora Greene. La cabeza me cuelga lánguidamente contra su torso. Estoy agotada. No recuerdo haber estado nunca tan cansada. Retira el edredón y me tumba y, lo que es aún más asombroso, se mete en la cama conmigo y me estrecha entre sus brazos.
—Duerme, preciosa —me susurra, y me besa el pelo.
Y, antes de que me dé tiempo a hacer algún comentario ingenioso, estoy dormida.





19


Unos labios tiernos me acarician la sien, dejando un reguero de besitos a su paso, y en el fondo quiero volverme y responder, pero sobre todo quiero seguir dormida. Gimo y me refugio debajo de la almohada.
—Anastasia, despierta —me dice Christian en voz baja, zalamero.
—No —gimoteo.
—En media hora tenemos que irnos a cenar a casa de mis padres —añade divertido.
Abro los ojos a regañadientes. Fuera ya es de noche. Christian está inclinado sobre mí, mirándome fijamente.
—Vamos, bella durmiente. Levanta. —Se agacha y me besa de nuevo—. Te he traído algo de beber. Estaré abajo. No vuelvas a dormirte o te meterás en un lío —me amenaza, pero en un tono moderado.
Me da otro besito y se va, y me deja intentando abrir del todo los ojos en la fría y oscura habitación.
Estoy despejada, pero de pronto me pongo nerviosa. Madre mía, ¡voy a conocer a sus padres! Hace nada me estaba atizando con una fusta y me tenía atada con unas bridas para cables que yo misma le vendí, por el amor de Dios… y ahora voy a conocer a sus padres. Será la primera vez que Kate los vea también; al menos ella estará allí… qué alivio. Giro los hombros. Los tengo rígidos. Su insistencia en que tenga un entrenador personal ya no me parece tan disparatada; de hecho, va a ser imprescindible si quiero albergar la menor esperanza de seguir su ritmo.
Salgo despacio de la cama y observo que mi vestido cuelga fuera del armario y mi sujetador está en la silla. ¿Dónde tengo las bragas? Miro debajo de la silla. Nada. Entonces me acuerdo de que se las metió en el bolsillo de los vaqueros. El recuerdo me ruboriza: después de que él… me cuesta incluso pensar en ello; de que él fuera tan… bárbaro. Frunzo el ceño. ¿Por qué no me ha devuelto las bragas?
Me meto en el baño, desconcertada por la ausencia de ropa interior. Mientras me seco después de una gozosa pero brevísima ducha, caigo en la cuenta de que lo
ha hecho a propósito. Quiere que pase vergüenza teniendo que pedirle que me devuelva las bragas, y poder decirme que sí o que no. La diosa que llevo dentro me sonríe. Dios… yo también puedo jugar a ese juego. Decido en ese mismo instante que no se las voy a pedir, que no voy a darle esa satisfacción; iré a conocer a sus padres sans culottes. ¡Anastasia Steele!, me reprende mi subconsciente, pero no le hago ni caso; casi me abrazo de alegría porque sé que eso la va a desquiciar.
De nuevo en el dormitorio, me pongo el sujetador, me pongo el vestido y me encaramo en mis zapatos. Me deshago la trenza y me cepillo el pelo rápidamente, luego le echo un vistazo a la bebida que me ha traído. Es de color rosa pálido. ¿Qué será? Zumo de arándanos con gaseosa. Mmm… está deliciosa y sacia mi sed.
Vuelvo corriendo al baño y me miro en el espejo: ojos brillantes, mejillas ligeramente sonrosadas, sonrisa algo pícara por mi plan de las bragas. Me dirijo abajo. Quince minutos. No está nada mal, Ana.
Christian está de pie delante del ventanal, vestido con esos pantalones de franela gris que me encantan, esos que le caen de una forma tan increíblemente sexy, y, por supuesto, una camisa de lino blanco. ¿No tiene nada de otros colores? Frank Sinatra canta suavemente por los altavoces del sistema sonido surround.
Se vuelve y me sonríe cuando entro. Me mira expectante.
—Hola —digo en voz baja, y mi sonrisa de esfinge se encuentra con la suya.
—Hola —contesta—. ¿Cómo te encuentras?
Le brillan los ojos de regocijo.
—Bien, gracias. ¿Y tú?
—Fenomenal, señorita Steele.
Es obvio que espera que le diga algo.
—Frank. Jamás te habría tomado por fan de Sinatra.
Me mira arqueando las cejas, pensativo.
—Soy ecléctico, señorita Steele —musita, y se acerca a mí como una pantera hasta que lo tengo delante, con una mirada tan intensa que me deja sin aliento.
Frank empieza de nuevo a cantar… un tema antiguo, uno de los favoritos de Ray: «Witchcraft». Christian pasea despacio las yemas de los dedos por mi mejilla, y la sensación me recorre el cuerpo entero hasta llegar ahí abajo.
—Baila conmigo —susurra con voz ronca.
Se saca el mando del bolsillo, sube el volumen y me tiende la mano, sus ojos grises prometedores, apasionados, risueños. Resulta absolutamente cautivador, y
me tiene embrujada. Poso mi mano en la suya. Me dedica una sonrisa indolente y me atrae hacia él, pasándome la mano por la cintura.
Le pongo la mano libre en el hombro y le sonrío, contagiada de su ánimo juguetón. Empieza a mecerse, y allá vamos. Uau, sí que baila bien. Recorremos el salón entero, del ventanal a la cocina y vuelta al salón, girando y cambiando de rumbo al ritmo de la música. Me resulta tan fácil seguirlo…
Nos deslizamos alrededor de la mesa del comedor hasta el piano, adelante y atrás frente a la pared de cristal, con Seattle centelleando allá fuera, como el fondo oscuro y mágico de nuestro baile. No puedo controlar mi risa alegre. Cuando la canción termina, me sonríe.
—No hay bruja más linda que tú —murmura, y me da un tierno beso—. Vaya, esto ha devuelto el color a sus mejillas, señorita Steele. Gracias por el baile. ¿Vamos a conocer a mis padres?
—De nada, y sí, estoy impaciente por conocerlos —contesto sin aliento.
—¿Tienes todo lo que necesitas?
—Sí, sí —respondo con dulzura.
—¿Estás segura?
Asiento con todo el desenfado del que soy capaz bajo su intenso y risueño escrutinio. Se dibuja en su rostro una enorme sonrisa y niega con la cabeza.
—Muy bien. Si así es como quiere jugar, señorita Steele.
Me toma de la mano, coge su chaqueta, colgada de uno de los taburetes de la barra, y me conduce por el vestíbulo hasta el ascensor. Ah, las múltiples caras de Christian Grey… ¿Seré algún día capaz de entender a este hombre tan voluble?
Lo miro de reojo en el ascensor. Algo le hace gracia: un esbozo de sonrisa coquetea en su preciosa boca. Temo que sea a mi costa. ¿Cómo se me ha ocurrido? Voy a ver a sus padres y no llevo ropa interior. Mi subconsciente me pone una inútil cara de «Te lo dije». En la relativa seguridad de su casa, me parecía una idea divertida, provocadora. Ahora casi estoy en la calle… ¡sin bragas! Me mira de reojo, y ahí está, la corriente creciendo entre los dos. Desaparece la expresión risueña de su rostro y su semblante se nubla, sus ojos se oscurecen… oh, Dios.
Las puertas del ascensor se abren en la planta baja. Christian menea apenas la cabeza, como para librarse de sus pensamientos y, caballeroso, me cede el paso. ¿A quién quiere engañar? No es precisamente un caballero. Tiene mis bragas.
Taylor se acerca en el Audi grande. Christian me abre la puerta de atrás y yo entro con toda la elegancia de la que soy capaz, teniendo presente que voy sin
bragas como una cualquiera. Doy gracias por que el vestido de Kate sea tan ceñido y me llegue hasta las rodillas.
Cogemos la interestatal 5 a toda velocidad, los dos en silencio, sin duda cohibidos por la presencia de Taylor en el asiento del piloto. El estado de ánimo de Christian es casi tangible y parece cambiar; su buen humor se disipa poco a poco cuando tomamos rumbo al norte. Lo veo pensativo, mirando por la ventanilla, y soy consciente de que se aleja de mí. ¿Qué estará pensando? No se lo puedo preguntar. ¿Qué puedo decir delante de Taylor?
—¿Dónde has aprendido a bailar? —inquiero tímidamente.
Se vuelve a mirarme, su expresión indescifrable bajo la luz intermitente de las farolas que vamos dejando atrás.
—¿En serio quieres saberlo? —me responde en voz baja.
Se me cae el alma al suelo. Ya no quiero saberlo, porque me lo puedo imaginar.
—Sí —susurro a regañadientes.
—A la señora Robinson le gustaba bailar.
Vaya, mis peores sospechas se confirman. Ella le enseñó, y la idea me deprime: yo no puedo enseñarle nada. No tengo ninguna habilidad especial.
—Debía de ser muy buena maestra.
—Lo era.
Siento que me pica el cuero cabelludo. ¿Se llevó lo mejor de él? ¿Antes de que se volviera tan cerrado? ¿O consiguió sacarlo de su ostracismo? Tiene un lado tan divertido y travieso… Sonrío sin querer al recordarme en sus brazos mientras me llevaba dando vueltas por el salón, tan inesperadamente, con mis bragas guardadas en algún sitio.
Y luego está el cuarto rojo del dolor. Me froto las muñecas pensativa… es el resultado de que te hayan atado las manos con una fina cinta de plástico. Ella le enseñó todo eso también, o lo estropeó, dependiendo del punto de vista. O quizá habría llegado a ser como es a pesar de la señora R. En ese instante me doy cuenta de que la odio. Espero no conocerla nunca, porque, de hacerlo, no soy responsable de mis actos. No recuerdo haber sentido nunca semejante animadversión por nadie, y menos por alguien a quien no conozco. Mirando sin ver por la ventanilla, alimento mi rabia y mis celos irracionales.
Mi pensamiento vuelve a centrarse en esta tarde. Teniendo en cuenta cuáles creo que son sus preferencias, me parece que ha sido benévolo conmigo. ¿Estaría dispuesta a hacerlo otra vez? No voy a fingir remilgos que no siento. Pues claro
que lo haría, si él me lo pidiera… siempre que no me haga daño y sea la única forma de estar con él.
Eso es lo importante. Quiero estar con él. La diosa que llevo dentro suspira de alivio. Llego a la conclusión de que rara vez usa la cabeza para pensar, sino más bien otra parte esencial de su anatomía, que últimamente anda bastante expuesta.
—No lo hagas —murmura.
Frunzo el ceño y me vuelvo hacia él.
—¿Que no haga el qué?
No lo he tocado.
—No les des tantas vueltas a las cosas, Anastasia. —Alarga el brazo, me coge la mano, se la lleva a los labios y me besa los nudillos con suavidad—. Lo he pasado estupendamente esta tarde. Gracias.
Y ya ha vuelto a mí otra vez. Lo miro extrañada y sonrío tímidamente. Me confunde. Le pregunto algo que me ha estado intrigando.
—¿Por qué has usado una brida?
Me sonríe.
—Es rápido, es fácil y es una sensación y una experiencia distinta para ti. Sé que parece bastante brutal, pero me gusta que las sujeciones sean así. —Sonríe levemente—. Lo más eficaz para evitar que te muevas.
Me sonrojo y miro nerviosa a Taylor, que se muestra impasible, con los ojos en la carretera. ¿Qué se supone que debo decir a eso? Christian se encoge de hombros con gesto inocente.
—Forma parte de mi mundo, Anastasia.
Me aprieta la mano, me suelta, y vuelve a mirar por la ventana.
Su mundo, claro, al que yo quiero pertenecer, pero ¿con sus condiciones? Pues no lo sé. No ha vuelto a mencionar ese maldito contrato. Mis reflexiones íntimas no me animan mucho. Miro por la ventanilla y el paisaje ha cambiado. Cruzamos uno de los puentes, rodeados de una profunda oscuridad. La noche sombría refleja mi estado de ánimo introspectivo, cercándome, asfixiándome.
Miro un instante a Christian, y veo que me está mirando.
—¿Un dólar por tus pensamientos? —dice.
Suspiro y frunzo el ceño.
—¿Tan malos son? —dice.
—Ojalá supiera lo que piensas tú.
Sonríe.
—Lo mismo digo, nena —susurra mientras Taylor nos adentra a toda velocidad en la noche con rumbo a Bellevue.
Son casi las ocho cuando el Audi gira por el camino de entrada a una gran mansión de estilo colonial. Impresionante, hasta las rosas que rodean la puerta. De libro ilustrado.
—¿Estás preparada para esto? —me pregunta Christian mientras Taylor se detiene delante de la imponente puerta principal.
Asiento con la cabeza y él me aprieta la mano otra vez para tranquilizarme.
—También es la primera vez para mí —susurra, y sonríe maliciosamente—. Apuesto a que ahora te gustaría llevar tu ropita interior —dice, provocador.
Me ruborizo. Me había olvidado de que no llevo bragas. Por suerte, Taylor ha salido del coche para abrirme la puerta y no ha podido oír nada de esto. Miro ceñuda a Christian, que sonríe de oreja a oreja mientras yo me vuelvo y salgo del coche.
La doctora Grace Trevelyan-Grey nos espera en la puerta. Lleva un vestido de seda azul claro que le da un aire elegante y sofisticado. Detrás de ella está el señor Grey, supongo, alto, rubio y tan guapo a su manera como Christian.
—Anastasia, ya conoces a mi madre, Grace. Este es mi padre, Carrick.
—Señor Grey, es un placer conocerlo.
Sonrío y le estrecho la mano que me tiende.
—El placer es todo mío, Anastasia.
—Por favor, llámeme Ana.
Sus ojos azules son dulces y afables.
—Ana, cuánto me alegro de volver a verte. —Grace me envuelve en un cálido abrazo—. Pasa, querida.
—¿Ya ha llegado? —oigo gritar desde dentro de la casa.
Miro nerviosa a Christian.
—Esa es Mia, mi hermana pequeña —dice en tono casi irritado, pero no lo suficiente.
Cierto afecto subyace bajo sus palabras; se le suaviza la voz y le chispean los
ojos al pronunciar su nombre. Es obvio que Christian la adora. Un gran descubrimiento. Y ella llega arrasando por el pasillo, con su pelo negro como el azabache, alta y curvilínea. Debe de ser de mi edad.
—¡Anastasia! He oído hablar tanto de ti…
Me abraza fuerte.
Madre mía. No puedo evitar sonreír ante su desbordante entusiasmo.
—Ana, por favor —murmuro mientras me arrastra al enorme vestíbulo.
Todo son suelos de maderas nobles y alfombras antiquísimas, con una escalera de caracol que lleva al segundo piso.
—Christian nunca ha traído a una chica a casa —dice Mia, y sus ojos oscuros brillan de emoción.
Veo que Christian pone los ojos en blanco y arqueo una ceja. Él me mira risueño.
—Mia, cálmate —la reprende Grace discretamente—. Hola, cariño —dice mientras besa a Christian en ambas mejillas.
Él le sonríe cariñoso y luego le estrecha la mano a su padre.
Nos dirigimos todos al salón. Mia no me ha soltado la mano. La estancia es espaciosa, decorada con gusto en tonos crema, marrón y azul claro, cómoda, discreta y con mucho estilo. Kate y Elliot están acurrucados en un sofá, con sendas copas de champán en la mano. Kate se levanta como un resorte para abrazarme y Mia por fin me suelta la mano.
—¡Hola, Ana! —Sonríe—. Christian —le saluda, con un gesto cortés de la cabeza.
—Kate —la saluda Christian igual de formal.
Frunzo el ceño ante este intercambio. Elliot me abraza con efusión. ¿Qué es esto, «la semana de abrazar a Ana»? No estoy acostumbrada a semejantes despliegues de afecto. Christian se sitúa a mi lado y me pasa el brazo por la cintura. Me pone la mano en la cadera y, extendiendo los dedos, me atrae hacia sí. Todos nos miran. Me incomoda.
—¿Algo de beber? —El señor Grey parece recuperarse—. ¿Prosecco?
—Por favor —decimos Christian y yo al unísono.
Uf… qué raro ha quedado esto. Mia aplaude.
—Pero si hasta decís las mismas cosas. Ya voy yo.
Y sale disparada de la habitación.
Me pongo como un tomate y, al ver a Kate sentada con Elliot, se me ocurre de pronto que la única razón por la que Christian me ha invitado es porque Kate está aquí. Probablemente Elliot le preguntara a Kate con ilusión y naturalidad si quería conocer a sus padres. Christian se vio atrapado, consciente de que me enteraría por Kate. La idea me enfurece. Se ha visto obligado a invitarme. El pensamiento me resulta triste y deprimente. Mi subconsciente asiente, sabia, con cara de «por fin te has dado cuenta, boba».
—La cena está casi lista —dice Grace saliendo de la habitación detrás de Mia.
Christian me mira y frunce el ceño.
—Siéntate —me ordena, señalándome el sofá mullido, y yo hago lo que me pide, cruzando con cuidado las piernas.
Él se sienta a mi lado pero no me toca.
—Estábamos hablando de las vacaciones, Ana —me dice amablemente el señor Grey—. Elliot ha decidido irse con Kate y su familia a Barbados una semana.
Miro a Kate y ella sonríe, con los ojos brillantes y muy abiertos. Está encantada. ¡Katherine Kavanagh, muestra algo de dignidad!
—¿Te tomarás tú un tiempo de descanso ahora que has terminado los estudios? —me pregunta el señor Grey.
—Estoy pensando en irme unos días a Georgia —respondo.
Christian me mira boquiabierto, parpadeando un par de veces, con una expresión indescifrable. Oh, mierda. Esto no se lo había mencionado.
—¿A Georgia? —murmura.
—Mi madre vive allí y hace tiempo que no la veo.
—¿Cuándo pensabas irte? —pregunta con voz grave.
—Mañana, a última hora de la tarde.
Mia vuelve al salón y nos ofrece sendas copas de champán llenas de Prosecco de color rosa pálido.
—¡Por que tengáis buena salud!
El señor Grey alza su copa. Un brindis muy propio del marido de una doctora; me hace sonreír.
—¿Cuánto tiempo? —pregunta Christian en voz asombrosamente baja.
Maldita sea… se ha enfadado.
—Aún no lo sé. Dependerá de cómo vayan mis entrevistas de mañana.
Christian aprieta la mandíbula y Kate pone esa cara suya de metomentodo y me sonríe con desmesurada dulzura.
—Ana se merece un descanso —le suelta sin rodeos a Christian.
¿Por qué se muestra tan hostil con él? ¿Qué problema tiene?
—¿Tienes entrevistas? —me pregunta el señor Grey.
—Sí, mañana, para un puesto de becaria en dos editoriales.
—Te deseo toda la suerte del mundo.
—La cena está lista —anuncia Grace.
Nos levantamos todos. Kate y Elliot salen de la habitación detrás del señor Grey y de Mia. Yo me dispongo a seguirlos, pero Christian me agarra de la mano y me para en seco.
—¿Cuándo pensabas decirme que te marchabas? —inquiere con urgencia.
Lo hace en voz baja, pero está disimulando su enfado.
—No me marcho, voy a ver a mi madre y solamente estaba valorando la posibilidad.
—¿Y qué pasa con nuestro contrato?
—Aún no tenemos ningún contrato.
Frunce los ojos y entonces parece recordar. Me suelta la mano y, cogiéndome por el codo, me conduce fuera de la habitación.
—Esta conversación no ha terminado —me susurra amenazador mientras entramos en el comedor.
Eh, para. No te enfades tanto y devuélveme las bragas. Lo miro furiosa.
El comedor me recuerda nuestra cena íntima en el Heathman. Una lámpara de araña de cristal cuelga sobre la mesa de madera noble y en la pared hay un inmenso espejo labrado y muy ornamentado. La mesa está puesta con un mantel de lino blanquísimo y un cuenco con petunias de color rosa claro en el centro. Impresionante.
Ocupamos nuestros sitios. El señor Grey se sienta a la cabecera, yo a su derecha y Christian a mi lado. El señor Grey coge la botella de vino tinto y le ofrece a Kate. Mia se sienta al lado de Christian, le coge la mano y se la aprieta fuerte. Christian le sonríe cariñoso.
—¿Dónde conociste a Ana? —le pregunta Mia.
—Me entrevistó para la revista de la Universidad Estatal de Washington.
—Que Kate dirige —añado, confiando en poder desviar la conversación de mí.
Mia sonríe entusiasmada a Kate, que está sentada enfrente, al lado de Elliot, y empiezan a hablar de la revista de la universidad.
—¿Vino, Ana? —me pregunta el señor Grey.
—Por favor.
Le sonrío. El señor Grey se levanta para llenar las demás copas.
Miro de reojo a Christian y él se vuelve a mirarme, con la cabeza ladeada.
—¿Qué? —pregunta.
—No te enfades conmigo, por favor —le susurro.
—No estoy enfadado contigo.
Lo miro fijamente. Suspira.
—Sí, estoy enfadado contigo.
Cierra los ojos un instante.
—¿Tanto como para que te pique la palma de la mano? —pregunto nerviosa.
—¿De qué estáis cuchicheando los dos? —interviene Kate.
Me sonrojo y Christian le lanza una feroz mirada de «métete en tus asuntos, Kavanagh». Hasta Kate parece encogerse bajo su mirada.
—De mi viaje a Georgia —digo agradablemente, esperando diluir la hostilidad que hay entre los dos.
Kate sonríe, con un brillo perverso en los ojos.
—¿Qué tal en el bar el viernes con José?
Madre mía, Kate. La miro con los ojos como platos. ¿Qué hace? Me devuelve la mirada y me doy cuenta de que está intentando que Christian se ponga celoso. Qué poco lo conoce… Y yo que pensaba que me iba a librar de esta.
—Muy bien —murmuro.
Christian se me arrima.
—Como para que me pique la palma de la mano —me susurra—. Sobre todo ahora —añade sereno y muy serio.
Oh, no. Me estremezco.
Reaparece Grace con dos bandejas, seguida de una joven preciosa con coletas rubias y vestida elegantemente de azul claro, que lleva una bandeja de platos. Sus
ojos localizan de inmediato a Christian. Se ruboriza y lo mira entornando los ojos de largas pestañas impregnadas de rímel. ¿Qué?
En algún lugar de la casa empieza a sonar el teléfono.
—Disculpadme.
El señor Grey se levanta de nuevo y sale.
—Gracias, Gretchen —le dice Grace amablemente, frunciendo el ceño al ver salir al señor Grey—. Deja la bandeja en el aparador, por favor.
Gretchen asiente y, tras otra mirada furtiva a Christian, se marcha.
Así que los Grey tienen servicio, y el servicio mira de reojo a mi futuro amo. ¿Podría ir peor esta velada? Me miro ceñuda las manos, que tengo en el regazo.
Vuelve el señor Grey.
—Preguntan por ti, cariño. Del hospital —le dice a Grace.
—Empezad sin mí, por favor.
Grace sonríe mientras me pasa un plato y se va.
Huele delicioso: chorizo y vieiras con pimientos rojos asados y chalotas, salpicado de perejil. A pesar de que tengo el estómago revuelto por las amenazas de Christian, de las miradas subrepticias de la bella Coletitas y del desastre de mi ropa interior desaparecida, me muero de hambre. Me ruborizo al caer en la cuenta de que ha sido el esfuerzo físico de esta tarde lo que me ha dado tanto apetito.
Al poco regresa Grace, con el ceño fruncido. El señor Grey ladea la cabeza… como Christian.
—¿Va todo bien?
—Otro caso de sarampión —suspira Grace.
—Oh, no.
—Sí, un niño. El cuarto caso en lo que va de mes. Si la gente vacunara a sus hijos… —Menea la cabeza con tristeza, luego sonríe—. Cuánto me alegro de que nuestros hijos nunca pasaran por eso. Gracias a Dios, nunca cogieron nada peor que la varicela. Pobre Elliot —dice mientras se sienta, sonriendo indulgente a su hijo. Elliot frunce el ceño a medio bocado y se remueve incómodo en el asiento—. Christian y Mia tuvieron suerte. Ellos la cogieron muy flojita, algún granito nada más.
Mia ríe como una boba y Christian pone los ojos en blanco.
—Papá, ¿viste el partido de los Mariners? —pregunta Elliot, visiblemente
ansioso por cambiar de tema.
Los aperitivos están deliciosos, así que me concentro en comer mientras Elliot, el señor Grey y Christian hablan de béisbol. Christian parece sereno y relajado cuando habla con su familia. La cabeza me va a mil. Maldita sea Kate, ¿a qué juega? ¿Me castigará Christian? Tiemblo solo de pensarlo. Aún no he firmado ese contrato. Quizá no lo firme. Quizá me quede en Georgia; allí no podrá venir a por mí.
—¿Qué tal en vuestra nueva casa, querida? —me pregunta Grace educadamente.
Agradezco la pregunta, que me distrae de mis pensamientos contradictorios, y le hablo de la mudanza.
Cuando terminamos los entrantes, aparece Gretchen y, una vez más, lamento no poder tocar a Christian con libertad para hacerle saber que, aunque lo hayan jodido de cincuenta mil maneras, es mío. Se dispone a recoger los platos, acercándose demasiado a Christian para mi gusto. Por suerte, él parece no prestarle ninguna atención, pero la diosa que llevo dentro está que arde, y no en el buen sentido de la palabra.
Kate y Mia se deshacen en elogios de París.
—¿Has estado en París, Ana? —pregunta Mia inocentemente, sacándome de mi celoso ensimismamiento.
—No, pero me encantaría ir.
Sé que soy la única de la mesa que jamás ha salido del país.
—Nosotros fuimos de luna de miel a París.
Grace sonríe al señor Grey, que le devuelve la sonrisa.
Resulta casi embarazoso. Es obvio que se quieren mucho, y me pregunto un instante cómo será crecer con tus dos progenitores presentes.
—Es una ciudad preciosa —coincide Mia—. A pesar de los parisinos. Christian, deberías llevar a Ana a París —afirma rotundamente.
—Me parece que Anastasia preferiría Londres —dice Christian con dulzura.
Vaya, se acuerda. Me pone la mano en la rodilla; me sube los dedos por el muslo. El cuerpo entero se me tensa en respuesta. No, aquí no, ahora no. Me ruborizo y me remuevo en el asiento, tratando de zafarme de él. Me agarra el muslo, inmovilizándome. Cojo mi copa de vino, desesperada.
Vuelve miss Coletitas Europeas, toda miradas coquetas y vaivén de caderas,
trayendo el plato principal: ternera Wellington, me parece. Por suerte, se limita a servir los platos y se marcha, aunque se entretiene más de la cuenta con el de Christian. Me observa intrigado al verme seguirla con la mirada mientras cierra la puerta del comedor.
—¿Qué tienen de malo los parisinos? —le pregunta Elliot a su hermana—. ¿No sucumbieron a tus encantos?
—Huy, qué va. Además, monsieur Floubert, el ogro para el que trabajaba, era un tirano dominante.
Me da un golpe de tos y casi espurreo el vino.
—Anastasia, ¿te encuentras bien? —me pregunta Christian solícito, quitándome la mano del muslo.
Su voz vuelve a sonar risueña. Oh, menos mal. Asiento con la cabeza y él me da una palmadita suave en la espalda, y no retira la mano hasta que está seguro de que me he recuperado.
La ternera está deliciosa, servida con boniatos asados, zanahoria, calabacín y judías verdes. Me sabe aún mejor porque Christian consigue mantener el buen humor el resto de la comida. Sospecho que por lo bien que estoy comiendo. La conversación fluye entre los Grey, cálida y afectuosa, bromeando unos con otros. Durante el postre, una mousse de limón, Mia nos obsequia con anécdotas de París y, en un momento dado, empieza a hablar en perfecto francés. Todos nos quedamos mirándola y ella se queda un tanto perpleja, hasta que Christian le explica, en un francés igualmente perfecto, lo que ha hecho, y entonces ella rompe a reír como una boba. Tiene una risa muy contagiosa y enseguida estallamos todos en carcajadas.
Elliot habla largo y tendido de su último proyecto arquitectónico, una nueva comunidad ecológica al norte de Seattle. Miro a Kate y veo que sigue con atención todas y cada una de sus palabras, con los ojos encendidos de deseo o de amor, aún no lo tengo claro. Él le sonríe y es como si se recordaran tácitamente alguna promesa. Luego, nena, le está diciendo él sin hablar, y de pronto estoy excitada, muy excitada. Me acaloro solo de mirarlos.
Suspiro y miro de reojo a mi Cincuenta Sombras. Podría estar mirándolo eternamente. Tiene una barba incipiente y me muero de ganas de rascarla, de sentirla en mi cara, en mis pechos… en mi entrepierna. Me sonroja el rumbo de mis pensamientos. Me mira y levanta la mano para cogerme del mentón.
—No te muerdas el labio —me susurra con voz ronca—. Me dan ganas de hacértelo.
Grace y Mia recogen las copas del postre y se dirigen a la cocina mientras el señor Grey, Kate y Elliot hablan de las ventajas del uso de paneles solares en el estado de Washington. Christian, fingiéndose interesado en el tema, vuelve a ponerme la mano en la rodilla y empieza a subir por el muslo. Se me entrecorta la respiración y junto las piernas para evitar que llegue más lejos. Detecto su sonrisa pícara.
—¿Quieres que te enseñe la finca? —me pregunta en voz alta.
Sé que debo decir que sí, pero no me fío de él. Sin embargo, antes de que pueda responder, él se pone de pie y me tiende la mano. Poso la mía en ella y noto cómo se me contraen todos los músculos del vientre en respuesta a su mirada oscura y voraz.
—Si me disculpa… —le digo al señor Grey y salgo del comedor detrás de Christian.
Me lleva por el pasillo hasta la cocina, donde Mia y Grace cargan el lavavajillas. A Coletitas Europeas no se la ve por ninguna parte.
—Voy a enseñarle el patio a Anastasia —le dice Christian inocentemente a su madre.
Ella nos indica la salida con una sonrisa mientras Mia vuelve al comedor.
Salimos a un patio de losa gris iluminado por focos incrustados en el suelo. Hay arbustos en maceteros de piedra gris y una mesa metálica muy elegante, con sus sillas, en un rincón. Christian pasa por delante de ella, sube unos escalones y sale a una amplia extensión de césped que llega hasta la bahía. Madre mía, es precioso. Seattle centellea en el horizonte y la luna fría y brillante de mayo dibuja un resplandeciente sendero plateado en el agua hasta un muelle en el que hay amarrados dos barcos. Junto al embarcadero, hay una casita. Es un lugar tan pintoresco, tan tranquilo… Me detengo, boquiabierta, un instante.
Christian tira de mí y los tacones se me hunden en la hierba tierna.
—Para, por favor.
Lo sigo tambaleándome.
Se detiene y me mira; su expresión es indescifrable.
—Los tacones. Tengo que quitarme los zapatos.
—No te molestes —dice.
Se agacha, me coge y me carga al hombro. Chillo fuerte del susto, y él me da una palmada fuerte en el trasero.
—Baja la voz —gruñe.
Oh, no… esto no pinta bien, a mi subconsciente le tiemblan las piernas. Está enfadado por algo: podría ser por lo de José, lo de Georgia, lo de las bragas, que me haya mordido el labio. Dios, mira que es fácil de enfadar.
—¿Adónde me llevas? —digo.
—Al embarcadero —espeta.
Me agarro a sus caderas, porque estoy cabeza abajo, y él avanza decidido a grandes zancadas por el césped a la luz de la luna.
—¿Por qué?
Me falta el aliento, ahí colgada de su hombro.
—Necesito estar a solas contigo.
—¿Para qué?
—Porque te voy a dar unos azotes y luego te voy a follar.
—¿Por qué? —gimoteo.
—Ya sabes por qué —me susurra furioso.
—Pensé que eras un hombre impulsivo —suplico sin aliento.
—Anastasia, estoy siendo impulsivo, te lo aseguro.
Madre mía.





20



Christian cruza como un ciclón la puerta de madera de la casita del embarcadero y se detiene a pulsar unos interruptores. Los fluorescentes hacen un clic y zumban secuencialmente, y una luz blanca y cruda inunda el inmenso edificio de madera. Desde mi posición cabeza abajo, veo una impresionante lancha motora en el muelle, flotando suavemente sobre el agua oscura, pero apenas me da tiempo a fijarme antes de que me lleve por unas escaleras de madera hasta un cuarto en el piso de arriba.
Se detiene en el umbral, pulsa otro interruptor —halógenos esta vez, más suaves, con regulador de intensidad—, y estamos en una buhardilla de techos inclinados. Está decorada en el estilo náutico de Nueva Inglaterra: azul marino y tonos crema, con pinceladas de rojo. El mobiliario es escaso; solo veo un par de sofás.
Christian me pone de pie sobre el suelo de madera. No me da tiempo a examinar mi entorno: no puedo dejar de mirarlo a él. Me tiene hipnotizada. Lo observo como uno observaría a un depredador raro y peligroso, a la espera de que ataque. Respira con dificultad, aunque, claro, me ha llevado a cuestas por todo el césped y ha subido un tramo de escaleras. En sus ojos grises arde la rabia, el deseo y una lujuria pura, sin adulterar.
Madre mía. Podría arder por combustión espontánea solo con su mirada.
—No me pegues, por favor —le susurro suplicante.
Frunce el ceño y abre mucho los ojos. Parpadea un par de veces.
—No quiero que me azotes, aquí no, ahora no. Por favor, no lo hagas.
Lo dejo boquiabierto y, echándole valor, alargo la mano tímidamente y le acaricio la mejilla, siguiendo el borde de la patilla hasta la barba de tres días del mentón. Es una mezcla curiosa entre suave e hirsuta. Cerrando despacio los ojos, apoya la cara en mi mano y se le entrecorta la respiración. Levanto la otra mano y le acaricio el pelo. Me encanta su pelo. Su leve gemido apenas es audible y, cuando abre los ojos, me mira receloso, como si no entendiera lo que estoy haciendo.
Me acerco más y, pegada a él, tiro con suavidad de su pelo, acerco su boca a la mía y lo beso, introduciendo la lengua entre sus labios hasta entrar en su boca. Gruñe, y me abraza, me aprieta contra su cuerpo. Me hunde las manos en el pelo y me devuelve el beso, fuerte y posesivo. Su lengua y la mía se enredan, se consumen la una a la otra. Sabe de maravilla.
De pronto se aparta. Los dos respiramos con dificultad y nuestros jadeos se suman. Bajo las manos a sus brazos y él me mira furioso.
—¿Qué me estás haciendo? —susurra confundido.
—Besarte.
—Me has dicho que no.
—¿Qué? ¿No a qué?
—En el comedor, cuando has juntado las piernas.
Ah… así que es eso.
—Estábamos cenando con tus padres.
Lo miro fijamente, atónita.
—Nadie me ha dicho nunca que no. Y eso… me excita.
Abre mucho los ojos de asombro y lujuria. Una mezcla embriagadora. Trago saliva instintivamente. Me baja la mano al trasero. Me atrae con fuerza hacia sí, contra su erección.
Madre mía.
—¿Estás furioso y excitado porque te he dicho que no? —digo alucinada.
—Estoy furioso porque no me habías contado lo de Georgia. Estoy furioso porque saliste de copas con ese tío que intentó seducirte cuando estabas borracha y te dejó con un completo desconocido cuando te pusiste enferma. ¿Qué clase de amigo es ese? Y estoy furioso y excitado porque has juntado las piernas cuando he querido tocarte.
Le brillan los ojos peligrosamente mientras me sube despacio el bajo del vestido.
—Te deseo, y te deseo ahora. Y si no me vas a dejar que te azote, aunque te lo mereces, te voy a follar en el sofá ahora mismo, rápido, para darme placer a mí, no a ti.
El vestido apenas me tapa ya el trasero desnudo. De pronto, me coge el sexo con la mano y me mete un dedo muy despacio. Con la otra mano, me sujeta firmemente por la cintura. Contengo un gemido.
—Esto es mío —me susurra con rotundidad—. Todo mío. ¿Entendido?
Introduce y saca el dedo mientras me mira, evaluando mi reacción, con los ojos encendidos.
—Sí, tuyo —digo, mientras el deseo, ardiente y pesado, recorre mi torrente sanguíneo, trastocándolo todo: mis terminaciones nerviosas, mi respiración, mi corazón, que palpita como si quisiera salírseme del pecho, y la sangre, que me zumba en los oídos.
De pronto se mueve haciendo varias cosas a la vez: saca los dedos dejándome a medias, se baja la cremallera del pantalón, me empuja al sofá y se tumba encima de mí.
—Las manos sobre la cabeza —me ordena apretando los dientes, mientras se arrodilla, me separa más las piernas e introduce la mano en el bolsillo interior de la chaqueta.
Saca un condón, me mira con deseo, se quita la americana a tirones y la deja caer al suelo. Se pone el condón en la imponente erección.
Me llevo las manos a la cabeza y sé que lo hace para que no lo toque. Estoy excitadísima. Noto que mis caderas lo buscan ya; quiero que esté dentro de mí, así, duro y fuerte. Oh, solo de pensarlo…
—No tenemos mucho tiempo. Esto va a ser rápido, y es para mí, no para ti. ¿Entendido? Como te corras, te doy unos azotes —dice apretando los dientes.
Madre mía… ¿y cómo paro?
De un solo empujón, me penetra hasta el fondo. Gruño alto, un sonido gutural, y saboreo la plenitud de su posesión. Pone las manos encima de las mías, sobre mi cabeza; con los codos me mantiene sujetos los brazos, y con las piernas me inmoviliza por completo. Estoy atrapada. Lo tengo por todas partes, envolviéndome, casi asfixiándome. Pero también es una delicia: este es mi poder, esto es lo que le puedo hacer, y me produce una sensación hedonista, triunfante. Se mueve rápido, con furia, dentro de mí; siento su respiración acelerada en el oído y mi cuerpo entero responde, fundiéndose alrededor de su miembro. No me tengo que correr. No. Pero recibo cada uno de sus embates, en perfecto contrapunto. Bruscamente y de repente, con una embestida final, para y se corre, soltando el aire entre los dientes. Se relaja un instante, de forma que siento el peso delicioso de todo su cuerpo sobre mí. No estoy dispuesta a dejarlo marchar; mi cuerpo busca alivio, pero él pesa demasiado y en ese momento no puedo empujar mis caderas contra él. De repente se retira, dejándome dolorida y queriendo más. Me mira furioso.
—No te masturbes. Quiero que te sientas frustrada. Así es como me siento yo cuando no me cuentas las cosas, cuando me niegas lo que es mío.
Se le encienden de nuevo los ojos, enfadado otra vez.
Asiento con la cabeza, jadeando. Se levanta, se quita el condón, le hace un nudo en el extremo y se lo guarda en el bolsillo de los pantalones. Lo miro, con la respiración aún alterada, e involuntariamente aprieto las piernas, tratando de encontrar algo de alivio. Christian se sube la bragueta, se peina un poco con la mano y se agacha para coger su americana. Luego se vuelve a mirarme, con una expresión más tierna.
—Más vale que volvamos a la casa.
Me incorporo, algo inestable, aturdida.
—Toma, ponte esto.
Del bolsillo interior de la americana saca mis bragas. Las cojo sin sonreír; en el fondo sé que me he llevado un polvo de castigo, pero he conseguido una pequeña victoria en el asunto de las bragas. La diosa que llevo dentro asiente, de acuerdo conmigo, y en su rostro se dibuja una sonrisa de satisfacción. No has tenido que pedírselas.
—¡Christian! —grita Mia desde el piso de abajo.
Christian se vuelve y me mira con una ceja arqueada.
—Justo a tiempo. Dios, qué pesadita es cuando quiere.
Lo miro ceñuda, devuelvo deprisa las braguitas a su legítimo lugar y me levanto con toda la dignidad de la que soy capaz en mi estado. A toda prisa, intento arreglarme el pelo revuelto.
—Estamos aquí arriba, Mia —le grita él—. Bueno, señorita Steele, ya me siento mejor, pero sigo queriendo darle unos azotes —me dice en voz baja.
—No creo que lo merezca, señor Grey, sobre todo después de tolerar su injustificado ataque.
—¿Injustificado? Me has besado.
Se esfuerza por parecer ofendido.
Frunzo los labios.
—Ha sido un ataque en defensa propia.
—Defensa ¿de qué?
—De ti y de ese cosquilleo en la palma de tu mano.
Ladea la cabeza y me sonríe mientras Mia sube ruidosamente las escaleras.
—Pero ¿ha sido tolerable? —me pregunta en voz baja.
Me ruborizo.
—Apenas —susurro, pero no puedo contener la sonrisa de satisfacción.
—Ah, aquí estáis —dice Mia sonriéndonos.
—Le estaba enseñando a Anastasia todo esto.
Christian me tiende la mano; su mirada es intensa.
Acepto su mano y él aprieta suavemente la mía.
—Kate y Elliot están a punto de marcharse. ¿Habéis visto a esos dos? No paran de sobarse. —Mia se finge asqueada, mira a Christian y luego a mí—. ¿Qué habéis estado haciendo aquí?
Vaya, qué directa. Me pongo como un tomate.
—Le estaba enseñando a Anastasia mis trofeos de remo —contesta Christian sin pensárselo un segundo, con cara de póquer total—. Vamos a despedirnos de Kate y Elliot.
¿Trofeos de remo? Tira suavemente de mí hasta situarme delante de él y, cuando Mia se vuelve para salir, me da un azote en el trasero. Ahogo un grito, sorprendida.
—Lo volveré a hacer, Anastasia, y pronto —me amenaza al oído.
Luego me abraza, con mi espalda pegada a su pecho, y me besa el pelo.
De vuelta en la casa, Kate y Elliot se están despidiendo de Grace y el señor Grey. Kate me da un fuerte abrazo.
—Tengo que hablar contigo de lo antipática que eres con Christian —le susurro furiosa al oído, y ella me abraza otra vez.
—Le viene bien un poco de hostilidad; así se ve cómo es en realidad. Ten cuidado, Ana… es demasiado controlador —me susurra—. Te veo luego.
YO SÉ CÓMO ES EN REALIDAD, ¡TÚ NO!, le grito mentalmente. Soy consciente de que lo hace con buena intención, pero a veces se pasa de la raya, y esta vez se ha pasado mucho. La miro ceñuda y ella me saca la lengua, haciéndome sonreír sin querer. La Kate traviesa es una novedad; será influencia de Elliot. Los despedimos desde la puerta, y Christian se vuelve hacia mí.
—Nosotros también deberíamos irnos… Tienes las entrevistas mañana.
Mia me abraza cariñosamente cuando nos despedimos.
—¡Pensábamos que nunca encontraría una chica! —comenta con entusiasmo.
Yo me sonrojo y Christian vuelve a poner los ojos en blanco. Frunzo los labios. ¿Por qué él sí puede y yo no? Quiero ponerle los ojos en blanco yo también, pero no me atrevo, y menos después de la amenaza en la casita del embarcadero.
—Cuídate, Ana, querida —me dice amablemente Grace.
Christian, avergonzado o frustrado por la efusiva atención que recibo del resto de los Grey, me coge de la mano y me acerca a su lado.
—No me la espantéis ni me la miméis demasiado —protesta.
—Christian, déjate de bromas —lo reprende Grace con indulgencia y una mirada llena de amor por él.
No sé por qué, pero me parece que no bromea. Observo subrepticiamente su interacción. Es obvio que Grace lo adora, que siente por él el amor incondicional de una madre. Él se inclina y la besa con cierta rigidez.
—Mamá —dice, y percibo un matiz extraño en su voz… ¿veneración, quizá?
—Señor Grey… adiós y gracias por todo.
Le tiendo la mano, pero ¡también me abraza!
—Por favor, llámame Carrick. Confío en que volvamos a verte muy pronto, Ana.
Terminada la despedida, Christian me lleva hasta el coche, donde nos espera Taylor. ¿Habrá estado esperando ahí todo el tiempo? Taylor me abre la puerta y entro en la parte trasera del Audi.
Noto que los hombros se me relajan un poco. Dios, qué día. Estoy agotada, física y emocionalmente. Tras una breve conversación con Taylor, Christian se sube al coche a mi lado. Se vuelve para mirarme.
—Bueno, parece que también le has caído bien a mi familia —murmura.
¿También? La deprimente idea de por qué me ha invitado me vuelve de forma espontánea e inoportuna a la cabeza. Taylor arranca el coche y se aleja del círculo de luz del camino de entrada para adentrarse en la oscuridad de la carretera. Me giro hacia Christian y lo encuentro mirándome fijamente.
—¿Qué? —pregunta en voz baja.
Titubeo un instante. No… Se lo voy a decir. Siempre se queja de que no le cuento las cosas.
—Me parece que te has visto obligado a traerme a conocer a tus padres —le susurro con voz trémula—. Si Elliot no se lo hubiera propuesto a Kate, tú jamás me lo habrías pedido a mí.
No le veo la cara en la oscuridad, pero ladea la cabeza, sobresaltado.
—Anastasia, me encanta que hayas conocido a mis padres. ¿Por qué eres tan insegura? No deja de asombrarme. Eres una mujer joven, fuerte, independiente, pero tienes muy mala opinión de ti misma. Si no hubiera querido que los conocieras, no estarías aquí. ¿Así es como te has sentido todo el rato que has estado allí?
¡Vaya! Quería que fuera, y eso es toda una revelación. No parece incomodarlo responderme, como sucedería si me ocultara la verdad. Parece complacido de verdad de que haya ido. Una sensación de bienestar se propaga lentamente por mis venas. Mueve la cabeza y me coge la mano. Yo miro nerviosa a Taylor.
—No te preocupes por Taylor. Contéstame.
Me encojo de hombros.
—Pues sí. Pensaba eso. Y otra cosa, yo solo he comentado lo de Georgia porque Kate estaba hablando de Barbados. Aún no me he decidido.
—¿Quieres ir a ver a tu madre?
—Sí.
Me mira con una expresión extraña, como si librara una especie de lucha interior.
—¿Puedo ir contigo? —pregunta al fin.
¿Qué?
—Eh… no creo que sea buena idea.
—¿Por qué no?
—Confiaba en poder alejarme un poco de toda esta… intensidad para poder reflexionar.
Se me queda mirando.
—¿Soy demasiado intenso?
Me echo a reír.
—¡Eso es quedarse corto!
A la luz de las farolas que vamos pasando, veo que tuerce la boca.
—¿Se está riendo de mí, señorita Steele?
—No me atrevería, señor Grey —le respondo con fingida seriedad.
—Me parece que sí y creo que sí te ríes de mí, a menudo.
—Es que eres muy divertido.
—¿Divertido?
—Oh, sí.
—¿Divertido por peculiar o por gracioso?
—Uf… mucho de una cosa y algo de la otra.
—¿Qué parte de cada una?
—Te dejo que lo adivines tú.
—No estoy seguro de poder averiguar nada contigo, Anastasia —dice socarrón, y luego prosigue en voz baja—: ¿Sobre qué tienes que reflexionar en Georgia?
—Sobre lo nuestro —susurro.
Me mira fijamente, impasible.
—Dijiste que lo intentarías —murmura.
—Lo sé.
—¿Tienes dudas?
—Puede.
Se revuelve en el asiento, como si estuviera incómodo.
—¿Por qué?
Madre mía. ¿Cómo se ha vuelto tan seria esta conversación de repente? Se me ha echado encima como un examen para el que no estoy preparada. ¿Qué le digo? Porque creo que te quiero y tú solo me ves como un juguete. Porque no puedo tocarte, porque me aterra demostrarte algo de afecto por si te enfadas, me riñes o, peor aún, me pegas… ¿Qué le digo?
Miro un instante por la ventanilla. El coche vuelve a cruzar el puente. Los dos estamos envueltos en una oscuridad que enmascara nuestros pensamientos y nuestros sentimientos, pero para eso no nos hace falta que sea de noche.
—¿Por qué, Anastasia? —me insiste.
Me encojo de hombros, atrapada. No quiero perderlo. A pesar de sus exigencias, de su necesidad de control, de sus aterradores vicios. Nunca me había sentido tan viva como ahora. Me emociona estar sentada a su lado. Es tan imprevisible, sexy,
listo, divertido… Pero sus cambios de humor… ah, y además quiere hacerme daño. Dice que tendrá en cuenta mis reservas, pero sigue dándome miedo. Cierro los ojos. ¿Qué le digo? En el fondo, querría más, más afecto, más del Christian travieso, más… amor.
Me aprieta la mano.
—Háblame, Anastasia. No quiero perderte. Esta última semana…
Estamos llegando al final del puente y la carretera vuelve a estar bañada en la luz de neón de las farolas, de forma que su rostro se ve intermitentemente en sombras e iluminado. Y la metáfora resulta tan acertada. Este hombre, al que una vez creí un héroe romántico, un caballero de resplandeciente armadura, o el caballero oscuro, como dijo él mismo, no es un héroe, sino un hombre con graves problemas emocionales, y me está arrastrando a su lado oscuro. ¿No podría yo llevarlo hasta la luz?
—Sigo queriendo más —le susurro.
—Lo sé —dice—. Lo intentaré.
Lo miro extrañada y él me suelta la mano y me coge la barbilla, soltándome el labio que me estaba mordiendo.
—Por ti, Anastasia, lo intentaré.
Irradia sinceridad.
Y no hace falta que me diga más. Me desabrocho el cinturón de seguridad, me acerco a él y me subo a su regazo, cogiéndolo completamente por sorpresa. Enrosco los brazos alrededor de su cuello y lo beso con intensidad, con vehemencia y en un nanosegundo él me responde.
—Quédate conmigo esta noche —me dice—. Si te vas, no te veré en toda la semana. Por favor.
—Sí —accedo—. Yo también lo intentaré. Firmaré el contrato.
Lo decido sin pensar.
Me mira fijamente.
—Firma después de Georgia. Piénsatelo. Piénsatelo mucho, nena.
—Lo haré.
Y seguimos así sentados dos o tres kilómetros.
—Deberías ponerte el cinturón de seguridad —susurra reprobadoramente con la boca hundida en mi cabello, pero no hace ningún ademán de retirarme de su
regazo.
Me acurruco contra su cuerpo, con los ojos cerrados, con la nariz en su cuello, embebiéndome de esa fragancia sexy a gel de baño almizclado y a Christian, apoyando la cabeza en su hombro. Dejo volar mi imaginación y fantaseo con que me quiere. Ah… y parece tan real, casi tangible, que una parte pequeñísima de mi desagradable subconsciente se comporta de forma completamente inusual y se atreve a albergar esperanzas. Procuro no tocarle el pecho, pero me refugio en sus brazos mientras me abraza con fuerza.
Y demasiado pronto, me veo arrancada de mi quimera.
—Ya estamos en casa —murmura Christian, y la frase resulta tentadora, cargada de potencial.
En casa, con Christian. Salvo que su casa es una galería de arte, no un hogar.
Taylor nos abre la puerta y yo le doy las gracias tímidamente, consciente de que ha podido oír nuestra conversación, pero su amable sonrisa tranquiliza sin revelar nada. Una vez fuera del coche, Christian me escudriña. Oh, no, ¿qué he hecho ahora?
—¿Por qué no llevas chaqueta?
Se quita la suya, ceñudo, y me la echa por los hombros.
Siento un gran alivio.
—La tengo en mi coche nuevo —contesto adormilada y bostezando.
Me sonríe maliciosamente.
—¿Cansada, señorita Steele?
—Sí, señor Grey. —Me siento turbada ante su provocador escrutinio. Aun así, creo que debo darle una explicación—. Hoy me han convencido de que hiciera cosas que jamás había creído posibles.
—Bueno, si tienes muy mala suerte, a lo mejor consigo convencerte de hacer alguna cosa más —promete mientras me coge de la mano y me lleva dentro del edificio.
Madre mía… ¿Otra vez?
En el ascensor, lo miro. Había dado por supuesto que quería que durmiera con él y ahora recuerdo que él no duerme con nadie, aunque lo haya hecho conmigo unas cuantas veces. Frunzo el ceño y, de pronto, su mirada se oscurece. Levanta la mano y me coge la barbilla, soltándome el labio que me mordía.
—Algún día te follaré en este ascensor, Anastasia, pero ahora estás cansada, así
que creo que nos conformaremos con la cama.
Inclinándose, me muerde el labio inferior con los dientes y tira suavemente. Me derrito contra su cuerpo y dejo de respirar a la vez que las entrañas se me revuelven de deseo. Le correspondo, clavándole los dientes en el labio superior, provocándole, y él gruñe. Cuando se abren las puertas del ascensor, me lleva de la mano hacia el vestíbulo y cruzamos la puerta de doble hoja hasta el pasillo.
—¿Necesitas una copa o algo?
—No.
—Bien. Vámonos a la cama.
Arqueo las cejas.
—¿Te vas a conformar con una simple y aburrida relación vainilla?
Ladea la cabeza.
—Ni es simple ni aburrida… tiene un sabor fascinante —dice.
—¿Desde cuándo?
—Desde el sábado pasado. ¿Por qué? ¿Esperabas algo más exótico?
La diosa que llevo dentro asoma la cabeza por el borde de la barricada.
—Ay, no. Ya he tenido suficiente exotismo por hoy.
La diosa que llevo dentro me hace pucheros, sin lograr en absoluto ocultar su desilusión.
—¿Seguro? Aquí tenemos para todos los gustos… por lo menos treinta y un sabores.
Me sonríe lascivo.
—Ya lo he observado —replico con sequedad.
Menea la cabeza.
—Venga ya, señorita Steele, mañana le espera un gran día. Cuanto antes se acueste, antes la follaré y antes podrá dormirse.
—Es usted todo un romántico, señor Grey.
—Y usted tiene una lengua viperina, señorita Steele. Voy a tener que someterla de alguna forma. Ven.
Me lleva por el pasillo hasta su dormitorio y abre la puerta de una patada.
—Manos arriba —me ordena.
Obedezco y, con un solo movimiento pasmosamente rápido, me quita el vestido como un mago, agarrándolo por el bajo y sacándomelo suavemente por la cabeza.
—¡Tachán! —dice travieso.
Río y aplaudo educadamente. Él hace una elegante reverencia, riendo también. ¿Cómo voy a resistirme a él cuando es así? Deja mi vestido en la silla solitaria que hay junto a la cómoda.
—¿Cuál es el siguiente truco? —inquiero provocadora.
—Ay, mi querida señorita Steele. Métete en la cama —gruñe—, que enseguida lo vas a ver.
—¿Crees que por una vez debería hacerme la dura? —pregunto coqueta.
Abre mucho los ojos, asombrado, y veo en ellos un destello de excitación.
—Bueno… la puerta está cerrada; no sé cómo vas a evitarme —dice burlón—. Me parece que el trato ya está hecho.
—Pero soy buena negociadora.
—Y yo. —Me mira, pero, al hacerlo, su expresión cambia; la confusión se apodera de él y la atmósfera de la habitación varía bruscamente, tensándose—. ¿No quieres follar? —pregunta.
—No —digo.
—Ah.
Frunce el ceño.
Vale, allá va… respira hondo.
—Quiero que me hagas el amor.
Se queda inmóvil y me mira alucinado. Su expresión se oscurece. Mierda, esto no pinta bien. ¡Dale un minuto!, me espeta mi subconsciente.
—Ana, yo…
Se pasa las manos por el pelo. Las dos. Está verdaderamente desconcertado.
—Pensé que ya lo habíamos hecho —dice al fin.
—Quiero tocarte.
Se aparta un paso de mí, involuntariamente; por un instante parece asustado, luego se refrena.
—Por favor —le susurro.
Se recupera.
—Ah, no, señorita Steele, ya le he hecho demasiadas concesiones esta noche. La respuesta es no.
—¿No?
—No.
Vaya, contra eso no puedo discutir… ¿o sí?
—Mira, estás cansada, y yo también. Vámonos a la cama y ya está —dice, observándome con detenimiento.
—¿Así que el que te toquen es uno de tus límites infranqueables?
—Sí. Ya lo sabes.
—Dime por qué, por favor.
—Ay, Anastasia, por favor. Déjalo ya —masculla exasperado.
—Es importante para mí.
Vuelve a pasarse ambas manos por el pelo y maldice por lo bajo. Da media vuelta y se acerca a la cómoda, saca una camiseta y me la tira. La cojo, pensativa.
—Póntela y métete en la cama —me espeta molesto.
Frunzo el ceño, pero decido complacerlo. Volviéndome de espaldas, me quito rápidamente el sujetador y me pongo la camiseta lo más rápido que puedo para cubrir mi desnudez. Me dejo las bragas puestas… he ido sin ellas casi toda la noche.
—Necesito ir al baño —digo con un hilo de voz.
Frunce el ceño, aturdido.
—¿Ahora me pides permiso?
—Eh… no.
—Anastasia, ya sabes dónde está el baño. En este extraño momento de nuestro acuerdo, no necesitas permiso para usarlo.
No puede ocultar su enfado. Se quita la camiseta y yo me meto corriendo en el baño.
Me miro en el espejo gigante, asombrada de seguir teniendo el mismo aspecto. Después de todo lo que he hecho hoy, ahí está la misma chica corriente de siempre mirándome pasmada. ¿Qué esperabas, que te salieran cuernos y una colita puntiaguda?, me espeta mi subconsciente. ¿Y qué narices haces? Las caricias son uno de sus límites infranqueables. Demasiado pronto, imbécil. Para poder correr tiene que andar primero. Mi subconsciente está furiosa, su ira es como la de
Medusa: el pelo ondeante, las manos aferrándose la cara como en El grito de Edvard Munch. La ignoro, pero se niega a volver a su caja. Estás haciendo que se enfade; piensa en todo lo que ha dicho, hasta dónde ha cedido. Miro ceñuda mi reflejo. Necesito poder ser cariñosa con él, entonces quizá él me corresponda.
Niego con la cabeza, resignada, y cojo el cepillo de dientes de Christian. Mi subconsciente tiene razón, claro. Lo estoy agobiando. Él no está preparado y yo tampoco. Hacemos equilibrios sobre el delicado balancín de nuestro extraño acuerdo, cada uno en un extremo, vacilando, y el balancín se inclina y se mece entre los dos. Ambos necesitamos acercarnos más al centro. Solo espero que ninguno de los dos se caiga al intentarlo. Todo esto va muy rápido. Quizá necesite un poco de distancia. Georgia cada vez me atrae más. Cuando estoy empezando a lavarme los dientes, llama a la puerta.
—Pasa —espurreo con la boca llena de pasta.
Christian aparece en el umbral de la puerta con ese pantalón de pijama que se le desliza por las caderas y que hace que todas las células de mi organismo se pongan en estado de alerta. Lleva el torso descubierto y me embebo como si estuviera muerta de sed y él fuera agua clara de un arroyo de montaña. Me mira impasible, luego sonríe satisfecho y se sitúa a mi lado. Nuestros ojos se encuentran en el espejo, gris y azul. Termino con su cepillo de dientes, lo enjuago y se lo doy, sin dejar de mirarlo. Sin mediar palabra, coge el cepillo y se lo mete en la boca. Le sonrío yo también y, de repente, me mira con un brillo risueño en los ojos.
—Si quieres, puedes usar mi cepillo de dientes —me dice en un dulce tono jocoso.
—Gracias, señor —sonrío con ternura y salgo al dormitorio.
A los pocos minutos viene él.
—Que sepas que no es así como tenía previsto que fuera esta noche —masculla malhumorado.
—Imagina que yo te dijera que no puedes tocarme.
Se mete en la cama y se sienta con las piernas cruzadas.
—Anastasia, ya te lo he dicho. De cincuenta mil formas. Tuve un comienzo duro en la vida; no hace falta que te llene la cabeza con toda esa mierda. ¿Para qué?
—Porque quiero conocerte mejor.
—Ya me conoces bastante bien.
—¿Cómo puedes decir eso?
Me pongo de rodillas, mirándolo.
Me pone los ojos en blanco, frustrado.
—Estás poniendo los ojos en blanco. La última vez que yo hice eso terminé tumbada en tus rodillas.
—Huy, no me importaría volver a hacerlo.
Eso me da una idea.
—Si me lo cuentas, te dejo que lo hagas.
—¿Qué?
—Lo que has oído.
—¿Me estás haciendo una oferta? —me pregunta pasmado e incrédulo.
Asiento con la cabeza. Sí… esa es la forma
—Negociando.
—Esto no va así, Anastasia.
—Vale. Cuéntamelo y luego te pongo los ojos en blanco.
Ríe y percibo un destello del Christian despreocupado. Hacía un rato que no lo veía. Se pone serio otra vez.
—Siempre tan ávida de información. —Me mira pensativo. Al poco, se baja con elegancia de la cama—. No te vayas —dice, y sale del dormitorio.
La inquietud me atraviesa como una lanza, y me abrazo a mi propio cuerpo. ¿Qué hace? ¿Tendrá algún plan malvado? Mierda. Supón que vuelve con una vara o algún otro instrumento de perversión? Madre mía, ¿qué voy a hacer entonces? Cuando vuelve, lleva algo pequeño en las manos. No veo lo que es, pero me muero de curiosidad.
—¿A qué hora es tu primera entrevista de mañana? —pregunta en voz baja.
—A las dos.
Lentamente se dibuja en su rostro una sonrisa perversa.
—Bien.
Y ante mis ojos, cambia sutilmente. Se vuelve duro, intratable… sensual. Es el Christian dominante.
—Sal de la cama. Ponte aquí de pie. —Señala a un lado de la cama y yo me bajo y me coloco en un abrir y cerrar de ojos. Me mira fijamente, y en sus ojos brilla una promesa—. ¿Confías en mí? —me pregunta en voz baja.
Asiento con la cabeza. Me tiende la mano y en la palma lleva dos bolas de plata redondas y brillantes unidas por un grueso hilo negro.
—Son nuevas —dice con énfasis.
Lo miro inquisitiva.
—Te las voy a meter y luego te voy a dar unos azotes, no como castigo, sino para darte placer y dármelo yo.
Se interrumpe y sopesa la reacción de mis ojos muy abiertos.
¡Metérmelas! Ahogo un jadeo y se tensan todos los músculos de mi vientre. La diosa que llevo dentro está haciendo la danza de los siete velos.
—Luego follaremos y, si aún sigues despierta, te contaré algunas cosas sobre mis años de formación. ¿De acuerdo?
¡Me está pidiendo permiso! Con la respiración acelerada, asiento. Soy incapaz de hablar.
—Buena chica. Abre la boca.
¿La boca?
—Más.
Con mucho cuidado, me mete las bolas en la boca.
—Necesitan lubricación. Chúpalas —me ordena con voz dulce.
Las bolas están frías, son lisas y pesan muchísimo, y tienen un sabor metálico. Mi boca seca se llena de saliva cuando explora los objetos extraños. Los ojos de Christian no se apartan de los míos. Dios mío, me estoy excitando. Me estremezco.
—No te muevas, Anastasia —me advierte—. Para.
Me las saca de la boca. Se acerca a la cama, retira el edredón y se sienta al borde.
—Ven aquí.
Me sitúo delante de él.
—Date la vuelta, inclínate hacia delante y agárrate los tobillos.
Lo miro extrañada y su expresión se oscurece.
—No titubees —me regaña con fingida serenidad y se mete las bolas en la boca.
Joder, esto es más sexy que la pasta de dientes. Sigo sus órdenes inmediatamente. Uf, ¿me llegaré a los tobillos? Descubro que sí, con facilidad. La camiseta se me escurre por la espalda, dejando al descubierto mi trasero. Menos mal que me he dejado las bragas puestas, aunque supongo que no me van a durar
mucho.
Me posa la mano con reverencia en el trasero y me lo acaricia suavemente. Entre mis piernas solo atisbo a ver las suyas, nada más. Cierro los ojos con fuerza cuando me aparta con delicadeza las bragas y me pasea un dedo despacio por el sexo. Mi cuerpo se prepara con una mezcla embriagadora de gran impaciencia y excitación. Me mete un dedo y lo mueve en círculos con deliciosa lentitud. Oh, qué gusto. Gimo.
Se me entrecorta la respiración y lo oigo gemir mientras repite el movimiento. Retira el dedo y muy despacio inserta los objetos, primero una bola, luego la otra. Madre mía. Están a la temperatura del cuerpo, calentadas por nuestras bocas. Es una curiosa sensación: una vez que están dentro, no me las siento, aunque sé que están ahí.
Me recoloca las bragas, se inclina hacia delante y sus labios depositan un beso tierno en mi trasero.
—Ponte derecha —me ordena y, temblorosa, me enderezo.
¡Huy! Ahora sí que las siento… o algo. Me agarra por las caderas para sujetarme mientras recupero el equilibrio.
—¿Estás bien? —me pregunta muy serio.
—Sí.
—Vuélvete.
Me giro hacia él.
Las bolas tiran hacia abajo y, sin querer, mi vientre se contrae alrededor de ellas. La sensación me sobresalta, pero no en el mal sentido de la palabra.
—¿Qué tal? —pregunta.
—Raro.
—¿Raro bueno o raro malo?
—Raro bueno —confieso ruborizándome.
—Bien. —Asoma a sus ojos un vestigio de humor—. Quiero un vaso de agua. Ve a traerme uno, por favor.
Oh.
—Y cuando vuelvas, te tumbaré en mis rodillas. Piensa en eso, Anastasia.
¿Agua? Quiere agua ahora? ¿Para qué?
Cuando salgo del dormitorio, me queda clarísimo por qué quiere que me pasee;
al hacerlo, las bolas me pesan dentro, me masajean internamente. Es una sensación muy rara y no del todo desagradable. De hecho, se me acelera la respiración cuando me estiro para coger un vaso del armario de la cocina, y ahogo un jadeo. Madre mía. Igual tendría que dejarme esto puesto. Hacen que me sienta deseada.
Cuando vuelvo, me observa detenidamente.
—Gracias —dice, y me coge el vaso de agua.
Despacio, da un sorbo y deja el vaso en la mesita de noche. En ella hay un condón, listo y esperando, como yo. Entonces sé que está haciendo esto para generar expectación. El corazón se me ha acelerado un poco. Centra su mirada de ojos grises en mí.
—Ven. Ponte a mi lado. Como la otra vez.
Me acerco a él, la sangre me zumba por todo el cuerpo, y esta vez… estoy caliente. Excitada.
—Pídemelo —me dice en voz baja.
Frunzo el ceño. ¿Que le pida el qué?
—Pídemelo —repite, algo más duro.
¿El qué? ¿Un poco de agua? ¿Qué quiere?
—Pídemelo, Anastasia. No te lo voy a repetir más.
Hay una amenaza velada en sus palabras, y entonces caigo. Quiere que le pida que me dé unos azotes.
Madre mía. Me mira expectante, con la mirada cada vez más fría. Mierda.
—Azótame, por favor… señor —susurro.
Cierra los ojos un instante, saboreando mis palabras. Alarga el brazo, me agarra la mano izquierda y, tirando de mí, me arrastra a sus rodillas. Me dejo caer sobre su regazo, y me sujeta. Se me sube el corazón a la boca cuando empieza a acariciarme el trasero. Me tiene ladeada otra vez, de forma que mi torso descansa en la cama, a su lado. Esta vez no me echa la pierna por encima, sino que me aparta el pelo de la cara y me lo recoge detrás de la oreja. Acto seguido, me agarra el pelo a la altura de la nuca para sujetarme bien. Tira suavemente y echo la cabeza hacia atrás.
—Quiero verte la cara mientras te doy los azotes, Anastasia —murmura sin dejar de frotarme suavemente el trasero.
Desliza la mano entre mis nalgas y me aprieta el sexo, y la sensación global es… Gimo. Oh, la sensación es exquisita.
—Esta vez es para darnos placer, Anastasia, a ti y a mí —susurra.
Levanta la mano y la baja con una sonora palmada en la confluencia de los muslos, el trasero y el sexo. Las bolas se impulsan hacia delante, dentro de mí, y me pierdo en un mar de sensaciones: el dolor del trasero, la plenitud de las bolas en mi interior y el hecho de que me esté sujetando. Mi cara se contrae mientras mis sentidos tratan de digerir todas estas sensaciones nuevas. Registro en alguna parte de mi cerebro que no me ha atizado tan fuerte como la otra vez. Me acaricia el trasero otra vez, paseando la mano abierta por mi piel, por encima de la ropa interior.
¿Por qué no me ha quitado las bragas? Entonces su mano desaparece y vuelve a azotarme. Gimo al propagarse la sensación. Inicia un patrón de golpes: izquierda, derecha y luego abajo. Los de abajo son los mejores. Todo se mueve hacia delante en mi interior, y entre palmadas, me acaricia, me manosea, de forma que es como si me masajeara por dentro y por fuera. Es una sensación erótica muy estimulante y, por alguna razón, porque soy yo la que ha impuesto las condiciones, no me preocupa el dolor. No es doloroso en sí… bueno, sí, pero no es insoportable. Resulta bastante manejable y, sí, placentero… incluso. Gruño. Sí, con esto sí que puedo.
Hace una pausa para bajarme despacio las bragas. Me retuerzo en sus piernas, no porque quiera escapar de los golpes sino porque quiero más… liberación, algo. Sus caricias en mi piel sensibilizada se convierten en un cosquilleo de lo más sensual. Resulta abrumador, y empieza de nuevo. Unas cuantas palmadas suaves y luego cada vez más fuertes, izquierda, derecha y abajo. Oh, esos de abajo. Gimo.
—Buena chica, Anastasia —gruñe, y se altera su respiración.
Me azota un par de veces más, luego tira del pequeño cordel que sujeta las bolas y me las saca de un tirón. Casi alcanzo el clímax; la sensación que me produce no es de este mundo. Con movimientos rápidos, me da la vuelta suavemente. Oigo, más que ver, cómo rompe el envoltorio del condón y, de pronto, lo tengo tumbado a mi lado. Me coge las manos, me las sube por encima de la cabeza y se desliza sobre mí, dentro de mí, despacio, ocupando el lugar que han dejado vacío las bolas. Gimo con fuerza.
—Oh, nena —me susurra mientras retrocede y avanza a un ritmo lento y sensual, saboreándome, sintiéndome.
Es la manera más suave en que me lo ha hecho nunca, y no tardo nada en caer por el precipicio, presa de una espiral de delicioso, violento y agotador orgasmo. Cuando me contraigo a su alrededor, disparo su propio clímax, y se desliza dentro de mí, sosegándose, pronunciando mi nombre entre jadeos, fruto de un asombro
prodigioso y desesperado.
—¡Ana!
Guarda silencio, jadeando encima de mí, con las manos aún trenzadas en las mías por encima de mi cabeza. Por fin se vuelve y me mira.
—Me ha gustado —susurra, y me besa tiernamente.
No se entretiene con más besos dulces, sino que se levanta, me tapa con el edredón y se mete en el baño. Cuando vuelve, trae un frasco de loción blanca. Se sienta en la cama a mi lado.
—Date la vuelta —me ordena y, a regañadientes, me pongo boca abajo.
La verdad, no sé para qué tanto lío. Tengo mucho sueño.
—Tienes el culo de un color espléndido —dice en tono aprobador, y me extiende la loción refrescante por el trasero sonrosado.
—Déjalo ya, Grey —digo bostezando.
—Señorita Steele, es usted única estropeando un momento.
—Teníamos un trato.
—¿Cómo te sientes?
—Estafada.
Suspira, se tiende en la cama a mi lado y me estrecha en sus brazos. Con cuidado de no rozarme el trasero escocido, vuelve a hacerme la cucharita. Me besa muy suavemente detrás de la oreja.
—La mujer que me trajo al mundo era una puta adicta al crack, Anastasia. Duérmete.
Dios mío… ¿y eso qué significa?
—¿Era?
—Murió.
—¿Hace mucho?
Suspira.
—Murió cuando yo tenía cuatro años. No la recuerdo. Carrick me ha dado algunos detalles. Solo recuerdo ciertas cosas. Por favor, duérmete.
—Buenas noches, Christian.
—Buenas noches, Ana.
Y me duermo, aturdida y agotada, y sueño con un niño de cuatro años y ojos grises en un lugar oscuro, terrible y triste.

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