6
Christian
abre la puerta del copiloto del Audi 4 x 4 negro y subo. Menudo cochazo. No ha
mencionado el arrebato pasional del ascensor. ¿Debería decir algo yo? ¿Deberíamos
comentarlo o fingir que no ha pasado nada? Apenas parece real, mi primer beso
con forcejeo. A medida que avanzan los minutos, le asigno un carácter mítico,
como una leyenda del rey Arturo o de la Atlántida. No ha sucedido, nunca ha
existido. Quizá me lo he imaginado. No. Me toco los labios, hinchados por el
beso. Sin la menor duda ha sucedido. Soy otra mujer. Deseo a este hombre
desesperadamente, y él me ha deseado a mí.
Lo
miro. Christian está como siempre, correcto y ligeramente distante.
No
entiendo nada.
Arranca
el motor y abandona su plaza de parking. Enciende el equipo de música. El dulce
y mágico sonido de dos mujeres cantando invade el coche. Uau… Mis sentidos
están alborotados, así que me afecta el doble. Los escalofríos me recorren la
columna vertebral. Christian conduce de forma tranquila y confiada hacia la
Southwest Park Avenue.
—¿Qué
es lo que suena?
—Es
el «Dúo de las flores» de Delibes, de la ópera Lakmé. ¿Te gusta?
—Christian,
es precioso.
—Sí,
¿verdad?
Sonríe
y me lanza una rápida mirada. Y por un momento parece de su edad, joven,
despreocupado y guapo hasta perder el sentido. ¿Es esta la clave para acceder a
él? ¿La música? Escucho las voces angelicales, sugerentes y seductoras.
—¿Puedes
volver a ponerlo?
—Claro.
Christian
pulsa un botón, y la música vuelve a acariciarme. Invade mis sentidos de forma
lenta, suave y dulce.
—¿Te
gusta la música clásica? —le pregunto intentando hacer una incursión en
sus gustos personales.
—Mis
gustos son eclécticos, Anastasia. De Thomas Tallis a los Kings of Leon. Depende de mi estado de ánimo. ¿Y los tuyos?
—Los
míos también. Aunque no conozco a Thomas Tallis.
Se
gira, me mira un instante y vuelve a fijar los ojos en la carretera.
—Algún
día te tocaré algo de él. Es un compositor británico del siglo XVI. Música
coral eclesiástica de la época de los Tudor. —Me sonríe—. Suena muy esotérico,
lo sé, pero es mágica.
Pulsa
un botón y empiezan a sonar los Kings of Leon. A estos los conozco. «Sex on
Fire.» Muy oportuno. De pronto el sonido de un teléfono móvil interrumpe la
música. Christian pulsa un botón del volante.
—Grey
—contesta bruscamente.
—Señor
Grey, soy Welch. Tengo la información que pidió.
Una
voz áspera e incorpórea que llega por los altavoces.
—Bien.
Mándemela por e-mail. ¿Algo más?
—Nada
más, señor.
Pulsa
el botón, la llamada se corta y vuelve a sonar la música. Ni adiós ni gracias.
Me alegro mucho de no haberme planteado la posibilidad de trabajar para él. Me
estremezco solo de pensarlo. Es demasiado controlador y frío con sus empleados.
El teléfono vuelve a interrumpir la música.
—Grey.
—Le
han mandado por e-mail el acuerdo de confidencialidad, señor Grey.
Es
una voz de mujer.
—Bien.
Eso es todo, Andrea.
—Que
tenga un buen día, señor.
Christian
cuelga pulsando el botón del volante. La música apenas ha empezado a sonar
cuando vuelve a sonar el teléfono. ¿En esto consiste su vida, en contestar una
y otra vez al teléfono?
—Grey
—dice bruscamente.
—Hola,
Christian. ¿Has echado un polvo?
—Hola,
Elliot… Estoy con el manos libres, y no voy solo en el coche.
Christian
suspira.
—¿Quién va contigo?
Christian
mueve la cabeza.
—Anastasia
Steele.
—¡Hola,
Ana!
¡Ana!
—Hola,
Elliot.
—Me
han hablado mucho de ti —murmura Elliot con voz ronca.
Christian
frunce el ceño.
—No
te creas una palabra de lo que te cuente Kate —dice Ana.
Elliot
se ríe.
—Estoy
llevando a Anastasia a su casa —dice Christian recalcando mi nombre completo—.
¿Quieres que te recoja?
—Claro.
—Hasta
ahora.
Christian
cuelga y vuelve a sonar la música.
—¿Por
qué te empeñas en llamarme Anastasia?
—Porque
es tu nombre.
—Prefiero
Ana.
—¿De
verdad?
Casi
hemos llegado a mi casa. No hemos tardado mucho.
—Anastasia…
—me dice pensativo.
Lo
miro con mala cara, pero no me hace caso.
—Lo
que ha pasado en el ascensor… no volverá a pasar. Bueno, a menos que sea
premeditado —dice él.
Detiene
el coche frente a mi casa. Me doy cuenta de pronto de que no me ha preguntado
dónde vivo. Ya lo sabe. Claro que sabe dónde vivo, porque me envió los libros.
¿Cómo no iba a saberlo un acosador que sabe rastrear la localización de un
móvil y que tiene un helicóptero?
¿Por
qué no va a volver a besarme? Hago un gesto de disgusto al pensarlo. No lo
entiendo. La verdad es que debería apellidarse Enigmático, no Grey. Sale del
coche y lo rodea caminando con elegancia hasta mi puerta, que abre. Siempre es
un
perfecto caballero, excepto quizá en raros y preciosos
momentos en los ascensores. Me ruborizo al recordar su boca pegada a la mía y
se me pasa por la cabeza la idea de que yo no he podido tocarlo. Quería
deslizar mis dedos por su pelo alborotado, pero no podía mover las manos. Me
siento, en retrospectiva, frustrada.
—A
mí me ha gustado lo que ha pasado en el ascensor —murmuro saliendo del coche.
No estoy
segura de si oigo un jadeo ahogado, pero decido hacer caso omiso y subo los
escalones de la entrada.
Kate
y Elliot están sentados a la mesa. Los libros de catorce mil dólares no siguen
allí, afortunadamente. Tengo planes para ellos. Kate muestra una sonrisa
ridícula y poco habitual en ella, y su melena despeinada le da un aire muy
sexy. Christian me sigue hasta el comedor, y aunque Kate sonríe con cara de
habérselo pasado en grande toda la noche, lo mira con desconfianza.
—Hola,
Ana.
Se
levanta para abrazarme y al momento se separa un poco y me mira de arriba
abajo. Frunce el ceño y se gira hacia Christian.
—Buenos
días, Christian —le dice en tono ligeramente hostil.
—Señorita
Kavanagh —le contesta en su envarado tono formal.
—Christian,
se llama Kate —refunfuña Elliot.
—Kate.
Christian
asiente con educación y mira a Elliot, que se ríe y se levanta para abrazarme
él también.
—Hola,
Ana.
Sonríe
y sus ojos azules brillan. Me cae bien al instante. Es obvio que no tiene nada
que ver con Christian, pero, claro, son hermanos adoptivos.
—Hola,
Elliot.
Le
sonrío y me doy cuenta de que estoy mordiéndome el labio.
—Elliot,
tenemos que irnos —dice Christian en tono suave.
—Claro.
Se
gira hacia Kate, la abraza y le da un beso interminable.
Vaya…
meteos en una habitación. Me miro los pies, incómoda. Levanto los ojos hacia
Christian, que está mirándome fijamente. Le sostengo la mirada. ¿Por qué no me
besas así? Elliot sigue besando a Kate, la empuja hacia atrás y la hace
doblarse
de forma tan teatral que el pelo casi le toca el
suelo.
—Nos
vemos luego, nena —le dice sonriente.
Kate
se derrite. Nunca antes la había visto derritiéndose así. Me vienen a la cabeza
las palabras «hermosa» y «complaciente». Kate, complaciente. Elliot debe de ser
buenísimo. Christian resopla y me mira con expresión impenetrable, aunque quizá
le divierte un poco la situación. Me coge un mechón de pelo que se me ha salido
de la coleta y me lo coloca detrás de la oreja. Se me corta la respiración e
inclino la cabeza hacia sus dedos. Sus ojos se suavizan y me pasa el pulgar por
el labio inferior. La sangre me quema las venas. Y al instante retira la mano.
—Nos
vemos luego, nena —murmura.
No
puedo evitar reírme, porque la frase no va con él. Pero aunque sé que está
burlándose, aquellas palabras se quedan clavadas dentro de mí.
—Pasaré
a buscarte a las ocho.
Se
da media vuelta, abre la puerta de la calle y sale al porche. Elliot lo sigue
hasta el coche, pero se vuelve y le lanza otro beso a Kate. Siento una
inesperada punzada de celos.
—¿Por
fin? —me pregunta Kate con evidente curiosidad mientras los observamos subir al
coche y alejarse.
—No
—contesto bruscamente, con la esperanza de que eso impida que siga
preguntándome.
Entramos
en casa.
—Pero
es evidente que tú sí —le digo.
No
puedo disimular la envidia. Kate siempre se las arregla para cazar hombres. Es
irresistible, guapa, sexy, divertida, atrevida… Todo lo contrario que yo. Pero
la sonrisa con la que me contesta es contagiosa.
—Y
he quedado con él esta noche.
Aplaude
y da saltitos como una niña pequeña. No puede reprimir su entusiasmo y su
alegría, y yo no puedo evitar alegrarme por ella. Será interesante ver a Kate
contenta.
—Esta
noche Christian va a llevarme a Seattle.
—¿A
Seattle?
—Sí.
—¿Y
quizá allí…?
—Eso espero.
—Entonces
te gusta, ¿no?
—Sí.
—¿Te
gusta lo suficiente para…?
—Sí.
Alza
las cejas.
—Uau.
Por fin Ana Steele se enamora de un hombre, y es Christian Grey, el guapo y
sexy multimillonario.
—Claro,
claro, es solo por el dinero.
Sonrío
hasta que al final nos da un ataque de risa a las dos.
—¿Esa
blusa es nueva? —me pregunta.
Le
cuento los poco excitantes detalles de mi noche.
—¿Te
ha besado ya? —me pregunta mientras prepara un café.
Me
ruborizo.
—Una
vez.
—¡Una
vez! —exclama.
Asiento
bastante avergonzada.
—Es
muy reservado.
Kate
frunce el ceño.
—Qué
raro.
—No
creo que la palabra sea «raro», la verdad.
—Tenemos
que asegurarnos de que esta noche estés irresistible —me dice muy decidida.
Oh,
no… Ya veo que va a ser un tiempo perdido, humillante y doloroso.
—Tengo
que estar en el trabajo dentro de una hora.
—Me
bastará con ese ratito. Vamos.
Kate
me coge de la mano y me lleva a su habitación.
Aunque
en Clayton’s tenemos trabajo, las horas pasan muy lentas. Como estamos en plena
temporada de verano, tengo que pasar dos horas reponiendo las
estanterías después de haber cerrado la tienda. Es un
trabajo mecánico que me deja tiempo para pensar. La verdad es que en todo el
día no he podido hacerlo.
Siguiendo
los incansables y francamente fastidiosos consejos de Kate, me he depilado las
piernas, las axilas y las cejas, así que tengo toda la piel irritada. Ha sido
una experiencia muy desagradable, pero Kate me asegura que es lo que los
hombres esperan en estas circunstancias. ¿Qué más esperará Christian? Tengo que
convencer a Kate de que quiero hacerlo. Por alguna extraña razón no se fía de
él, quizá porque es tan estirado y formal. Afirma que no sabría decir por qué,
pero le he prometido que le mandaría un mensaje en cuanto llegara a Seattle. No
le he dicho nada del helicóptero para que no le diera un pasmo.
También
está el tema de José. Tengo tres mensajes y siete llamadas perdidas suyas en el
móvil. También ha llamado a casa dos veces. Kate no ha querido concretarle
dónde estaba, así que sabrá que está cubriéndome, porque Kate siempre es muy
franca. Pero he decidido dejarle sufrir un poco. Todavía estoy enfadada con él.
Christian
comentó algo sobre unos papeles, y no sé si estaba de broma o si voy a tener
que firmar algo. Me desespera tener que andar conjeturando todo el tiempo. Y
para colmo de desdichas, estoy muy nerviosa. Hoy es el gran día. ¿Estoy
preparada por fin? La diosa que llevo dentro me observa golpeando impaciente el
suelo con un pie. Hace años que está preparada, y está preparada para cualquier
cosa con Christian Grey, aunque todavía no entiendo qué ve en mí… la timorata
Ana Steele… No tiene sentido.
Es
puntual, por supuesto, y cuando salgo de Clayton’s está esperándome, apoyado en
la parte de atrás del coche. Se incorpora para abrirme la puerta y me sonríe
cordialmente.
—Buenas
tardes, señorita Steele —me dice.
—Señor
Grey.
Inclino
la cabeza educadamente y entro en el asiento trasero del coche. Taylor está
sentado al volante.
—Hola,
Taylor —le digo.
—Buenas
tardes, señorita Steele —me contesta en tono educado y profesional.
Christian
entra por la otra puerta y me aprieta la mano suavemente. Un escalofrío me
recorre todo el cuerpo.
—¿Cómo
ha ido el trabajo? —me pregunta.
—Interminable
—le contesto con voz ronca, demasiado baja y llena de deseo.
—Sí, a mí también se me ha hecho muy largo.
—¿Qué
has hecho? —logro preguntarle.
—He
ido de excursión con Elliot.
Me
golpea los nudillos con el pulgar una y otra vez. El corazón deja de latirme y
mi respiración se acelera. ¿Cómo es posible que me afecte tanto? Solo está
tocando una pequeña parte de mi cuerpo, y ya se me han disparado las hormonas.
El
helipuerto está cerca, así que, antes de que me dé cuenta, ya hemos llegado. Me
pregunto dónde estará el legendario helicóptero. Estamos en una zona de la
ciudad llena de edificios, y hasta yo sé que los helicópteros necesitan espacio
para despegar y aterrizar. Taylor aparca, sale y me abre la puerta. Al momento
Christian está a mi lado y vuelve a cogerme de la mano.
—¿Preparada?
—me pregunta.
Asiento.
Quisiera decirle: «Para todo», pero estoy demasiado nerviosa para articular
palabra.
—Taylor.
Hace
un gesto al chófer, entramos en el edificio y nos dirigimos hacia los
ascensores. ¡Un ascensor! El recuerdo del beso de la mañana vuelve a
obsesionarme. No he pensado en otra cosa en todo el día. En Clayton’s no podía
quitármelo de la cabeza. El señor Clayton ha tenido que gritarme dos veces para
que volviera a la Tierra. Decir que he estado distraída sería quedarse muy
corto. Christian me mira con una ligera sonrisa en los labios. ¡Ajá! También él
está pensando en lo mismo.
—Son
solo tres plantas —me dice con ojos divertidos.
Tiene
telepatía, seguro. Es espeluznante.
Intento
mantener el rostro impasible cuando entramos en el ascensor. Las puertas se
cierran y ahí está la extraña atracción eléctrica, crepitando entre nosotros,
apoderándose de mí. Cierro los ojos en un vano intento de pasarla por alto. Me
aprieta la mano con fuerza, y cinco segundos después las puertas se abren en la
terraza del edificio. Y ahí está, un helicóptero blanco con las palabras GREY
ENTERPRISES HOLDINGS, INC. en color azul y el logotipo de la empresa a un lado.
Seguro que esto es despilfarrar los recursos de la empresa.
Me
lleva a un pequeño despacho en el que un hombre mayor está sentado a una mesa.
—Aquí
tiene su plan de vuelo, señor Grey. Lo hemos revisado todo. Está listo,
esperándole, señor. Puede despegar cuando quiera.
—Gracias, Joe —le contesta Christian con una cálida
sonrisa.
Vaya,
alguien que merece que Christian lo trate con educación. Quizá no trabaja para
él. Observo al anciano asombrada.
—Vamos
—me dice Christian.
Y
nos dirigimos al helicóptero. De cerca es mucho más grande de lo que pensaba.
Suponía que sería un modelo pequeño, para dos personas, pero tiene como mínimo
siete asientos. Christian abre la puerta y me señala un asiento de los de
delante.
—Siéntate.
Y no toques nada —me ordena subiendo detrás de mí.
Cierra
de un portazo. Me alegro de que toda la zona alrededor esté iluminada, porque
de lo contrario apenas vería nada en la cabina. Me acomodo en el asiento que me
ha indicado y él se inclina hacia mí para atarme el cinturón de seguridad. Es
un arnés de cuatro bandas, todas ellas unidas en una hebilla central. Aprieta
tanto las dos bandas superiores que apenas puedo moverme. Está pegado a mí, muy
concentrado en lo que hace. Si pudiera inclinarme un poco hacia delante,
hundiría la nariz entre su pelo. Huele a limpio, a fresco, a gloria, pero estoy
firmemente atada al asiento y no puedo moverme. Levanta la mirada hacia mí y
sonríe, como si le divirtiera esa broma que solo él entiende. Le brillan los
ojos. Está tentadoramente cerca. Contengo la respiración mientras me aprieta
una de las bandas superiores.
—Estás
segura. No puedes escaparte —me susurra—. Respira, Anastasia —añade en tono
dulce.
Se
incorpora, me acaricia la mejilla y me pasa sus largos dedos por debajo de la
mandíbula, que sujeta con el pulgar y el índice. Se inclina hacia delante y me
da un rápido y casto beso. Me quedo impactada, revolviéndome por dentro ante el
excitante e inesperado contacto de sus labios.
—Me
gusta este arnés —me susurra.
¿Qué?
Se
acomoda a mi lado, se ata a su asiento y empieza un largo protocolo de
comprobar indicadores, mover palancas y pulsar botones del alucinante
despliegue de esferas, luces y mandos. En varias esferas parpadean lucecitas, y
todo el cuadro de mandos está iluminado.
—Ponte
los cascos —me dice señalando unos auriculares frente a mí.
Me
los pongo y el rotor empieza a girar. Es ensordecedor. Se pone también él los
auriculares y sigue moviendo palancas.
—Estoy haciendo todas las comprobaciones previas al
vuelo.
Oigo
la incorpórea voz de Christian por los auriculares. Me giro y le sonrío.
—¿Sabes
lo que haces? —le pregunto.
Se
gira y me sonríe.
—He
sido piloto cuatro años, Anastasia. Estás a salvo conmigo —me dice sonriéndome
de oreja a oreja—. Bueno, mientras estemos volando —añade guiñándome un ojo.
¡Christian
me ha guiñado un ojo!
—¿Lista?
Asiento
con los ojos muy abiertos.
—De
acuerdo, torre de control. Aeropuerto de Portland, aquí Charlie Tango Golf-Golf
Echo Hotel, listo para despegar. Espero confirmación, cambio.
—Charlie
Tango, adelante. Aquí aeropuerto de Portland, avance por uno-cuatro-mil,
dirección cero-uno-cero, cambio.
—Recibido,
torre, aquí Charlie Tango. Cambio y corto. En marcha —añade dirigiéndose a mí.
El
helicóptero se eleva por los aires lenta y suavemente.
Portland
desaparece ante nosotros mientras nos introducimos en el espacio aéreo, aunque
mi estómago se queda anclado en Oregón. ¡Uau! Las luces van reduciéndose hasta
convertirse en un ligero parpadeo a nuestros pies. Es como mirar al exterior
desde una pecera. Una vez en lo alto, la verdad es que no se ve nada. Está todo
muy oscuro. Ni siquiera la luna ilumina un poco nuestro trayecto. ¿Cómo puede
ver por dónde vamos?
—Inquietante,
¿verdad? —me dice Christian por los auriculares.
—¿Cómo
sabes que vas en la dirección correcta?
—Aquí
—me contesta señalando con su largo dedo un indicador con una brújula
electrónica—. Es un Eurocopter EC135. Uno de los más seguros. Está equipado
para volar de noche. —Me mira y sonríe—. En mi edificio hay un helipuerto. Allí
nos dirigimos.
Pues
claro que en su edificio hay un helipuerto. Me siento totalmente fuera de
lugar. Las luces del panel de control le iluminan ligeramente la cara. Está muy
concentrado y no deja de controlar las diversas esferas situadas frente a él.
Observo sus rasgos con todo detalle. Tiene un perfil muy bonito, la nariz recta
y la mandíbula cuadrada. Me gustaría deslizar la lengua por su mandíbula. No se
ha
afeitado, y su barba de dos días hace la perspectiva
doblemente tentadora. Mmm… Me gustaría sentir su aspereza bajo mi lengua y mis
dedos, contra mi cara.
—Cuando
vuelas de noche, no ves nada. Tienes que confiar en los aparatos —dice
interrumpiendo mi fantasía erótica.
—¿Cuánto
durará el vuelo? —consigo decir, casi sin aliento.
No
estaba pensando en sexo, para nada.
—Menos
de una hora… Tenemos el viento a favor.
En
Seattle en menos de una hora… No está nada mal. Claro, estamos volando.
Queda
menos de una hora para que lo descubra todo. Siento todos los músculos de la
barriga contraídos. Tengo un grave problema con las mariposas. Se me reproducen
en el estómago. ¿Qué me tendrá preparado?
—¿Estás
bien, Anastasia?
—Sí.
Le
contesto con la máxima brevedad porque los nervios me oprimen.
Creo
que sonríe, pero es difícil asegurarlo en la oscuridad. Christian acciona otro
botón.
—Aeropuerto
de Portland, aquí Charlie Tango, en uno-cuatro-mil, cambio.
Intercambia
información con el control de tráfico aéreo. Me suena todo muy profesional.
Creo que estamos pasando del espacio aéreo de Portland al del aeropuerto de
Seattle.
—Entendido,
Seattle, preparado, cambio y corto.
Señala
un puntito de luz en la distancia y dice:
—Mira.
Aquello es Seattle.
—¿Siempre
impresionas así a las mujeres? ¿«Ven a dar una vuelta en mi helicóptero»? —le
pregunto realmente interesada.
—Nunca
he subido a una mujer al helicóptero, Anastasia. También esto es una novedad
—me contesta en tono tranquilo, aunque serio.
Vaya,
no me esperaba esta respuesta. ¿También una novedad? Ah, ¿se referirá a lo de
dormir con una mujer?
—¿Estás
impresionada?
—Me
siento sobrecogida, Christian.
Sonríe.
—¿Sobrecogida?
Por
un instante vuelve a tener su edad.
Asiento.
—Lo
haces todo… tan bien.
—Gracias,
señorita Steele —me dice educadamente.
Creo
que le ha gustado mi comentario, pero no estoy segura.
Durante
un rato atravesamos la oscura noche en silencio. El punto de luz de Seattle es
cada vez mayor.
—Torre
de Seattle a Charlie Tango. Plan de vuelo al Escala en orden. Adelante, por
favor. Preparado. Cambio.
—Aquí
Charlie Tango, entendido, Seattle. Preparado, cambio y corto.
—Está
claro que te divierte —murmuro.
—¿El
qué?
Me
mira. A la tenue luz de los instrumentos parece burlón.
—Volar
—le contesto.
—Exige
control y concentración… ¿cómo no iba a encantarme? Aunque lo que más me gusta
es planear.
—¿Planear?
—Sí.
Vuelo sin motor, para que me entiendas. Planeadores y helicópteros. Piloto las
dos cosas.
—Vaya.
Aficiones
caras. Recuerdo que me lo dijo en la entrevista. A mí me gusta leer, y de vez
en cuando voy al cine. Nada que ver.
—Charlie
Tango, adelante, por favor, cambio.
La
voz incorpórea del control de tráfico aéreo interrumpe mis fantasías. Christian
contesta en tono seguro de sí mismo.
Seattle
está cada vez más cerca. Ahora estamos a las afueras. ¡Uau! Es absolutamente
impresionante. Seattle de noche, desde el cielo…
—Es
bonito, ¿verdad? —me pregunta Christian en un murmullo.
Asiento
entusiasmada. Parece de otro mundo, irreal, y siento como si estuviera en un
estudio de cine gigante, quizá de la película favorita de José, Blade Runner.
El recuerdo de José intentando besarme me incomoda. Empiezo a sentirme un poco
cruel por no haber contestado a sus llamadas. Seguro
que puede esperar hasta mañana.
—Llegaremos
en unos minutos —murmura Christian.
Y de
repente siento que me zumban los oídos, que se me dispara el corazón y que la
adrenalina me recorre el cuerpo. Empieza a hablar de nuevo con el control de
tráfico aéreo, pero ya no lo escucho. Creo que voy a desmayarme. Mi destino
está en sus manos.
Volamos
entre edificios, y frente a nosotros veo un rascacielos con un helipuerto en la
azotea. En ella está pintada en color azul la palabra ESCALA. Está cada vez más
cerca, se va haciendo cada vez más grande… como mi ansiedad. Espero que no se
dé cuenta. No quiero decepcionarlo. Ojalá hubiera hecho caso a Kate y me
hubiera puesto uno de sus vestidos, pero me gustan mis vaqueros negros, y llevo
una camisa verde y una chaqueta negra de Kate. Voy bastante elegante. Me agarro
al extremo de mi asiento cada vez con más fuerza. Tú puedes, tú puedes, me
repito como un mantra mientras nos acercamos al rascacielos.
El
helicóptero reduce la velocidad y se queda suspendido en el aire. Christian
aterriza en la pista de la azotea del edificio. Tengo un nudo en el estómago.
No sabría decir si son nervios por lo que va a suceder, o alivio por haber
llegado vivos, o miedo a que la cosa no vaya bien. Apaga el motor, y el
movimiento y el ruido del rotor van disminuyendo hasta que lo único que oigo es
el sonido de mi respiración entrecortada. Christian se quita los auriculares y
se inclina para quitarme los míos.
—Hemos
llegado —me dice en voz baja.
Su
mirada es intensa, la mitad en la oscuridad y la otra mitad iluminada por las
luces blancas de aterrizaje. Una metáfora muy adecuada para Christian: el
caballero oscuro y el caballero blanco. Parece tenso. Aprieta la mandíbula y
entrecierra los ojos. Se desabrocha el cinturón de seguridad y se inclina para
desabrocharme el mío. Su cara está a centímetros de la mía.
—No
tienes que hacer nada que no quieras hacer. Lo sabes, ¿verdad?
Su
tono es muy serio, incluso angustiado, y sus ojos, ardientes. Me pilla por
sorpresa.
—Nunca
haría nada que no quisiera hacer, Christian.
Y
mientras lo digo, siento que no estoy del todo convencida, porque en estos
momentos seguramente haría cualquier cosa por el hombre que está sentado a mi
lado. Pero mis palabras funcionan y Christian se calma.
Me
mira un instante con cautela y luego, pese a ser tan alto, se mueve con
elegancia hasta la puerta del helicóptero y la abre. Salta, me espera y me coge
de la
mano para ayudarme a bajar a la pista. En la azotea
del edificio hace mucho viento y me pone nerviosa el hecho de estar en un
espacio abierto a unos treinta pisos de altura. Christian me pasa el brazo por
la cintura y tira de mí.
—Vamos
—me grita por encima del ruido del viento.
Me
arrastra hasta un ascensor, teclea un número en un panel, y la puerta se abre.
En el ascensor, completamene revestido de espejos, hace calor. Puedo ver a
Christian hasta el infinito mire hacia donde mire, y lo bonito es que también
me tiene cogida hasta el infinito. Teclea otro código, las puertas se cierran y
el ascensor empieza a bajar.
Al
momento estamos en un vestíbulo totalmente blanco. En medio hay una mesa
redonda de madera oscura con un enorme ramo de flores blancas. Las paredes
están llenas de cuadros. Abre una puerta doble, y el blanco se prolonga por un
amplio pasillo que nos lleva hasta la entrada de una habitación inmensa. Es el
salón principal, de techos altísimos. Calificarlo de «enorme» sería quedarse
muy corto. La pared del fondo es de cristal y da a un balcón con magníficas
vistas a la ciudad.
A la
derecha hay un imponente sofá en forma de U en el que podrían sentarse
cómodamente diez personas. Frente a él, una chimenea ultramoderna de acero
inoxidable… o a saber, quizá sea de platino. El fuego encendido llamea
suavemente. A la izquierda, junto a la entrada, está la zona de la cocina. Toda
blanca, con la encimera de madera oscura y una barra en la que pueden sentarse
seis personas.
Junto
a la zona de la cocina, frente a la pared de cristal, hay una mesa de comedor
rodeada de dieciséis sillas. Y en el rincón hay un enorme piano negro y
resplandeciente. Claro… seguramente también toca el piano. En todas las paredes
hay cuadros de todo tipo y tamaño. En realidad, el apartamento parece más una
galería que una vivienda.
—¿Me
das la chaqueta? —me pregunta Christian.
Niego
con la cabeza. He cogido frío en la pista del helicóptero.
—¿Quieres
tomar una copa? —me pregunta.
Parpadeo.
¿Después de lo que pasó ayer? ¿Está de broma o qué? Por un segundo pienso en
pedirle un margarita, pero no me atrevo.
—Yo
tomaré una copa de vino blanco. ¿Quieres tú otra?
—Sí,
gracias —murmuro.
Me
siento incómoda en este enorme salón. Me acerco a la pared de cristal y me
doy cuenta de que la parte inferior del panel se abre
al balcón en forma de acordeón. Abajo se ve Seattle, iluminada y animada.
Retrocedo hacia la zona de la cocina —tardo unos segundos, porque está muy
lejos de la pared de cristal—, donde Christian está abriendo una botella de
vino. Se ha quitado la chaqueta.
—¿Te
parece bien un Pouilly Fumé?
—No
tengo ni idea de vinos, Christian. Estoy segura de que será perfecto.
Hablo
en voz baja y entrecortada. El corazón me late muy deprisa. Quiero salir
corriendo. Esto es lujo de verdad, de una riqueza exagerada, tipo Bill Gates.
¿Qué estoy haciendo aquí? Sabes muy bien lo que estás haciendo aquí, se burla
mi subconsciente. Sí, quiero irme a la cama con Christian Grey.
—Toma
—me dice tendiéndome una copa de vino.
Hasta
las copas son lujosas, de cristal grueso y muy modernas. Doy un sorbo. El vino
es ligero, fresco y delicioso.
—Estás
muy callada y ni siquiera te has puesto roja. La verdad es que creo que nunca
te había visto tan pálida, Anastasia —murmura—. ¿Tienes hambre?
Niego
con la cabeza. No de comida.
—Qué
casa tan grande.
—¿Grande?
—Grande.
—Es
grande —admite con una mirada divertida.
Doy
otro sorbo de vino.
—¿Sabes
tocar? —le pregunto señalando el piano.
—Sí.
—¿Bien?
—Sí.
—Claro,
cómo no. ¿Hay algo que no hagas bien?
—Sí…
un par o tres de cosas.
Da
un sorbo de vino sin quitarme los ojos de encima. Siento que su mirada me sigue
cuando me giro y observo el inmenso salón. Pero no debería llamarlo «sala». No
es un salón, sino una declaración de principios.
—¿Quieres
sentarte?
Asiento
con la cabeza. Me coge de la mano y me lleva al gran sofá de color
crema. Mientras me siento, me asalta la idea de que
parezco Tess Durbeyfield observando la nueva casa del notario Alec
d’Urberville. La idea me hace sonreír.
—¿Qué
te parece tan divertido?
Está
sentado a mi lado, mirándome. Ha apoyado el codo derecho en el respaldo del
sofá, con la mano bajo la barbilla.
—¿Por
qué me regalaste precisamente Tess, la de los d’Urberville? —le
pregunto.
Christian
me mira fijamente un momento. Creo que le ha sorprendido mi pregunta.
—Bueno,
me dijiste que te gustaba Thomas Hardy.
—¿Solo
por eso?
Hasta
yo soy consciente de que mi voz suena decepcionada. Aprieta los labios.
—Me
pareció apropiado. Yo podría empujarte a algún ideal imposible, como Angel
Clare, o corromperte del todo, como Alec d’Urberville —murmura.
Sus
ojos brillan, impenetrables y peligrosos.
—Si
solo hay dos posibilidades, elijo la corrupción —susurro mirándole.
Mi
subconsciente me observa asombrada. Christian se queda boquiabierto.
—Anastasia,
deja de morderte el labio, por favor. Me desconcentras. No sabes lo que dices.
—Por
eso estoy aquí.
Frunce
el ceño.
—Sí.
¿Me disculpas un momento?
Desaparece
por una gran puerta al otro extremo del salón. A los dos minutos vuelve con
unos papeles en las manos.
—Esto
es un acuerdo de confidencialidad. —Se encoge de hombros y parece ligeramente
incómodo—. Mi abogado ha insistido.
Me
lo tiende. Estoy totalmente perpleja.
—Si
eliges la segunda opción, la corrupción, tendrás que firmarlo.
—¿Y
si no quiero firmar nada?
—Entonces
te quedas con los ideales de Angel Clare, bueno, al menos en la mayor parte del
libro.
—¿Qué
implica este acuerdo?
—Implica que no puedes contar nada de lo que suceda
entre nosotros. Nada a nadie.
Lo
observo sin dar crédito. Mierda. Tiene que ser malo, malo de verdad, y ahora
tengo mucha curiosidad por saber de qué se trata.
—De
acuerdo, lo firmaré.
Me
tiende un bolígrafo.
—¿Ni
siquiera vas a leerlo?
—No.
Frunce
el ceño.
—Anastasia,
siempre deberías leer todo lo que firmas —me riñe.
—Christian,
lo que no entiendes es que en ningún caso hablaría de nosotros con nadie. Ni
siquiera con Kate. Así que lo mismo da si firmo un acuerdo o no. Si es tan
importante para ti o para tu abogado… con el que es obvio que hablas de mí, de
acuerdo. Lo firmaré.
Me
observa fijamente y asiente muy serio.
—Buena
puntualización, señorita Steele.
Firmo
con gesto grandilocuente las dos copias y le devuelvo una. Doblo la otra, me la
meto en el bolso y doy un largo sorbo de vino. Parezco mucho más valiente de lo
que en realidad me siento.
—¿Quiere
decir eso que vas a hacerme el amor esta noche, Christian?
¡Maldita
sea! ¿Acabo de decir eso? Abre ligeramente la boca, pero enseguida se
recompone.
—No,
Anastasia, no quiere decir eso. En primer lugar, yo no hago el amor. Yo follo…
duro. En segundo lugar, tenemos mucho más papeleo que arreglar. Y en tercer
lugar, todavía no sabes de lo que se trata. Todavía podrías salir corriendo.
Ven, quiero mostrarte mi cuarto de juegos.
Me
quedo boquiabierta. ¡Follo duro! Madre mía. Suena de lo más excitante. Pero
¿por qué vamos a ver un cuarto de juegos? Estoy perpleja.
—¿Quieres
jugar con la Xbox? —le pregunto.
Se
ríe a carcajadas.
—No,
Anastasia, ni a la Xbox ni a la PlayStation. Ven.
Se
levanta y me tiende la mano. Dejo que me lleve de nuevo al pasillo. A la
derecha de la puerta doble por la que entramos hay otra puerta que da a una
escalera. Subimos al piso de arriba y giramos a la
derecha. Se saca una llave del bolsillo, la gira en la cerradura de otra puerta
y respira hondo.
—Puedes
marcharte en cualquier momento. El helicóptero está listo para llevarte a donde
quieras. Puedes pasar la noche aquí y marcharte mañana por la mañana. Lo que
decidas me parecerá bien.
—Abre
la maldita puerta de una vez, Christian.
Abre
la puerta y se aparta a un lado para que entre yo primero. Vuelvo a mirarlo.
Quiero saber lo que hay ahí dentro. Respiro hondo y entro.
Y
siento como si me hubiera transportado al siglo XVI, a la época de la
Inquisición española.
7
Lo
primero que noto es el olor: piel, madera y cera con un ligero aroma a limón.
Es muy agradable, y la luz es tenue, sutil. En realidad no veo de dónde sale,
de algún sitio junto a la cornisa, y emite un resplandor ambiental. Las paredes
y el techo son de color burdeos oscuro, que da a la espaciosa habitación un
efecto uterino, y el suelo es de madera barnizada muy vieja. En la pared,
frente a la puerta, hay una gran X de madera, de caoba muy brillante, con
esposas en los extremos para sujetarse. Por encima hay una gran rejilla de
hierro suspendida del techo, como mínimo de dos metros cuadrados, de la que
cuelgan todo tipo de cuerdas, cadenas y grilletes brillantes. Cerca de la
puerta, dos grandes postes relucientes y ornamentados, como balaustres de una
barandilla pero más grandes, cuelgan a lo largo de la pared como barras de
cortina. De ellos pende una impresionante colección de palos, látigos, fustas y
curiosos instrumentos con plumas.
Junto
a la puerta hay un mueble de caoba maciza con cajones muy estrechos, como si
estuvieran destinados a guardar muestras en un viejo museo. Por un instante me
pregunto qué hay dentro. ¿Quiero saberlo? En la esquina del fondo veo un banco
acolchado de piel de color granate, y pegado a la pared, un estante de madera
que parece una taquera para palos de billar, pero que al observarlo con más
atención descubro que contiene varas de diversos tamaños y grosores. En la
esquina opuesta hay una sólida mesa de casi dos metros de largo —madera
brillante con patas talladas—, y debajo, dos taburetes a juego.
Pero
lo que domina la habitación es una cama. Es más grande que las de matrimonio,
con dosel de cuatro postes tallado de estilo rococó. Parece de finales del
siglo XIX. Debajo del dosel veo más cadenas y esposas relucientes. No hay ropa
de cama… solo un colchón cubierto de piel roja, y varios cojines de satén rojo
en un extremo.
A
unos metros de los pies de la cama hay un gran sofá Chesterfield granate,
plantificado en medio de la sala, frente a la cama. Extraña distribución… eso
de poner un sofá frente a la cama. Y sonrío para mis adentros. Me parece raro
el sofá, cuando en realidad es el mueble más normal de toda la habitación. Alzo
los ojos y observo el techo. Está lleno de mosquetones, a intervalos
irregulares. Me pregunto
por un segundo para qué sirven. Es extraño, pero toda
esa madera, las paredes oscuras, la tenue luz y la piel granate hacen que la
habitación parezca dulce y romántica… Sé que es cualquier cosa menos eso. Es lo
que Christian entiende por dulzura y romanticismo.
Me
giro y está mirándome fijamente, como suponía, con expresión impenetrable.
Avanzo por la habitación y me sigue. El artilugio de plumas me ha intrigado. Me
decido a tocarlo. Es de ante, como un pequeño gato de nueve colas, pero más
grueso y con pequeñas bolas de plástico en los extremos.
—Es
un látigo de tiras —dice Christian en voz baja y dulce.
Un
látigo de tiras… Vaya. Creo que estoy en estado de shock. Mi subconsciente ha
emigrado, o se ha quedado muda, o sencillamente se ha caído en redondo y se ha
muerto. Estoy paralizada. Puedo observar y asimilar, pero no articular lo que
siento ante todo esto, porque estoy en estado de shock. ¿Cuál es la reacción
adecuada cuando descubres que tu posible amante es un sádico o un masoquista
total? Miedo… sí… esa parece ser la sensación principal. Ahora me doy cuenta.
Pero extrañamente no de él. No creo que me hiciera daño. Bueno, no sin mi
consentimiento. Un sinfín de preguntas me nublan la mente. ¿Por qué? ¿Cómo?
¿Cuándo? ¿Con qué frecuencia? ¿Quién? Me acerco a la cama y paso las manos por
uno de los postes. Es muy grueso, y el tallado es impresionante.
—Di
algo —me pide Christian en tono engañosamente dulce.
—¿Se
lo haces a gente o te lo hacen a ti?
Frunce
la boca, no sé si divertido o aliviado.
—¿A
gente? —Pestañea un par de veces, como si estuviera pensando qué contestarme—.
Se lo hago a mujeres que quieren que se lo haga.
No
lo entiendo.
—Si
tienes voluntarias dispuestas a aceptarlo, ¿qué hago yo aquí?
—Porque
quiero hacerlo contigo, lo deseo.
—Oh.
Me
quedo boquiabierta. ¿Por qué?
Me
dirijo a la otra esquina de la sala, paso la mano por el banco acolchado, alto
hasta la cintura, y deslizo los dedos por la piel. Le gusta hacer daño a las
mujeres. La idea me deprime.
—¿Eres
un sádico?
—Soy
un Amo.
Sus ojos grises se vuelven abrasadores, intensos.
—¿Qué
significa eso? —le pregunto en un susurro.
—Significa
que quiero que te rindas a mí en todo voluntariamente.
Lo
miro frunciendo el ceño, intentando asimilar la idea.
—¿Por
qué iba a hacer algo así?
—Por
complacerme —murmura ladeando la cabeza.
Veo
que esboza una sonrisa.
¡Complacerle!
¡Quiere que lo complazca! Creo que me quedo boquiabierta. Complacer a Christian
Grey. Y en ese momento me doy cuenta de que sí, de que es exactamente lo que
quiero hacer. Quiero que disfrute conmigo. Es una revelación.
—Digamos,
en términos muy simples, que quiero que quieras complacerme —me dice en voz
baja, hipnótica.
—¿Cómo
tengo que hacerlo?
Siento
la boca seca. Ojalá tuviera más vino. De acuerdo, entiendo lo de complacerle,
pero el gabinete de tortura isabelino me ha dejado desconcertada. ¿Quiero saber
la respuesta?
—Tengo
normas, y quiero que las acates. Son normas que a ti te benefician y a mí me
proporcionan placer. Si cumples esas normas para complacerme, te recompensaré.
Si no, te castigaré para que aprendas —susurra.
Mientras
me habla, miro el estante de las varas.
—¿Y
en qué momento entra en juego todo esto? —le pregunto señalando con la mano
alrededor del cuarto.
—Es parte
del paquete de incentivos. Tanto de la recompensa como del castigo.
—Entonces
disfrutarás ejerciendo tu voluntad sobre mí.
—Se
trata de ganarme tu confianza y tu respeto para que me permitas ejercer mi
voluntad sobre ti. Obtendré un gran placer, incluso una gran alegría, si te
sometes. Cuanto más te sometas, mayor será mi alegría. La ecuación es muy
sencilla.
—De
acuerdo, ¿y qué saco yo de todo esto?
Se
encoge de hombros y parece hacer un gesto de disculpa.
—A
mí —se limita a contestarme.
Dios
mío… Christian me observa pasándose la mano por el pelo.
—Anastasia,
no hay manera de saber lo que piensas —murmura nervioso—.
Volvamos abajo, así podré concentrarme mejor. Me
desconcentro mucho contigo aquí.
Me
tiende una mano, pero ahora no sé si cogerla.
Kate
me había dicho que era peligroso, y tenía mucha razón. ¿Cómo lo sabía? Es
peligroso para mi salud, porque sé que voy a decir que sí. Y una parte de mí no
quiere. Una parte de mí quiere gritar y salir corriendo de este cuarto y de
todo lo que representa. Me siento muy desorientada.
—No
voy a hacerte daño, Anastasia.
Sé
que no me miente. Le cojo de la mano y salgo con él del cuarto.
—Quiero
mostrarte algo, por si aceptas.
En
lugar de bajar las escaleras, gira a la derecha del cuarto de juegos, como él
lo llama, y avanza por un pasillo. Pasamos junto a varias puertas hasta que
llegamos a la última. Al otro lado hay un dormitorio con una cama de
matrimonio. Todo es blanco… todo: los muebles, las paredes, la ropa de cama. Es
aséptica y fría, pero con una vista preciosa de Seattle desde la pared de
cristal.
—Esta
será tu habitación. Puedes decorarla a tu gusto y tener aquí lo que quieras.
—¿Mi
habitación? ¿Esperas que me venga a vivir aquí? —le pregunto sin poder
disimular mi tono horrorizado.
—A vivir
no. Solo, digamos, del viernes por la noche al domingo. Tenemos que hablar del
tema y negociarlo. Si aceptas —añade en voz baja y dubitativa.
—¿Dormiré
aquí?
—Sí.
—No
contigo.
—No.
Ya te lo dije. Yo no duermo con nadie. Solo contigo cuando te has emborrachado
hasta perder el sentido —me dice en tono de reprimenda.
Aprieto
los labios. Hay algo que no me encaja. El amable y cuidadoso Christian, que me
rescata cuando estoy borracha y me sujeta amablemente mientras vomito en las
azaleas, y el monstruo que tiene un cuarto especial lleno de látigos y cadenas.
—¿Dónde
duermes tú?
—Mi
habitación está abajo. Vamos, debes de tener hambre.
—Es
raro, pero creo que se me ha quitado el hambre —murmuro de mala gana.
—Tienes que comer, Anastasia —me regaña.
Me
coge de la mano y volvemos al piso de abajo.
De
vuelta en el salón increíblemente grande, me siento muy inquieta. Estoy al
borde de un precipicio y tengo que decidir si quiero saltar o no.
—Soy
totalmente consciente de que estoy llevándote por un camino oscuro, Anastasia,
y por eso quiero de verdad que te lo pienses bien. Seguro que tienes cosas que
preguntarme —me dice soltándome la mano y dirigiéndose con paso tranquilo a la
cocina.
Tengo
cosas que preguntarle. Pero ¿por dónde empiezo?
—Has
firmado el acuerdo de confidencialidad, así que puedes preguntarme lo que
quieras y te contestaré.
Estoy
junto a la barra de la cocina y observo cómo abre el frigorífico y saca un
plato de quesos con dos enormes racimos de uvas blancas y rojas. Deja el plato
en la encimera y empieza a cortar una baguette.
—Siéntate
—me dice señalando un taburete junto a la barra.
Obedezco
su orden. Si voy a aceptarlo, tendré que acostumbrarme. Me doy cuenta de que se
ha mostrado dominante desde que lo conocí.
—Has
hablado de papeleo.
—Sí.
—¿A
qué te refieres?
—Bueno,
aparte del acuerdo de confidencialidad, a un contrato que especifique lo que
haremos y lo que no haremos. Tengo que saber cuáles son tus límites, y tú
tienes que saber cuáles son los míos. Se trata de un consenso, Anastasia.
—¿Y
si no quiero?
—Perfecto
—me contesta prudentemente.
—Pero
¿no tendremos la más mínima relación? —le pregunto.
—No.
—¿Por
qué?
—Es
el único tipo de relación que me interesa.
—¿Por
qué?
Se
encoge de hombros.
—Soy
así.
—¿Y cómo llegaste a ser así?
—¿Por
qué cada uno es como es? Es muy difícil saberlo. ¿Por qué a unos les gusta el
queso y otros lo odian? ¿Te gusta el queso? La señora Jones, mi ama de llaves,
ha dejado queso para la cena.
Saca
dos grandes platos blancos de un armario y coloca uno delante de mí.
Y
ahora nos ponemos a hablar del queso… Maldita sea…
—¿Qué
normas tengo que cumplir?
—Las
tengo por escrito. Las veremos después de cenar.
Comida…
¿Cómo voy a comer ahora?
—De
verdad que no tengo hambre —susurro.
—Vas
a comer —se limita a responderme.
El
dominante Christian. Ahora está todo claro.
—¿Quieres
otra copa de vino?
—Sí,
por favor.
Me
sirve otra copa y se sienta a mi lado. Doy un rápido sorbo.
—Te
sentará bien comer, Anastasia.
Cojo
un pequeño racimo de uvas. Con esto sí que puedo. Él entorna los ojos.
—¿Hace
mucho que estás metido en esto? —le pregunto.
—Sí.
—¿Es
fácil encontrar a mujeres que lo acepten?
Me
mira y alza una ceja.
—Te
sorprenderías —me contesta fríamente.
—Entonces,
¿por qué yo? De verdad que no lo entiendo.
—Anastasia,
ya te lo he dicho. Tienes algo. No puedo apartarme de ti. —Sonríe
irónicamente—. Soy como una polilla atraída por la luz. —Su voz se enturbia—.
Te deseo con locura, especialmente ahora, cuando vuelves a morderte el labio.
Respira
hondo y traga saliva.
El
estómago me da vueltas. Me desea… de una manera rara, es cierto, pero este
hombre guapo, extraño y pervertido me desea.
—Creo
que le has dado la vuelta a ese cliché —refunfuño.
Yo soy la polilla y él es la luz, y voy a quemarme. Lo
sé.
—¡Come!
—No.
Todavía no he firmado nada, así que creo que haré lo que yo decida un rato más,
si no te parece mal.
Sus
ojos se dulcifican y sus labios esbozan una sonrisa.
—Como
quiera, señorita Steele.
—¿Cuántas
mujeres? —pregunto de sopetón, pero siento mucha curiosidad.
—Quince.
Vaya,
menos de las que pensaba.
—¿Durante
largos periodos de tiempo?
—Algunas
sí.
—¿Alguna
vez has hecho daño a alguna?
—Sí.
¡Maldita
sea!
—¿Grave?
—No.
—¿Me
harás daño a mí?
—¿Qué
quieres decir?
—Si
vas a hacerme daño físicamente.
—Te
castigaré cuando sea necesario, y será doloroso.
Creo
que estoy mareándome. Tomo otro sorbo de vino. El alcohol me dará valor.
—¿Alguna
vez te han pegado? —le pregunto.
—Sí.
Vaya,
me sorprende. Antes de que haya podido preguntarle por esta última revelación,
interrumpe el curso de mis pensamientos.
—Vamos
a hablar a mi estudio. Quiero mostrarte algo.
Me
cuesta mucho procesar todo esto. He sido tan inocente que pensaba que pasaría
una noche de pasión desenfrenada en la cama de este hombre, y aquí estamos,
negociando un extraño acuerdo.
Lo sigo hasta su estudio, una amplia habitación con
otro ventanal desde el techo hasta el suelo que da al balcón. Se sienta a la
mesa, me indica con un gesto que tome asiento en una silla de cuero frente a él
y me tiende una hoja de papel.
—Estas
son las normas. Podemos cambiarlas. Forman parte del contrato, que también te
daré. Léelas y las comentamos.
NORMASObediencia:La
Sumisa obedecerá inmediatamente todas las instrucciones del Amo, sin dudar, sin
reservas y de forma expeditiva. La Sumisa aceptará toda actividad sexual que el
Amo considere oportuna y placentera, excepto las actividades contempladas en
los límites infranqueables (Apéndice 2). Lo hará con entusiasmo y sin dudar.Sueño:La
Sumisa garantizará que duerme como mínimo siete horas diarias cuando no esté
con el Amo.Comida:Para cuidar su salud y su bienestar, la Sumisa comerá
frecuentemente los alimentos incluidos en una lista (Apéndice 4). La Sumisa no
comerá entre horas, a excepción de fruta.Ropa:Durante la vigencia del
contrato, la Sumisa solo llevará ropa que el Amo haya aprobado. El Amo ofrecerá
a la Sumisa un presupuesto para ropa, que la Sumisa debe utilizar. El Amo
acompañará a la Sumisa a comprar ropa cuando sea necesario. Si el Amo así lo
exige, mientras el contrato esté vigente, la Sumisa se pondrá los adornos que
le exija el Amo, en su presencia o en cualquier otro momento que el Amo
considere oportuno.Ejercicio:El Amo proporcionará a la Sumisa un
entrenador personal cuatro veces por semana, en sesiones de una hora, a horas
convenidas por el entrenador personal y la Sumisa. El entrenador personal
informará al Amo de los avances de la Sumisa.Higiene personal y belleza:La
Sumisa estará limpia y depilada en todo momento. La Sumisa irá a un salón de
belleza elegido por el Amo cuando este lo decida y se someterá a cualquier
tratamiento que el Amo considere oportuno.Seguridad personal:La Sumisa
no beberá en exceso, ni fumará, ni tomará sustancias psicotrópicas, ni correrá
riesgos innecesarios.Cualidades personales:La Sumisa solo mantendrá
relaciones sexuales con el Amo. La Sumisa se comportará en todo momento con
respeto y humildad. Debe comprender que su conducta influye directamente en la
del Amo. Será responsable de cualquier fechoría, maldad y mala conducta que
lleve a cabo cuando el Amo no esté presente. El incumplimiento de cualquiera
de las normas anteriores será inmediatamente castigado, y el Amo determinará la
naturaleza del castigo. Madre mía.
—¿Límites
infranqueables? —le pregunto.
—Sí.
Lo que no harás tú y lo que no haré yo. Tenemos que especificarlo en nuestro
acuerdo.
—No
estoy segura de que vaya a aceptar dinero para ropa. No me parece bien.
Me muevo incómoda. La palabra «puta» me resuena en la
cabeza.
—Quiero
gastar dinero en ti. Déjame comprarte ropa. Quizá necesite que me acompañes a
algún acto, y quiero que vayas bien vestida. Estoy seguro de que con tu sueldo,
cuando encuentres trabajo, no podrás costearte la ropa que me gustaría que
llevaras.
—¿No
tendré que llevarla cuando no esté contigo?
—No.
—De
acuerdo.
Hazte
a la idea de que será como un uniforme.
—No
quiero hacer ejercicio cuatro veces por semana.
—Anastasia,
necesito que estés ágil, fuerte y resistente. Confía en mí. Tienes que hacer
ejercicio.
—Pero
seguro que no cuatro veces por semana. ¿Qué te parece tres?
—Quiero
que sean cuatro.
—Creía
que esto era una negociación.
Frunce
los labios.
—De
acuerdo, señorita Steele, vuelve a tener razón. ¿Qué te parece una hora tres
días por semana, y media hora otro día?
—Tres
días, tres horas. Me da la impresión de que te ocuparás de que haga ejercicio
cuando esté aquí.
Sonríe
perversamente y le brillan los ojos, como si se sintiera aliviado.
—Sí,
lo haré. De acuerdo. ¿Estás segura de que no quieres hacer las prácticas en mi
empresa? Eres buena negociando.
—No,
no creo que sea buena idea.
Observo
la hoja con sus normas. ¡Depilarme! ¿Depilarme el qué? ¿Todo? ¡Uf!
—Pasemos
a los límites. Estos son los míos —me dice tendiéndome otra hoja de papel.
LÍMITES
INFRANQUEABLESActos con fuego.Actos
con orina, defecación y excrementos.Actos con agujas, cuchillos, perforaciones
y sangre.Actos con instrumental médico ginecológico.Actos con niños y
animales.Actos que dejen marcas permanentes en la piel.Actos relativos al
control de la respiración.Actividad que implique contacto directo con corriente
eléctrica (tanto
alterna como continua), fuego o llamas en el cuerpo.
Uf. ¡Tiene que escribirlos! Por supuesto… todos estos límites parecen sensatos
y necesarios, la verdad… Seguramente cualquier persona en su sano juicio no
querría meterse en este tipo de cosas. Pero se me ha revuelto el estómago.
—¿Quieres
añadir algo? —me pregunta amablemente.
Mierda.
No tengo ni idea. Estoy totalmente perpleja. Me mira y arruga la frente.
—¿Hay
algo que no quieras hacer?
—No
lo sé.
—¿Qué
es eso de que no lo sabes?
Me
remuevo incómoda y me muerdo el labio.
—Nunca
he hecho cosas así.
—Bueno,
¿ha habido algo que no te ha gustado hacer en el sexo?
Por
primera vez en lo que parecen siglos, me ruborizo.
—Puedes
decírmelo, Anastasia. Si no somos sinceros, no va a funcionar.
Vuelvo
a removerme incómoda y me contemplo los dedos nudosos.
—Dímelo
—me pide.
—Bueno…
Nunca me he acostado con nadie, así que no lo sé —le digo en voz baja.
Levanto
los ojos hacia él, que me mira boquiabierto, paralizado y pálido, muy pálido.
—¿Nunca?
—susurra.
Asiento.
—¿Eres
virgen?
Asiento
con la cabeza y vuelvo a ruborizarme. Cierra los ojos y parece estar contando
hasta diez. Cuando los abre, me mira enfadado.
—¿Por
qué cojones no me lo habías dicho? —gruñe.
8
Christian
recorre su estudio de un lado a otro pasándose las manos por el pelo. Las dos
manos… lo que quiere decir que está doblemente enfadado. Su férreo control
habitual parece haberse resquebrajado.
—No
entiendo por qué no me lo has dicho —me riñe.
—No
ha salido el tema. No tengo por costumbre ir contando por ahí mi vida sexual.
Además… apenas nos conocemos.
Me
contemplo las manos. ¿Por qué me siento culpable? ¿Por qué está tan rabioso? Lo
miro.
—Bueno,
ahora sabes mucho más de mí —me dice bruscamente. Y aprieta los labios—. Sabía
que no tenías mucha experiencia, pero… ¡virgen! —Lo dice como si fuera un
insulto—. Mierda, Ana, acabo de mostrarte… —se queja—. Que Dios me perdone. ¿Te
han besado alguna vez, sin contarme a mí?
—Pues
claro —le contesto intentando parecer ofendida.
Vale…
quizá un par de veces.
—¿Y
no has perdido la cabeza por ningún chico guapo? De verdad que no lo entiendo.
Tienes veintiún años, casi veintidós. Eres guapa.
Vuelve
a pasarse la mano por el pelo.
Guapa.
Me ruborizo de alegría. Christian Grey me considera guapa. Entrelazo los dedos
y los miro fijamente intentando disimular mi estúpida sonrisa. Quizá es miope.
Mi adormecida subconsciente asoma la cabeza. ¿Dónde estaba cuando la
necesitaba?
—¿Y
de verdad estás hablando de lo que quiero hacer cuando no tienes experiencia?
—Junta las cejas—. ¿Por qué has eludido el sexo? Cuéntamelo, por favor.
Me
encojo de hombros.
—Nadie
me ha… en fin…
Nadie me ha hecho sentir así, solo tú. Y resulta que
tú eres una especie de monstruo.
—¿Por
qué estás tan enfadado conmigo? —le susurro.
—No
estoy enfadado contigo. Estoy enfadado conmigo mismo. Había dado por sentado…
—Suspira, me mira detenidamente y mueve la cabeza—. ¿Quieres marcharte? —me
pregunta en tono dulce.
—No,
a menos que tú quieras que me marche —murmuro.
No,
por favor… No quiero marcharme.
—Claro
que no. Me gusta tenerte aquí —me dice frunciendo el ceño, y echa un vistazo al
reloj—. Es tarde. —Y vuelve a levantar los ojos hacia mí—. Estás mordiéndote el
labio —me dice con voz ronca y mirándome pensativo.
—Perdona.
—No
te disculpes. Es solo que yo también quiero morderlo… fuerte.
Me
quedo boquiabierta… ¿Cómo puede decirme esas cosas y pretender que no me
afecten?
—Ven
—murmura.
—¿Qué?
—Vamos
a arreglar la situación ahora mismo.
—¿Qué
quieres decir? ¿Qué situación?
—Tu
situación, Ana. Voy a hacerte el amor, ahora.
—Oh.
Siento
que el suelo se mueve. Soy una situación. Contengo la respiración.
—Si
quieres, claro. No quiero tentar a la suerte.
—Creía
que no hacías el amor. Creía que tú solo follabas duro.
Trago
saliva. De pronto se me ha secado la boca.
Me
lanza una sonrisa perversa que me recorre el cuerpo hasta llegar a…
—Puedo
hacer una excepción, o quizá combinar las dos cosas. Ya veremos. De verdad
quiero hacerte el amor. Ven a la cama conmigo, por favor. Quiero que nuestro
acuerdo funcione, pero tienes que hacerte una idea de dónde estás metiéndote.
Podemos empezar tu entrenamiento esta noche… con lo básico. No quiere decir que
venga con flores y corazones. Es un medio para llegar a un fin, pero quiero ese
fin y espero que tú lo quieras también —me dice con mirada
intensa.
Me
ruborizo… Madre mía… Mis deseos se hacen realidad.
—Pero
no he hecho todo lo que pides en tu lista de normas —le digo con voz
entrecortada e insegura.
—Olvídate
de las normas. Olvídate de todos esos detalles por esta noche. Te deseo. Te he
deseado desde que te caíste en mi despacho, y sé que tú también me deseas. No
estarías aquí charlando tranquilamente sobre castigos y límites infranqueables
si no me desearas. Ana, por favor, quédate conmigo esta noche.
Me
tiende la mano con ojos brillantes, ardientes… excitados, y la cojo. Tira de mí
hasta rodearme entre sus brazos. El movimiento me pilla por sorpresa y de
pronto siento todo su cuerpo pegado al mío. Me recorre la nuca con los dedos,
enrolla mi coleta entorno a la muñeca y tira suavemente para obligarme a
levantar la cara. Está mirándome.
—Eres
una chica muy valiente —me susurra—. Me tienes fascinado.
Sus
palabras son como un artilugio incendiario. Me arde la sangre. Se inclina, me
besa suavemente y me chupa el labio inferior.
—Quiero
morder este labio —murmura sin despegarse de mi boca.
Y
tira de él con los dientes cuidadosamente. Gimo y sonríe.
—Por
favor, Ana, déjame hacerte el amor.
—Sí
—susurro.
Para
eso estoy aquí. Veo su sonrisa triunfante cuando me suelta, me coge de la mano
y me conduce a través de la casa.
Su
dormitorio es grande. Desde los ventanales se ven los iluminados rascacielos de
Seattle. Las paredes son blancas, y los accesorios, azul claro. La enorme cama
es ultramoderna, de madera maciza de color gris, con cuatro postes pero sin
dosel. En la pared de la cabecera hay un impresionante paisaje marino.
Estoy
temblando como una hoja. Ya está. Por fin, después de tanto tiempo, voy a
hacerlo, y nada menos que con Christian Grey. Respiro entrecortadamente y no
puedo apartar los ojos de él. Se quita el reloj y lo deja encima de una cómoda
a juego con la cama. Luego se quita la americana y la deja en una silla. Lleva
la camisa blanca de lino y unos vaqueros. Es guapo hasta perder el sentido. Su
pelo cobrizo está alborotado y le cuelga la camisa… Sus ojos grises son audaces
y brillantes. Se quita las Converse y se inclina para quitarse también los
calcetines. Los pies de Christian Grey… Uau… ¿Qué tendrán los pies descalzos?
Se gira y me mira con expresión dulce.
—Supongo que no tomas la píldora.
¿Qué?
Mierda.
—Me
temo que no.
Abre
el primer cajón y saca una caja de condones. Me mira fijamente.
—Tienes
que estar preparada —murmura—. ¿Quieres que cierre las persianas?
—No
me importa —susurro—. Creía que no permitías a nadie dormir en tu cama.
—¿Quién
ha dicho que vamos a dormir? —murmura.
—Oh.
Madre
mía.
Se
acerca a mí despacio. Está muy seguro de sí mismo, muy sexy, y le brillan los
ojos. El corazón se me dispara y la sangre me bombea por todo el cuerpo. El
deseo, un deseo caliente e intenso, me invade el vientre. Se detiene frente a
mí y me mira a los ojos. Oh, es tan sexy…
—Vamos
a quitarte la chaqueta, si te parece —me dice en voz baja.
Agarra
las solapas y muy suavemente me desliza la chaqueta por los hombros y la deja
en la silla.
—¿Tienes
idea de lo mucho que te deseo, Ana Steele? —me susurra.
Se
me corta la respiración. No puedo apartar mis ojos de los suyos. Alza una mano
y me pasa suavemente los dedos por la mejilla hasta el mentón.
—¿Tienes
idea de lo que voy a hacerte? —añade acariciándome la barbilla.
Los
músculos de mi parte más profunda y oscura se tensan con infinito placer. El
dolor es tan dulce y tan agudo que quiero cerrar los ojos, pero los suyos, que
me miran ardientes, me hipnotizan. Se inclina y me besa. Sus labios exigentes,
firmes y lentos se acoplan a los míos. Empieza a desabrocharme la blusa
besándome ligeramente la mandíbula, la barbilla y las comisuras de la boca. Me
la quita muy despacio y la deja caer al suelo. Se aparta un poco y me observa.
Por suerte, llevo el sujetador azul cielo de encaje, que me queda estupendo.
—Ana…
—me dice—. Tienes una piel preciosa, blanca y perfecta. Quiero besártela
centímetro a centímetro.
Me
ruborizo. Madre mía… ¿Por qué me dijo que no podía hacer el amor? Haré lo que
me pida. Me agarra de la coleta, la deshace y jadea cuando la melena me cae en
cascada sobre los hombros.
—Me gustan las morenas —murmura.
Mete
las dos manos entre mis cabellos y me sujeta la cabeza. Su beso es exigente, su
lengua y sus labios, persuasivos. Gimo y mi lengua indecisa se encuentra con la
suya. Me rodea con sus brazos, me acerca su cuerpo y me aprieta muy fuerte. Una
mano sigue en mi pelo, y la otra me recorre la columna hasta la cintura y sigue
avanzando, sigue la curva de mi trasero y me empuja suavemente contra sus
caderas. Siento su erección, que empuja lánguidamente contra mi cuerpo.
Vuelvo
a gemir sin apartar los labios de su boca. Apenas puedo resistir las desenfrenadas
sensaciones —¿o son hormonas?— que me devastan el cuerpo. Lo deseo con locura.
Lo cojo por los brazos y siento sus bíceps. Es sorprendentemente fuerte…
musculoso. Con gesto indeciso, subo las manos hasta su cara y su pelo
alborotado, que es muy suave. Tiro suavemente de él, y Christian gime. Me
conduce despacio hacia la cama, hasta que la siento detrás de las rodillas.
Creo que va a empujarme, pero no lo hace. Me suelta y de pronto se arrodilla.
Me sujeta las caderas con las dos manos y desliza la lengua por mi ombligo,
avanza hasta la cadera mordisqueándome y después me recorre la barriga en
dirección a la otra cadera.
—Ah
—gimo.
No
esperaba verlo de rodillas frente a mí y sentir su lengua recorriendo mi
cuerpo. Es excitante. Apoyo las manos en su pelo y tiro suavemente intentando
calmar mi acelerada respiración. Levanta la cara y sus ardientes ojos grises me
miran a través de las pestañas, increíblemente largas. Sube las manos, me
desabrocha el botón de los vaqueros y me baja lentamente la cremallera. Sin
apartar sus ojos de los míos, introduce muy despacio las manos en mi pantalón,
las pega a mi cuerpo, las desliza hasta el trasero y avanza hasta los muslos
arrastrando con ellas los vaqueros. No puedo dejar de mirarlo. Se detiene y,
sin apartar los ojos de mí ni un segundo, se lame los labios. Se inclina hacia
delante y pasa la nariz por el vértice en el que se unen mis muslos. Lo siento
junto a mi sexo.
—Hueles
muy bien —murmura.
Cierra
los ojos, con expresión de puro placer, y siento como una sacudida. Extiende un
brazo, tira del edredón, me empuja suavemente y caigo sobre la cama.
Todavía
de rodillas, me coge un pie, me desabrocha la Converse y me la quita, junto con
el calcetín. Me apoyo en los codos y me incorporo para ver lo que hace. Jadeo,
muerta de deseo. Me agarra el pie por el talón y me recorre el empeine con la
uña del pulgar. Es casi doloroso, pero siento que el recorrido se proyecta
sobre mi ingle. Gimo. Sin apartar los ojos de mí, vuelve a recorrerme el
empeine, esta vez con la lengua, y después con los dientes. Mierda. ¿Cómo puedo
sentirlo entre las
piernas? Caigo sobre la cama gimiendo. Oigo su risa
ahogada.
—Ana,
no te imaginas lo que podría hacer contigo —me susurra.
Me
quita la otra zapatilla y el calcetín, y después se levanta y me quita los
vaqueros. Estoy tumbada en su cama, en bragas y sujetador, y él me mira
detenidamente.
—Eres
muy hermosa, Anastasia Steele. Me muero por estar dentro de ti.
¡Vaya
manera de hablar! Es todo un seductor. Me corta la respiración.
—Muéstrame
cómo te das placer.
¿Qué?
Frunzo el ceño.
—No
seas tímida, Ana. Muéstramelo —me susurra.
Muevo
la cabeza.
—No
entiendo lo que quieres decir —le contesto con voz ronca, tan empapada de deseo
que apenas la reconozco.
—¿Cómo
te corres sola? Quiero verlo.
Muevo
la cabeza.
—No
me corro sola —murmuro.
Alza
las cejas, atónito por un momento, sus ojos se vuelven impenetrables y niega
con la cabeza como si no pudiera creérselo.
—Bueno,
veremos qué podemos hacer —me dice en voz baja, desafiante, en un tono de
amenaza exquisitamente sensual.
Se
desabrocha los botones de los vaqueros y se los quita despacio sin apartar los
ojos de los míos. Se inclina sobre mí, me agarra de los tobillos, me separa
rápidamente las piernas y avanza por la cama entre ellas. Se queda suspendido
encima de mí. Me retuerzo de deseo.
—No
te muevas —murmura.
Se
inclina, me besa la parte interior de un muslo y va subiendo, sin dejar de
besarme, hasta mis bragas de encaje.
Ay…
No puedo quedarme quieta. ¿Cómo no voy a moverme? Me retuerzo debajo de él.
—Vamos
a tener que trabajar para que aprendas a quedarte quieta, nena.
Sigue
besándome la barriga y me introduce la lengua en el ombligo. Sus labios
ascienden hacia el torso. Me arde la piel. Estoy sofocada. Por un momento
siento
mucho calor, luego frío, y araño la sábana sobre la
que estoy tumbada. Christian se tumba a mi lado y me recorre con la mano desde
la cadera hasta el pecho, pasando por la cintura. Me observa con expresión
impenetrable y me rodea suavemente los pechos con las manos.
—Encajan
perfectamente en mi mano, Anastasia —murmura.
Mete
el dedo índice por la copa de mi sujetador, la baja muy despacio y deja mi
pecho al aire, empujado hacia arriba por la varilla y la tela. Desplaza el dedo
a mi otro seno y repite el proceso. Los pechos se me hinchan y los pezones se
me endurecen bajo su insistente mirada. El sujetador mantiene alzados mis
senos.
—Muy
bonitos —suspira admirado.
Y
los pezones se me endurecen todavía más.
Me
chupa suavemente un pezón, desliza una mano al otro pecho, y con el pulgar
rodea muy despacio el otro pezón y tira de él. Gimo y siento que una dulce
sensación me desciende hasta la ingle. Estoy muy húmeda. Oh, por favor, suplico
para mis adentros agarrando con fuerza la sábana. Cierra los labios alrededor
de mi otro pezón, y cuando lo lame, casi siento una convulsión.
—Vamos
a ver si conseguimos que te corras así —me susurra.
Y
sigue con su lenta y sensual incursión. Mis pezones sienten sus hábiles dedos y
sus labios, que encienden mis terminaciones nerviosas hasta el punto de que
todo mi cuerpo gime en una dulce agonía, pero él no se detiene.
—Oh…
por favor —le suplico.
Tiro
la cabeza hacia atrás, con la boca abierta, y gimo. Siento las piernas
entumecidas. Maldita sea, ¿qué está pasándome?
—Déjate
ir, nena —murmura.
Me
aprieta un pezón con los dientes, con el pulgar y el índice tira fuerte del
otro, y me dejo caer en sus manos. Mi cuerpo se agita y estalla en mil pedazos.
Me besa profundamente, metiéndome la lengua en la boca para absorber mis
gritos.
¡Dios
mío! Ha sido fantástico. Ahora ya sé a qué viene tanto asombro ante mi
reacción. Me mira con una sonrisa satisfecha, aunque estoy segura de que no es
más que gratitud y admiración por mí.
—Eres
muy receptiva —me dice—. Tendrás que aprender a controlarlo, y será muy
divertido enseñarte.
Vuelve
a besarme.
Mi
respiración es todavía irregular mientras me recupero del orgasmo. Desliza
una mano hasta mi cintura, mis caderas, y la posa en
mis partes íntimas… Ay. Introduce un dedo por el encaje y lentamente empieza a
trazar círculos alrededor de mi sexo. Cierra los ojos por un instante y
contiene la respiración.
—Estás
muy húmeda. No sabes cuánto te deseo.
Introduce
un dedo dentro de mí, y yo grito mientras lo saca y vuelve a meterlo. Me frota
el clítoris con la palma de la mano, y grito de nuevo. Sigue introduciéndome el
dedo, cada vez con más fuerza. Gimo.
De
repente se sienta, me quita las bragas y las tira al suelo. Se quita también él
los calzoncillos y libera su erección. ¡Madre mía! Alarga el brazo hasta la
mesita de noche, coge un paquetito plateado y se mueve entre mis piernas para
que las abra. Se arrodilla y desliza un condón por su largo miembro. Oh, no…
¿Cómo va a entrar?
—No
te preocupes —me susurra mirándome a los ojos—. Tú también te dilatas.
Se
inclina apoyando las manos a ambos lados de mi cabeza, de modo que queda
suspendido por encima de mí. Me mira a los ojos con la mandíbula apretada y los
ojos ardientes. En este momento me doy cuenta de que todavía lleva puesta la
camisa.
—¿De
verdad quieres hacerlo? —me pregunta en voz baja.
—Por
favor —le suplico.
—Levanta
las rodillas —me ordena en tono suave.
Obedezco
de inmediato.
—Ahora
voy a follarla, señorita Steele —murmura colocando la punta de su miembro
erecto delante de mi sexo—. Duro —susurra.
Y me
penetra bruscamente.
—¡Aaay!
—grito.
Al
desgarrar mi virginidad, siento una extraña sensación en lo más profundo de mí,
como un pellizco. Se queda inmóvil y me observa con ojos en los que brilla el
triunfo.
Tiene
la boca ligeramente abierta y le cuesta respirar. Gime.
—Estás
muy cerrada. ¿Estás bien?
Asiento
con los ojos en blanco y agarrándome a sus brazos. Me siento llena por dentro.
Sigue inmóvil para que me aclimate a la invasiva y abrumadora sensación de
tenerlo dentro de mí.
—Voy a moverme, nena —me susurra un momento después en
tono firme.
Oh.
Retrocede
con exquisita lentitud. Cierra los ojos, gime y vuelve a penetrarme. Grito por
segunda vez, y se detiene.
—¿Más?
—me susurra con voz salvaje.
—Sí
—le contesto.
Vuelve
a penetrarme y a detenerse.
Gimo.
Mi cuerpo lo acepta… Oh, quiero que siga.
—¿Otra
vez? —me pregunta.
—Sí
—le contesto en tono de súplica.
Y se
mueve, pero esta vez no se detiene. Se apoya en los codos, de modo que siento
su peso sobre mí, aprisionándome. Al principio se mueve despacio, entra y sale
de mi cuerpo. Y a medida que voy acostumbrándome a la extraña sensación,
empiezo a mover las caderas hacia las suyas. Acelera. Gimo y me embiste con
fuerza, cada vez más deprisa, sin piedad, a un ritmo implacable, y yo mantengo
el ritmo de sus embestidas. Me agarra la cabeza con las manos, me besa
bruscamente y vuelve a tirar de mi labio inferior con los dientes. Se retira un
poco y siento que algo crece en lo más profundo de mí, como antes. Voy
poniéndome tensa a medida que me penetra una y otra vez. Me tiembla el cuerpo,
me arqueo. Estoy bañada en sudor. No sabía que sería así… No sabía que la
sensación podía ser tan agradable. Mis pensamientos se dispersan… No hay más
que sensaciones… Solo él… Solo yo… Ay, por favor… Mi cuerpo se pone rígido.
—Córrete
para mí, Ana —susurra sin aliento.
Y me
dejo ir en cuanto lo dice, llego al clímax y estallo en mil pedazos bajo su
cuerpo. Y mientras se corre también él, grita mi nombre, da una última
embestida se queda inmóvil, como si se vaciara dentro de mí.
Todavía
jadeo, intento ralentizar la respiración y los latidos del corazón, y mis
pensamientos se sumen en el caos. Uau… ha sido algo increíble. Abro los ojos. Christian
ha apoyado su frente en la mía. Tiene los ojos cerrados y su respiración es
irregular. Parpadea, abre los ojos y me lanza una mirada turbia, aunque dulce.
Sigue dentro de mí. Se inclina, me besa suavemente en la frente y, muy
despacio, empieza a salir de mi cuerpo.
—Oooh.
Es
una sensación extraña, que me hace estremecer.
—¿Te he hecho daño? —me pregunta Christian mientras se
tumba a mi lado apoyándose en un codo.
Me
pasa un mechón de pelo por detrás de la oreja. Y no puedo evitar esbozar una amplia
sonrisa.
—¿Estás
de verdad preguntándome si me has hecho daño?
—No
me vengas con ironías —me dice con una sonrisa burlona—. En serio, ¿estás bien?
Sus
ojos son intensos, perspicaces, incluso exigentes.
Me
tiendo a su lado sintiendo los miembros desmadejados, con los huesos como de
goma, pero estoy relajada, muy relajada. Le sonrío. No puedo dejar de sonreír.
Ahora entiendo a qué viene tanto alboroto. Dos orgasmos… todo tu ser
completamente descontrolado, como cuando una lavadora centrifuga. Uau. No tenía
ni idea de lo que mi cuerpo era capaz, de que podía tensarse tanto y liberarse
de forma tan violenta, tan gratificante. El placer ha sido indescriptible.
—Estás
mordiéndote el labio, y no me has contestado.
Frunce
el ceño. Le sonrío con gesto travieso. Está imponente con su pelo alborotado,
sus ardientes ojos grises entrecerrados y su expresión seria e impenetrable.
—Me
gustaría volver a hacerlo —susurro.
Por
un momento creo ver una fugaz expresión de alivio en su cara. Luego cambia
rápidamente de expresión y me mira con ojos velados.
—¿Ahora
mismo, señorita Steele? —musita en tono frío. Se inclina sobre mí y me besa
suavemente en la comisura de la boca—. ¿No eres un poquito exigente? Date la
vuelta.
Parpadeo
varias veces, pero al final me doy la vuelta. Me desabrocha el sujetador y me
desliza la mano desde la espalda hasta el trasero.
—Tienes
una piel realmente preciosa —murmura.
Mete
una pierna entre las mías y se queda medio tumbado sobre mi espalda. Siento la
presión de los botones de su camisa mientras me retira el pelo de la cara y me
besa en el hombro.
—¿Por
qué no te has quitado la camisa? —le pregunto.
Se
queda inmóvil. Acto seguido se quita la camisa y vuelve a tumbarse encima de
mí. Siento su cálida piel sobre la mía. Mmm… Es una maravilla. Tiene el pecho
cubierto de una ligera capa de pelo, que me hace cosquillas en la espalda.
—Así que quieres que vuelva a follarte… —me susurra al
oído.
Y
empieza a besarme muy suavemente alrededor de la oreja y en el cuello. Me
levanta las rodillas y se me corta la respiración… ¿Qué está haciendo ahora? Se
mete entre mis piernas, se pega a mi espalda y me pasa la mano por el muslo
hasta el trasero. Me acaricia despacio las nalgas y después desliza los dedos
entre mis piernas.
—Voy
a follarte desde atrás, Anastasia —murmura.
Con
la otra mano me agarra del pelo a la altura de la nuca y tira ligeramente para
colocarme. No puedo mover la cabeza. Estoy inmovilizada debajo de él,
indefensa.
—Eres
mía —susurra—. Solo mía. No lo olvides.
Su
voz es embriagadora, y sus palabras, seductoras. Noto cómo crece su erección
contra mi muslo.
Desliza
los dedos y me acaricia suavemente el clítoris, trazando círculos muy despacio.
Siento su respiración en la cara mientras me pellizca lentamente la mandíbula.
—Hueles
de maravilla.
Me
acaricia detrás de la oreja con la nariz. Frota las manos contra mi cuerpo una
y otra vez. En un instinto reflejo, empiezo a trazar círculos con las caderas,
al compás de su mano, y un placer enloquecedor me recorre las venas como si
fuera adrenalina.
—No
te muevas —me ordena en voz baja, aunque imperiosa.
Y
lentamente me introduce el pulgar y lo gira acariciando las paredes de mi
vagina. El efecto es alucinante. Toda mi energía se concentra en esa pequeña
parte de mi cuerpo. Gimo.
—¿Te
gusta? —me pregunta en voz baja pasándome los dientes por la oreja.
Y
empieza a mover el pulgar lentamente, dentro, fuera, dentro, fuera… con los
dedos todavía trazando círculos.
Cierro
los ojos e intento controlar mi respiración, intento absorber las desordenadas
y caóticas sensaciones que sus dedos desatan en mí mientras el fuego me recorre
el cuerpo. Vuelvo a gemir.
—Estás
muy húmeda y eres muy rápida. Muy receptiva. Oh, Anastasia, me gusta, me gusta
mucho —susurra.
Quiero
mover las piernas, pero no puedo. Me tiene aprisionada y mantiene un
ritmo constante, lento y tortuoso. Es absolutamente
maravilloso. Gimo de nuevo y de pronto se mueve.
—Abre
la boca —me pide.
Y me
introduce en la boca el pulgar. Pestañeo frenéticamente.
—Mira
cómo sabes —me susurra al oído—. Chúpame, nena.
Me
presiona la lengua con el pulgar, cierro la boca alrededor de su dedo y chupo
salvajemente. Siento el sabor salado de su pulgar y la acidez ligeramente
metálica de la sangre. Madre mía. Esto no está bien, pero es terriblemente
erótico.
—Quiero
follarte la boca, Anastasia, y pronto lo haré —me dice con voz ronca, salvaje,
y respiración entrecortada.
¡Follarme
la boca! Gimo y le muerdo. Pega un grito ahogado y me tira del pelo con más
fuerza, me hace daño, así que le suelto el dedo.
—Mi
niña traviesa —susurra.
Alarga
la mano hacia la mesita de noche y coge un paquetito plateado.
—Quieta,
no te muevas —me ordena soltándome el pelo.
Rasga
el paquetito plateado mientras yo jadeo y siento el calor recorriendo mis venas.
La espera es excitante. Se inclina, su peso vuelve a caer sobre mí y me agarra
del pelo para inmovilizarme la cabeza. No puedo moverme. Me tiene
seductoramente atrapada y está listo para volver a penetrarme.
—Esta
vez vamos a ir muy despacio, Anastasia —me dice.
Y me
penetra despacio, muy despacio, hasta el fondo. Su miembro se extiende y me
invade por dentro implacablemente. Gimo con fuerza. Esta vez lo siento más
profundo, exquisito. Vuelvo a gemir, y a un ritmo muy lento traza círculos con
las caderas y retrocede, se detiene un momento y vuelve a penetrarme. Repite el
movimiento una y otra vez. Me vuelve loca. Sus provocadoras embestidas,
deliberadamente lentas, y la intermitente sensación de plenitud son
irresistibles.
—Se
está tan bien dentro de ti —gime.
Y
mis entrañas empiezan a temblar. Retrocede y espera.
—No,
nena, todavía no —murmura.
Cuando
dejo de temblar, comienza de nuevo el maravilloso proceso.
—Por
favor —le suplico.
Creo
que no voy a aguantar mucho más. Mi cuerpo tenso se desespera por liberarse.
—Te quiero dolorida, nena —murmura.
Y
sigue con su dulce y pausado suplicio, adelante y atrás.
—Quiero
que, cada vez que te muevas mañana, recuerdes que he estado dentro de ti. Solo
yo. Eres mía.
Gimo.
—Christian,
por favor —susurro.
—¿Qué
quieres, Anastasia? Dímelo.
Vuelvo
a gemir. Se retira y vuelve a penetrarme lentamente, de nuevo trazando círculos
con las caderas.
—Dímelo
—murmura.
—A
ti, por favor.
Aumenta
el ritmo progresivamente y su respiración se vuelve irregular. Empiezo a
temblar por dentro, y Christian acelera la acometida.
—Eres…
tan… dulce —murmura al ritmo de sus embestidas—. Te… deseo… tanto…
Gimo.
—Eres…
mía… Córrete para mí, nena —ruge.
Sus
palabras son mi perdición, me lanzan por el precipicio. Siento que mi cuerpo se
convulsiona y me corro gritando una balbuceante versión de su nombre contra el
colchón. Christian embiste hasta el fondo dos veces más y se queda paralizado,
se deja ir y se derrama dentro de mí. Se desploma sobre mi cuerpo, con la cara
hundida en mi pelo.
—Joder,
Ana —jadea.
Se
retira inmediatamente y cae rodando en su lado de la cama. Subo las rodillas
hasta el pecho, totalmente agotada, y al momento me sumerjo en un profundo
sueño.
Cuando
me despierto, todavía no ha amanecido. No tengo ni idea de cuánto tiempo he
dormido. Estiro las piernas debajo del edredón y me siento dolorida,
exquisitamente dolorida. No veo a Christian por ningún sitio. Me siento en la
cama y contemplo la ciudad frente a mí. Hay menos luces encendidas en los
rascacielos y el amanecer se insinúa ya hacia el este. Oigo música, notas
cadenciosas de piano. Un dulce y triste lamento. Bach, creo, pero no estoy
segura.
Echo el edredón a un lado y me dirijo sin hacer ruido
al pasillo que lleva al gran salón. Christian está sentado al piano, totalmente
absorto en la melodía que está tocando. Su expresión es triste y desamparada,
como la música. Toca maravillosamente bien. Me apoyo en la pared y lo escucho
embelesada. Es un músico extraordinario. Está desnudo, con el cuerpo bañado en
la cálida luz de una lámpara solitaria junto al piano. Como el resto del salón
está oscuro, parece aislado en su pequeño foco de luz, intocable… solo en una
burbuja.
Avanzo
en silencio hacia él, atraída por la sublime y melancólica música. Estoy fascinada.
Observo sus largos y hábiles dedos recorriendo y presionando suavemente las
teclas, y pienso que esos mismos dedos han recorrido y acariciado con destreza
mi cuerpo. Me ruborizo al pensarlo, sofoco un grito y aprieto los muslos.
Christian levanta sus insondables ojos grises con expresión indescifrable.
—Perdona
—susurro—. No quería molestarte.
Frunce
ligeramente el ceño.
—Está
claro que soy yo el que tendría que pedirte perdón —murmura.
Deja
de tocar y apoya las manos en las piernas.
De
pronto me doy cuenta de que lleva puestos unos pantalones de pijama. Se pasa
los dedos por el pelo y se levanta. Los pantalones le caen de esa manera tan
sexy… Madre mía. Se me seca la boca cuando rodea tranquilamente el piano y se
acerca a mí. Es ancho de hombros y estrecho de caderas, y al andar se le tensan
los abdominales. Es impresionante…
—Deberías
estar en la cama —me riñe.
—Un
tema muy hermoso. ¿Bach?
—La
transcripción es de Bach, pero originariamente es un concierto para oboe de
Alessandro Marcello.
—Precioso,
aunque muy triste, una melodía muy melancólica.
Esboza
una media sonrisa.
—A
la cama —me ordena—. Por la mañana estarás agotada.
—Me
he despertado y no estabas.
—Me
cuesta dormir. No estoy acostumbrado a dormir con nadie —murmura.
No
logro discernir cuál es su estado de ánimo. Parece algo decaído, pero es
difícil asegurarlo en la oscuridad. Quizá se deba al tono del tema que estaba
tocando. Me rodea con un brazo y me lleva cariñosamente a la habitación.
—¿Cuándo
empezaste a tocar? Tocas muy bien.
—A los seis años.
Christian
a los seis años… Imagino a un precioso niño de pelo cobrizo y ojos grises, y se
me cae la baba… Un niño de cabello alborotado al que le gusta la música
increíblemente triste.
—¿Cómo
te sientes? —me pregunta ya de vuelta en la habitación.
Enciende
una lamparita.
—Estoy
bien.
Los
dos miramos la cama al mismo tiempo. Las sábanas están manchadas de sangre,
como una prueba de mi virginidad perdida. Me ruborizo, incómoda, y me echo el
edredón por encima.
—Bueno,
la señora Jones tendrá algo en lo que pensar —refunfuña Christian frente a mí.
Me
coloca la mano debajo de la barbilla, me levanta la cara y me mira fijamente.
Me observa con ojos intensos. Me doy cuenta de que es la primera vez que le veo
el pecho desnudo. Alargo la mano de forma instintiva. Quiero pasarle los dedos
por el oscuro pelo del pecho, pero de inmediato da un paso atrás.
—Métete
en la cama —me dice bruscamente. Y luego suaviza un poco el tono—: Me acostaré
contigo.
Retiro
la mano y frunzo levemente el ceño. Creo que no le he tocado el torso ni una
sola vez. Abre un cajón, saca una camiseta y se la pone rápidamente.
—A
la cama —vuelve a ordenarme.
Salto
a la cama intentando no pensar en la sangre. Se tumba también él y me rodea con
los brazos por detrás, de manera que no le veo la cara. Me besa el pelo con
suavidad e inhala profundamente.
—Duérmete,
dulce Anastasia —murmura.
Cierro
los ojos, pero no puedo evitar sentir cierta melancolía, no sé si por la música
o por su conducta. Christian Grey tiene un lado triste.
9
La
luz que inunda la habitación me arranca del profundo sueño. Me desperezo y abro
los ojos. Es una bonita mañana de mayo, con Seattle a mis pies. Uau, qué vista.
Christian Grey está profundamente dormido a mi lado. Uau, qué vista. Me
sorprende que esté todavía en la cama. Como está de cara a mí, tengo la
oportunidad de examinarlo bien por primera vez. Su hermoso rostro parece más
joven, relajado. Sus labios, gruesos y perfilados, están ligeramente abiertos,
y el pelo, limpio y brillante, alborotado. ¿Cómo puede ser alguien tan guapo y
aun así ser legal? Recuerdo su cuarto del piso de arriba… Quizá no sea tan
legal. Tengo mucho en que pensar. Siento la tentación de alargar la mano y
tocarlo, pero está precioso dormido, como un niño pequeño. No tengo que
preocuparme de lo que digo, de lo que dice él, de sus planes, especialmente de
sus planes para mí.
Podría
pasarme el día contemplándolo, pero tengo mis necesidades… fisiológicas. Salgo
despacio de la cama, veo su camisa blanca en el suelo y me la pongo. Me dirijo
a una puerta pensando que puede ser el cuarto de baño, pero lo que encuentro es
un vestidor tan grande como mi habitación. Filas y filas de trajes caros, de
camisas, zapatos y corbatas. ¿Para qué necesita tanta ropa? Chasqueo la lengua.
La verdad es que el ropero de Kate seguramente no tiene nada que envidiar a
este. ¡Kate! Oh, no. No me acordé de ella en toda la noche. Se suponía que
tenía que mandarle un mensaje. Mierda. Va a enfadarse conmigo. Por un segundo
me pregunto cómo le irá con Elliot.
Vuelvo
al dormitorio, en el que Christian sigue dormido. Abro la otra puerta. Es el
cuarto de baño, más grande que mi habitación. ¿Para qué necesita tanto espacio
un hombre solo? Dos lavabos, observo con ironía. Si nunca duerme con nadie, uno
de los dos no se habrá utilizado.
Me
miro en el enorme espejo. ¿Parezco diferente? Me siento diferente. Para ser
sincera, estoy un poco dolorida, y los músculos… es como si no hubiera hecho
ejercicio en la vida. En la vida has hecho ejercicio, me dice mi subconsciente,
que se ha despertado y me mira frunciendo los labios y dando golpecitos en el
suelo con el pie. Acabas de acostarte con él. Has entregado tu virginidad a un
hombre que no te ama, que tiene planes muy raros para ti, que quiere convertirte
en una especie
de pervertida esclava sexual.
¿ESTÁS
LOCA?, me grita.
Sigo
mirándome en el espejo y me estremezco. Tengo que asimilar todo esto.
Sinceramente, me he encaprichado de un hombre guapísimo, que está forrado y que
tiene un cuarto rojo del dolor esperándome. Me estremezco. Estoy desconcertada
y confundida. Tengo el pelo hecho un desastre, como siempre. El pelo revuelto
no me queda nada bien. Intento poner orden en ese caos con los dedos, pero no
lo consigo y me rindo… Quizá tenga alguna goma en el bolso.
Me
muero de hambre. Vuelvo a la habitación. El bello durmiente sigue dormido, así
que lo dejo y voy a la cocina.
Oh,
no… Kate. Dejé el bolso en el estudio de Christian. Voy a buscarlo y saco el
móvil. Tres mensajes.
*Todo
OK Ana*
*Donde
estas Ana*
*Maldita
sea Ana*
Llamo
a Kate, pero no me contesta y le dejo un mensaje en el contestador diciéndole
que estoy viva y que Barbazul no ha acabado conmigo, bueno, al menos no en el
sentido que podría preocuparle… o quizá sí. Estoy muy confundida. Tengo que
intentar aclararme y analizar mis sentimientos hacia Christian Grey. Es
imposible. Muevo la cabeza dándome por vencida. Necesito estar sola, lejos de
aquí, para pensar.
Encuentro
en el bolso dos gomas para el pelo y rápidamente me hago dos trenzas. ¡Sí!
Quizá cuanto más niña parezca, más a salvo estaré de Barbazul. Saco el iPod del
bolso y me pongo los auriculares. No hay nada como la música para cocinar. Me
meto el iPod en el bolsillo de la camisa de Christian, subo el volumen y
empiezo a bailar.
Dios,
qué hambre tengo.
La
cocina me intimida un poco. Es elegante y moderna, con armarios sin tiradores.
Tardo unos segundos en llegar a la conclusión de que tengo que
presionar en las puertas para que se abran. Quizá
debería prepararle el desayuno a Christian. El otro día comió una tortilla…
Bueno, ayer, en el Heathman. Hay que ver la de cosas que han pasado desde ayer.
Abro el frigorífico, veo que hay muchos huevos y decido que quiero tortitas y
beicon. Empiezo a hacer la masa bailando por la cocina.
Está
bien tener algo que hacer, porque eso te concede algo de tiempo para pensar,
pero sin profundizar demasiado. La música que resuena en mis oídos también me
ayuda a alejar los pensamientos profundos. Vine a pasar la noche en la cama de
Christian Grey y lo he conseguido, aunque no permita a nadie dormir en su cama.
Sonrío. Misión cumplida. Genial. Sonrío. Genial, genial, y empiezo a divagar
recordando la noche. Sus palabras, su cuerpo, su manera de hacer el amor…
Cierro los ojos, mi cuerpo vibra al recordarlo y los músculos de mi vientre se
contraen. Mi subconsciente me pone mala cara. Su manera de follar, no de hacer
el amor, me grita como una arpía. No le hago caso, pero en el fondo sé que
tiene razón. Muevo la cabeza para concentrarme en lo que estoy haciendo.
La
cocina es de lo más sofisticado. Confío en que sabré cómo funciona. Necesito un
sitio para dejar las tortitas y que no se enfríen. Empiezo con el beicon. Amy
Studt me canta al oído una canción sobre gente inadaptada, una canción que
siempre ha significado mucho para mí, porque soy una inadaptada. Nunca he
encajado en ningún sitio, y ahora… tengo que considerar una proposición
indecente del mísmisimo rey de los inadaptados. ¿Por qué es Christian así? ¿Por
naturaleza o por educación? Nunca he conocido a nadie igual.
Meto
el beicon en el grill y, mientras se hace, bato los huevos. Me vuelvo y veo a
Christian sentado en un taburete, con los codos encima de la barra y la cara
apoyada en las manos. Lleva la camiseta con la que ha dormido. El pelo revuelto
le queda realmente bien, como la barba de dos días. Parece divertido y
sorprendido a la vez. Me quedo paralizada y me pongo roja. Luego me calmo y me
quito los auriculares. Me tiemblan las rodillas solo de verlo.
—Buenos
días, señorita Steele. Está muy activa esta mañana —me dice en tono frío.
—He…
He dormido bien —le digo tartamudeando.
Intenta
disimular su sonrisa.
—No
imagino por qué. —Se calla un instante y frunce el ceño—. También yo cuando
volví a la cama.
—¿Tienes
hambre?
—Mucha
—me contesta con una mirada intensa.
Creo que no se refiere a la comida.
—¿Tortitas,
beicon y huevos?
—Suena
muy bien.
—No
sé dónde están los manteles individuales.
Me
encojo de hombros e intento desesperadamente no parecer nerviosa.
—Yo
me ocupo. Tú cocina. ¿Quieres que ponga música para que puedas seguir bailando?
Me
miro los dedos, perfectamente consciente de que me estoy ruborizando.
—No
te cortes por mí. Es muy entretenido —me dice en tono burlón.
Arrugo
los labios. Entretenido, ¿verdad? Mi subconsciente se parte de risa. Me giro y
sigo batiendo los huevos, seguramente con más fuerza de la necesaria. Al
momento está a mi lado y me tira de una trenza.
—Me
encantan —susurra—. Pero no van a servirte de nada.
Mmm,
Barbazul…
—¿Cómo
quieres los huevos? —le pregunto bruscamente.
—Muy
batidos —me contesta con una mueca irónica.
Sigo
con lo que estaba haciendo intentando ocultar mi sonrisa. Es difícil no
volverse loca por él, especialmente cuando está tan juguetón, lo cual no es nada
frecuente. Abre un cajón, saca dos manteles individuales negros y los coloca en
la barra. Echo el huevo batido en una sartén, saco el beicon del grill, le doy
la vuelta y vuelvo a meterlo.
Cuando
me vuelvo, hay zumo de naranja en la barra, y Christian está preparando café.
—¿Quieres
un té?
—Sí,
por favor. Si tienes.
Cojo
un par de platos y los dejo encima de la placa para mantenerlos calientes.
Christian abre un armario y saca una caja de té Twinings English Breakfast.
Frunzo los labios.
—El
final estaba cantado, ¿no?
—¿Tú
crees? No tengo tan claro que hayamos llegado todavía al final, señorita Steele
—murmura.
¿Qué
quiere decir? ¿Habla de nuestra negociación? Bueno… quiero decir… de
nuestra relación… o lo que sea. Sigue igual de
críptico que siempre. Sirvo el desayuno en los platos calientes, que dejo
encima de los manteles individuales. Abro el frigorífico y saco sirope de arce.
Miro
a Christian, que está esperando a que me siente.
—Señorita
Steele —me dice señalando un taburete.
—Señor
Grey.
Asiento
dándole las gracias. Al sentarme hago una ligera mueca de dolor.
—¿Estás
muy dolorida? —me pregunta mientras toma también asiento él.
Me
ruborizo. ¿Por qué me hace preguntas tan personales?
—Bueno,
a decir verdad, no tengo con qué compararlo —le contesto—. ¿Querías ofrecerme
tu compasión? —le pregunto en tono demasiado dulce.
Creo
que intenta reprimir una sonrisa, pero no estoy segura.
—No.
Me preguntaba si debemos seguir con tu entrenamiento básico.
—Oh.
Lo
miro estupefacta, contengo la respiración y me estremezco. Oh… me encantaría.
Sofoco un gemido.
—Come,
Anastasia.
Se
me ha vuelto a quitar el hambre… Más… más sexo… Sí, por favor.
—Por
cierto, esto está buenísimo —me dice sonriendo.
Pincho
un trocito de tortilla, pero apenas puedo tragar. ¡Entrenamiento básico!
«Quiero follarte la boca». ¿Forma eso parte del entrenamiento básico?
—Deja
de morderte el labio. Me desconcentras, y resulta que me he dado cuenta de que
no llevas nada debajo de mi camisa, y eso me desconcentra todavía más.
Sumerjo
la bolsa de té en la tetera que me ha traído Christian. La cabeza me da
vueltas.
—¿En
qué tipo de entrenamiento básico estás pensando? —le pregunto.
Hablo
en un volumen un poco alto, lo cual traiciona mi deseo de parecer natural, como
si no me importara demasiado, y lo más tranquila posible, pese a que las
hormonas están causando estragos por todo mi cuerpo.
—Bueno,
como estás dolorida, he pensado que podríamos dedicarnos a las técnicas orales.
Me
atraganto con el té y lo miro boquiabierta y con los ojos como platos. Me da
un golpecito en la espalda y me acerca el zumo de
naranja. No tengo ni idea de en qué está pensando.
—Si
quieres quedarte, claro —añade.
Lo
miro intentando recuperar la serenidad. Su expresión es impenetrable. Es muy
frustrante.
—Me
gustaría quedarme durante el día, si no hay problema. Mañana tengo que
trabajar.
—¿A
qué hora tienes que estar en el trabajo?
—A
las nueve.
—Te
llevaré al trabajo mañana a las nueve.
Frunzo
el ceño. ¿Quiere que me quede otra noche?
—Tengo
que volver a casa esta noche. Necesito cambiarme de ropa.
—Podemos
comprarte algo.
No
tengo dinero para comprar ropa. Levanta la mano, me agarra de la barbilla y
tira para que mis dientes suelten el labio inferior. No era consciente de que
me lo estaba mordiendo.
—¿Qué
pasa? —me pregunta.
—Tengo
que volver a casa esta noche.
Me
mira muy serio.
—De
acuerdo, esta noche —acepta—. Ahora acábate el desayuno.
La
cabeza y el estómago me dan vueltas. Se me ha quitado el hambre. Contemplo la
mitad de mi desayuno, que sigue en el plato. No me apetece comer ahora.
—Come,
Anastasia. Anoche no cenaste.
—No
tengo hambre, de verdad —susurro.
Me
mira muy serio.
—Me
gustaría mucho que te terminaras el desayuno.
—¿Qué
problema tienes con la comida? —le suelto de pronto.
Arruga
la frente.
—Ya
te dije que no soporto tirar la comida. Come —me dice bruscamente, con
expresión sombría, dolida.
Maldita sea. ¿De qué va todo esto? Cojo el tenedor y
como despacio, intentando masticar. Si va a ser siempre tan raro con la comida,
tendré que recordar no llenarme tanto el plato. Su semblante se dulcifica a
medida que voy comiéndome el desayuno. Lo observo retirar su plato. Espera a
que termine y retira el mío también.
—Tú
has cocinado, así que yo recojo la mesa.
—Muy
democrático.
—Sí
—me dice frunciendo el ceño—. No es mi estilo habitual. En cuanto acabe
tomaremos un baño.
—Ah,
vale.
Vaya…
Preferiría una ducha. El sonido de mi teléfono me saca de la ensoñación. Es
Kate.
—Hola.
Me
alejo de él y me dirijo hacia las puertas de cristal del balcón.
—Ana,
¿por qué no me mandaste un mensaje anoche?
Está
enfadada.
—Perdona.
Me superaron los acontecimientos.
—¿Estás
bien?
—Sí,
perfectamente.
—¿Por
fin?
Intenta
sonsacarme información. Oigo su tono expectante y muevo la cabeza.
—Kate,
no quiero comentarlo por teléfono.
Christian
alza los ojos hacia mí.
—Sí…
Estoy segura.
¿Cómo
puede estar segura? Está tirándose un farol, pero no puedo hablar del tema. He
firmado un maldito acuerdo.
—Kate,
por favor.
—¿Qué
tal ha ido? ¿Estás bien?
—Te
he dicho que estoy perfectamente.
—¿Ha
sido tierno?
—¡Kate,
por favor!
No puedo reprimir mi enfado.
—Ana,
no me lo ocultes. Llevo casi cuatro años esperando este momento.
—Nos
vemos esta noche.
Y
cuelgo.
Va a
ser difícil manejar este tema. Es muy obstinada y quiere que se lo cuente todo
con detalles, pero no puedo contárselo porque he firmado un… ¿cómo se llama? Un
acuerdo de confidencialidad. Va a darle un ataque, y con razón. Tengo que
pensar en algo. Vuelvo la cabeza y observo a Christian moviéndose con soltura
por la cocina.
—¿El
acuerdo de confidencialidad lo abarca todo? —le pregunto indecisa.
—¿Por
qué?
Se
vuelva y me mira mientras guarda la caja del té. Me ruborizo.
—Bueno,
tengo algunas dudas, ya sabes… sobre sexo —le digo mirándome los dedos—. Y me
gustaría comentarlas con Kate.
—Puedes
comentarlas conmigo.
—Christian,
con todo el respeto…
Me
quedo sin voz. No puedo comentarlas contigo. Me darías tu visión del sexo, que
es parcial, distorsionada y pervertida. Quiero una opinión imparcial.
—Son
solo cuestiones técnicas. No diré nada del cuarto rojo del dolor.
Levanta
las cejas.
—¿Cuarto
rojo del dolor? Se trata sobre todo de placer, Anastasia. Créeme. Y además
—añade en tono más duro—, tu compañera de piso está revolcándose con mi
hermano. Preferiría que no hablaras con ella, la verdad.
—¿Sabe
algo tu familia de tus… preferencias?
—No.
No son asunto suyo. —Se acerca a mí—. ¿Qué quieres saber? —me pregunta.
Me
desliza los dedos suavemente por la mejilla hasta el mentón, que levanta para
mirarme directamente a los ojos. Me estremezco por dentro. No puedo mentir a
este hombre.
—De
momento nada en concreto —susurro.
—Bueno,
podemos empezar preguntándote qué tal lo has pasado esta noche.
La
curiosidad le arde en los ojos. Está impaciente por saberlo. Uau.
—Bien —murmuro.
Esboza
una ligera sonrisa.
—Yo
también —me dice en voz baja—. Nunca había echado un polvo vainilla, y no ha
estado nada mal. Aunque quizá es porque ha sido contigo.
Desliza
el pulgar por mi labio inferior.
Respiro
hondo. ¿Un polvo vainilla?
—Ven,
vamos a bañarnos.
Se
inclina y me besa. El corazón me da un brinco y el deseo me recorre el cuerpo y
se concentra… en mi parte más profunda.
La
bañera es blanca, profunda y ovalada, muy de diseño. Christian se inclina y
abre el grifo de la pared embaldosada. Vierte en el agua un aceite de baño que
parece carísimo. A medida que se llena la bañera va formándose espuma, y un
dulce y seductor aroma a jazmín invade el baño. Christian me mira con ojos
impenetrables, se quita la camiseta y la tira al suelo.
—Señorita
Steele —me dice tendiéndome la mano.
Estoy
al lado de la puerta, con los ojos muy abiertos y recelosa, con las manos
alrededor del cuerpo. Me acerco admirando furtivamente su cuerpo. Le cojo de la
mano y me sujeta mientras me meto en la bañera, todavía con su camisa puesta.
Hago lo que me dice. Voy a tener que acostumbrarme si acabo aceptando su
escandalosa oferta… Solo si… El agua caliente es tentadora.
—Gírate
y mírame —me ordena en voz baja.
Hago
lo que me pide. Me observa con atención.
—Sé
que ese labio está delicioso, doy fe de ello, pero ¿puedes dejar de mordértelo?
—me dice apretando los dientes—. Cuando te lo muerdes, tengo ganas de follarte,
y estás dolorida, ¿no?
Dejo
de morderme el labio porque me quedo boquiabierta, impactada.
—Eso
es —me dice—. ¿Lo has entendido?
Me
mira. Asiento frenéticamente. No tenía ni idea de que yo pudiera afectarle
tanto.
—Bien.
Se
acerca, saca el iPod del bolsillo de la camisa y lo deja junto al lavabo.
—Agua
e iPods… no es una combinación muy inteligente —murmura.
Se inclina, agarra la camisa blanca por debajo, me la
quita y la tira al suelo.
Se
retira para contemplarme. Dios mío, estoy completamente desnuda. Me pongo roja
y bajo la mirada hacia las manos, que están a la altura de la barriga. Deseo
desesperadamente desaparecer dentro del agua caliente y la espuma, pero sé que
no va a querer que lo haga.
—Oye
—me llama.
Lo
miro. Tiene la cara inclinada hacia un lado.
—Anastasia,
eres muy guapa, toda tú. No bajes la cabeza como si estuvieras avergonzada. No
tienes por qué avergonzarte, y te aseguro que es todo un placer poder
contemplarte.
Me
sujeta la barbilla y me levanta la cabeza para que lo mire. Sus ojos son dulces
y cálidos, incluso ardientes. Está muy cerca de mí. Podría alargar el brazo y
tocarlo.
—Ya
puedes sentarte —me dice interrumpiendo mis erráticos pensamientos.
Me
agacho y me meto en el agradable agua caliente. Oh… me escuece, y no me lo
esperaba, pero huele de maravilla. El escozor inicial no tarda en disminuir. Me
tumbo boca arriba, cierro los ojos un instante y me relajo en la
tranquilizadora calidez. Cuando los abro, está mirándome fijamente.
—¿Por
qué no te bañas conmigo? —me atrevo a preguntarle, aunque con voz ronca.
—Sí,
muévete hacia delante —me ordena.
Se
quita los pantalones de pijama y se mete en la bañera detrás de mí. El agua
sube de nivel cuando se sienta y tira de mí para que me apoye en su pecho.
Coloca sus largas piernas encima de las mías, con las rodillas flexionadas y
los tobillos a la misma altura que los míos, y me abre las piernas con los
pies. Me quedo boquiabierta. Mete la nariz entre mi pelo e inhala
profundamente.
—Qué
bien hueles, Anastasia.
Un
temblor me recorre todo el cuerpo. Estoy desnuda en una bañera con Christian
Grey. Y él también está desnudo. Si alguien me lo hubiera dicho ayer, cuando me
desperté en la suite del hotel, no le habría creído.
Coge
una botella de gel del estante junto a la bañera y se echa un chorrito en la
mano. Se frota las manos para hacer una ligera capa de espuma, me las coloca
alrededor del cuello y empieza a extenderme el jabón por la nuca y los hombros,
masajeándolos con fuerza con sus largos y fuertes dedos. Gimo. Me encanta
sentir sus manos.
—¿Te gusta?
Casi
puedo oír su sonrisa.
—Mmm.
Desciende
hasta mis brazos, luego por debajo hasta las axilas, frotándome suavemente. Me
alegro mucho de que Kate insistiera en que me depilara. Desliza las manos por
mis pechos, y respiro hondo cuando sus dedos los rodean y empiezan a
masajearlos suavemente, sin agarrarlos. Arqueo el cuerpo instintivamente y
aprieto los pechos contra sus manos. Tengo los pezones sensibles, muy
sensibles, sin duda por el poco delicado trato que recibieron anoche. No se
entretiene demasiado en ellos. Desliza las manos hasta mi vientre. Se me
acelera la respiración y el corazón me late a toda prisa. Siento su erección
contra mi trasero. Me excita que lo que le haga sentirse así sea mi cuerpo.
Claro… no tu cabeza, se burla mi subconsciente. Aparto el inoportuno
pensamiento.
Se
detiene y coge una toallita mientras yo jadeo pegada a él, muerta de deseo.
Apoyo las manos en sus muslos, firmes y musculosos. Echa más gel en la
toallita, se inclina y me frota entre las piernas. Contengo la respiración. Sus
dedos me estimulan hábilmente desde dentro de la tela, una maravilla, y mis
caderas empiezan a moverse a su ritmo, presionando contra su mano. A medida que
las sensaciones se apoderan de mí, inclino la cabeza hacia atrás con los ojos
casi en blanco y la boca entreabierta. Gimo. Dentro de mí aumenta la presión,
lenta e inexorablemente… Madre mía.
—Siéntelo,
nena —me susurra Christian al oído, y me roza suavemente el lóbulo con los
dientes—. Siéntelo para mí.
Sus
piernas inmovilizan las mías contra las paredes de la bañera, las aprisionan,
lo que le da libre acceso a la parte más íntima de mí.
—Oh…
por favor —susurro.
El
cuerpo se me queda rígido e intento estirar las piernas. Soy una esclava sexual
de este hombre, que no me deja mover.
—Creo
que ya estás lo suficientemente limpia —murmura.
Y se
detiene.
¿Qué?
¡No! ¡No! ¡No! Mi respiración es irregular.
—¿Por
qué te paras? —le pregunto jadeando.
—Porque
tengo otros planes para ti, Anastasia.
¿Qué…?
Vaya… pero… estaba… No es justo.
—Date la vuelta. Yo también tengo que lavarme
—murmura.
¡Oh!
Me doy la vuelta y me quedo pasmada al ver que se agarra con fuerza el miembro
erecto. Abro la boca.
—Quiero
que, para empezar, conozcas bien la parte más valiosa de mi cuerpo, mi
favorita. Le tengo mucho cariño.
Es
enorme, cada vez más. El miembro erecto queda por encima del agua, que le llega
a las caderas. Levanto los ojos un segundo y observo su sonrisa perversa. Le
divierte mi expresión atónita. Me doy cuenta de que estoy mirando fijamente su
miembro. Trago saliva. ¡Todo eso ha estado dentro de mí! Parece imposible.
Quiere que lo toque. Mmm… de acuerdo, adelante.
Le
sonrío, cojo el gel y me echo un chorrito en la mano. Hago lo mismo que él: me
froto el jabón en las manos hasta que se forma espuma. No aparto los ojos de
los suyos. Entreabro los labios para que me resulte más fácil respirar… y
deliberadamente me muerdo el labio inferior y luego paso la lengua por encima,
por la zona que acabo de morderme. Me mira con ojos serios, impenetrables, que
se abren mientras deslizo la lengua por el labio. Me inclino y le rodeo el
miembro con una mano, imitando la manera en que se lo agarra él mismo. Cierra
un momento los ojos. Uau… es mucho más duro de lo que pensaba. Aprieto y él
coloca su mano sobre la mía.
—Así
—susurra.
Y
mueve la mano arriba y abajo sujetándome con fuerza los dedos, que a su vez
aprietan con fuerza su miembro. Cierra de nuevo los ojos y contiene la
respiración. Cuando vuelve a abrirlos, su mirada es de un gris abrasador.
—Muy
bien, nena.
Me
suelta la mano, deja que siga yo sola y cierra los ojos mientras la muevo
arriba y abajo. Flexiona ligeramente las caderas hacia mi mano, y de forma refleja
lo aprieto con más fuerza. Desde lo más profundo de la garganta se le escapa un
ronco gemido. Fóllame la boca… Mmm. Lo recuerdo metiéndome el pulgar en la boca
y pidiéndome que se lo chupara con fuerza. Abre la boca a medida que su
respiración se acelera. Tiene los ojos cerrados. Me inclino, coloco los labios
alrededor de su miembro y chupo de forma vacilante, deslizando la lengua por la
punta.
—Uau…
Ana.
Abre
mucho los ojos y sigo chupando.
Mmm…
Es duro y blando a la vez, como acero recubierto de terciopelo, y
sorprendentemente sabroso, salado y suave.
—Dios —gime.
Y
vuelve a cerrar los ojos.
Introduzco
la boca hasta el fondo y vuelve a gemir. ¡Ja! La diosa que llevo dentro está
encantada. Puedo hacerlo. Puedo follármelo con la boca. Vuelvo a girar la
lengua alrededor de la punta, y él se arquea y levanta las caderas. Ha abierto
los ojos, que despiden fuego. Vuelve a arquearse apretando los dientes. Me
apoyo en sus muslos y clavo la boca hasta el fondo. Siento en las manos que sus
piernas se tensan. Me coge de las trenzas y empieza a moverse.
—Oh…
nena… es fantástico —murmura.
Chupo
más fuerte y paso la lengua por la punta de su impresionante erección. Se la
presiono con la boca cubriéndome los dientes con los labios. Él espira con la
boca entreabierta y gime.
—Dios,
¿hasta dónde puedes llegar? —susurra.
Mmm…
Empujo con fuerza y siento su miembro en el fondo de la garganta, y luego
en los labios otra vez. Paso la lengua por la punta. Es como un polo con sabor
a… Christian Grey. Chupo cada vez más deprisa, empujando cada vez más hondo y
girando la lengua alrededor. Mmm… No tenía ni idea de que proporcionar placer
podía ser tan excitante, verlo retorcerse sutilmente de deseo carnal. La diosa
que llevo dentro baila merengue con algunos pasos de salsa.
—Anastasia,
voy a correrme en tu boca —me advierte jadeando—. Si no quieres, para.
Vuelve
a empujar las caderas, con los ojos muy abiertos, cautelosos y llenos de
lascivo deseo… Y me desea a mí. Desea mi boca… Madre mía.
Me
agarra del pelo con fuerza. Yo puedo. Empujo todavía con más fuerza y de
pronto, en un momento de insólita seguridad en mí misma, descubro los dientes.
Llega al límite. Grita, se queda inmóvil y siento un líquido caliente y salado
deslizándose por mi garganta. Me lo trago rápidamente. Uf… No sé si he hecho
bien. Pero me basta con mirarlo para que no me importe… He conseguido que
perdiera el control en la bañera. Me incorporo y lo observo con una sonrisa
triunfal que me eleva las comisuras de la boca. Respira entrecortadamente. Abre
los ojos y me mira.
—¿No
tienes arcadas? —me pregunta atónito—. Dios, Ana… ha estado… muy bien, de
verdad, muy bien. Aunque no lo esperaba. —Frunce el ceño—. ¿Sabes? No dejas de
sorprenderme.
Sonrío
y me muerdo el labio conscientemente. Me mira interrogante.
—¿Lo habías hecho antes?
—No.
No
puedo ocultar un ligero matiz de orgullo en mi negativa.
—Bien
—me dice complacido y, según creo, aliviado—. Otra novedad, señorita Steele.
—Me evalúa con la mirada—. Bueno, tienes un sobresaliente en técnicas orales.
Ven, vamos a la cama. Te debo un orgasmo.
¡Otro
orgasmo!
Sale
rápidamente de la bañera y me ofrece la primera imagen íntegra del Adonis de
divinas proporciones que es Christian Grey. La diosa que llevo dentro ha dejado
de bailar y lo observa también, boquiabierta y babeando. Su erección se ha
reducido, pero sigue siendo importante… Uau. Se enrolla una toalla pequeña en
la cintura para cubrirse mínimamente y saca otra más grande y suave, de color
blanco, para mí. Salgo de la bañera y le cojo la mano que me tiende. Me
envuelve en la toalla, me abraza y me besa con fuerza, metiéndome la lengua en
la boca. Deseo estirar los brazos y abrazarlo… tocarlo… pero los tengo
atrapados dentro de la toalla. No tardo en perderme en su beso. Me sujeta la
cabeza con las manos, me recorre la boca con la lengua y me da la sensación de
que está expresándome su gratitud… ¿quizá por mi primera felación?
Se
aparta un poco, con las manos a ambos lados de mi cara, y me mira a los ojos.
Parece perdido.
—Dime
que sí —susurra fervientemente.
Frunzo
el ceño, porque no lo entiendo.
—¿A
qué?
—A
nuestro acuerdo. A ser mía. Por favor, Ana —susurra suplicante, recalcando el
«por favor» y mi nombre.
Vuelve
a besarme con pasión, y luego se aparta y me mira parpadeando. Me coge de la
mano y me conduce de vuelta al dormitorio. Me tambaleo un poco, así que lo sigo
mansamente, aturdida. Lo desea de verdad.
Ya
en el dormitorio, me observa junto a la cama.
—¿Confías
en mí? —me pregunta de pronto.
Asiento
con los ojos muy abiertos, y de pronto me doy cuenta de que efectivamente
confío en él. ¿Qué va a hacerme ahora? Una descarga eléctrica me recorre el
cuerpo.
—Buena
chica —me dice pasándome el pulgar por el labio inferior.
Se acerca al armario y vuelve con una corbata gris de seda.
—Junta
las manos por delante —me ordena quitándome la toalla y tirándola al suelo.
Hago
lo que me pide. Me rodea las muñecas con la corbata y hace un nudo apretado.
Los ojos le brillan de excitación. Tira de la corbata para asegurarse de que el
nudo no se mueve. Tiene que haber sido boyscout para saber hacer estos nudos.
¿Y ahora qué? Se me ha disparado el pulso y el corazón me late a un ritmo
frenético. Desliza los dedos por mis trenzas.
—Pareces
muy joven con estas trenzas —murmura acercándose a mí.
Retrocedo
instintivamente hasta que siento la cama detrás de las rodillas. Se quita la
toalla, pero no puedo apartar los ojos de su cara. Su expresión es ardiente,
llena de deseo.
—Oh,
Anastasia, ¿qué voy a hacer contigo? —me susurra.
Me
tiende sobre la cama, se tumba a mi lado y me levanta las manos por encima de
la cabeza.
—Deja
las manos así. No las muevas. ¿Entendido?
Sus
ojos abrasan los míos y su intensidad me deja sin aliento. No es un hombre al
que quisiera hacer enfadar.
—Contéstame
—me pide en voz baja.
—No
moveré las manos —le contesto sin aliento.
—Buena
chica —murmura.
Y
deliberadamente se pasa la lengua por los labios muy despacio. Me fascina su
lengua recorriendo lentamente su labio superior. Me mira a los ojos, me
observa, me examina. Se inclina y me da un casto y rápido beso en los labios.
—Voy
a besarle todo el cuerpo, señorita Steele —me dice en voz baja.
Me
agarra de la barbilla y me la levanta, lo que le da acceso a mi cuello. Sus
labios se deslizan por él, descienden por mi cuello besándome, chupándome y
mordisqueándome. Todo mi cuerpo vibra expectante. El baño me ha dejado la piel
hipersensible. La sangre caliente desciende lentamente hasta mi vientre, entre
las piernas, hasta mi sexo. Gimo.
Quiero
tocarlo. Muevo las manos, pero, como estoy atada, le toco el pelo con bastante
torpeza. Deja de besarme, levanta los ojos y mueve la cabeza de un lado a otro
chasqueando la lengua. Me sujeta las manos y vuelve a colocármelas por encima
de la cabeza.
—Si mueves las manos, tendremos que volver a empezar
—me regaña suavemente.
Oh,
le gusta hacerme rabiar.
—Quiero
tocarte —le digo jadeando sin poder controlarme.
—Lo
sé —murmura—. Pero deja las manos quietas.
Oh… es
muy frustrante. Sus manos descienden por mi cuerpo hasta mis pechos mientras
sus labios se deslizan por mi cuello. Me lo acaricia con la punta de la nariz,
y luego, con la boca, da inicio a una lenta travesía hacia el sur y sigue el
rastro de sus manos por el esternón hasta mis pechos. Me besa y me mordisquea
uno, luego el otro, y me chupa suavemente los pezones. Maldita sea. Mis caderas
empiezan a balancearse y a moverse por su cuenta, siguiendo el ritmo de su
boca, y yo intento desesperadamente recordar que tengo que mantener las manos
por encima de la cabeza.
—No
te muevas —me advierte.
Siento
su cálida respiración sobre mi piel. Llega a mi ombligo, introduce la lengua y
me roza la barriga con los dientes. Mi cuerpo se arquea.
—Mmm.
Qué dulce es usted, señorita Steele.
Desliza
la nariz desde mi ombligo hasta mi vello púbico mordiéndome suavemente y
provocándome con la lengua. De pronto se arrodilla a mis pies, me agarra de los
tobillos y me separa las piernas.
Madre
mía. Me coge del pie izquierdo, me dobla la rodilla y se lleva el pie a la
boca. Sin dejar de observar mis reacciones, besa todos mis dedos y luego me
muerde suavemente las yemas. Cuando llega al meñique, lo muerde con más fuerza.
Siento una convulsión y gimo suavemente. Desliza la lengua por el empeine… y ya
no puedo seguir mirándolo. Es demasiado erótico. Voy a explotar. Aprieto los
ojos e intento absorber y soportar todas las sensaciones que me provoca. Me
besa el tobillo y sigue su recorrido por la pantorrilla hasta la rodilla, donde
se detiene. Entonces empieza con el pie derecho, y repite todo el seductor y
asombroso proceso.
Me
muerde el meñique, y el mordisco se proyecta en lo más profundo de mi vientre.
—Por
favor —gimo.
—Lo
mejor para usted, señorita Steele —me dice.
Esta
vez no se detiene en la rodilla. Sigue por la parte interior del muslo y a la
vez me separa más las piernas. Sé lo que va a hacer, y parte de mí quiere
apartarlo,
porque me muero de vergüenza. Va a besarme el sexo. Lo
sé. Pero otra parte de mí disfruta esperándolo. Se gira hacia la otra rodilla y
sube hasta el muslo besándome, chupándome, lamiéndome, y de pronto está entre
mis piernas, deslizando la nariz por mi sexo, arriba y abajo, muy suavemente,
con mucha delicadeza. Me retuerzo… Madre mía.
Se
detiene y espera a que me calme. Levanto la cabeza y lo miro con la boca
abierta. Mi acelerado corazón intenta tranquilizarse.
—¿Sabe
lo embriagador que es su olor, señorita Steele? —murmura.
Sin
apartar sus ojos de los míos, introduce la nariz en mi vello púbico e inhala.
Me
ruborizo, siento que voy a desmayarme y cierro los ojos al instante. No puedo
verlo haciendo algo así.
Me
recorre muy despacio el sexo. Oh, joder…
—Me
gusta —me dice tirando suavemente de mi vello púbico—. Quizá lo conservaremos.
—Oh…
por favor —le suplico.
—Mmm…
Me gusta que me supliques, Anastasia.
Gimo.
—No
suelo pagar con la misma moneda, señorita Steele —susurra deslizándose por mi
sexo—, pero hoy me ha complacido, así que tiene que recibir su recompensa.
Oigo
en su voz la sonrisa perversa, y mientras mi cuerpo palpita con sus palabras,
empieza a rodearme el clítoris con la lengua muy despacio, sujetándome los
muslos con las manos.
—¡Ahhh!
—gimo.
Mi
cuerpo se arquea y se convulsiona al contacto de su lengua.
Sigue
torturándome con la lengua una y otra vez. Pierdo la conciencia de mí misma.
Todas las partículas de mi ser se concentran en el pequeño punto neurálgico por
encima de los muslos. Las piernas se me quedan rígidas. Oigo su gemido mientras
me introduce un dedo.
—Nena,
me encanta que estés tan mojada para mí.
Mueve
el dedo trazando un amplio círculo, expandiéndome, empujándome, y su lengua
sigue el compás del dedo alrededor de mi clítoris. Gimo. Es demasiado… Mi
cuerpo me suplica que lo alivie, y no puedo seguir negándome. Me dejo ir. El
orgasmo se apodera de mí y pierdo todo pensamiento coherente, me
retuerzo por dentro una y otra vez. ¡Madre mía! Grito,
y el mundo se desmorona y desaparece de mi vista mientras la fuerza de mi
clímax lo anula y lo vacía todo.
Mis
jadeos apenas me permiten oír cómo rasga el paquetito plateado. Me penetra
lentamente y empieza a moverse. Oh… Dios mío. La sensación es dolorosa y dulce,
fuerte y suave a la vez.
—¿Cómo
estás? —me pregunta en voz baja.
—Bien.
Muy bien —le contesto.
Y
empieza a moverse muy deprisa, hasta el fondo, me embiste una y otra vez,
implacable, empuja y vuelve a empujar hasta que vuelvo a estar al borde del
abismo. Gimoteo.
—Córrete
para mí, nena.
Me
habla al oído con voz áspera, dura y salvaje, y exploto mientras bombea
rápidamente dentro de mí.
—Un
polvo de agradecimiento —susurra.
Empuja
fuerte una vez más y gime al llegar al clímax apretándose contra mí. Luego se
queda inmóvil, con el cuerpo rígido.
Se
desploma encima de mí. Siento su peso aplastándome contra el colchón. Paso mis
manos atadas alrededor de su cuello y lo abrazo como puedo. En este momento sé
que haría cualquier cosa por este hombre. Soy suya. La maravilla que está
enseñándome es mucho más de lo que jamás habría podido imaginar. Y quiere ir
más allá, mucho más allá, a un lugar que mi inocencia ni siquiera puede
imaginar. Oh… ¿qué debo hacer?
Se
apoya en los codos, y sus intensos ojos grises me miran fijamente.
—¿Ves
lo buenos que somos juntos? —murmura—. Si te entregas a mí, será mucho mejor.
Confía en mí, Anastasia. Puedo transportarte a lugares que ni siquiera sabes
que existen.
Sus
palabras se hacen eco de mis pensamientos. Pega su nariz a la mía. Todavía no
me he recuperado de mi insólita reacción física y lo miro con la mente en blanco,
buscando algún pensamiento coherente.
De
pronto oímos voces en el salón, al otro lado del dormitorio. Tardo un momento
en procesar lo que estoy oyendo.
—Si
todavía está en la cama, tiene que estar enfermo. Nunca está en la cama a estas
horas. Christian nunca se levanta tarde.
—Señora
Grey, por favor.
—Taylor, no puedes impedirme ver a mi hijo.
—Señora
Grey, no está solo.
—¿Qué
quiere decir que no está solo?
—Está
con alguien.
—Oh…
Hasta
yo me doy cuenta de que le cuesta creérselo.
Christian
parpadea y me mira con los ojos como platos, fingiendo estar aterrorizado.
—¡Mierda!
Mi madre.
10
De
repente sale de mi cuerpo y me estremezco. Se sienta en la cama y tira el
condón usado en una papelera.
—Vamos,
tenemos que vestirnos… si quieres conocer a mi madre.
Sonríe,
se levanta de la cama y se pone los vaqueros… sin calzoncillos. Intento
incorporarme, pero sigo atada.
—Christian…
no puedo moverme.
Su
sonrisa se acentúa. Se inclina y me desata la corbata, que me ha dejado la
marca de la tela en las muñecas. Es… sexy. Me observa divertido, con ojos
danzarines. Me besa rápidamente en la frente y me sonríe.
—Otra
novedad —admite.
No
tengo ni idea de lo que quiere decir.
—No
tengo ropa limpia.
De
pronto el pánico se apodera de mí, y teniendo en cuenta la experiencia que
acabo de vivir, el pánico me parece insoportable. ¡Su madre! Maldita sea. No
tengo ropa limpia y prácticamente nos ha pillado in fraganti.
—Quizá
debería quedarme aquí.
—No,
claro que no —me contesta en tono amenazador—. Puedes ponerte algo mío.
Se
ha puesto una camiseta y se pasa la mano por el pelo revuelto. Aunque estoy muy
nerviosa, me quedo embobada. Su belleza es arrebatadora.
—Anastasia,
estarías preciosa hasta con un saco. No te preocupes, por favor. Me gustaría
que conocieras a mi madre. Vístete. Voy a calmarla un poco. —Aprieta los
labios—. Te espero en el salón dentro de cinco minutos. Si no, vendré a
buscarte y te arrastraré lleves lo que lleves puesto. Mis camisetas están en
ese cajón. Las camisas, en el armario. Sírvete tú misma.
Me
mira un instante inquisitivo y sale de la habitación.
Maldita sea, la madre de Christian. Es mucho más de lo
que esperaba. Quizá conocerla me permita colocar algunas piezas del puzle.
Podría ayudarme a entender por qué Christian es como es… De pronto quiero
conocerla. Recojo mi blusa del suelo y me alegra descubrir que ha sobrevivido a
la noche sin apenas arrugas. Encuentro el sujetador azul debajo de la cama y me
visto a toda prisa. Pero si hay algo que odio es no llevar las bragas limpias.
Me dirijo a la cómoda de Christian y busco entre sus calzoncillos. Me pongo
unos Calvin Klein ajustados, los vaqueros y las Converse.
Cojo
la chaqueta, corro al cuarto de baño y observo mis ojos demasiado brillantes,
mi cara colorada… y mi pelo. Dios mío… Las trenzas despeindas tampoco me quedan
bien. Busco un cepillo, pero solo encuentro un peine. Menos da una piedra. Me
recojo el pelo rápidamente, mirando desesperada la ropa que llevo. Quizá
debería aceptar la oferta de Christian. Mi subconsciente frunce los labios y
articula la palabra «ja». No le hago caso. Me pongo la chaqueta y me alegro de
que los puños cubran las marcas de la corbata. Nerviosa, me miro por última vez
en el espejo. Es lo que hay. Me dirijo al salón.
—Aquí
está —dice Christian levantándose del sofá.
Me
mira con expresión cálida y agradecida. La mujer rubia que está a su lado se
gira y me dedica una amplia sonrisa. Se levanta también. Va impecable, con un
vestido de punto marrón claro y zapatos a juego, arreglada y elegante. Está muy
guapa, y me mortifico un poco pensando que yo voy hecha un desastre.
—Mamá,
te presento a Anastasia Steele. Anastasia, esta es Grace Trevelyan-Grey.
La
doctora Trevelyan-Grey me tiende la mano. T… ¿de Trevelyan? Su inicial.
—Encantada
de conocerte —murmura.
Si
no me equivoco, en su voz hay un matiz de sorpresa, quizá de inmenso alivio, y
sus ojos castaños emiten un cálido destello. Le estrecho la mano y no puedo
evitar sonreír, devolverle su calidez.
—Doctora
Trevelyan-Grey —digo en voz baja.
—Llámame
Grace. —Sonríe, y Christian frunce el ceño—. Suelen llamarme doctora Trevelyan,
y la señora Grey es mi suegra. —Me guiña un ojo—. Bueno, ¿y cómo os
conocisteis? —pregunta mirando interrogante a Christian, incapaz de ocultar su
curiosidad.
—Anastasia
me hizo una entrevista para la revista de la facultad, porque esta semana voy a
entregar los títulos.
Mierda,
mierda. Lo había olvidado.
—Así que te gradúas esta semana… —me dice Grace.
—Sí.
Empieza
a sonar mi móvil. Apuesto a que es Kate.
—Disculpadme.
El
teléfono está en la cocina. Me acerco y lo cojo de la barra sin mirar quién me
llama.
—Kate.
—¡Dios
mío! ¡Ana!
Maldita
sea, es José. Parece desesperado.
—¿Dónde
estás? Te he llamado veinte veces. Tengo que verte. Quiero pedirte perdón por
lo del viernes. ¿Por qué no me has devuelto las llamadas?
—Mira,
José, ahora no es un buen momento.
Miro
muy nerviosa a Christian, que me observa atentamente, con rostro impasible,
mientras murmura algo a su madre. Le doy la espalda.
—¿Dónde
estás? Kate me ha dado largas —se queja.
—En
Seattle.
—¿Qué
haces en Seattle? ¿Estás con él?
—José,
te llamo más tarde. No puedo hablar ahora.
Y
cuelgo.
Vuelvo
con toda tranquilidad con Christian y su madre. Grace está en pleno parloteo.
—… y
Elliot me llamó para decirme que estabas por aquí… Hace dos semanas que no te
veo, cariño.
—¿Elliot
lo sabía? —pregunta Christian mirándome con expresión indescifrable.
—Pensé
que podríamos comer juntos, pero ya veo que tienes otros planes, así que no
quiero interrumpiros.
Coge
su largo abrigo de color crema, se lo pone y le acerca la mejilla. Christian la
besa rápidamente. Ella no le toca.
—Tengo
que llevar a Anastasia a Portland.
—Claro,
cariño. Anastasia, un placer conocerte. Espero que volvamos a vernos.
Me
tiende la mano con ojos brillantes, y se la estrecho.
Taylor aparece procedente… ¿de dónde?
—Señora
Grey…
—Gracias,
Taylor.
La
sigue por el salón y cruza detrás de ella la doble puerta que da al vestíbulo.
¿Taylor ha estado aquí todo el tiempo? ¿Cuánto lleva aquí? ¿Dónde ha estado?
Christian
me mira.
—Así
que te ha llamado el fotógrafo…
Mierda.
—Sí.
—¿Qué
quería?
—Solo
pedirme perdón, ya sabes… por lo del viernes.
Christian
arruga la frente.
—Ya
veo —se limita a decirme.
Taylor
vuelve a aparecer.
—Señor
Grey, hay un problema con el envío a Darfur.
Christian
asiente bruscamente haciéndole callar.
—¿El
Charlie Tango ha vuelto a Boeing Field?
—Sí,
señor. —Me mira e inclina la cabeza—. Señorita Steele.
Le
sonrío torpemente, se gira y se marcha.
—¿Taylor
vive aquí?
—Sí
—me contesta cortante.
¿Qué
le pasa ahora?
Christian
va a la cocina, coge su BlackBerry y echa un vistazo a los e-mails, supongo.
Está muy serio. Hace una llamada.
—Ros,
¿cuál es el problema? —pregunta bruscamente.
Escucha
sin dejar de mirarme con ojos interrogantes. Yo estoy en medio del enorme salón
preguntándome qué hacer, totalmente cohibida y fuera de lugar.
—No
voy a poner en peligro a la tripulación. No, cancélalo… Lo lanzaremos desde el
aire… Bien.
Cuelga.
La calidez de sus ojos ha desaparecido. Parece hostil. Me lanza una
rápida mirada, se dirige a su estudio y vuelve al
momento.
—Este
es el contrato. Léelo y lo comentamos el fin de semana que viene. Te sugiero
que investigues un poco para que sepas de lo que estamos hablando. —Se calla un
momento—. Bueno, si aceptas, y espero de verdad que aceptes —añade en tono más
suave, nervioso.
—¿Que
investigue?
—Te
sorprendería saber lo que puedes encontrar en internet —murmura.
¡Internet!
No tengo ordenador, solo el portátil de Kate, y, por supuesto, no puedo
utilizar el de Clayton’s para este tipo de «investigación».
—¿Qué
pasa? —me pregunta ladeando la cabeza.
—No
tengo ordenador. Suelo utilizar los de la facultad. Veré si puedo utilizar el
portátil de Kate.
Me
tiende un sobre de papel manila.
—Seguro
que puedo… bueno… prestarte uno. Recoge tus cosas. Volveremos a Portland en
coche y comeremos algo por el camino. Voy a vestirme.
—Tengo
que hacer una llamada —murmuro.
Solo
quiero oír la voz de Kate. Christian pone mala cara.
—¿Al
fotógrafo?
Se
le tensa la mandíbula y le arden los ojos. Parpadeo.
—No
me gusta compartir, señorita Steele. Recuérdelo —me advierte con estremecedora
tranquilidad.
Me
lanza una larga y fría mirada y se dirige al dormitorio.
Maldita
sea. Solo quería llamar a Kate. Quiero llamarla delante de él, pero su
repentina actitud distante me ha dejado paralizada. ¿Qué ha pasado con el
hombre generoso, relajado y sonriente que me hacía el amor hace apenas media
hora?
—¿Lista?
—me pregunta Christian junto a la puerta doble del vestíbulo.
Asiento,
insegura. Ha recuperado su tono distante, educado y convencional. Ha vuelto a
ponerse la máscara. Lleva una bolsa de piel al hombro. ¿Para qué la necesita?
Quizá va a quedarse en Portland. Entonces recuerdo la entrega de títulos. Sí,
claro… Estará en Portland el jueves. Lleva una cazadora negra de cuero. Vestido
así, sin duda no parece un multimillonario. Parece un chico descarriado, quizá
una rebelde estrella de rock o un modelo de pasarela. Suspiro por dentro
deseando
tener una décima parte de su elegancia. Es tan
tranquilo y controlado… Frunzo el ceño al recordar su arrebato por la llamada
de José… Bueno, al menos parece que lo es.
Taylor
está esperando al fondo.
—Mañana,
pues —le dice a Taylor.
—Sí,
señor —le contesta Taylor asintiendo—. ¿Qué coche va a llevarse?
Me
lanza una rápida mirada.
—El
R8.
—Buen
viaje, señor Grey. Señorita Steele.
Taylor
me mira con simpatía, aunque quizá en lo más profundo de sus ojos se esconda
una pizca de lástima.
Sin
duda cree que he sucumbido a los turbios hábitos sexuales del señor Grey.
Bueno, a sus excepcionales hábitos sexuales… ¿o quizá el sexo sea así para todo
el mundo? Frunzo el ceño al pensarlo. No tengo nada con lo que compararlo y por
lo visto no puedo preguntárselo a Kate. Así que tendré que hablar del tema con
Christian. Sería perfectamente natural poder hablar de ello con alguien… pero
no puedo hablar con Christian si de repente se muestra extrovertido y al minuto
siguiente distante.
Taylor
nos sujeta la puerta para que salgamos. Christian llama al ascensor.
—¿Qué
pasa, Anastasia? —me pregunta.
¿Cómo
sabe que estoy dándole vueltas a algo? Alza una mano y me levanta la barbilla.
—Deja
de morderte el labio o te follaré en el ascensor, y me dará igual si entra
alguien o no.
Me
ruborizo, pero sus labios esbozan una ligera sonrisa. Al final parece que está
recuperando el sentido del humor.
—Christian,
tengo un problema.
—¿Ah,
sí? —me pregunta observándome con atención.
Llega
el ascensor. Entramos y Christian pulsa el botón del parking.
—Bueno…
Me
ruborizo. ¿Cómo explicárselo?
—Necesito
hablar con Kate. Tengo muchas preguntas sobre sexo, y tú estás demasiado
implicado. Si quieres que haga todas esas cosas, ¿cómo voy a saber…?
—me interrumpo e intento encontrar las palabras
adecuadas—. Es que no tengo puntos de referencia.
Pone
los ojos en blanco.
—Si
no hay más remedio, habla con ella —me contesta enfadado—. Pero asegúrate de
que no comente nada con Elliot.
Su
insinuación me hace dar un respingo. Kate no es así.
—Kate
no haría algo así, como yo no te diría a ti nada de lo que ella me cuente de
Elliot… si me contara algo —añado rápidamente.
—Bueno,
la diferencia es que a mí no me interesa su vida sexual —murmura Christian en
tono seco—. Elliot es un capullo entrometido. Pero háblale solo de lo que hemos
hecho hasta ahora —me advierte—. Seguramente me cortaría los huevos si supiera
lo que quiero hacer contigo —añade en voz tan baja que no estoy segura de si
pretendía que lo oyera.
—De
acuerdo —acepto sonriéndole aliviada.
No
quiero ni pensar en que Kate vaya a cortarle los huevos a Christian.
Frunce
los labios y mueve la cabeza.
—Cuanto
antes te sometas a mí mejor, y así acabamos con todo esto —murmura.
—¿Acabamos
con qué?
—Con
tus desafíos.
Me
pasa una mano por la mejilla y me besa rápidamente en los labios. Las puertas
del ascensor se abren. Me coge de la mano y tira de mí hacia el parking.
¿Mis
desafíos? ¿De qué habla?
Cerca
del ascensor veo el Audi 4 x 4 negro, pero cuando pulsa el mando para que se
abran las puertas, se encienden las luces de un deportivo negro reluciente. Es
uno de esos coches que debería tener tumbada en el capó a una rubia de largas
piernas vestida solo con una banda de miss.
—Bonito
coche —murmuro en tono frío.
Me
mira y sonríe.
—Lo
sé —me contesta.
Y
por un segundo vuelve el dulce, joven y despreocupado Christian. Me inspira
ternura. Está entusiasmado. Los chicos y sus juguetes. Pongo los ojos en
blanco, pero no puedo ocultar mi sonrisa. Me abre la puerta y entro. Uau… es
muy bajo.
Rodea el coche con paso seguro y, cuando llega al otro
lado, dobla su largo cuerpo con elegancia. ¿Cómo lo consigue?
—¿Qué
coche es?
—Un
Audi R8 Spyder. Como hace un día precioso, podemos bajar la capota. Ahí hay una
gorra. Bueno, debería haber dos.
Gira
la llave de contacto, y el motor ruge a nuestras espaldas. Deja la bolsa entre
los dos asientos, pulsa un botón y la capota retrocede lentamente. Pulsa otro,
y la voz de Bruce Springsteen nos envuelve.
—Va
a tener que gustarte Bruce.
Me
sonríe, saca el coche de la plaza de parking y sube la empinada rampa, donde
nos detenemos a esperar que se levante la puerta.
Y
salimos a la soleada mañana de mayo de Seattle. Abro la guantera y saco las
gorras. Son del equipo de los Mariners. ¿Le gusta el béisbol? Le tiendo una
gorra y se la pone. Paso el pelo por la parte de atrás de la mía y me bajo la
visera.
La
gente nos mira al pasar. Por un momento pienso que lo miran a él… Luego, una
paranoica parte de mí cree que me miran a mí porque saben lo que he estado
haciendo en las últimas doce horas, pero al final me doy cuenta de que lo que
miran es el coche. Christian parece ajeno a todo, perdido en sus pensamientos.
Hay
poco tráfico, así que no tardamos en llegar a la interestatal 5 en dirección
sur, con el viento soplando por encima de nuestras cabezas. Bruce canta que
arde de deseo. Muy oportuno. Me ruborizo escuchando la letra. Christian me
mira. Como lleva puestas las Ray-Ban, no veo su expresión. Frunce los labios,
apoya una mano en mi rodilla y me la aprieta suavemente. Se me corta la
respiración.
—¿Tienes
hambre? —me pregunta.
No
de comida.
—No
especialmente.
Sus
labios vuelven a tensarse en una línea firme.
—Tienes
que comer, Anastasia —me reprende—. Conozco un sitio fantástico cerca de
Olympia. Pararemos allí.
Me
aprieta la rodilla de nuevo, su mano vuelve a sujetar el volante y pisa el
acelerador. Me veo impulsada contra el respaldo del asiento. Madre mía, cómo
corre este coche.
El
restaurante es pequeño e íntimo, un chalet de madera en medio de un bosque.
La decoración es rústica: sillas diferentes, mesas con
manteles a cuadros y flores silvestres en pequeños jarrones. CUISINE SAUVAGE,
alardea un cartel por encima de la puerta.
—Hacía
tiempo que no venía. No se puede elegir… Preparan lo que han cazado o recogido.
Alza
las cejas fingiendo horrorizarse y no puedo evitar reírme. La camarera nos
pregunta qué vamos a beber. Se ruboriza al ver a Christian y se esconde debajo
de su largo flequillo rubio para evitar mirarlo a los ojos. ¡Le gusta! ¡No solo
me pasa a mí!
—Dos
vasos de Pinot Grigio —dice Christian en tono autoritario.
Pongo
mala cara.
—¿Qué
pasa? —me pregunta bruscamente.
—Yo
quería una Coca-Cola light —susurro.
Arruga
la frente y mueve la cabeza.
—El
Pinot Grigio de aquí es un vino decente. Irá bien con la comida, nos traigan lo
que nos traigan —me dice en tono paciente.
—¿Nos
traigan lo que nos traigan?
—Sí.
Esboza
su deslumbrante sonrisa ladeando la cabeza y se me hace un nudo en el estómago.
No puedo evitar devolvérsela.
—A
mi madre le has gustado —me dice de pronto.
—¿En
serio?
Sus
palabras hacen que me ruborice de alegría.
—Claro.
Siempre ha pensado que era gay.
Abro
la boca al acordarme de aquella pregunta… en la entrevista. Oh, no.
—¿Por
qué pensaba que eras gay? —le pregunto en voz baja.
—Porque
nunca me ha visto con una chica.
—Vaya…
¿con ninguna de las quince?
Sonríe.
—Tienes
buena memoria. No, con ninguna de las quince.
—Oh.
—Mira, Anastasia, para mí también ha sido un fin de
semana de novedades —me dice en voz baja.
—¿Sí?
—Nunca
había dormido con nadie, nunca había tenido relaciones sexuales en mi cama,
nunca había llevado a una chica en el Charlie Tango y nunca le había presentado
una mujer a mi madre. ¿Qué estás haciendo conmigo?
La
intensidad de sus ojos ardientes me corta la respiración.
Llega
la camarera con nuestros vasos de vino, e inmediatamente doy un pequeño sorbo.
¿Está siendo franco o se trata de un simple comentario fortuito?
—Me
lo he pasado muy bien este fin de semana, de verdad —digo en voz baja.
Vuelve
a arrugar la frente.
—Deja
de morderte el labio —gruñe—. Yo también —añade.
—¿Qué
es un polvo vainilla? —le pregunto, aunque solo sea para no pensar en su
intensa, ardiente y sexy mirada.
Se
ríe.
—Sexo
convencional, Anastasia, sin juguetes ni accesorios. —Se encoge de hombros—. Ya
sabes… bueno, la verdad es que no lo sabes, pero eso es lo que significa.
—Oh.
Creía
que lo que habíamos hecho eran polvos de exquisita tarta de chocolate fundido
con una guinda encima. Pero ya veo que no me entero.
La
camarera nos trae sopa, que ambos miramos con cierto recelo.
—Sopa
de ortigas —nos informa la camarera.
Se
da media vuelta y regresa enfadada a la cocina. No creo que le guste que
Christian no le haga ni caso. Pruebo la sopa, que está riquísima. Christian y
yo nos miramos a la vez, aliviados. Suelto una risita, y él ladea la cabeza.
—Qué
sonido tan bonito —murmura.
—¿Por
qué nunca has echado polvos vainilla? ¿Siempre has hecho… bueno… lo que hagas?
—le pregunto intrigada.
Asiente
lentamente.
—Más
o menos —me contesta con cautela.
Por
un momento frunce el ceño y parece librar una especie de batalla interna.
Luego levanta los ojos, como si hubiera tomado una
decisión.
—Una
amiga de mi madre me sedujo cuando yo tenía quince años.
—Oh.
¡Dios
mío, tan joven!
—Sus
gustos eran muy especiales. Fui su sumiso durante seis años.
Se
encoge de hombros.
—Oh.
Su
confesión me deja helada, aturdida.
—Así
que sé lo que implica, Anastasia —me dice con una mirada significativa.
Lo
observo fijamente, incapaz de articular palabra… Hasta mi subconsciente está en
silencio.
—La
verdad es que no tuve una introducción al sexo demasiado corriente.
Me
pica la curiosidad.
—¿Y
nunca saliste con nadie en la facultad?
—No
—me contesta negando con la cabeza para enfatizar su respuesta.
La
camarera entra para retirar nuestros platos y nos interrumpe un momento.
—¿Por
qué? —le pregunto cuando ya se ha ido.
Sonríe
burlón.
—¿De
verdad quieres saberlo?
—Sí.
—Porque
no quise. Solo la deseaba a ella. Además, me habría matado a palos.
Sonríe
con cariño al recordarlo.
Oh,
demasiada información de golpe… pero quiero más.
—Si
era una amiga de tu madre, ¿cuántos años tenía?
Sonríe.
—Los
suficientes para saber lo que se hacía.
—¿Sigues
viéndola?
—Sí.
—¿Todavía…
bueno…?
Me ruborizo.
—No
—me dice negando con la cabeza y con una sonrisa indulgente—. Es una buena
amiga.
—¿Tu
madre lo sabe?
Me
mira como diciéndome que no sea idiota.
—Claro
que no.
La
camarera vuelve con sendos platos de venado, pero se me ha quitado el hambre.
Toda una revelación. Christian, sumiso… Madre mía. Doy un largo trago de Pinot
Grigio… Christian tenía razón, por supuesto: está exquisito. Dios, tengo que
pensar en todo lo que me ha contado. Necesito tiempo para procesarlo, cuando
esté sola, porque ahora me distrae su presencia. Es tan irresistible, tan macho
alfa, y de repente lanza este bombazo. Él sabe lo que es ser sumiso.
—Pero
no estarías con ella todo el tiempo… —le digo confundida.
—Bueno,
estaba solo con ella, aunque no la veía todo el tiempo. Era… difícil. Después
de todo, todavía estaba en el instituto, y más tarde en la facultad. Come,
Anastasia.
—No
tengo hambre, Christian, de verdad.
Lo
que me ha contado me ha dejado aturdida.
Su
expresión se endurece.
—Come
—me dice en tono tranquilo, demasiado tranquilo.
Lo
miro. Este hombre… abusaron sexualmente de él cuando era adolescente… Su tono
es amenazador.
—Espera
un momento —susurro.
Pestañea
un par de veces.
—De
acuerdo —murmura.
Y
sigue comiendo.
Así
será la cosa si firmo. Tendré que cumplir sus órdenes. Frunzo el ceño. ¿Es eso
lo que quiero? Cojo el tenedor y el cuchillo, y empiezo a cortar el venado.
Está delicioso.
—¿Así
será nuestra… bueno… nuestra relación? ¿Estarás dándome órdenes todo el rato?
—le pregunto en un susurro, sin apenas atreverme a mirarlo.
—Sí
—murmura.
—Ya veo.
—Es
más, querrás que lo haga —añade en voz baja.
Lo
dudo, sinceramente. Pincho otro trozo de venado y me lo acerco a los labios.
—Es
mucho decir —murmuro.
Y me
lo meto en la boca.
—Lo
es.
Cierra
los ojos un segundo. Cuando los abre, está muy serio.
—Anastasia,
tienes que seguir tu instinto. Investiga un poco, lee el contrato… No tengo
problema en comentar cualquier detalle. Estaré en Portland hasta el viernes,
por si quieres que hablemos antes del fin de semana. —Sus palabras me llegan en
un torrente apresurado—. Llámame… Podríamos cenar… ¿digamos el miércoles? De
verdad quiero que esto funcione. Nunca he querido nada tanto.
Sus
ojos reflejan su ardiente sinceridad y su deseo. Es básicamente lo que no
entiendo. ¿Por qué yo? ¿Por qué no una de las quince? Oh, no… ¿En eso voy a
convertirme? ¿En un número? ¿La dieciséis, nada menos?
—¿Qué
pasó con las otras quince? —le pregunto de pronto.
Alza
las cejas sorprendido y mueve la cabeza con expresión resignada.
—Cosas
distintas, pero al fin y al cabo se reduce a… —Se detiene, creo que intentando
encontrar las palabras—. Incompatibilidad.
Se
encoge de hombros.
—¿Y
crees que yo podría ser compatible contigo?
—Sí.
—Entonces
ya no ves a ninguna de ellas.
—No,
Anastasia. Soy monógamo.
Vaya…
toda una noticia.
—Ya
veo.
—Investiga
un poco, Anastasia.
Dejo
el cuchillo y el tenedor. No puedo seguir comiendo.
—¿Ya
has terminado? ¿Eso es todo lo que vas a comer?
Asiento.
Me pone mala cara, pero decide callarse. Dejo escapar un pequeño suspiro de
alivio. Con tanta información se me ha revuelto el estómago y estoy un poco
mareada por el vino. Lo observo devorando todo lo que tiene en el plato.
Come como una lima. Debe de hacer mucho ejercicio para
mantener la figura. De pronto recuerdo cómo le cae el pijama…, y la imagen me
desconcentra. Me remuevo incómoda. Me mira y me ruborizo.
—Daría
cualquier cosa por saber lo que estás pensando ahora mismo —murmura.
Me
ruborizo todavía más.
Me
lanza una sonrisa perversa.
—Ya
me imagino… —me provoca.
—Me
alegro de que no puedas leerme el pensamiento.
—El
pensamiento no, Anastasia, pero tu cuerpo… lo conozco bastante bien desde ayer
—me dice en tono sugerente.
¿Cómo
puede cambiar de humor tan rápido? Es tan volátil… Cuesta mucho seguirle el
ritmo.
Llama
a la camarera y le pide la cuenta. Cuando ha pagado, se levanta y me tiende la
mano.
—Vamos.
Me
coge de la mano y volvemos al coche. Lo inesperado de él es este contacto de su
piel, normal, íntimo. No puedo reconciliar este gesto corriente y tierno con lo
que quiere hacer en aquel cuarto… el cuarto rojo del dolor.
Hacemos
el viaje de Olympia a Vancouver en silencio, cada uno sumido en sus
pensamientos. Cuando aparca frente a la puerta de casa, son las cinco de la
tarde. Las luces están encendidas, así que Kate está dentro, sin duda
empaquetando, a menos que Elliot todavía no se haya marchado. Christian apaga
el motor, y entonces caigo en la cuenta de que tengo que separarme de él.
—¿Quieres
entrar? —le pregunto.
No
quiero que se marche. Quiero seguir más tiempo con él.
—No.
Tengo trabajo —me dice mirándome con expresión insondable.
Me
miro las manos y entrelazo los dedos. De pronto me pongo en plan sensiblero. Se
va a marchar. Me coge de la mano, se la lleva lentamente a la boca y me la besa
con ternura, un gesto dulce y pasado de moda. Me da un vuelco el corazón.
—Gracias
por este fin de semana, Anastasia. Ha sido… estupendo. ¿Nos vemos el miércoles?
Pasaré a buscarte por el trabajo o por donde me digas.
—Nos vemos el miércoles —susurro.
Vuelve
a besarme la mano y me la deja en el regazo. Sale del coche, se acerca a mi
puerta y me la abre. ¿Por qué de pronto me siento huérfana? Se me hace un nudo
en la garganta. No quiero que me vea así. Sonrío forzadamente, salgo del coche
y me dirijo a la puerta sabiendo que tengo que enfrentarme a Kate, que temo
enfrentarme a Kate. A medio camino me giro y lo miro. Alegra esa cara, Steele,
me riño a mí misma.
—Ah…
por cierto, me he puesto unos calzoncillos tuyos.
Le
sonrío y tiro de la goma de los calzoncillos para que los vea. Christian abre
la boca, sorprendido. Una reacción genial. Mi humor cambia de inmediato y entro
en casa pavoneándome. Una parte de mí quiere levantar el puño y dar un salto.
¡SÍ! La diosa que llevo dentro está encantada.
Kate
está en el comedor metiendo sus libros en cajas.
—¿Ya
estás aquí? ¿Dónde está Christian? ¿Cómo estás? —me pregunta en tono febril,
nervioso.
Viene
hacia mí, me coge por los hombros y examina minuciosamente mi cara antes
incluso de que la haya saludado.
Mierda…
Tengo que lidiar con la insistencia y la tenacidad de Kate, y llevo en el bolso
un documento legal firmado que dice que no puedo hablar. No es una saludable
combinación.
—Bueno,
¿cómo ha ido? No he dejado de pensar en ti todo el rato… después de que Elliot
se marchara, claro —me dice sonriendo con picardía.
No
puedo evitar sonreír por su preocupación y su acuciante curiosidad, pero de
pronto me da vergüenza y me ruborizo. Lo que ha sucedido ha sido muy íntimo.
Ver y saber lo que Christian esconde. Pero tengo que darle algunos detalles,
porque si no, no va a dejarme en paz.
—Ha
ido bien, Kate. Muy bien, creo —le digo en tono tranquilo, intentando ocultar
mi sonrisa.
—¿Estás
segura?
—No
tengo nada con lo que compararlo, ¿verdad? —le digo encogiéndome de hombros a
modo de disculpa.
—¿Te
has corrido?
Maldita
sea, qué directa es. Me pongo roja.
—Sí
—murmuro nerviosa.
Kate me empuja hasta el sofá y nos sentamos. Me coge
de las manos.
—Muy
bien. —Me mira como si no se lo creyera—. Ha sido tu primera vez. Uau…
Christian debe de saber lo que se hace.
Oh,
Kate, si tú supieras…
—Mi
primera vez fue terrorífica —sigue diciendo, poniendo cara triste de máscara de
comedia.
—¿Sí?
Me
interesa. Nunca me lo había contado.
—Sí.
Steve Patrone. En el instituto. Un atleta gilipollas. —Encoge los hombros—. Fue
muy brusco, y yo no estaba preparada. Estábamos los dos borrachos. Ya sabes… el
típico desastre adolescente después de la fiesta de fin de curso. Uf, tardé
meses en decidirme a volver a intentarlo. Y no con ese inútil. Yo era demasiado
joven. Has hecho bien en esperar.
—Kate,
eso suena espantoso.
Parece
melancólica.
—Sí,
tardé casi un año en tener mi primer orgasmo con penetración, y llegas tú… y a
la primera.
Asiento
con timidez. La diosa que llevo dentro está sentada en la postura del loto y
parece serena, aunque tiene una astuta sonrisa autocomplaciente en la cara.
—Me
alegro de que hayas perdido la virginidad con un hombre que sabe lo que se
hace. —Me guiña un ojo—. ¿Y cuándo vuelves a verlo?
—El
miércoles. Iremos a cenar.
—Así
que todavía te gusta…
—Sí,
pero no sé qué va a pasar.
—¿Por
qué?
—Es
complicado, Kate. Ya sabes… Su mundo es totalmente diferente del mío.
Buena
excusa. Y creíble. Mucho mejor que «tiene un cuarto rojo del dolor y quiere
convertirme en su esclava sexual».
—Vamos,
por favor, no permitas que el dinero sea un problema, Ana. Elliot me ha dicho
que es muy raro que Christian salga con una chica.
—¿Eso
te ha dicho? —le pregunto en tono demasiado agudo.
¡Se
te ve el plumero, Steele! Mi subconsciente me mira moviendo su largo dedo
y luego se transforma en la balanza de la justicia
para recordarme que Christian podría demandarme si hablo demasiado. Ja… ¿Qué va
a hacer? ¿Quedarse con todo mi dinero? Tengo que acordarme de buscar en Google
«penas por incumplir un acuerdo de confidencialidad» cuando haga mi
«investigación». Es como si me hubieran puesto deberes. Quizá hasta me saco un
título. Me ruborizo recordando mi sobresaliente por el experimento en la bañera
de esta mañana.
—Ana,
¿qué pasa?
—Estaba
recordando algo que me ha dicho Christian.
—Pareces
distinta —me dice Kate con cariño.
—Me
siento distinta. Dolorida —le confieso.
—¿Dolorida?
—Un
poco.
Me
ruborizo.
—Yo
también. Hombres… —dice con una mueca de disgusto—. Son como animales.
Nos
reímos las dos.
—¿Tú
también estás dolorida? —le pregunto sorprendida.
—Sí…
de tanto darle.
Y me
echo a reír.
—Cuéntame
cosas de Elliot —le pido cuando paro por fin.
Siento
que me relajo por primera vez desde que estaba haciendo cola en el lavabo del
bar… antes de la llamada de teléfono con la que empezó todo esto… cuando
admiraba al señor Grey desde la distancia. Días felices y sin complicaciones.
Kate
se ruboriza. Oh, Dios mío… Katherine Agnes Kavanagh se convierte en Anastasia
Rose Steele. Me lanza una mirada ingenua. Nunca antes la había visto reaccionar
así por un hombre. Abro tanto la boca que la mandíbula me llega al suelo.
¿Dónde está Kate? ¿Qué habéis hecho con ella?
—Ana
—me dice entusiasmada—, es tan… tan… Lo tiene todo. Y cuando… oh… es
fantástico.
Está
tan alterada que apenas puede hilvanar una frase.
—Creo
que lo que intentas decirme es que te gusta.
Asiente
y se ríe como una loca.
—He quedado con él el sábado. Nos ayudará con la
mundanza.
Junta
las manos, se levanta del sofá y se dirige a la ventana haciendo piruetas. La
mudanza. Mierda, lo había olvidado, y eso que hay cajas por todas partes.
—Muy
amable por su parte —le digo.
Así
lo conoceré. Quizá pueda darme más pistas sobre su extraño e inquietante hermano.
—Bueno,
¿qué hicisteis anoche? —le pregunto.
Ladea
la cabeza hacia mí y alza las cejas en un gesto que viene a decir: «¿Tú qué
crees, idiota?».
—Más
o menos lo mismo que vosotros, pero nosotros cenamos antes —me dice riéndose—.
¿De verdad estás bien? Pareces un poco agobiada.
—Estoy
agobiada. Christian es muy intenso.
—Sí,
ya me hice una idea. Pero ¿se ha portado bien contigo?
—Sí
—la tranquilizo—. Me muero de hambre. ¿Quieres que prepare algo?
Asiente
y mete un par de libros en una caja.
—¿Qué
quieres hacer con los libros de catorce mil dólares? —me pregunta.
—Se
los voy a devolver.
—¿De
verdad?
—Es
un regalo exagerado. No puedo aceptarlo, y menos ahora.
Sonrío,
y Kate asiente con la cabeza.
—Lo
entiendo. Han llegado un par de cartas para ti, y José no ha dejado de llamar.
Parecía desesperado.
—Lo
llamaré —murmuro evasiva.
Si
le cuento a Kate lo de José, se lo merienda. Cojo las cartas de la mesa y las
abro.
—Vaya,
¡tengo entrevistas! Dentro de dos semanas, en Seattle, para hacer las
prácticas.
—¿Con
qué editorial?
—Con
las dos.
—Te
dije que tu expediente académico te abriría puertas, Ana.
Kate
ya tiene su puesto para hacer las prácticas en The Seattle Times, por
supuesto. Su padre conoce a alguien que conoce a
alguien.
—¿Qué
le parece a Elliot que te vayas de vacaciones? —le pregunto.
Kate
se dirige hacia la cocina, y por primera vez desde que he llegado parece
desconsolada.
—Lo
entiende. Una parte de mí no quiere marcharse, pero es tentador tumbarse al sol
un par de semanas. Además, mi madre no deja de insistir, porque cree que serán
nuestras últimas vacaciones en familia antes de que Ethan y yo empecemos a
trabajar en serio.
Nunca
he salido del Estados Unidos continental. Kate se va dos semanas a Barbados con
sus padres y su hermano, Ethan. Pasaré dos semanas sola, sin Kate, en la nueva
casa. Será raro. Ethan ha estado viajando por el mundo desde el año pasado,
después de graduarse. Por un momento me pregunto si lo veré antes de que se
vayan de vacaciones. Es un tipo majísimo. El teléfono me saca de mi ensoñación.
—Será
José.
Suspiro.
Sé que tengo que hablar con él. Levanto el teléfono.
—Hola.
—¡Ana,
has vuelto! —exclama José aliviado.
—Obviamente
—le contesto con cierto sarcasmo.
Pongo
los ojos en blanco.
—¿Puedo
verte? Siento mucho lo del viernes. Estaba borracho… y tú… bueno. Ana,
perdóname, por favor.
—Claro
que te perdono, José. Pero que no se repita. Sabes cuáles son mis sentimientos
por ti.
Suspira
profundamente, con tristeza.
—Lo
sé, Ana. Pero pensé que si te besaba, quizá tus sentimientos cambiarían.
—José,
te quiero mucho, eres muy importante para mí. Eres como el hermano que nunca he
tenido. Y eso no va a cambiar. Lo sabes.
Siento
hacerle daño, pero es la verdad.
—Entonces,
¿sales con él? —me pregunta con desdén.
—José,
no salgo con nadie.
—Pero
has pasado la noche con él.
—¡No es asunto tuyo!
—¿Es
por el dinero?
—¡José!
¿Cómo te atreves? —le grito, atónita por su atrevimiento.
—Ana
—dice con voz quejumbrosa, en tono de disculpa.
Ahora
mismo no estoy para aguantar sus mezquinos celos. Sé que está dolido, pero ya
tengo bastante con lidiar con Christian Grey.
—Quizá
podríamos tomar un café mañana. Te llamaré —le digo en tono conciliador.
Es
mi amigo y le tengo mucho cariño, pero en estos momentos no estoy para aguantar
estas cosas.
—Vale,
mañana. ¿Me llamas tú?
Su
voz esperanzada me conmueve.
—Sí…
Buenas noches, José.
Cuelgo
sin esperar su respuesta.
—¿De
qué va todo esto? —me pregunta Katherine con las manos en las caderas.
Decido
que lo mejor es decirle la verdad. Parece más obstinada que nunca.
—El
viernes intentó besarme.
—¿José?
¿Y Christian Grey? Ana, tus feromonas deben de estar haciendo horas extras. ¿En
qué estaba pensando ese imbécil?
Mueve
la cabeza enfadada y sigue empaquetando.
Tres
cuartos de hora después hacemos una pausa para degustar la especialidad de la
casa, mi lasaña. Kate abre una botella de vino y nos sentamos a comer entre las
cajas, bebiendo vino tinto barato y viendo programas de televisión basura. La
normalidad. Es bien recibida y tranquilizadora después de las últimas cuarenta
y ocho horas de… locura. Es mi primera comida en dos días sin preocupaciones,
sin que me insistan y en paz. ¿Qué problema tiene Christian con la comida? Kate
recoge los platos mientras yo acabo de empaquetar lo que queda en el salón.
Solo hemos dejado el sofá, la tele y la mesa. ¿Qué más podríamos necesitar?
Solo falta por empaquetar el contenido de nuestras habitaciones y la cocina, y
tenemos toda la semana por delante.
Vuelve
a sonar el teléfono. Es Elliot. Kate me guiña un ojo y se mete en su habitación
dando saltitos como una quinceañera. Sé que debería estar escribiendo su
discurso por haber sido la mejor alumna de la promoción, pero parece que Elliot
es más importante. ¿Qué pasa con los Grey? ¿Qué los
hace tan absorbentes, tan devoradores y tan irresistibles? Doy otro trago de
vino.
Hago
zapping en busca de algún programa, pero en el fondo sé que estoy demorándome a
propósito. El contrato echa humo dentro de mi bolso. ¿Tendré las fuerzas y lo
que hay que tener para leerlo esta noche?
Apoyo
la cabeza en las manos. Tanto José como Christian quieren algo de mí. Con José
es fácil, pero Christian… Manejar y entender a Christian es otra cosa. Una
parte de mí quiere salir corriendo y esconderse. ¿Qué voy a hacer? Pienso en
sus ardientes ojos grises, en su intensa y provocativa mirada, y me pongo
tensa. Sofoco un grito. Ni siquiera está aquí y ya estoy a cien. No puede ser
solo sexo, ¿verdad? Pienso en sus bromas amables de esta mañana, en el
desayuno, en su alegría al verme encantada con el viaje en helicóptero, en cómo
tocaba el piano, esa música tan triste, dulce y conmovedora…
Es
un hombre muy complicado. Y ahora he empezado a entender por qué. Un chico
privado de adolescencia, del que abusa sexualmente una malvada señora Robinson…
No es extraño que parezca mayor de lo que es. Me entristece pensar en lo que
debe de haber pasado. Soy demasiado ingenua para saber exactamente de qué se
trata, pero la investigación arrojará algo de luz. Aunque ¿de verdad quiero
saber? ¿Quiero explorar ese mundo del que no sé nada? Es un paso muy
importante.
Si
no lo hubiera conocido, seguiría tan feliz, ajena a todo esto. Mi mente se
traslada a la noche de ayer y a esta mañana… a la increíble y sensual
sexualidad que he experimentado. ¿Quiero despedirme de ella? ¡No!, exclama mi
subconsciente… La diosa que llevo dentro, sumida en un silencio zen, asiente
para mostrar que está de acuerdo con ella.
Kate
vuelve al comedor sonriendo de oreja a oreja. Quizá esté enamorada. La miro
boquiabierta. Nunca se ha comportado así.
—Ana,
me voy a la cama. Estoy muy cansada.
—Yo
también, Kate.
Me
abraza.
—Me
alegro de que hayas vuelto sana y salva. Hay algo raro en Christian —añade en
voz baja, en tono de disculpa.
Sonrío
para tranquilizarla, aunque pienso: ¿Cómo demonios lo sabe? Por eso será una
buenísima periodista, por su infalible intuición.
Cojo
el bolso y me voy a mi habitación con paso desganado. Los esfuerzos sexuales
de las últimas horas y el total y absoluto dilema al que me
enfrento me han dejado agotada. Me siento en la cama, saco con cautela del
bolso el sobre de papel manila y le doy vueltas entre las manos. ¿Estoy segura
de que quiero saber hasta dónde llega la depravación de Christian? Resulta tan
intimidante… Respiro hondo y rasgo el sobre con el corazón en un puño.
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