martes, 25 de marzo de 2014

JUVENTUD EN ÉXTASIS [1-5]


NOVELA DE VALORES SOBRE
NOVIAZGO Y SEXUALIDAD








 Sahian:


Eres la persona más sensible y dulce que conozco.

Me diste la motivación y la fuerza

Para escribir este libro.

Te amo con todo mi ser.

 
ANTES DE COMENZAR
—¿ Quieres tener sexo ?
Mi pregunta fue tan directa que bajaste la cara mostrándote agraviada. Diste
media vuelta con intenciones de salir.
—Espera...
Te detuviste en el umbral de la puerta. El escote triangular de tu vestido dejaba a
la vista la piel blanca de tu juvenil espalda.
—No te disgustes —supliqué acercándome—. Eres una mujer muy hermosa.
Miles de hombres darían cualquier cosa por tenerte y me atrevo a suponer ésta
sería tu primera experiencia... Pero antes que eso ocurra, me gustaría que supieras
algunas cosas de mi pasado.
Te volviste muy lentamente con gesto desafiante.
—Muy bien. ¿ Qué es exactamente lo que tratas de decirme?
Quise entrar en materia pero no conseguí más que tartamudear. Tu actitud
apremiante y molesta bloqueó toda posibilidad de comunicación profunda. Hilvané
un par de mentiras para eludir la escabrosa situación y di por terminada mi
confidencia.
—¿Algún día me contarás la verdad?
Asentí con tristeza.
No te despediste al abandonar el lugar.
Apenas me quedé solo busqué una hoja para escribir.
Después de un rato detuve mi escritura y observé la prolija carta mientras
limpiaba las lágrimas de mi rostro.
Soy un amigo que nunca te traicionará.
Traicioné a muchas mujeres en el pasado y, créeme, sufrí
 tanto por ello que no volveré a hacerlo jamás.




PRIMERA PARTE
SEXO POR
PLACER


1
LAS MOTIVACIONES SEXUALES.
Hechizado por las bellas y voluptuosas formas de Joana, la miraba de hito en hito departir
con sus amigas a unos metros de distancia.
Ocasionalmente giraba la cabeza para asegurarse de que su corpulento galán no llegara. Tal
vez había terminado con él y ahora estaba disponible... Apreté la mandíbula enérgicamente.
No debía hacerme ilusiones. El hecho de que la chica más agraciada de la escuela hubiera
asistido sola a la fiesta de fin de curso semestral y que por coincidencia tampoco yo fuese
acompañado no significaba que el destino quisiera nuestra unión. Con todo, la ansiedad
invadió mi cuerpo, como me ocurría siempre que vislumbraba la posibilidad de una
aventura sensual.
Cursaba el cuarto año de la carrera de odontología y me consideraba un verdadero experto
en placeres corporales. Había aprendido (después de no pocos insultos y bofetones) a
seducir mujeres con sobrada destreza. Era capaz de oler las posibilidades de un encuentro
íntimo y, cuando echaba el ojo a una joven, casi siempre lograba conducir mi romance con
ella hasta las últimas consecuencias.
José Luis, el único profesor joven y libertino que se prestó a acompañarnos a esa fiesta de
despedida, al verme solo se aproximó a mi mesa.
—¿Qué te pasa? —espetó dándome un efusivo golpe en la espalda—. ¿Te libraste al fin de
Jessica, la famosa "virginiacasta"? Reí con reserva. En el ambiente universitario los chismes corrían rápidamente y no era de
extrañarse que José Luis estuviera enterado de mis conquistas más importantes. Además era
un profesor amigable, a quien alguna vez me acerqué para pedirle consejos.
—Sí— le contesté —. Terminamos hace un par de días. Tú sabes: Jessica es de esas chicas
que te complacen sólo con la condición de casarse al día siguiente.
—Lo suponía. Y ten cuidado. En esta época hay varios millones más de mujeres buscando
matrimonio que hombres, así que...
Asentí sin contestar. El equipo de sonido había sufrido un pequeño desperfecto y el
ambiente, sin música estruendosa, era propicio para la conversación. Pero no me apetecía
ahondar más en ese asunto con José Luis, a quien, dicho sea de paso, adiviné un poco
alterado por la ingestión de los primeros alcoholes de la velada.
Observé a Joana que se ponía de pie dirigiéndose al tocador. Quise incorporarme para ir tras
ella, pero la presencia de mi profesor de anatomía me lo impidió. Contemplé el
extraordinario cuerpo de mi compañera alejándose. Llevaba un vestido de algodón
extremadamente ceñido, como los que usan las bailarinas de ballet, con un amplio escote en
la espalda y un atrevido agujero al frente que ventilaba, a la vista de todos, su ombligo y su
vientre plano.
—Esta noche no se salva —susurré para mí.
—¿Decías algo?
—No, profesor... es simplemente que... —y me detuve valorando lo que significaba departir
a solas con José Luis en un ambiente de igualdad. Podría preguntarle todo sobre las dudas
anatómicas que en clase hubiera sido impropio mencionar... Y mi maestro era un joven
sexualmente experto, que además de tener instrucción académica comprobada había vivido
en unión libre tres veces.
—Hay asuntos que no comprendo —retomé—. ¿Por qué las mujeres son tan impredecibles?
De pronto se te ofrecen envueltas en una nube de romanticismo y al rato están agobiadas
por la culpa y la tristeza; a una hora alegres, y a la siguiente iracundas. Visten y se exhiben
para excitar al hombre y luego exigen total respeto. Francamente no las entiendo... ¿Sienten
el mismo deseo sexual que nosotros? Si es así, ¿por qué se hacen tanto de rogar? Y, sobre
todo ¿cuál es la razón por la que después de entregarse parecen tan desilusionadas?
Alzó las cejas asombrado por mi cuestionamiento múltiple.
—Esa respuesta te costará por lo menos una copa.
Llamé al camarero con la mano, dejando que José Luis ordenara en cuanto llegó.
-¿Y bien?
—Si deseas entender a las chicas debes partir de lo básico: sus ciclos hormonales las hacen
subir y bajar cada mes por pendientes de diferentes estados de ánimo. Su mecanismo físico
es muy diferente al de los varones. Sienten deseo carnal pero mezclado con emociones. Para
tener un orgasmo necesitan sentirse amadas. comprendidas, valoradas; pensar que lo que
hacen está bien, que no corren peligro alguno, que no están siendo obligadas, que su
compañero de cama es agradable y considerado, que nadie les reprochará su entrega si son
descubiertas, etcétera. Son condiciones psicológicas imprescindibles y casi imposibles de
lograr por adolescentes aventureras. Así que, después de experimentar con el sexo,
comúnmente la autoestima de la joven soltera disminuye, sus valores se van al suelo, su
reputación ante los demás muchachos se echa a perder y cuando todo termina se siente
usada y denigrada.
—Entonces, ¿por qué cada vez las mujeres son más provocativas y liberales? —pregunté—.
Hoy en día la mayoría tiene relaciones prematrimoniales voluntariamente.
En ese momento se acercaron a la mesa Ricardo y Alfredo, dos buenos amigos (más míos
que del profesor). Nos saludaron de mano y tomaron asiento. José Luis respondió con furor
a mi pregunta sin inhibirse en lo absoluto (o quizá motivado aún más) por la presencia de
los arrimadizos.
—En una relación íntima interviene tanto el cuerpo como la mente, pero hay enormes diferencias entre uno y otro sexo. El varón es más práctico, más objetivo, y su orgasmo
tiene origen preponderantemente FÍSICO; puede sentir el mismo placer haciendo el amor
con una jovencita, con una mujer madura, con una amiga, con una desconocida,
manoseándose mientras hojea sus revistas; la única diferencia entre uno y otro evento
estribará en que algunos le producirán mayor excitación, pero al momento de llegar al
climax se convulsionará de igual forma en todos los casos. En cambio, la mujer es más
idealista y sentimental. Su orgasmo tiene origen fundamentalmente PSICOLÓGICO, asi
que accede a las seducciones del hombre no por el placer FÍSICO que ello le reportará sino
por cuestiones MENTALES: enamoramiento, deseo de ser aceptada, vanidad... ¡ qué sé yo!
A ellas les gusta sentirse admiradas, amadas, deseadas; les agrada que perdamos los estribos
por su causa, que las conquistemos y les demostremos cuánto estamos dispuestos a hacer
por poseerlas. Ésa es su retribución. Como ves, también satisfacen un deseo. El placer
femenino está conectado directamente a su psique...
—Y el masculino a su...
Reímos estrepitosamente ante la seña obscena de Ricardo.
Busqué con la vista a Joana. Aún no salía del tocador. Estaba dispuesto a abordarla en
cuanto lo hiciera. Era una decisión motivada por esa energía sexual "física" que, para ser
bien aceptada por ella, tendría que disfrazarse de fuerza sentimental "psíquica". Parecía
complicado, pero dejaba de serlo en cuanto te acostumbrabas a ello. Lo haría a como diera
lugar. Imaginarme su piel desnuda me alteraba de forma ingente. Ella tenía el tipo especial
de cuerpo que yo no había tocado jamás (muslos largos, senos grandes y firmes, caderas
prominentes, piel blanca), además de poseer otros elementos eróticos muy discretos: tono
de voz intimista, timbre sensual, mirada displicente, seriedad altiva, movimientos felinos...
El mesero de la asociación estudiantil nos hizo llegar la charola de botanas y una garrafa
mediana de licor.
—Y tú, ¿lograste acostarte con Jessica? —me preguntó Alfredo mientras descorchaba la
botella—. Todo el mundo se pregunta si habrás vencido a la puritana.
—Sí... —confesé titubeante—, fue una experiencia muy triste. Puso demasiadas
condiciones, pero cuando aceptó, trató de hacerme sentir responsable de su futuro. Me da un
poco de pena pues creo que en verdad me amaba. ¿Saben lo que me dijo después de
entregarse? Que a todas las muchachas se las presiona intensamen te para que tengan sexo;
que si tratan de ser decentes sus compañeras se burlan y los muchachos las ignoran; que por
eso la mayoría, al sentir ese rechazo, acceden a la vida sensual tan apreciada en el medio
juvenil. Sentí lástima por ella y decidí dejarla. Las mujeres no se dan cuenta de que a esta
edad los jóvenes no buscamos relaciones fijas; buscamos placer, diversión, aprendizaje; y
que cuando sentemos cabeza pensando en una relación formal desecharemos de inmediato a
todas aquéllas con las que nos divertimos para buscar a esa muchacha seria, ignorada en el
ayer, que supo darse a respetar.
Un ruido estruendoso seguido de otro agudo nos interrumpió. El equipo de sonido parecía
casi listo.
—Lo que acabas de decir es muy cierto —comentó José Luis—. Una cosa es tener novia
para divertirte y otra muy diferente es elegir a la madre de tus hijos... Para esto último
siempre querrás a una joven diferente, difícil de conseguir, no como la piedra pateada por
decenas de hombres, sino como el diamante intacto que sólo a ti te fue posible alcanzar.
—¡Eso es definitivo! —contribuyó Alfredo con vehemente entusiasmo—, pero no se lo
digas nunca a una mujer o a un moralista porque te tildarán de "macho". ¡Obviamente si se
desea aprender a manejar son preferibles los carros usados... pero cuando se trata de escoger
el automóvil fijo, para toda la vida, hasta el más idiota preferiría uno nuevo...!
—Aunque hay algunos usados muy bonitos...
Volvimos a reír estrepitosamente. Moví la cabeza alegre pero descontento. Lo que comenzó
como una pregunta de consulta se había convertido en una polémica en la que todos éramos
expertos. —El sexo es algo muy emocionante —dijo José Luis mientras se servía más licor—. Lo
malo es que no es gratis, siempre hay que pagar por él: a veces con dinero y a veces con
halagos o palabras cariñosas.
—Pagar por él... —repitió Alfredo reflexionando muy seriamente—. Qué enorme verdad.
¡Ahora lo entiendo! Las prostitutas son groseras, desconsideradas y cobran en efectivo; en
cambio una compañera de la escuela se arregla con sus mejores ropas, se lava, maquilla,
perfuma y se va a la cama contigo si a cambio le prometes entrega eterna y amor total. Ése
es el pago que debes hacer. Hay que ser muy rápido de mente para manejar bien el asunto
sin ser descubierto, pero dominando la técnica se obtiene lo mejor al precio más barato, ¿no
es así?
Así era.
Los crujidos estruendosos del aparato de sonido nos impidieron seguir hablando. Mi vista se
perdió en ese mundo de ideas. Resultaba interesante analizar las motivaciones sexuales en la
etapa juvenil, contemplar el hilo negro y apreciarlo en toda su longitud. ¿Cómo era posible
que tantas chicas vivieran ignorando algo tan obvio?
La música comenzó. Varias parejas caminaron hacia la pista tomadas de la mano.
Joana salió del baño. Arreglada, retocada y seria, venía pasando entre las mesas con
bastante galanura. De inmediato me puse de pie.
—Ustedes perdonarán —dije bebiéndome de un sorbo el contenido de mi copa—, pero
tengo asuntos urgentes que atender...
Mis amigos y José Luis hicieron una bulla terrible.
Caminé directo a la muchacha interponiéndome en su camino.
Fingí no verla hasta que estuvimos muy cerca.
—¡Hola, qué sorpresa! —le dije—. Te ves muy hermosa esta noche.
Hice un ligero reclinamiento de cabeza.
—¿Me concederías esta pieza?
Joana me miró y sonrió alegre de que alguien se atreviera a sacarla de su soledad.
—Claro.
—¿Vienes sola? —le pregunté mientras nos dirigíamos a la pista.
-Sí.
—¿Por qué no te acompañó Joaquín hoy?
Sonrió tristemente:
—Terminamos hace una semana.
El corazón me dio un vuelco. Quise decir "lo siento", pero a cambio de ello el rostro se me
iluminó con una alegría nerviosa. Era demasiado bueno para ser verdad. Esa chica alta,
despampanante, siempre se paseó por sitios públicos ostentando un novio mal encarado, ¡y
ahora se hallaba repentinamente sin compromisos, bailando conmigo!
Por unos minutos no pude decir nada. Mis estrategias de conquista se habían vuelto más
suspicaces y maliciosas por la reciente plática.
Analicé la situación mientras me movía al ritmo de la música:
Joana había tenido un noviazgo largo; todos la vimos más de una vez besándose
apasionadamente, exhibiendo su enamoramiento y mermando con ello irremediablemente
su reputación. Si a eso se atrevió a la vista de los demás era fácil suponer cuánto hizo con su
ardoroso galán en la intimidad. Pobre chica. Si Joaquín la hubiera querido realmente no la
habría exhibido, y si ella hubiera sido más inteligente no lo habría permitido. Entre
estudiantes, las mujeres que se muestran ante los demás en exceso cariñosas con sus novios
quedan como marcadas. Pero eso no era un obstáculo para mí. Por el contrario, resultaba
evidente que había experimentado en buena medida con el sexo y no cargaría con los
complejos de mi ex novia Jessica. Además, seguramente se hallaba en una etapa de ligera
depresión emocional, ansiosa por sentirse querida, admirada, deseada...
Eran circunstancias excepcionales.
Me advertí tenso pero lleno de energía, como se siente un atleta a punto de arrancar en la carrera para la que se ha preparado mucho.
—¿Te invito una copa? —pregunté interrumpiendo el baile.
—¿Por qué no?
Nos dirigimos a la barra pasando por enmedio de la pista. Al caminar puse mi mano derecha
sobre su espalda.
—Ahora que estás libre debes de tener muchos pretendientes.
Se encogió de hombros.
—No sé. Ni me importa.
Llegamos frente al cantinero y ordenamos sendas bebidas.
—¿Sabes? —le dije—, a mí tampoco me ha ido bien en cuestión de amor últimamente.
Estoy muy decepcionado. ¿No te ha pasado que cuando más te interesa una persona y le das
lo mejor de ti es cuando más te desprecia...? La desilusión de haberte entregado a alguien
que no valía la pena es dolorosísima.
Levantó la vista y me escrutó con sus dulces ojos melancólicos.
—¿Ya no sales con Jessica?
Moví la cabeza para decirle que no y sonreí atribulado.
—Me da gusto poder platicar contigo, Joana... porque me siento más solo que nunca.
Las luces se apagaron parcialmente y se escuchó la dulce música romántica. La mayoría de
los bailarines impetuosos se retiraron y sólo algunas parejas abrazadas permanecieron en la
pista balanceándose con la deliciosa cadencia de los compases suaves. El corazón quiso
salírseme de su sitio ante esa imperiosa e ineludible oportunidad. Sin embargo, para mi
sorpresa, Joana se me adelantó.
—¿Quieres bailar?
—Claro.
Me tomó de la mano y caminamos juntos.
Nos colocamos en el centro de la oscuridad. La abracé por la cintura y ella acomodó sus
manos alrededor de mi cuello. Con la excusa de hacer algunos comentarios, me acerqué
paulatinamente a su rostro hasta que la distancia que nos separaba se redujo al mínimo.
Nuestros pies se movían lentamente y el halo magnético del uno se había fusionado con el
del otro, produciendo una reacción más que excitante. No se necesitaba hablar mucho;
nuestros cuerpos exhalaban una química poderosa que nos hacía sentir entre nubes.
—¿Sabes, Joana? —susurré en su oído—, yo siempre te he querido... en secreto.
No contestó, pero después de ese comentario nos abrazamos totalmente. Calibré la delgadez
de su cintura con mis manos; sentir el contacto directo de nuestras parte íntimas me dejó sin
aliento. La música terminó y nos quedamos enlazados unos segundos mirándonos a la cara.
En su rostro había un matiz carmín que la agraciaba aún más, y en el mío la mirada de un
hombre que ha perdido los estribos por la emoción de esa rápida aventura y el enorme deseo
de llevarla hasta el final.
—¿Qué te parece si vamos aun sitio confortable donde podamos platicar tranquilamente? —
le propuse en voz baja—. Me gustaría mucho conocerte mejor.
No me contestó que sí, pero apenas salimos de la pista fuimos a despedirnos de nuestros
compañeros con excusas insulsas.
Cuando subimos al auto tomé su mano izquierda, la acaricié con ternura y me la llevé a la
boca lentamente para darle un beso.
—¿Adonde vamos? —le pregunté poniendo en marcha el motor.
Ella se encogió de hombros sin apartar su penetrante vista de mi rostro:
—Adonde tú quieras...



SEXO-ADICCION. 
 Salí de la avenida conduciendo muy despacio. Aunque tenía presente el tono de sensual 
provocación en la voz de Joana cuando dijo "adonde tú quieras", no podía tomar la 
iniciativa de llevarla a una habitación privada sin ratificarlo. Dentro de los preceptos 
ineludibles de la seducción estaban el de nunca mostrarse demasiado ansioso y el de parecer 
dispuesto a conversar indefinidamente como todo un bien intencionado amigo. 
Sobre la calzada observé la indicación de un próximo centro comercial. Accioné el freno y 
viré con cuidado para subir por la rampa del estacionamiento. Detuve el automóvil en un 
cajón alejado de la entrada del supermercado y apagué el motor. Con las ventanas cerradas 
y el coche inmóvil se presentó un tenso pero fraternal silencio. 
—¿Qué vas a comprar? 
—Nada... —titubeé como un adolescente desmañado y ella sonrió para darme confianza. 
—Joana... —recomencé—: lo que te dije mientras bailábamos.. . es cierto. Desde hace 
meses sueño con estar contigo. Eres la mayor ilusión de mi vida. Nunca tuve el valor de 
confesártelo pero he sido tu gran admirador anónimo durante meses... 
Se me apagó la voz. No quería cometer ningún error y eso me hacía sentir más tenso de lo 
normal. 
—Gracias por sacarme de esa fiesta —murmuró—. Necesitaba platicar con alguien que me 
apreciara... 
Mis manos jugueteaban pasando las llaves de un lado a otro. Ésta era la parte más difícil de 
la conquista. También era la más emocionante y peligrosa. Debía besarla, pero, ¿cómo 
franquear ese metro de asiento que nos separaba? 
—Vamos a comprar una botella. Me gustaría brindar por nuestra amistad. 
Asintió. 
Salí del auto excesivamente rápido. Sólo necesitaba estar cerca de ella... Le di la vuelta al 
coche y abrí su portezuela; me tendió la mano para ponerse de pie. No retrocedí ni un 
centímetro. 
—¿Vamos? —sugirió. 
—No tienes idea de cómo me gustas, Joana. 
Estábamos en la posición perfecta, pero no quiso levantar la cara. 
—Vamos —repitió. 
"¡Maldición, vamos!", pensé. Cerré el coche y caminé a su lado. La abracé por la espalda 
sin conseguir que cooperara. 
Compré vasos desechables, botanas, refrescos de cola y una botella mediana de brandy. Al 
entregarle el dinero a la cajera vi los sobres de preservativos al lado de mi amiga. Hubiera 
sido imposible tomar uno sin que se diera cuenta. (Chasqueé la boca.) Hacer el amor sin 
protección era apostar el todo por muy poco, y ya me estaba cansando de esas emociones. 
(Moví la cabeza después.) ¿Quién me había dicho que me saldría con la mía? (Sonreí.) En 
todo caso los juegos en los que se arriesga más son los que más se disfrutan. 
De regreso hacia el coche la abracé nuevamente y sentí cómo esta vez aceptaba la caricia 
refugiándose en mi abrazo. 
Antes de introducir la llave en la chapa volví a intentarlo. 
—Me gustaría tener aquí mi carpeta de apuntes para mostrarte unos dibujos que he hecho... 
de tu perfil. ¿Nunca notaste que en algunas clases me sentaba cerca de ti para contemplarte? 
—sonreí y bajé la vista—. No atendía al profesor, sólo te dibujaba... 
Cuando volví a levantar los ojos, ella me miraba muy fijo con la boca entreabierta en un 
gesto de ternura. Me acerqué despacio y rocé con mis labios sus labios cálidos. Dejé caer las 
bolsas de! mercado a nuestros pies; la botella hizo un ruido sordo al chocar con el piso. No 
me inmuté. Apreté mi boca contra la suya para hallar la enloquecedora humedad de su lengua Fue un beso impetuoso, cargado de verdadera pasión. La abracé fuertemente y 
acaricié su cabello, su espalda. Sentí el deseo crecer como un ente incontrolable y cerré los 
ojos para entregarme por completo al movimiento sensual. Cuando nos separamos Joana respiraba rápidamente y estaba encendida de un leve rubor. 
Abrí la puerta para que entrara al coche, tomé la bolsa del suelo y rodeé el vehículo lo más 
lento que pude, tratando de recuperar el aplomo. Apenas estuvimos juntos nos volvimos a 
entregar en un vigoroso y ardiente beso. Después de unos minutos comencé a recorrer mi 
boca por la comisura de sus labios, sus mejillas, su cuello, sus oídos. Al besar y mordisquear su oreja izquierda le susurraba que estaba loco por ella, que me fascinaba, que la 
idolatraba, que daría cualquier cosa por una noche a su lado... Joana mientras tanto me 
acariciaba los muslos. Subía su mano casi hasta mi entrepierna y volvía a bajarla en una 
cadencia dulce y acompasada. Me costó trabajo desprenderme de esa miel enajenante pero, haciendo un gran esfuerzo, 
puse en marcha el automóvil con intenciones de ir directo a un lugar adecuado. Conocía 
varios por ahí. El más cercano estaba a sólo unos cinco minutos de distancia. 
Hice el recorrido en menos de tres. 
 Cada habitación tenía su garaje propio con puerta corrediza, de modo que el coche 
quedaba escondido y la dama no era vista por nadie en su trayecto hacia la habitación. 
Estacioné el vehículo hasta el fondo. Salí a pagar al encargado y cerré la mampara exterior 
con el aplomo de alguien que se mueve en sus terrenos. Pero al volver al coche Joana me 
esperaba fuera de él con un gesto de franca perturbación. 
—¿A dónde me has traído? 
—No te ofendas, amor. Éste es un lugar excelente para escuchar música, brindar y 
conversar lejos de la molesta gente. Por favor, tranquilízate y confía en mí... Te prometo 
que sólo haremos lo que tú quieras. 
Y al decir esto último le acaricié la barbilla con el índice y el pulgar... 
—Estoy tan confundida y triste... 
—Vamos, no pienses en nada. Sólo vive el presente y relájate. 
Me acerqué y nuevamente la abracé. Recargué mi cuerpo contra el suyo para hacerle 
percibir mi masculinidad y esta vez paseé mi lengua por su cuello v la introduje suavemente 
en su oído. 
Se estremeció. 
 Miré el nacimiento de sus pechos sobre su generoso escote y quise agacharme a besarlo, 
pero no me atreví. La deseaba demasiado para darme el lujo de mostrarme impaciente. 
Joana volvió a buscar mi boca. Respiraba agitadamente y parecía haberse decidido a olvidar 
precauciones y temores. Al besarme comenzó a desprender uno a uno los botones de mi 
camisa. Cuando llegó al pantalón jaló hacia arriba la tela para que ésta quedara totalmente 
suelta. Luego me frotó el tórax y deslizó la prenda hacia atrás, dejándome semidesnudo. 
Yo no podía dar crédito a lo que había hecho. El corazón me latía a mil por hora; la cabeza 
me daba vueltas y mis pies flotaban. Le enmarañé el cabello y busqué la cremallera del 
vestido en su dorso: en cuanto la tuve entre mis dedos inicié un movimiento lento para 
bajarla, sin lograr evitar el temblor de mis falanges y la sudoración de mis palmas. Cuando 
el cierre no pudo descender más, sobé su espalda con ardiente furor y atraje el vestido hacia 
adelante mientras le acariciaba sus hombros desnudos. Entonces se descubrieron totalmente 
sus formas femeninas resguardadas aún por la suave tela del sostén. Me separé un poco y 
rocé apenas con las yemas de los dedos las marcadas puntas. Luego seguí la línea del 
sujetador hasta dar con el seguro; lo destrabé sin ningún problema y ella, mirándome 
fijamente, hizo un ágil movimiento con los brazos para liberarse del incómodo ceñidor. A 
tal grado me asombraron la belleza de esos senos blancos, turgentes, cálidos, que en vez de 
tocarlos me limité a contemplarlos. Luego atraje a la chica hacia mí y sentí una 
extraordinaria calidez al momento en que sus pechos desnudos se aplastaban en mi cuerpo. 
Llevé lentamente las manos hacia su cintura y comencé a buscar la forma de bajar por completo el vestido de algodón. 
—¿Vamos al cuarto? —sugirió. 
—Por supuesto.
 Solo, en mi habitación, después de haber dejado a Joana en su casa cerca de la una de la 
mañana, me hallé cara a cara con el monstruo de los excesos y sentí un viso de temor... Caí 
en la cuenta de que el sexo se estaba convirtiendo para mí en un vicio, en algo básico, 
prioritario, central... en una necesidad creciente. ¡Y cuanto más la saciaba, más se 
incrementaba! ¿No le ocurría lo mismo a los farmacodependientes o alcohólicos? Pero, 
6cómo controlar ese descomunal deseo? ¿Era yo el único que lo sentía? ¿No lo 
experimentaba también la mayoría de mis amigos? Entre compañeros apreciábamos a la 
mujer según sus atributos eróticos. Nos atraían principalmente sus cualidades sexuales y 
solíamos mentir, dañar o negociar con tal de sentir el embriagador placer de poseerlas. 
¿Acaso los varones debíamos tener con el sexo precauciones similares a las que se tienen 
con los productos que causan dependencia? 
Comencé a pasearme por mi habitación. Mi madre dormía en la alcoba contigua y yo no 
debía hacer ruido. Me senté pensativo en el sillón de descanso. La aventura de hacía unos 
minutos había sido hermosa, pero algo no estaba bien. Había comenzado a sentir un terrible 
escozor en el área genital. Fui en busca de un espejo para revisarme de cerca. Hallé una 
reducida zona ulcerada con infinidad de pequeñas llagas. Me sentía, a la vez, afiebrado y 
débil. 
¡Maldición! ¿Joana me habría contagiado un hongo o algo por el estilo? Y si lo hizo, ¿se 
manifestaría de manera tan inmediata? ¿Entonces Luisa? O Adriana... 
A mis veintitrés años había compartido el lecho con... demasiadas mujeres. No pude en ese 
momento definir cuántas. Cualquiera pudo haberme contaminado. Pero, ¿de qué? 
Insomne traté de concentrarme en el recuerdo de cuanto había vivido esa noche buscando 
algún indicio de enfermedad en el cuerpo de Joana. Me eché en la cama y cerré los ojos 
para revivir cuidadosa, casi morbosamente, los detalles de esa experiencia inusual. 
Después del magreo en el que ella quitó mi ropa superior y yo quité la de ella, subimos la 
escalera sin decir palabra. 
La habitación estaba alfombrada de color durazno. Nos descalzamos para estar más 
cómodos tratando a la vez de no manchar con los zapatos tanta pulcritud. 
Joana se soltó de mi brazo para caminar de un lado a otro como una niña admirando los 
lujos del lugar. Apenas dio los primeros pasos se deshizo por completo del vestido, 
dejándolo en el suelo y pasando sobre él. 
—¿Qué calor hace, ¿verdad? —y acto seguido se agachó un poco para quitarse las 
mallas transparentes. 
Recargado en la pared, con la boca seca y los ojos muy abiertos, contemplé su casi total 
desnudez. Sólo portaba unas pequeñas bragas rojas y se paseaba por el cuarto tocando la 
cama de agua, encendiendo el televisor, revisando el contenido del refrigerador. 
Entonces me sentí orgulloso de poder llevar a mis chicas a ese tipo dé Sitios. Yo era, 
como suele decirse, un tipo mimado por la vida. Todo se me dio siempre fácilmente. 
Incluso las mujeres llegaban a mí sin que hiciera demasiados esfuerzos por encontrarlas. 
Fui el hijo único y consentido de una mujer viuda. Mi madre, cuando perdió a su esposo 
y a su hija mayor, se quedó sola conmigo, impreparada, paupérrima, y tuvo que hacer 
mil maromas para lograr mantenerme. Trabajó de mesera en un pequeño poblado de la 
frontera, practicando su mecanografía por las noches, hasta que logró colocarse como 
secretaria. Entre tanto me dejó crecer en total libertad. Cuidaba, eso sí, que no me 
faltara buena comida, ropa fina y colegios particulares. Pero ella nunca estaba en casa, 
lo que me permitió practicar el deporte del "sexo libre" desde muy chico. 
Joana entró al baño y exclamó con tono de inocencia y espontaneidad: 
—¡Hay tina de hidromasaje! Hace tiempo que no me meto a una... —se me acercó con 
la mirada encendida—: El doctor me la recomendó... —¿Quieres bañarte? —le pregunté. 
—Quiero que me bañes tú... 
Se despojó de su última prenda. Comenzó a tararea: una canción infantil sentándose al 
borde de la bañera y abriendo las llaves del agua. Se sabía admirada por mí y fingió no 
verme mientras calculaba la temperatura y agregaba burbujas artificiales. 
¡Ah!, qué satisfacción me causaba poder darme y darle a mis compañeras esos 
privilegios. Ahora tenía carro, llevaba en la cartera dinero y tarjeta de crédito. Mamá 
decidió, después de verme vagar durante varios años por las calles probando diferentes 
trabajos y escuelas, mudarse conmigo a la gran urbe para obligarme a inscribirme en 
una buena universidad, sin saber que con ello su fortuna económica daría un 
extraordinario giro. Trabajando como secretaria en aquel poblado fronterizo aprendió 
con soltura el idioma extranjero y llegando a la capital comenzó a ganar fuertes sumas 
como traductora de libros técnicos. Lo primero que hizo ante el cambio de suerte fue 
comprarme un automóvil compacto deportivo. Así, sufrí tanto severas torceduras por 
tratar de acoplarme con mis primeras parejas capitalinas al reducido espacio del asiento 
trasero como la extorsión de patrulleros corruptos que aparecían de la nada empuñando 
sus linternas para husmear a través de los cristales. No me quedó otra opción que 
aprender a usar el coche para transportarme y a pagar hoteles caros para lo demás... 
Después de todo mi madre sufragaba de buen modo el costo de mis estudios 
profesionales. Sacudí Ia cabeza tratando de borrarme esas ideas y arranqué en tres 
segundos de mi cuerpo el resto de la ropa que lo cubría. 
Me introduje al agua junto a Joana. Recorrí sus formas con una esponja y ella recorrió 
las mías con el jabón. El juego duró varios minutos y me llevó a un éxtasis 
enloquecedor. Repentinamente mi compañera de tina se puso de pie argumentándose 
muy acalorada; se enredó una toalla en la cabeza y caminó hacia la cama; la seguí de 
inmediato envolviéndome, a mi vez, con otra; la vi juguetear como un niño que mide la 
elasticidad de un trampolín sentándose en la cama para, finalmente, echarse sobre ella a 
descansar. 
—Me ha entrado un sueño enorme —dijo. 
Y boca arriba, sin cubrir su voluptuosa desnudez, se fingió dormida. Me acerqué 
parándome a un costado del colchón, tragué saliva y retiré con las yemas de mis dedos 
algunas de las muchas perlas de agua que la cubrían. La luz estaba encendida y a ella 
parecía gustarle que la admirara. Se dejó acariciar, contemplar, besar... Y yo lo hice 
extasiado, con la efervescencia y fanatismo con la que sólo un brujo puede tocar la 
estatuilla de su dios. 
El prurito me estaba matando. Hice una pausa en mis cavilaciones. Ahí, en ese punto 
preciso, debía centrarme para tratar de descubrir alguna anomalía en Joana. Si ella había 
tenido la manifestación cutánea de alguna infección venérea lo hubiese 
notado en ese momento. Claro que de haberlo percibido lo hubiese pasado por alto, pues 
mis facultades mentales estaban totalmente desconectadas... 
No lograba recordar nada raro. Por el contrario, todo cuanto venía a mi mente era 
motivo de nueva excitación. 
Esa noche medité que definitivamente el sexo puede convertirse en un vicio 
incontrolable, pues el hombre, atrapado en tal proceso creciente de adicción, se recrea 
con imágenes mentales llegando a creer que la mujer existe sólo para satisfacerlo. Y 
esto no me ocurría sólo a mí. Me consolé razonando que le ocurría a muchos. ¡No a los 
maniáticos o degenerados, sino a estudiantes de universidades, profesores, 
comerciantes, médicos, licenciados, poetas, artistas y a miles de varones perfectamente 
normales y decentes...! 
Resultaba interesante comprender que todos los hombres éramos proclives a la sexo-adicción, y alarmante aquilatar que yo era ya un esclavo de ella. Abrí los ojos tratando 
de razonar mejor. Había otro detalle negativo que me causaba una preocupación 
ingente: no satisfice a mi compañera; no logré aguardar lo suficiente; volví a explotar 
demasiado rápido e inmediatamente después, exhausto, me eché a su lado a descansar. 
Joana se quedó muda, con los ojos cristalizados de decepción, y permaneció quieta al 
ver que yo declaraba terminado el juego. 
—¿Todos los hombres son igual de egoístas? —cuestionó. 
Entonces hice un esfuerzo y me incorporé a medias queriendo satisfacerla. No se me 
ocurrió preguntarle si mis caricias le gustaban. Después de un rato me increpó con una 
chispa de rencor en su mirada: 
—¿Tú te masturbas demasiado? 
—¿Por qué me preguntas eso? 
—Sólo pensaba... 
—¿A dónde quieres llegar? 
¿Crees que la masturbación sea buena? 
—Claro que sí. Es sencilla, rápida, gratis, exenta de largos cortejos hipócritas y de 
peligros como el embarazo o los matrimonios forzados. 
—De largos cortejos hipócritas —repitió enfatizando la última palabra—. Eso es cierto, 
pero, ¿sabías que si los hombres la practican de modo abusivo, en forma rápida y 
constante, les produce el reflejo de la eyaculación prematura? 
Me quedé estático. Sentí una cubetada de agua fría. ¿Era reproche o información? 
Sacudí la cabeza tratando de alejar esa nueva idea de tormento, pero no pude. Solo, en 
mi recámara, recordando a mi frustrada compañera comprendí que el verdadero 
frustrado y fracasado era yo. Con tan intensa actividad estaba perdiendo el control de 
mis instintos y quizá, en vez de adquirir destreza para satisfacer algún día a mi pareja 
definitiva, estaba acumulando disfunciones. 
Después de un rato Joana comentó: 
—Es inútil... Creo que no voy a tenerlo. 
En ese momento recordé la plática con José Luis: Para que una mujer llegue al orgasmo 
necesita cumplir con muchos requisitos mentales difíciles de lograr por una adolescente 
aventurera. 
—¿Alguna vez lo has tenido? 
—Tal vez sí... aunque no estoy segura. Lo único que realmente sé es que cada vez que 
hago esto me siento más sola y miserable. 
Me invadió una gran tristeza por ella y una importante identificación. También me 
sentía solo y miserable. La diferencia estribaba en que al menos yo sí había tenido un 
momentáneo placer. 
—Eres muy hermosa —susurré—. Si me permites una confidencia y no me la tomas a 
mal, te diré que no he conocido jamás una muchacha más bella y sensual. Sé que estuve 
fatal, pero tenía las mejores intenciones. Me crees, ¿verdad, Joana? 
Mi comentario suavizó un poco sus facciones molestas. Otra vez recordé la plática con 
José Luis: La mujer accede a las seducciones del hombre no por el deleite físico que 
esto le reporta sino por vanidad. A ella le gusta sentirse admirada, amada, deseada. 
—Vamos a vestirnos —sugirió, como si lo que había pasado no tuviese importancia. 
"Tal vez no la tenga", me dije tratando de hacer un último intento de dormir, pero no 
pude. Me despabilaban dos asuntos que definitivamente sí tenían importancia: mi 
fracaso como amante y mi comezón. 
Las primeras luces del alba comenzaron a filtrarse por las persianas de mi habitación. 
Había pasado la noche totalmente en vela. A los pocos minutos escuché la máquina de 
escribir de mi madre, quien traducía un libro. Ella trabajaba ilusoriamente por mantener mis estudios y yo falseaba las cantidades requeridas para sufragar mi 
vicio... Me maldije por dentro. Era sexo, pero igualmente podía tratarse de alcohol o 
droga. 
Me tapé con las cobijas sintiéndome fuera de control. Sospechaba que estaba al 
borde de un enorme precipicio a punto de caer. Sólo lo sospechaba, pero era cierto.



INFECCIÓN VENÉREA. 
Aun debajo de las sábanas las imágenes mentales volvían a hacerme presa fácil. Salté de 
mi cama, fui al baño y me mojé la cara. ¡No era posible que mi perversión llegara al 
grado de seguir recreándome en los recuerdos de esa joven desnuda justo cuando, 
además de haber comprobado un serio problema de codependencia, había pescado una 
enfermedad venérea. 
Me sequé la cara con l toalla de mano. 
¿Y si era SIDA? Tragué saliva angustiado mirándome al espejo. 
Pocos meses atrás había conocido ese mal en forma directa. Un primo mío se consumió 
y apagó ante los ojos de toda la familia, como una flor marchita, sin que nadie pudiese 
hacer nada por ayudarlo; bajó de peso y adquirió una infección pulmonar que 
literalmente lo fulminó. Antes de que expirara, fuimos a verlo al hospital; para entrar se 
exigían las más impresionantes precauciones, entre otras un traje desechable con el que 
la visita se envolvía en forma total. Mi primo parecía no sólo física sino 
psicológicamente acabado. Cargaba en la conciencia el drama de tener sólo treinta y dos 
años y haber adquirido la enfermedad antes de casarse. Los estudios sanguíneos no la 
detectaron y los primeros síntomas aparecieron después de nacer su primer hijo (ya 
infectado) y cuando su esposa (infectada también) se hallaba embarazada del segundo. 
Fue una verdadera tragedia. Y mi primo no era homosexual o drogadicto; era 
simplemente un joven como cualquier otro que de soltero solía seducir a sus amigas y 
visitar ocasionalmente a las prostitutas. 
Me froté el cabello angustiado. Historias como ésa eran casos extremos y no se 
necesitaba ser un genio para entender que ninguno que guste de variar su pareja sexual 
está exento de protagonizar una parecida. ¡Aquel virus funesto puede adquirirse y 
albergarse en estado latente por varios años sin que su portador lo sepa...! 
Era sábado, y aunque aún no daban las siete de la mañana, me apresuré a marcar el 
teléfono de José Luis. 
Una voz gutural me contestó desganada. 
—¿Bueno? 
—Soy Efrén Alvear. Disculpa que te llame a esta hora pero necesito consultarte algo... 
Hubo un silencio incómodo en la línea. 
—¿De qué se trata,..? —el tono de mi interlocutor se oía formal. Ahora no éramos dos 
compañeros de juerga animados por el sarao, sino un pupilo imprudente y un profesor 
fastidiado—. Ayer te escapaste de la fiesta con Joana muy temprano —comentó—, ¿les 
ocurrió algo? 
—No, es sólo que... Me siento muy mal. Temo que pesqué una enfermedad venérea... 
—¿Qué es lo que te pasa? 
—Comezón intensa, fiebre, sudoración... —¿Nódulos linfáticos inflamados? 
—El de la ingle izquierda. 
—Pues tienes que ver inmediatamente a un doctor. 
—¿Tú crees que sea grave? 
—Puede ser tan sencillo que mañana rías de ello o tan serio que te haga llorar por el 
resto de tu vida... Una cosa sí es segura. Si te acostaste con Joana ella no te contagió a ti, 
pero tal vez tú a ella sí. 
—Dime lo que sabes de esto. Eres médico y amigo. No me gustaría tener que consultar 
a un desconocido. 
—Soy biólogo. Lo que yo puedo decirte lo hallarías en un libro de texto elemental. Por 
Dios, no me salgas ahora con que no puedes informarte como lo haría cualquiera que 
supiese leer... 
—Puedo hacer eso, pero no creo que me ayude mucho. 
—¡Pues consulta a un maldito médico! Es antisocial, estúpido y peligroso no buscar 
ayuda cuando sospechas tener una enfermedad de esa clase. ¿Estás enterado de que tu 
responsabilidad no termina con curarte sino que además debes avisar a todas las 
personas con las que te has acostado en el último año, para que éstas a su vez avisen a 
quienes han compartido el lecho con ellas? ¡Hay individuos que prefieren no atenderse 
con tal de que nadie sepa su problema! La sífilis, por ejemplo, se manifiesta con un 
grano sumamente contagioso que no produce dolor. Muchos firman su sentencia de 
muerte tolerando el chancro y permitiendo que la enfermedad avance a etapas 
superiores. Lo peor es que algunas mujeres no se dan cuenta de lo que tienen porque les 
brota en el interior del cuello uterino. Lo siento, Efrén, pero si me llamaste para un 
consejo: atiéndete. Nada más. Los padecimientos venéreos suelen venir acompañados 
de una fuerte carga de vergüenza y culpa. Por eso la mayoría lo piensa mucho para ir al 
médico y pierde un tiempo valioso. En algunos casos al avanzar a las fases de mayor 
peligro desaparecen los primeros síntomas. el enfermo se cree curado y guarda su 
secreto propiciando así terribles epidemias... 
— ¡Caray! —me lamenté como para mí—. Esto no me estaría pasando si hubiese 
adquirido el hábito de cargar siempre preservativos. 
—No seas iluso, Efrén. El condón evita muchas infecciones, pero no es infalible. ¿Qué 
pasa si se rompe, si se sale, si antes o después del coito existe roce o intercambio de 
fluidos? Tú sabes que todo eso ocurre. Además se han detectado indicios de virus HIV 
en la saliva de las personas que padecen SIDA, y eventual-mente este virus podría 
entrar a tu cuerpo a través de alguna herida abierta. El condón ayuda, pero confiar 
ciegamente en él es como apuntarse a la cabeza usando un revólver que tiene, al menos, 
una posibilidad de dispararse. Apréndete esto muy bien: si te llevas a una chica a la 
cama puedes embarazarla (porque no hay ningún método anticonceptivo cien por ciento 
seguro) o puedes adquirir una enfermedad venérea. 
—¿Tratas de sugerirme el celibato? —me reí. 
—Lo único que intento decirte es que si tuviste el valor de arriesgarte, ten el valor de 
enfrentar las consecuencias. Seguramente no se trata de nada grave, pero te repito que 
así como es una infección, podría ser un embarazo indeseado. Son los riesgos de la 
ruleta rusa a la que nos gusta jugar... 
Resultaba tonto tratar de rebatir razonamientos tan objetivos. 
—Gracias, José Luis —murmuré. 
—De nada. Y atiéndete hoy mismo si es posible. 
Colgué el aparato y permanecí quieto como una estatua de hielo varios minutos. 
Después caminé al estudio de mi madre y busqué un libro actualizado sobre 
enfermedades de transmisión sexual. Era agradable entrar a ese sitio. Los estantes estaban etiquetados prolijamente y cada 
cosa se hallaba en su lugar. 
Leí con avidez la introducción del tomo: 
Los medios de comunicación, en su afán de vender, han convertido el sexo en su mejor gancho. Se 
calcula que un adolescente promedio observa, a través del cine y Ia televisión, diez mil escenas 
provocativas anualmente: a los veinte años ha visto más de cien mil y se ha convencido de que el sexo 
extramarital es algo fascinante. Pero lo delicado del asunto es que esta manipulación publicitaria está 
exenta de Ia más mínima información respecto a los peligros del libertinaje sexual. En el mundo hay 
decenas de millones de contagios venéreos al año y fallecen por esta causa cientos de miles de personas. 
Interrumpí la lectura y adelanté páginas del libro nerviosamente. Me desilusioné al ver 
que la explicación de cada padecimiento se presentaba en forma excesivamente amplia. 
Era más mi urgencia psicológica que mi interés intelectual, así que busqué sólo el 
resumen de cada capítulo tratando de identificar mis síntomas. 
El primero decía: 
GONORREA: 
Infección aguda del conducto genitourinario (y garganta en caso de que haya habido 
sexo oral). El gonococo puede transportarse de las manos a los ojos, nariz, etcétera. Se 
manifiesta con escozor en Ia uretra, fluido cremoso, comezón o ardor al orinar. 
Algunos hombres y un elevado porcentaje de mujeres no presentan síntomas. Puede 
infectarse toda el área de Ia pelvis y los conductos seminales produciendo esterilidad 
irreversible. Sin saber por qué, Ia blenorragia viene acompañada 
con frecuencia de oirás enfermedades como Ia uretritis, que en su fase crónica puede 
producir artritis aguda, síndrome Reiter (deformidades permanentes de las 
articulaciones) y embarazos ectópicos, en los que el producto muere irremediablemente 
y se precisa intervenir a Ia madre para salvarla. Por lo anterior se recomiendan 
análisis minuciosos de sangre y tratamiento exhaustivo con antibióticos. 
Moví la cabeza ansiosamente. Podía tratarse de gonorrea. Sentía escozor, pero estaba exento de fluidos 
cremosos. Me pregunté si para diagnosticar se requería la presencia de todos los síntomas o sólo de 
algunos. No me detuve a investigarlo. Pasé las hojas con rapidez hasta llegar al final del siguiente 
capítulo. Seguí leyendo: 
SÍFILIS: 
PRIMERA ETAPA: No detectable con análisis de sangre. Aparece una llaga de borde 
duro en el pene o vulva (algunas mujeres presentan un chancro muy infeccioso pero no 
visible). Se inflaman los nódulos linfáticos de Ia ingle. A los pocos días el brote 
desaparece totalmente y hay una curación aparente. 
SEGUNDA ETAPA: 
El virus se encuentra en Ia sangre. Produce dolores de cabeza y articulaciones; brotan 
verrugas indoloras en Ia nariz, ano, vulva o boca. Con frecuencia puede verse un 
salpullido rosáceo en Ia piel. Todos estos síntomas desaparecen espontáneamente. 
TERCERA ETAPA: 
Entre 2 y 20 años después se desarrolla un cáncer de hueso o piel muy parecido a Ia 
lepra y hay degradación mental (pues se ha afectado Ia médula y el cerebro). 
El diagnóstico precoz de Ia enfermedad es importante. Se cura con elevadas dosis de 
penicilina en su primera y segunda fase. 
¡Caray! Si era sífilis me sometería religiosamente al tratamiento. Lo importante era que 
se curaba. Preso de un evidente ataque de hipocondría, salté varios capítulos. Todos 
esos diablillos eran niñerías. Lo que me urgía hallar era otro, el monstruo mayor, el 
demonio mismo en persona. Las manos me temblaban.Había comenzado a sentir 
sudoración fría. Ahí estaba: "SÍNDROME DE INMUNODEFICIENCIA 
ADQUIRIDA". La simple idea de haber sido atacado por ese virus me quitaba el 
aire. Leí: 
Enfermedad incurable y fatal que se transmite por contacto de algún líquido corporal infectado con otro (intercambio entre sangre, semen o flujo vaginal). El 
crecimiento de casos de SIDA es alarmante. Se calcula que por cada diez personas 
enfermas hay de cien a ciento cincuenta más que han sido Contagiadas y que sin 
saberlo son transmisoras del virus. Las primeras manifestaciones son fiebre y 
sudoración nocturna, nódulos linfáticos inflamados al menos en tres lugares del 
cuerpo; pérdida de peso; diarrea crónica, disminución del número de glóbulos 
blancos. 
El mal evoluciona hasta su forma última a veces en varios años, propiciando graves 
infecciones generalizadas y un cáncer conocido con el nombre de sarcoma de 
Kaposi. 
Levantándome de un salto tomé el directorio telefónico. Me hice de una hoja en blanco 
para anotar en ella el número de los médicos que vivían por la zona, pero entre toda la 
pulcritud del sitio no hallé a la mano una sola pluma. Abrí el cajón lateral del escritorio 
y encontré en él la bolsa personal de mi madre. Me detuve indeciso por un momento, 
pero finalmente la abrí para hurgar en ella. Había artículos de maquillaje, lápices, 
papeles doblados, colores y muchas tarjetas de presentación; comencé a barajearlas: 
empresarios, artistas, escritores, pintores, psicólogos. ¿De dónde conocía mi madre a 
tanta gente? 
Seguí pasándolas distraído. Tomé una gris que por su elegancia se distinguía entre las 
demás y no pude evitar arrugarla apenas leí lo que decía. Era difícil de creer, pero ahí 
estaba: 
Dr. Asaf Marín 
Disjunciones sexuales 
Tratamientos individuales y de parejas 
 
Extraje la pequeña cartulina de presentación y me la eché a Ia bolsa Volví a mi cuarto 
Era muy temprano para hacer cita con el médico, aunque podía aprovechar el tiempo 
hablando con Joana. Chasqueé Ia boca furioso. Tenía que hacerlo y mientras mas pronto 
mejor, pero primero precisaba asimilar el compromiso, digerir La idea, convencerme de 
que no tenía otra opción. 
Regresé al estudio por el libro de enfermedades y lo llevé conmigo hasta el teléfono. Me 
senté a hojearlo indeciso de marcar. 
Leí: 
HERPES: 
Enfermedad incurable producida por un virus (hsv-2) pariente del herpes símplex (hsv-
1) que ocasiona las conocidas aftas, llagas, o ulceraciones pequeñas que se forman en 
labios y lengua. El herpes genital produce los mismos síntomas pero en grado 
superlativo. El virus se aloja posteriormente en el ganglio pudiendo resurgir en brotes 
recurrentes durante toda Ia vida. El tratamiento es puramente sintomático. Interrumpí la lectura para pasar las hojas ávidamente, cayendo en un estado de desesperación y desorden. 
CHANCRO BLANDO: 
Granos delicados que se revientan ocasionando llagas suaves y dolorosas. Las ingles se 
inflaman. El chancro va frecuentemente acompañado de sífilis. 
Ladillas... Piojo púbico... Hepatitis B... Verrugas venéreas... Linfogranuloma... 
Era demasiado. Cerré el volumen y tomé el teléfono. Marqué el número de mi amiga 
sabiendo que seguramente la encontraría dormida. No me equivoqué. 
—¿Me puede comunicar con Joana? 
—Aún no se levanta. Habla su papá. ¿Gusta dejarle algún recado? 
Imaginé decirle: "Sólo llamaba para informarle que ayer, al hacerle el amor, le 
contagié una infección sexual". Sonreí con malicia. —No, señor. Sólo dígale que se comunique con Efrén, que me urge hablarle. 
—Espere un momento. Déjeme ver si lo puede atender. 
A los pocos minutos la voz de mi amiga se escuchó por el auricular. 
-¿Efrén? 
—Sí, soy yo. Necesito verte. 
—¿Por qué no me hablas más tarde para ponernos de acuerdo? 
—No. No es lo que te imaginas... Es sólo que... —me detuve. 
Parecía incorrecto darle la noticia por teléfono. 
—¿Pasa algo malo? 
—¿Tú crees que alguien pueda estar escuchándonos? 
Titubeó. 
—No. No creo. ¿De qué se trata? 
—Tienes que ir a ver a un doctor. Acaba de declarárseme una enfermedad que yo 
ignoraba... ayer. 
En el aparato se escuchó sólo un largo y tenso silencio. Seguramente Joana se había 
quedado sin aliento. 
—¿Estás ahí? 
Pero inmediatamente oí el característico ruido de la bocina cuando se deja caer 
violentamente y el tono entrecortado del teléfono. 
 
Conseguí cita con el doctor Marín ese mismo día. Argumenté un gran apremio. 
Tuve que atravesar toda la ciudad y aun así llegué quince minutos temprano. Me recibió 
una joven de aspecto distinguido y mirada suspicaz. 
—¿Efrén Alvear? —preguntó la recepcionista en cuanto me vio entrar. 
Asentí sin poder articular sonido. Yo esperaba encontrarme con una mujer madura y 
fea, y he aquí que en la situación más vergonzosa de mi vida me atendía una atractiva 
joven más o menos de mi edad. 
—¿Gustas sentarte? En seguida te paso. 
Lo hice mecánicamente con la cabeza hundida en el pecho. 
Hasta ese momento reflexioné algo sumamente importante. 
Era posible que el médico al que había acudido conociera a mi madre, ¡puesto que 
obtuve esa tarjeta directamente de su bolsa de mano! Me di un golpe en la frente. ¿Por 
qué no se me ocurrió antes? ¡Habiendo tantos doctores en la ciudad nave que venir a 
éste! Nada me molestaría más que causarle un disgusto a ella. 
—Pase, por favor. 
Me puse de pie y entré al privado. 
El médico me tendió la mano sonriente. Era un tipo alto, de aspecto imponente, un poco 
canoso y con evidentes arrugas en los párpados. 
—¿Efrén Alvear? —preguntó gravemente, como si mi nombre le causara cierta 
desazón. 
Dije que sí con la cabeza. 
—¿Quien te recomendó conmigo? 
—Nadie. 
Levantó la vista incrédulo. 
—¿Estás seguro? 
—Sí. Hallé su tarjeta por casualidad —la busqué torpemente en la bolsa de mi camisa y 
se la tendí. Observó el papel como quien se encuentra con un viejo recuerdo. 
—Yo conozco a tu madre —comentó sin poder ocultar un dejo de emotividad en la voz-
. Pero descuida. Mantengo todos los casos de mis pacientes en riguroso secreto 
profesional. —Eso espero. 
—¿En qué puedo servirte? 
—Creo que adquirí una enfermedad sexual. 
—¿Cuáles son tus síntomas? 
Los recité mientras él se lavaba las manos y se colocaba unos guantes de cirujano. 
—Bájate los pantalones, por favor. 
Me quedé quieto, inseguro de haber escuchado bien. Pero era lógico. Al comprenderlo 
obedecí de inmediato. 
El médico se acercó para examinarme y después de unos minutos movió la cabeza 
negativamente. 
Dio la vuelta para ir a su escritorio, pero no me gustó su expresión.


"VIVE LA VIDA MIENTRAS SEAS JOVEN". 
 
 
Salí del consultorio una hora después. Frente a una humeante taza de café la chica de la 
entrada aguardaba que el médico terminara su última consulta para poder retirarse. 
Pagué los honorarios fingiendo premura y quise huir del lugar inmediatamente, deseoso 
de que no se fijara mucho en mí. 
—¿Tu próxima cita para qué día la anoto? —preguntó cuando ya me escabullía. 
Di la vuelta nervioso, con la cabeza agachada, pero al hacerlo derramé café sobre el 
escritorio. 
"¡Estúpido, estúpido!", me dije una y otra vez conduciendo el automóvil de regreso a 
casa. 
Extraje un casette de la cajuela de guantes y con violencia lo introduje al aparato de 
sonido. 
Había una larga fila de vehículos delante del mío. Los coches avanzaron tres metros. 
Traté de calmarme. Aceleré dos segundos y volví a frenar cooperando con la lenta, 
desesperante, procesión de la autopista. Miré el reloj sin poder reprimir un largo suspiro. 
A ese paso tardaría más de cincuenta minutos en llegar a casa. Pero estaba bien. 
Necesitaba tiempo para meditar. Comenzó a escucharse música electrónica ambiental. 
Traté de reconstruir en mi mente lo sucedido esa tarde. Todo era digno de análisis. 
Desde las extrañas recomendaciones del médico hasta el penoso accidente del café. 
—¿Duele? 
—Mucho —contesté. 
El doctor, con guantes y algodón en mano, agachado trataba de identificar la naturaleza 
de mis llagas que, por cierto, se hacían cada vez más intolerables. Las pústulas habían 
reventado la epidermis y supuraban un líquido blancuzco. Eché un vistazo con cierta 
repugnancia. ¿Por qué me había pasado esto? La piel enrojecida en toda la zona parecía a 
punto de reventar y, después de ser apretada por los dedos del terapeuta, las gotas de pus 
corrían hacia abajo, dejando unos hilillos brillantes antes de perderse entre la vellosidad. 
—¿Sabe qué tengo, doctor? 
—Sí... aunque parece que esto es obra de dos o más microorganismos distintos. 
—¡Maldición! —espeté. 
—¿Quién te contagió? 
—No lo sé. Pudo haber sido una prostituta hace tres meses o alguna de las chicas con las que he tenido sexo los últimos días. 
El doctor Marín movió la cabeza. 
—Debes informar a tus amigas para que se revisen... y procurar tener una vida sexual más 
moderada. 
Su comentario me incomodó. 
—Mi vida sexual es perfectamente normal —respondí—. Todos los jóvenes llevamos una 
similar. 
—¿Y por qué? 
Me encogí de hombros sin ganas de discutir eso. 
—¿Sólo por placer? —insistió el hombre. 
—En parte —contesté—. Aunque creo que nuestra verdadera meta es aprender. Todos 
sabemos que debemos adquirir suficiente experiencia mientras seamos solteros para poder 
satisfacer a nuestras parejas en el futuro. 
Me miró con fijeza y cruzó las manos sobre su carpeta haciendo una pausa en la redacción 
de mi historia clínica. El repentino interés que adiviné en su rostro me dio ánimo para alzar 
la voz: 
—Las mujeres también se "entrenan" intensamente. Ninguna quiere llegar con los ojos 
vendados al matrimonio, como ocurría antaño. Además, existe una enorme competencia 
entre amigos respecto a quién es mejor en la cama y sólo un tonto se quedaría atrás mientras 
los demás se superan. 
El doctor Asaf Marín bajo Ia vista sonriendo en ademán de desacuerdo. Se tomó su tiempo 
para responder, pero cuando lo hizo me dio la impresión de estar verdaderamente 
preocupado por el giro que había tomado la conversación. 
—Efrén, ¿tú sabes cuál es mi especialidad? 
—En su tarjeta dice "Disfunciones sexuales". 
—¿Y sabes qué es eso? 
Lo suponía, pero preferí quedarme callado. 
—Doy tratamiento a parejas que no se acoplan sexualmente. Todos los días, desde hace 
muchos años, escucho diferentes historias de hombres que no satisfacen a sus mujeres y 
viceversa. Ahora, entiende lo que te voy a decir: en gran cantidad de esos casos el problema 
radica precisamente en eventos traumáticos de la juventud. 
Ladeé la cabeza no dispuesto a dejarme impresionar. 
—De acuerdo —contesté impertérrito—, pero usted es científico y no puede estar en contra 
del aprendizaje. Querer saber más nunca podrá ser un "evento traumático". 
—¿Saber más? ¿No sabes lo suficiente? ¿Quieres aprender? ¿Aprender qué...? ¿A 
insensibilizarte? ¿A ver a tu pareja como un objeto didáctico? ¿A memorizar técnicas 
calculadas y frías...? ¡Para tener relaciones sexuales no se necesita saber, muchacho; se 
necesita sentir...! Así de simple. Los hombres que miden cada movimiento y evalúan todas 
las reacciones de su compañera son los peores amantes. Cuantos más episodios carnales 
protagonices sin amor, más te endurecerás, y en el futuro te será imposible experimentar la 
belleza de una pasión. No sé si me entiendas, pero muchos de mis pacientes conocen 
técnicas sexuales sofisticadas, tienen esa "sapiencia" de la que me hablas, pero han perdido 
la capacidad de sensibilizarse, de emocionarse. Toda su pericia les ha servido sólo para 
mecanizar un acto que debería estar lleno de espontaneidad, ardor y vida... 
Tardé unos segundos en contestar. Mi voz sonó menos altiva pero aún enérgica: 
—A las mujeres les gusta acostarse con hombres diestros. Ellas valoran mucho nuestra 
experiencia. 
—Eso es un mito. 
—¡Es verdad! 
—Pues temo decirte que estás en un grave error. Las mujeres que se entregan totalmente a 
un hombre lo hacen buscando una entrega igual. Si eres capaz de hablarle con el corazón 
a tu pareja, si puedes ser cortés y considerado, si sabes, en suma, hacerla sentir como una dama, podrás llevarla al éxtasis más fácilmente que si conoces al dedillo, por 
ejemplo, el difícil arte del sexo oral y quieres aplicarlo con ella de manera presuntuosa. 
El hecho de que un hombre se haya acostado con muchas mujeres no indica que sea un 
buen amante. Al contrario. Las aventuras sexuales del pasado se graban en la mente 
como recuerdos. Yo los llamo "basura de reminiscencia". Es basura porque estorba y a 
veces apesta. La cantidad de episodios no significa necesariamente calidad. 
Me quedé callado durante unos segundos. Los argumentos del médico eran demasiado 
contundentes para rebatir a la ligera, pero yo estaba convencido de que las ideas de 
continencia no provenían sino de prejuicios sociales y santurronería religiosa. Además, 
yo era diestro en convencer muchachas. ¡Tenía que decir algo! 
—Sin embargo —retomé tomando aire—, a todos los varones se nos recomienda "vivir 
la vida" mientras somos jóvenes. Las mismas mujeres no quieren correr el riesgo de 
unirse a un tipo inmaduro que no conoció el mundo y que ya casado pueda desear 
conocerlo. Los hombres que están hartos de sexo y parranda son los mejores maridos 
pues ya lo han vivido todo. 
—Este punto es otro mito social —contestó inmediatamente el doctor, con tal 
convicción y energía que me dejó pasmado—. Las familias estables jamás se 
fundamentan en parrandas previas. Al contrario. Un hombre acostumbrado a la juerga es 
más propenso a seguir en ella después de casado. 
La sangre me enrojeció el rostro como si estuviese frente a un agresor propuesto a 
echarme en cara que mi vida entera era un error. 
—Yo sigo pensando —contesté mordiendo las palabras— que un hombre casto, 
ignorante de las mujeres, tarde o temprano le será infiel a su esposa para saciar su 
curiosidad en otras 
-Es posible -admitió-, pero no lo tomes como una regla Para ilustrar mejor lo que quiero 
decirte te voy a exponer el caso que tuve hace poco con dos pacientes varones. Ambos 
comenzaron a tener discusiones muy serias con sus esposas después de unos meses de 
haberse casado. Uno de ellos en su soltería perteneció a pandillas, fue un experto 
seductor, visitaba con frecuencia los bares y cantinas. El otro se dedicó al estudio y al 
deporte; además, durante muchos años tocó la guitarra con sus amigos bohemios y en 
ocasiones lo hizo también para la iglesia local. Posteriormente, en sus peleas 
matrimoniales, los hombres se alteraban tanto que más de una vez llegaron al grado de 
salirse de sus casas furiosos. ¿Adonde crees que se dirigía uno y otro? Como es 
evidente, el primero acudía a las prostitutas, se ahogaba en licor y no regresaba con su 
esposa sino varios días después. En cambio el segundo corría por las calles amainando 
su coraje con ejercicio y a veces se refugiaba en la quietud de un templo para 
reflexionar y recuperar la calma. Son casos extremos, pero reales. A mí me consta. Si 
vives antes de casarte de manera equilibrada, divirtiéndote pero limpiamente y con 
medida, es muy difícil que después de unirte a una mujer te corrompas. Y, por el 
contrario, si vives en desenfreno insano, cuando se presenten los problemas maritales 
tendrás la tendencia a huir por la puerta falsa del libertinaje. En los países desarrollados 
el ambiente juvenil se ha degradado tanto que ya es muy difícil hallar matrimonios 
jóvenes exitosos; los muchachos se acostumbran a tal depravación y desvergüenza que 
después de casarse, como es lógico, no logran superar sus hábitos promiscuos. Ahora te 
pregunto: ¿cuál de mis dos pacientes crees que salvó su hogar? ¿El que parrandeó de 
joven o el que tuvo una vida ordenada? 
La respuesta era tan obvia que me negué a contestarla. Eso cambiaba de manera 
importante el panorama de mis posibles decisiones futuras. 
—Recomendarle a un muchacho que "viva la vida" antes de casarse —remató al verme 
callado—, en el sentido de que se harte de placeres probando de todo, es tan absurdo como sugerirle a alguien que beba alcohol una y otra vez para que después del 
matrimonio ya no sienta la curiosidad de embriagarse. ¿Crees tú que esto funcionaría? 
Moví la cabeza negativamente. 
—El que se ha hecho esclavo de una adicción no se librará de ella sólo por firmar un 
contrato. 
—¿Podría decirse entonces —pregunté tratando de adherirme a la idea de que no todos 
mis juicios podían haber estado mal— que el sexo sin amor es un vicio y que abusar de 
él puede condicionar al cuerpo a dosis cada vez mayores, como ocurre con las drogas? 
—Es una forma muy buena de explicarlo. Pero el problema no termina ahí. Los varones 
que han abusado del sexo suelen estar tan acostumbrados a pensar sensualmente que se 
excitan con facilidad ante cualquier estímulo y buscan su satisfacción una y otra vez sin 
importarles lo que opine la mujer. Y no porque sean egoístas, sino porque su cuerpo así 
se lo exige. Ese requerimiento físico lleva más fácilmente a la infidelidad matrimonial 
que el hecho de no haber conocido mujeres anteriormente, como dijiste tú. 
Sentí un calor bochornoso y una ligera falta de aire. Me abaniqué con la mano. Tuve 
deseos de salir para no pensar más en el asunto. 
—Sin embargo —dije con una voz mucho más apocada—, a ellas les agrada que el 
hombre dé la pauta, les gusta ser enseñadas, dirigidas, y si éste llega al matrimonio sin 
conocer siquiera la anatomía de la mujer, ¿cómo va a conseguir hacer bien su papel? 
—El varón no puede darse el lujo de ser ignorante, eso es verdad; debe leer e instruirse, 
pero sobre todo debe estar siempre consciente de su condición de caballero para tomar 
la iniciativa. Lo demás no necesita escuela. Es algo natural. Experimentar el sexo por 
primera vez es como ir a Disneylandia por primera vez: todo es fascinante, todo lo 
disfrutas intensamente, todo es motivo de investigación y entusiasmo. Si lo haces con 
alguien a quien amas, las emociones vividas irán sin basura, serán genuinas, de ustedes 
dos, ¿me entiendes? En cambio, si has ido a Disneylandia treinta veces, acompañado de 
treinta personas diferentes, y por último acudes con tu mujer definitiva, el suceso será 
muy distinto: le indicarás a qué juego subirse, en qué fila formarse y hacia dónde mirar. 
Tu ventaja quizá le ayude a ella en cierto aspecto y a ti te haga parecer superior, pero 
como pareja no sentirán complicidad ni confianza mutua. Las personas se unen en amor 
verdaderamente sólo cuando aprenden juntas, cuando comparten acontecimientos 
trascendentes para ambos, y no cuando uno le demuestra al otro su experiencia... 
Agaché la cabeza sintiéndome aplastado por tan incontrovertibles juicios. Luego me 
invadió el enojo. Había venido buscando la cura de una infección genital y el 
doctorzucho parecía más interesado en curar mi alma. Repentinamente una idea astuta 
me hizo recuperar el ánimo. 
—Tal vez funcione cuando ambos son primerizos. Pero, ¿qué pasa si el hombre cándido 
e idealista se espera para ir a Disneylandia con su "princesa" y se da cuenta, después, de 
que ella fue ya treinta veces antes que él? Yo lo siento mucho pero no voy a arriesgarme 
a ser el idiota que necesite ser enseñado por una mujer experta. 
—Por supuesto —me respondió sin ocultar un dejo de molestia en su tono—. Si piensas 
casarte con una loba sexual, te recomiendo que salgas a la calle ahora mismo a buscar 
las más pedagógicas experiencias; debes estar preparado por si tu mujer te aplica una 
llave erótica o te muerde en el sitio recóndito que enloquecía a su amante anterior. 
No pude evitar sonreír, aunque me sentí un poco agredido. 
—No bromee, doctor. 
—No bromees tú. Los hombres jóvenes aprecian mucho más la pureza de lo que están 
dispuestos a aceptar; si aspiras a hallar una compañera respetable, ¿cuál es la urgencia 
por adelantártele? Aprende a esperar por ella. Vive la vida intensamente en el aspecto 
sexual, y en todos los demás, pero a su lado; partan el pastel unidos y cómanselo a la vez. 
—Eso suena muy hermoso —me reí de él—, sólo que está fuera de época. ¡Ya no 
existen mujeres respetables, doctor! 
Había metido un gol, y lo sabía. De haber estado presentes mis amigos hubieran 
aplaudido. Sin embargo, al médico no pareció inmutarle mi sarcástica expresión de 
alegría; alzó la voz como la autoridad que era y espetó: 
—Ése es otro gran mito social, amigo. Existen toda clase de mujeres y cada quien se 
enlaza a aquélla con cuyos valores se identifica. Los jóvenes como tú es obvio que 
terminen uniéndose a una chica experimentada. No te molestará al principio, pero 
después de Ia luna de miel, en cuanto te adentres con ella en la difícil convivencia real, 
estarás expuesto a los celos retrospectivos. Aunque intentes controlarlos, tu naturaleza 
masculina los aflorará una y otra vez. Tal vez nunca lo confieses, pero te atormentarás 
al imaginar las jugosas experiencias sexuales que vivió tu esposa con otros y pensarás 
mil tonterías, tales como "¿en brazos de quién habrá tenido sus primeras (y más 
emocionantes) relaciones?", "¿no recordará al tocar mi cuerpo el de otro hombre que la 
hizo vibrar antes que yo?" Pensamientos absurdos pero dolorosos, a los que muchos 
varones nunca llegan a acostumbrarse. 
—Vamos, doctor, ésos me parecen verdaderos casos de enfermedad psíquica. 
—Llámalos como quieras, Efrén, pero no te imaginas lo frecuentes que son... 
Aún no alcanzaba a comprender por qué me molestaban tanto sus contundentes 
comentarios. Agaché la cabeza esforzándome por extraer de mi banco de memoria 
alguno de los muchos argumentos con los que convencía a las chicas. Solía decirles: 
"No hay nada de especial en entregar el cuerpo antes o después. La libertad sexual es 
parte de la vida moderna y las personas inteligentes, sin complejos, la aceptan". 
—¿Está usted diciendo que la virginidad es el sello de garantía? —pregunté como 
último recurso en son de burla—. Ésas son ideas antediluvianas, doctor. 
—No trates de salirte por la tangente, mi amigo. Nadie dijo eso de la virginidad. Hay 
hímenes tan duros que es materialmente imposible penetrarlos; los hay tan elásticos que 
han resistido una vida sexual activa sin romperse; algunos se rasgan con facilidad 
(incluso con ejercicios leves), éstos sangran al partirse, aquéllos no; mientras unos 
producen dolor, otros ni siquiera dan señas en su ruptura. Darle importancia a esa 
membranilla sí es antediluviano, porque la entereza de una persona, hombre o mujer, no 
se mide con fronteras físicas, sino con lineamientos mentales. 
Camino a casa decidí que, al menos mientras me curaba de mi enfermedad, me daría 
unas vacaciones en el deporte de "cazar chicas" para reflexionar. No me percaté de que 
estaba a punto de finalizar mi recorrido de regreso. 
—Mucho me temo —le dije al doctor para dar por terminada la discusión— que hay 
pocas personas que piensan como usted Además, con esto de los anticonceptivos y el 
aborto, el sexo se ha convertido en algo muy practicado. 
—Los anticonceptivos son una cosa y e! aborto es otra ¿Tú permitirías que una de tus 
amantes abortara un hijo tuyo? 
—¿Por qué no? Si el niño debiera sufrir maltratos y privaciones por ser indeseado, sería 
preferible que no naciera. 
El doctor Asaf Marín se limitó a asentir. Tomó una receta y escribió sus recomendaciones. 
—Hazte los análisis el lunes a primera hora y ven a verme el martes con los resultados. Por 
lo pronto aplícate esta pomada en la zona irritada. 
—¿Es grave lo que tengo? 
—Seguramente se trata de herpes, pero necesito los resultados para diagnosticar en forma 
completa. 
—¿Herpes? Leí que es una enfermedad incurable y recurrente. 
—Sí, pero podemos controlarla bastante bien y, comparada con otra, es prácticamente inocua. 
Nos pusimos de pie para despedirnos. 
—Tengo aquí una película que me gustaría que vieras —me dijo abriendo el cajón de su 
escritorio y extrayendo una cinta—. Es sobre el último comentario que me hiciste. Me 
gustaría oír tu opinión después de que la veas. 
—¿Sobre el aborto? —me encogí de hombros—. Es inútil, doctor. Tengo ideas 
perfectamente claras al respecto y nada ni nadie me hará cambiar de opinión. 
—No pretendo que cambies tus ideas, sólo te pido que veas la película. 
—De acuerdo —la tome—. Gracias... 
Entré a las calles de mi colonia y encendí la radio en una estación moderna. 
Cuando llegué a mi casa me quedé frío y apagué la música inmediatamente. 
Joana estaba de pie, en la puerta, esperándome. 



EL ABORTO. 
—Hola —dije, fingiendo espontaneidad—. No sabía que ibas a venir. 
Me miró asintiendo muy lentamente con un gesto de franca desconfianza. Intenté darle un 
beso en la mejilla, pero levantó la mano para impedirlo. 
—¿Estás enojada? 
—¿Cómo quieres que esté? 
—Discúlpame por la llamada de hoy. En cuanto comencé a sentir molestias pensé en 
comunicarme contigo. A mi parecer fue lo más honesto... 
Joana endureció aún más su postura. 
—¿A las amigas que te infectaron también solías dibujarlas en la clase? 
Agaché la vista avergonzado. 
—¿De qué me contagiaste, Efrén? 
—No te contagié de nada. Quiero decir, las posibilidades son muy remotas, según leí, 
porque anoche todavía no me había brotado el absceso. 
—¿De qué estás enfermo? 
—Es algo muy común, una simple infección cutánea que se cura con pomadas; aunque 
insisto, no debes preocuparte —casi me mordí la lengua al mentir. A esas alturas el escozor 
era tan intenso que apenas me permitía caminar. 
—¿Por qué no me lo dijiste de esa forma en la mañana? Tuve la impresión de que me 
habías transmitido algo muy grave deliberadamente y te estabas burlando de mí... 
Me acerqué y la abracé, pero de inmediato noté un olor desagradable en su piel o en su 
aliento y me separé incómodo. 
—En realidad no vine únicamente a reclamar —aclaró—, sino a pedirte ayuda, 
protección. 
—¿Protección? 
—Se trata de Joaquín. Últimamente no deja de molestarme. Mis papas dijeron que 
anoche, mientras anduve contigo, estuvo esperándome frente a mi casa. Hace un rato 
volvió a buscarme, parecía un maniático. Dijo que me deseaba, que estaba dispuesto 
a todo por poseerme. Le tengo miedo. No sé cómo pude enamorarme de un sujeto 
como él. Ahora no logro quitármelo de encima... Se ha vuelto muy agresivo, como si 
durante todo nuestro noviazgo hubiese fingido un papel de caballero para... 
-¿Para...? 
—Para que me acostara con él... 
Me quedé callado asintiendo en mi interior. Era muy lógico. Los hombres, después de tener relaciones sexuales con una mujer de quien no estamos enamorados, 
solemos sentir un mayor deseo por ella y un menor respeto. Yo mismo ya no veía a 
Joana de la misma forma; la enaltecí y admiré varios meses, durante la fiesta de la 
víspera se convirtió en mi sueño dorado, en la cenicienta por la que un hombre es 
capaz de tornarse príncipe, y ahora, después de lo ocurrido, se había vuelto ante mis 
ojos una simple muchachita casquivana a quien no me costaría trabajo volver a 
seducir. Los hombres sabemos que es más fácil seguir satisfaciendo nuestra libido 
con una mujer "degustada" anteriormente que iniciar una nueva conquista desde el 
principio. 
—¿Has visto alguna de esas películas en la que el marido tiene una aventura 
amorosa con una mujer malvada? —le pregunté. 
—¿Y que después usa el chantaje para hacerle ver su suerte a él y a su familia? Sí. 
He visto varias. 
—¿Recuerdas lo agradable que parecía comerse la fruta prohibida? ¿Recuerdas lo 
emocionante, lo excitante, de entregarse con esa pasión? ¿Y recuerdas la pesadilla 
posterior? Cuando tenemos sexo de manera liviana no sabemos con quién lo 
hacemos. Tú misma llegaste a pensar que yo quise hacerte un daño intencional para 
vengarme de algo, desconfiaste con justa razón. Los aficionados a las aventuras 
sexuales fáciles podemos llevarnos desagradables sorpresas porque quienes se 
prestan para nuestro juego eventualmente tienen traumas, complejos o intenciones 
diferentes a las puramente carnales. Al momento del cortejo las personas usan su mejor 
máscara para salirse con la suya, pero nunca se sabe, sino hasta mucho tiempo después, la 
verdadera clase de individuo que había detrás del antifaz. 
Me sorprendí de los conceptos que estaba externando. Eran casi una confesión. Yo solía 
actuar así y expresarlo con palabras significaba una fuerte señal de alarma no sólo para la 
chica sino, sobre todo, para mí. 
—Sin embargo, hay algo todavía más importante, Joana —continué—. Cualquier hombre, 
después de acostarse contigo, se sentirá con ciertos derechos sobre tu persona, te verá un 
poco como de su propiedad y, aun cuando ya no quieras saber nada de él, te seguirá 
deseando y persiguiendo. 
—¿Esto te incluye a ti? 
—Sí. Por desgracia —sonreí maliciosamente—. Pero ahora ya lo sabes y estás a tiempo de 
correr... 
—No juegues, Efrén—se acercó—. Realmente necesito que me ayudes y protejas... 
Me miró a la cara como esperando que la besara pero inmediatamente percibí cierta fetidez 
emanando de su boca. 
Había algo diferente en ella, algo que no noté ayer, pero que definitivamente hoy me 
causaba repulsión. 
Yo medía más de un metro ochenta de estatura y ella parecía casi tan alta como yo. Al 
verme titubear, recargó su cuerpo en el mío. La abracé mecánicamente. 
¿Quién era realmente Joana? ¿Qué quería de mí? Su conducta parecía demasiado extraña 
para ser normal y una pregunta comenzó a flotar en mi mente antes de que me percatara de 
lo más grave. ¿Había caído en mis redes como supuse anoche o fui yo quien caí en las 
suyas...? 
Entonces ocurrió. 
Hice a un lado la cara para intentar separarme y al hacerlo sentí que la sangre se me detenía 
en las venas. En mi mente se dibujó vividamente una de las ilustraciones del libro de 
enfermedades venéreas. 
En el cuello de la muchacha había infinidad de pequeñas manchitas rosas, como las que se 
presentan en la piel de las personas que padecen sífilis tardía. 
Entre a mi casa agitado y subí la escalera llevando bajo el brazo la cinta sobre el aborto. —¿Dónde andabas? —preguntó mamá cuando me acerqué a darle un beso. 
—Con mis amigos. 
—Te ha estado llamando una tal Joana. Me dijo que le urgía mucho hablarte. Me dejó 
su número. 
—Gracias, mami. ¡Ah!, quería pedirte prestada la videocasetera de tu recámara para ver 
una película. 
—Claro. Tómala. 
Antes de abandonar el estudio de mi madre miré el libro sobre infecciones de 
transmisión sexual que había dejado en su sitio ligeramente salido de los demás. 
—¿Te ocurre algo? 
—No, no. Sólo pensaba que trabajas demasiado. ¿Haces otra traducción? 
—Sí. Los gastos de la casa son cada vez mayores. 
Me mordí el labio inferior y evadí su comentario dándole las buenas noches. 
Cerré la habitación con llave tratando de apaciguar mi revolución mental y al conectar 
el aparato a la televisión portátil me di cuenta de que temblaba. Había entrado a un 
cierto estado de enajenación sexual. Sentía avidez por saber todo lo referente a mi 
deporte favorito y el tema del aborto, que, aunque se relacionaba sólo indirectamente, 
me causaba una gran angustia. 
Aparecieron en la pantalla las letras que anunciaban la obra. American Portrait Films 
presentaba El grito silencioso, por el Dr. Bernard N. Nathanson. Me sorprendió ver que 
el protagonista era un médico ginecoobstetra que después de haber fundado una de las 
clínicas para abortos más grandes del mundo, practicado con su propia mano más de 
cinco mil abortos y cofundado la Liga Nacional para el Derecho del Aborto en Estados 
Unidos, en la actualidad se dedicaba a prevenir a la gente sobre la crueldad de esa 
práctica. Su cambio radical se debió a que ahora la medicina cuenta con recursos 
sofisticados, como la ecografía ultrasónica, la inspección cardiaca del embrión por 
medios electrónicos. la estreostocopía citológica, la inmunoquímica de rayos láser y 
muchos otros, con los que se ha logrado penetrar hasta el mundo del nonato y entender, 
a ciencia cierta, que el feto es un ser humano completo, cuyo corazón late, poseedor de 
ondas cerebrales como las de cualquier individuo pensante, capaz de sentir dolor físico 
y reaccionar con emociones de tristeza, alegría, angustia o ira. 
Comenzaron a verse escenas asombrosamente realistas filmadas en el interior del útero 
de una mujer, usando un aparato de fibra óptica llamado fetoscopio. Destacaban con 
increíble nitidez la fisonomía del pequeño, sus pies, sus ojos, su boca, su posición 
encorvada, su piel suave y delicada. Las imágenes no dejaban duda alguna de que entre 
ese "producto" y un ser humano completo, con garantías individuales y protegido por 
las leyes, no había ninguna disimilitud dramática, excepto el tamaño. 
Puse una pausa para considerar la posibilidad de seguir viendo la película o retirarla de 
una vez. Tenía importantes razones para estar a favor del aborto; no quería cambiar mi 
postura respecto a él y sospechaba que de continuar la sesión me encontraría con serios 
problemas de equilibrio ideológico. Comprendía, sin embargo, que no era coherente 
tener ideas tan firmes respecto a algo que en realidad desconocía. 
Quité la pausa. 
El feto flota en su ambiente acuoso, juguetea con el cordón umbilical y luego se lleva el 
pulgar a la boca. Succionando su dedo, traga un poco de líquido amniótico. Le 
sobreviene un ataque de hipo. Siente la mano de su madre que soba el vientre. Patea la 
mano. Percibe la risa de su mamá como un rumor sordo. Nota cómo ella le devuelve el 
golpecito y vuelve a patear. Al poco rato pierde interés en el juego y se queda dormido. 
El doctor Nathanson menciona que en la actualidad puede considerarse al nonato como 
un paciente más, y que la ética elemental dicta al médico preservar la vida de sus pacientes. 
—Ahora veremos por primera vez —dice—, a través de las modernas imágenes 
ultrasónicas, lo que hace el aborto a nuestro pequeño paciente. Presenciaremos lo que 
ocurre dentro de la madre, desde el punto de vista de la víctima. 
La operación comienza. 
Alternativamente se ven las imágenes de cuanto realizan los médicos fuera y lo que pasa 
adentro. 
El abortista coloca el espéculo en la vagina de la mujer para abrirla y visualizar el cuello 
uterino. Inserta el tenáculo y lo fija. Mide con una sonda la profundidad del útero y 
aplica los dilatadores hasta que el camino está listo para introducir el tubo succionador. 
Mientras, en la pantalla ultrasónica se ve al feto moverse normalmente, serenamente; su 
corazón late a 140 por minuto; está dormido, chupándose el pulgar de la mano 
izquierda. Repentinamente despierta con una simultánea descarga de adrenalina. Ha 
percibido algo extraño. Se queda quieto, como si se agudizaran sus sentidos para 
entender lo que está sucediendo fuera. El aparato ultrasónico capta la imagen de la 
manguera succionadora abriéndose paso a través del cuello con movimientos oscilantes, 
hasta que se detiene tocando la bolsa amniótica. Entonces la enorme presión negativa 
(55 mm de mercurio) rompe la membrana de las aguas y el líquido, donde flotaba el 
niño, comienza a salir. En ese preciso instante el pequeño rompe a llorar. Pero su llanto 
desesperado y profuso no puede oírse en el exterior. Inicia giros rápidos tratando de huir 
de eso extraño que amenaza con destruirlo. Su ritmo cardiaco sobrepasa los 200 latidos; 
sigue llorando, su boca se mueve dramáticamente y hay un momento en el que queda 
totalmente abierta. Los aparatos detectan un grito que nadie puede escuchar. Los 
violentos movimientos del producto provocan que constantemente se salga de foco. 
Puede observarse a la perfección la forma en que trata de escapar, convulsionándose 
para evitar el contacto con el tubo letal, pero su espacio es reducido y el agresor lleva 
todas las de ganar. Finalmente la punta de succión se adhiere a una de sus piernitas y 
ésta es desprendida de un tajo. Mutilado, sigue moviéndose cada vez con menor rapidez 
en un medio antes líquido y ahora seco. La punta del aspirador nuevamente trata de 
alcanzarlo; los médicos la introducen buscando a ciegas; les da lo mismo arrancar otra 
pierna, un brazo o parte del tronco; para el asesinato en sí no existe ningún 
procedimiento técnico. El producto sigue llorando en una agonía impresionante que 
nunca antes había sido posible contemplar. El tubo vuelve a alcanzarlo, esta vez 
enganchándose en un bracito que también es desprendido. Negándose a morir, el 
cuerpecito desgarrado sigue sacudiéndose. La manguera jala el tronco tratando de 
arrancarlo de la cabeza. Al fin lo logra. El desmembramiento es total. 
Entre el abortista y el anestesista se utiliza un lenguaje en clave para ocultar la triste 
realidad de lo que está sucediendo. 
—¿Ya salió el número uno? —pregunta el anestesista refiriéndose a la cabeza. 
Ésta es demasiado grande para ser succionada por la manguera, de modo que el 
abortista introduce los llamados fórceps de pólipo en la madre. Sujeta el cráneo del 
pequeño y lo aplasta usando las poderosas pinzas. La cabeza, con todo su contenido, 
explota como una nuez y los restos son extraídos minuciosamente. El recipiente del 
succionador termina de llenarse con los últimos fragmentos de sangre, hueso y tejido 
humano del recién asesinado. 
La embarazada que permitió que la filmaran era una activista de los derechos de la 
mujer. Cuando vio la grabación quedó tan impresionada y triste que se retiró de su 
grupo para siempre. El médico que practicó la operación era un joven que, a pesar de su 
juventud, había realizado más de tres mil abortos. Cuando pudo observar con los 
modernos aparatos lo que sucedía realmente en el interior de la madre, se retiró de su actividad conun remordimiento demoledor. 
Por mi parte, no soporté más y adelanté la cinta. 
Las escenas posteriores eran mucho más desagradables. 
Se trataba de otro tipo de aborto, un legrado visto desde fuera. 
Podía observarse la gran cantidad de sangre y líquido mezclado con pedazos de feto 
saliendo de entre las piernas de la madre. Finalmente, la cabeza completa. 
Apagué el televisor y me dirigí al baño. Estuve inclinado en el lavabo durante varios 
minutos. 
Al salir volví a encender el aparato y con cautela adelanté la película hasta el sitio en 
que ya no había más tomas reales. 
Los protagonistas comentaban: 
—"En Estados Unidos se calcula que antes de que esta práctica se autorizara había cerca 
de cien mil abortos ilegales anualmente y diez años después se registraban más de un 
millón y medio. Considerando que por cada aborto se cobra de trescientos a 
cuatrocientos dólares, tenemos una industria que por sus ingresos (de quinientos a 
seiscientos millones de dólares) figura entre las más poderosas y lucrativas del mundo. 
Lo anterior ha hecho que la millonada mafia oculta detrás de este teatro del crimen 
promueva los movimientos feministas y consiga bloquear gran parte de la información 
referente a lo que realmente es un aborto. Millones de mujeres han sufrido perforación, 
infección o destrucción de sus órganos reproductores como resultado de una operación 
de la que no estaban bien informadas. ¡La operación más frecuente en los países 
desarrollados nunca ha sido transmitida por televisión cuando, por ejemplo, los 
trasplantes cardiacos o de córneas, que son raros, se muestran al público 
orgullosamente! Y, por desgracia, se cree que la cantidad de abortos seguirá creciendo, 
pues la mayoría de la gente es perezosa para instruirse y actúa sin saber lo que hace. 
Éste es un camino fácil que permite a las personas ignorantes seguir ejerciendo libre e 
irresponsablemente su sexualidad. Pero los jóvenes instruidos no pueden estar a favor 
de algo así, no pueden ni siquiera mostrarse neutrales, pues la neutralidad sólo ayuda al 
agresor." 
Posteriormente se presentaban dramáticos testimonios reales de mujeres que abortaron. 
La mayoría de ellas manifestaba preocupación, recuerdos penosos, pesadillas 
posteriores, visitaciones y alucinaciones del niño abortado. 
No lo soporté más. 
Apagué el televisor hecho un mar de confusión. ¿Cómo había permanecido tanto tiempo 
apoyando algo así? 
No tuve la menor duda de que el origen de todos los pecados del hombre está en la 
ignorancia. Hasta los mismos médicos abortistas practican su labor con una venda en los 
ojos oliendo el delicioso aroma del dinero. Pero el hombre no es malo cuando sabe. Es 
malo por ignorante... 
Sentí unas ganas terribles de meterme entre las cobijas y llorar. 
Hacía apenas unos seis meses había pedido un préstamo a mi madre diciéndole que era 
una cuota que exigía la Universidad. 
Se lo di a mi ex novia, Jessica... para que abortara un hijo mío... 

1 comentario:

  1. Mi nombre es Rebecca y han pasado 2 meses desde el dr. Iyabiye me salvó de la hepatitis crónica b. Sufrí esa enfermedad durante mucho tiempo, mi estómago estaba inflamado y tenía dolor en todo el cuerpo. Lo llamé y él me dio su medicamento y después de que tomé el medicamento, me recuperé. Estoy aquí para agradecerle y hacerle saber a la gente que la hepatitis se puede curar. Póngase en contacto con él en: iyabiyehealinghome@gmail.com llamar / whatsapp: +2348072229413

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