E.L. JAMES
CINCUENTA SOMBRAS
DE GREY
Traducción de
Pilar de la Peña Minguell
y Helena Trías Bello
[En esta entrada están sólo capítulos del 1-5]
Para Niall,
el amo de mi universo
Agradecimientos
Quiero agradecer a las siguientes personas su ayuda y su apoyo:
A mi marido, Niall, gracias por aguantar mi obsesión, por ser un dios doméstico
y por hacer la primera revisión del manuscrito.
A mi jefa, Lisa, gracias por soportarme durante el último año, o más, mientras
yo me permitía esta locura.
A C.C.L., solo puedo darte las gracias.
A las originarias bunker babes: gracias por vuestra amistad y vuestro apoyo
constante.
A S.R., gracias por todos tus útiles consejos desde el principio y por ser el
primero.
A Sue Malone, gracias por ordenarme la vida.
A Amanda y a todos los de TWCS, gracias por apostar por mí.
1
Me miro en el espejo y frunzo el ceño, frustrada. Qué asco de pelo. No hay manera
con él. Y maldita sea Katherine Kavanagh, que se ha puesto enferma y me ha
metido en este lío. Tendría que estar estudiando para los exámenes finales, que son
la semana que viene, pero aquí estoy, intentando hacer algo con mi pelo. No debo
meterme en la cama con el pelo mojado. No debo meterme en la cama con el pelo
mojado. Recito varias veces este mantra mientras intento una vez más controlarlo
con el cepillo. Me desespero, pongo los ojos en blanco, después observo a la chica
pálida, de pelo castaño y ojos azules exageradamente grandes que me mira, y me
rindo. Mi única opción es recogerme este pelo rebelde en una coleta y confiar en
estar medio presentable.
Kate es mi compañera de piso, y ha tenido que pillar un resfriado precisamente
hoy. Por eso no puede ir a la entrevista que había concertado para la revista de la
facultad con un megaempresario del que yo nunca había oído hablar. Así que va a
tocarme a mí. Tengo que estudiar para los exámenes finales, tengo que terminar un
trabajo y se suponía que a eso iba a dedicarme esta tarde, pero no. Lo que voy a
hacer esta tarde es conducir más de doscientos kilómetros hasta el centro de Seattle
para reunirme con el enigmático presidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.
Como empresario excepcional y principal mecenas de nuestra universidad, su
tiempo es extraordinariamente valioso —mucho más que el mío—, pero ha
concedido una entrevista a Kate. Un bombazo, según ella. Malditas sean sus
actividades extraacadémicas.
Kate está acurrucada en el sofá del salón.
—Ana, lo siento. Tardé nueve meses en conseguir esta entrevista. Si pido que
me cambien el día, tendré que esperar otros seis meses, y para entonces las dos
estaremos graduadas. Soy la responsable de la revista, así que no puedo echarlo
todo a perder. Por favor… —me suplica Kate con voz ronca por el resfriado.
¿Cómo lo hace? Incluso enferma está guapísima, realmente atractiva, con su
pelo rubio rojizo perfectamente peinado y sus brillantes ojos verdes, aunque ahora
los tiene rojos y llorosos. Paso por alto la inoportuna punzada de lástima que me
inspira. —Claro que iré, Kate. Vuelve a la cama. ¿Quieres una aspirina o un
paracetamol?
—Un paracetamol, por favor. Aquí tienes las preguntas y la grabadora. Solo
tienes que apretar aquí. Y toma notas. Luego ya lo transcribiré todo.
—No sé nada de él —murmuro intentando en vano reprimir el pánico, que es
cada vez mayor.
—Te harás una idea por las preguntas. Sal ya. El viaje es largo. No quiero que
llegues tarde.
—Vale, me voy. Vuelve a la cama. Te he preparado una sopa para que te la
calientes después.
La miro con cariño. Solo haría algo así por ti, Kate.
—Sí, lo haré. Suerte. Y gracias, Ana. Me has salvado la vida, para variar.
Cojo el bolso, le lanzo una sonrisa y me dirijo al coche. No puedo creerme que
me haya dejado convencer, pero Kate es capaz de convencer a cualquiera de lo que
sea. Será una excelente periodista. Sabe expresarse y discutir, es fuerte, convincente
y guapa. Y es mi mejor amiga.
Apenas hay tráfico cuando salgo de Vancouver, Washington, en dirección a la
interestatal 5. Es temprano y no tengo que estar en Seattle hasta las dos del
mediodía. Por suerte, Kate me ha dejado su Mercedes CLK. No tengo nada claro
que pudiera llegar a tiempo con Wanda, mi viejo Volkswagen Escarabajo.
Conducir el Mercedes es muy agradable. Piso con fuerza el acelerador, y los
kilómetros pasan volando.
Me dirijo a la sede principal de la multinacional del señor Grey, un enorme
edificio de veinte plantas, una fantasía arquitectónica, todo él de vidrio y acero, y
con las palabras GREY HOUSE en un discreto tono metálico en las puertas
acristaladas de la entrada. Son las dos menos cuarto cuando llego. Entro en el
inmenso —y francamente intimidante— vestíbulo de vidrio, acero y piedra blanca,
muy aliviada por no haber llegado tarde.
Desde el otro lado de un sólido mostrador de piedra me sonríe amablemente
una chica rubia, atractiva y muy arreglada. Lleva la americana gris oscura y la
falda blanca más elegantes que he visto jamás. Está impecable.
—Vengo a ver al señor Grey. Anastasia Steele, de parte de Katherine Kavanagh.
—Discúlpeme un momento, señorita Steel —me dice alzando las cejas.
Espero tímidamente frente a ella. Empiezo a pensar que debería haberme puesto una americana de vestir de Kate en lugar de mi chaqueta azul marino. He hecho
un esfuerzo y me he puesto la única falda que tengo, mis cómodas botas marrones
hasta la rodilla y un jersey azul. Para mí ya es ir elegante. Me paso por detrás de la
oreja un mechón de pelo que se me ha soltado de la coleta fingiendo no sentirme
intimidada.
—Sí, tiene cita con la señorita Kavanagh. Firme aquí, por favor, señorita Steel. El
último ascensor de la derecha, planta 20.
Me sonríe amablemente, sin duda divertida, mientras firmo.
Me tiende un pase de seguridad que tiene impresa la palabra VISITANTE. No
puedo evitar sonreír. Es obvio que solo estoy de visita. Desentono completamente.
No pasa nada, suspiro para mis adentros. Le doy las gracias y me dirijo hacia los
ascensores, más allá de los dos vigilantes, ambos mucho más elegantes que yo con
su traje negro de corte perfecto.
El ascensor me traslada a la planta 20 a una velocidad de vértigo. Las puertas se
abren y salgo a otro gran vestíbulo, también de vidrio, acero y piedra blanca. Me
acerco a otro mostrador de piedra y me saluda otra chica rubia vestida
impecablemente de blanco y negro.
—Señorita Steele, ¿puede esperar aquí, por favor? —me pregunta señalándome
una zona de asientos de piel de color blanco.
Detrás de los asientos de piel hay una gran sala de reuniones con las paredes de
vidrio, una mesa de madera oscura, también grande, y al menos veinte sillas a
juego. Más allá, un ventanal desde el suelo hasta el techo que ofrece una vista de
Seattle hacia el Sound. La vista es tan impactante que me quedo
momentáneamente paralizada. Uau.
Me siento, saco las preguntas del bolso y les echo un vistazo maldiciendo por
dentro a Kate por no haberme pasado una breve biografía. No sé nada del hombre
al que voy a entrevistar. Podría tener tanto noventa años como treinta. La
inseguridad me mortifica y, como estoy nerviosa, no paro de moverme. Nunca me
he sentido cómoda en las entrevistas cara a cara. Prefiero el anonimato de una
charla en grupo, en la que puedo sentarme al fondo de la sala y pasar inadvertida.
Para ser sincera, lo que me gusta es estar sola, acurrucada en una silla de la
biblioteca del campus universitario leyendo una buena novela inglesa, y no
removiéndome en el sillón de un enorme edificio de vidrio y piedra.
Suspiro. Contrólate, Steele. A juzgar por el edificio, demasiado aséptico y
moderno, supongo que Grey tendrá unos cuarenta años. Un tipo que se mantiene
en forma, bronceado y rubio, a juego con el resto del personal. De una gran puerta a la derecha sale otra rubia elegante, impecablemente
vestida. ¿De dónde sale tanta rubia inmaculada? Parece que las fabriquen en serie.
Respiro hondo y me levanto.
—¿Señorita Steele? —me pregunta la última rubia.
—Sí —le contesto con voz ronca y carraspeo—. Sí —repito, esta vez en un tono
algo más seguro.
—El señor Grey la recibirá enseguida. ¿Quiere dejarme la chaqueta?
—Sí, gracias —le contesto intentando con torpeza quitarme la chaqueta.
—¿Le han ofrecido algo de beber?
—Pues… no.
Vaya, ¿estaré metiendo en problemas a la rubia número uno?
La rubia número dos frunce el ceño y lanza una mirada a la chica del mostrador.
—¿Quiere un té, café, agua? —me pregunta volviéndose de nuevo hacia mí.
—Un vaso de agua, gracias —le contesto en un murmullo.
—Olivia, tráele a la señorita Steele un vaso de agua, por favor —dice en tono
serio.
Olivia sale corriendo de inmediato y desaparece detrás de una puerta al otro
lado del vestíbulo.
—Le ruego que me disculpe, señorita Steele. Olivia es nuestra nueva empleada
en prácticas. Por favor, siéntese. El señor Grey la atenderá en cinco minutos.
Olivia vuelve con un vaso de agua muy fría.
—Aquí tiene, señorita Steele.
—Gracias.
La rubia número dos se dirige al enorme mostrador. Sus tacones resuenan en el
suelo de piedra. Se sienta y ambas siguen trabajando.
Quizá el señor Grey insista en que todos sus empleados sean rubios. Estoy
distraída, preguntándome si eso es legal, cuando la puerta del despacho se abre y
sale un afroamericano alto y atractivo, con el pelo rizado y vestido con elegancia.
Está claro que no podría haber elegido peor mi ropa.
Se vuelve hacia la puerta.
—Grey, ¿jugamos al golf esta semana?
No oigo la respuesta. El afroamericano me ve y sonríe. Se le arrugan las comisuras de los ojos. Olivia se ha levantado de un salto para ir a llamar al
ascensor. Parece que destaca en eso de pegar saltos de la silla. Está más nerviosa
que yo.
—Buenas tardes, señoritas —dice el afroamericano metiéndose en el ascensor.
—El señor Grey la recibirá ahora, señorita Steele. Puede pasar —me dice la rubia
número dos.
Me levanto tambaleándome un poco e intentando contener los nervios. Cojo mi
bolso, dejo el vaso de agua y me dirijo a la puerta entornada.
—No es necesario que llame. Entre directamente —me dice sonriéndome.
Empujo la puerta, tropiezo con mi propio pie y caigo de bruces en el despacho.
Mierda, mierda. Qué patosa… Estoy de rodillas y con las manos apoyadas en el
suelo en la entrada del despacho del señor Grey, y unas manos amables me rodean
para ayudarme a levantarme. Estoy muerta de vergüenza, ¡qué torpe! Tengo que
armarme de valor para alzar la vista. Madre mía, qué joven es.
—Señorita Kavanagh —me dice tendiéndome una mano de largos dedos en
cuanto me he incorporado—. Soy Christian Grey. ¿Está bien? ¿Quiere sentarse?
Muy joven. Y atractivo, muy atractivo. Alto, con un elegantísimo traje gris,
camisa blanca y corbata negra, con un pelo rebelde de color cobrizo y brillantes
ojos grises que me observan atentamente. Necesito un momento para poder
articular palabra.
—Bueno, la verdad…
Me callo. Si este tipo tiene más de treinta años, yo soy bombera. Le doy la mano,
aturdida, y nos saludamos. Cuando nuestros dedos se tocan, siento un extraño y
excitante escalofrío por todo el cuerpo. Retiro la mano a toda prisa, incómoda.
Debe de ser electricidad estática. Parpadeo rápidamente, al ritmo de los latidos de
mi corazón.
—La señorita Kavanagh está indispuesta, así que me ha mandado a mí. Espero
que no le importe, señor Grey.
—¿Y usted es…?
Su voz es cálida y parece divertido, pero su expresión impasible no me permite
asegurarlo. Parece ligeramente interesado, pero sobre todo muy educado.
—Anastasia Steele. Estudio literatura inglesa con Kate… digo… Katherine…
bueno… la señorita Kavanagh, en la Estatal de Washington.
—Ya veo —se limita a responderme. Creo ver el esbozo de una sonrisa en su expresión, pero no estoy segura.
—¿Quiere sentarse? —me pregunta señalándome un sofá blanco de piel en
forma de L.
Su despacho es exageradamente grande para una sola persona. Delante de los
ventanales panorámicos hay una mesa de madera oscura en la que podrían comer
cómodamente seis personas. Hace juego con la mesita junto al sofá. Todo lo demás
es blanco —el techo, el suelo y las paredes—, excepto la pared de la puerta, en la
que treinta y seis cuadros pequeños forman una especie de mosaico cuadrado. Son
preciosos, una serie de objetos prosaicos e insignificantes, pintados con tanto
detalle que parecen fotografías. Pero, colgados juntos en la pared, resultan
impresionantes.
—Un artista de aquí. Trouton —me dice el señor Grey cuando se da cuenta de lo
que estoy observando.
—Son muy bonitos. Elevan lo cotidiano a la categoría de extraordinario
—murmuro distraída, tanto por él como por los cuadros.
Ladea la cabeza y me mira con mucha atención.
—No podría estar más de acuerdo, señorita Steele —me contesta en voz baja.
Y por alguna inexplicable razón me ruborizo.
Aparte de los cuadros, el resto del despacho es frío, limpio y aséptico. Me
pregunto si refleja la personalidad del Adonis que está sentado con elegancia
frente a mí en una silla blanca de piel. Bajo la cabeza, alterada por la dirección que
están tomando mis pensamientos, y saco del bolso las preguntas de Kate. Luego
preparo la grabadora con tanta torpeza que se me cae dos veces en la mesita. El
señor Grey no abre la boca. Aguarda pacientemente —eso espero—, y yo me siento
cada vez más avergonzada y me pongo más roja. Cuando reúno el valor para
mirarlo, está observándome, con una mano encima de la pierna y la otra alrededor
de la barbilla y con el largo dedo índice cruzándole los labios. Creo que intenta
ahogar una sonrisa.
—Pe… Perdón —balbuceo—. No suelo utilizarla.
—Tómese todo el tiempo que necesite, señorita Steele —me contesta.
—¿Le importa que grabe sus respuestas?
—¿Me lo pregunta ahora, después de lo que le ha costado preparar la
grabadora?
Me ruborizo. ¿Está bromeando? Eso espero. Parpadeo, no sé qué decir, y creo
que se apiada de mí, porque acepta. —No, no me importa.
—¿Le explicó Kate… digo… la señorita Kavanagh para dónde era la entrevista?
—Sí. Para el último número de este curso de la revista de la facultad, porque yo
entregaré los títulos en la ceremonia de graduación de este año.
Vaya. Acabo de enterarme. Y por un momento me preocupa que alguien no
mucho mayor que yo —vale, quizá seis o siete años, y vale, un megatriunfador,
pero aun así— me entregue el título. Frunzo el ceño e intento centrar mi caprichosa
atención en lo que tengo que hacer.
—Bien —digo tragando saliva—. Tengo algunas preguntas, señor Grey.
Me coloco un mechón de pelo detrás de la oreja.
—Sí, creo que debería preguntarme algo —me contesta inexpresivo.
Está burlándose de mí. Al darme cuenta de ello, me arden las mejillas. Me
incorporo un poco y estiro la espalda para parecer más alta e intimidante. Pulso el
botón de la grabadora intentando parecer profesional.
—Es usted muy joven para haber amasado este imperio. ¿A qué se debe su
éxito?
Le miro y él esboza una sonrisa burlona, pero parece ligeramente decepcionado.
—Los negocios tienen que ver con las personas, señorita Steele, y yo soy muy
bueno analizándolas. Sé cómo funcionan, lo que les hace ser mejores, lo que no, lo
que las inspira y cómo incentivarlas. Cuento con un equipo excepcional, y les pago
bien. —Se calla un instante y me clava su mirada gris—. Creo que para tener éxito
en cualquier ámbito hay que dominarlo, conocerlo por dentro y por fuera, conocer
cada uno de sus detalles. Trabajo duro, muy duro, para conseguirlo. Tomo
decisiones basándome en la lógica y en los hechos. Tengo un instinto innato para
reconocer y desarrollar una buena idea, y seleccionar a las personas adecuadas. La
base es siempre contar con las personas adecuadas.
—Quizá solo ha tenido suerte.
Este comentario no está en la lista de Kate, pero es que es tan arrogante… Por un
momento la sorpresa asoma a sus ojos.
—No creo en la suerte ni en la casualidad, señorita Steele. Cuanto más trabajo,
más suerte tengo. Realmente se trata de tener en tu equipo a las personas
adecuadas y saber dirigir sus esfuerzos. Creo que fue Harvey Firestone quien dijo
que la labor más importante de los directivos es que las personas crezcan y se
desarrollen. —Parece usted un maniático del control.
Las palabras han salido de mi boca antes de que pudiera detenerlas.
—Bueno, lo controlo todo, señorita Steele —me contesta sin el menor rastro de
sentido del humor en su sonrisa.
Lo miro y me sostiene la mirada, impasible. Se me dispara el corazón y vuelvo a
ruborizarme.
¿Por qué tiene este desconcertante efecto sobre mí? ¿Quizá porque es
irresistiblemente atractivo? ¿Por cómo me mira fijamente? ¿Por cómo se pasa el
dedo índice por el labio inferior? Ojalá dejara de hacerlo.
—Además, decirte a ti mismo, en tu fuero más íntimo, que has nacido para
ejercer el control te concede un inmenso poder —sigue diciéndome en voz baja.
—¿Le parece a usted que su poder es inmenso?
Maniático del control, añado para mis adentros.
—Tengo más de cuarenta mil empleados, señorita Steele. Eso me otorga cierto
sentido de la responsabilidad… poder, si lo prefiere. Si decidiera que ya no me
interesa el negocio de las telecomunicaciones y lo vendiera todo, veinte mil
personas pasarían apuros para pagar la hipoteca en poco más de un mes.
Me quedo boquiabierta. Su falta de humildad me deja estupefacta.
—¿No tiene que responder ante una junta directiva? —le pregunto asqueada.
—Soy el dueño de mi empresa. No tengo que responder ante ninguna junta
directiva.
Me mira alzando una ceja y me ruborizo. Claro, lo habría sabido si me hubiera
informado un poco. Pero, maldita sea, qué arrogante… Cambio de táctica.
—¿Y cuáles son sus intereses, aparte del trabajo?
—Me interesan cosas muy diversas, señorita Steele. —Esboza una sonrisa casi
imperceptible—. Muy diversas.
Por alguna razón, su mirada firme me confunde y me enciende. Pero en sus ojos
se distingue un brillo perverso.
—Pero si trabaja tan duro, ¿qué hace para relajarse?
—¿Relajarme?
Sonríe mostrando sus dientes, blancos y perfectos. Contengo la respiración. Es
realmente guapo. Debería estar prohibido ser tan guapo.
—Bueno, para relajarme, como dice usted, navego, vuelo y me permito diversas actividades físicas. —Cambia de posición en su silla—. Soy muy rico, señorita
Steele, así que tengo aficiones caras y fascinantes.
Echo un rápido vistazo a las preguntas de Kate con la intención de no seguir con
ese tema.
—Invierte en fabricación. ¿Por qué en fabricación en concreto? —le pregunto.
¿Por qué hace que me sienta tan incómoda?
—Me gusta construir. Me gusta saber cómo funcionan las cosas, cuál es su
mecanismo, cómo se montan y se desmontan. Y me encantan los barcos. ¿Qué
puedo decirle?
—Parece que el que habla es su corazón, no la lógica y los hechos.
Frunce los labios y me observa de arriba abajo.
—Es posible. Aunque algunos dirían que no tengo corazón.
—¿Por qué dirían algo así?
—Porque me conocen bien. —Me contesta con una sonrisa irónica.
—¿Dirían sus amigos que es fácil conocerlo?
Y nada más preguntárselo lamento haberlo hecho. No está en la lista de Kate.
—Soy una persona muy reservada, señorita Steele. Hago todo lo posible por
proteger mi vida privada. No suelo ofrecer entrevistas.
—¿Por qué aceptó esta?
—Porque soy mecenas de la universidad, y porque, por más que lo intentara, no
podía sacarme de encima a la señorita Kavanagh. No dejaba de dar la lata a mis
relaciones públicas, y admiro esa tenacidad.
Sé lo tenaz que puede llegar a ser Kate. Por eso estoy sentada aquí, incómoda y
muerta de vergüenza ante la mirada penetrante de este hombre, cuando debería
estar estudiando para mis exámenes.
—También invierte en tecnología agrícola. ¿Por qué le interesa este ámbito?
—El dinero no se come, señorita Steele, y hay demasiada gente en el mundo que
no tiene qué comer.
—Suena muy filantrópico. ¿Le apasiona la idea de alimentar a los pobres del
mundo?
Se encoge de hombros, como dándome largas.
—Es un buen negocio —murmura. Pero creo que no está siendo sincero. No tiene sentido. ¿Alimentar a los pobres
del mundo? No veo por ningún lado qué beneficios económicos puede
proporcionar. Lo único que veo es que se trata de una idea noble. Echo un vistazo a
la siguiente pregunta, confundida por su actitud.
—¿Tiene una filosofía? Y si la tiene, ¿en qué consiste?
—No tengo una filosofía como tal. Quizá un principio que me guía… de
Carnegie: «Un hombre que consigue adueñarse absolutamente de su mente puede
adueñarse de cualquier otra cosa para la que esté legalmente autorizado». Soy muy
peculiar, muy tenaz. Me gusta el control… de mí mismo y de los que me rodean.
—Entonces quiere poseer cosas…
Es usted un obseso del control.
—Quiero merecer poseerlas, pero sí, en el fondo es eso.
—Parece usted el paradigma del consumidor.
—Lo soy.
Sonríe, pero la sonrisa no ilumina su mirada. De nuevo no cuadra con una
persona que quiere alimentar al mundo, así que no puedo evitar pensar que
estamos hablando de otra cosa, pero no tengo ni la menor idea de qué. Trago
saliva. En el despacho hace cada vez más calor, o quizá sea cosa mía. Solo quiero
acabar de una vez la entrevista. Seguro que Kate tiene ya bastante material. Echo
un vistazo a la siguiente pregunta.
—Fue un niño adoptado. ¿Hasta qué punto cree que ha influido en su manera
de ser?
Vaya, una pregunta personal. Lo miro con la esperanza de que no se ofenda.
Frunce el ceño.
—No puedo saberlo.
Me pica la curiosidad.
—¿Qué edad tenía cuando lo adoptaron?
—Todo el mundo lo sabe, señorita Steele —me contesta muy serio.
Mierda. Sí, claro. Si hubiera sabido que iba a hacer esta entrevista, me habría
informado un poco. Cambio de tema rápidamente.
—Ha tenido que sacrificar su vida familiar por el trabajo.
—Eso no es una pregunta —me replica en tono seco.
—Perdón. No puedo quedarme quieta. Ha conseguido que me sienta como una niña
perdida. Vuelvo a intentarlo.
—¿Ha tenido que sacrificar su vida familiar por el trabajo?
—Tengo familia. Un hermano, una hermana y unos padres que me quieren.
Pero no me interesa seguir hablando de mi familia.
—¿Es usted gay, señor Grey?
Respira hondo. Estoy avergonzada, abochornada. Mierda. ¿Por qué no he
echado un vistazo a la pregunta antes de leerla? ¿Cómo voy a decirle que estoy
limitándome a leer las preguntas? Malditas sean Kate y su curiosidad.
—No, Anastasia, no soy gay.
Alza las cejas y me mira con ojos fríos. No parece contento.
—Le pido disculpas. Está… bueno… está aquí escrito.
Ha sido la primera vez que me ha llamado por mi nombre. El corazón se me ha
disparado y vuelven a arderme las mejillas. Nerviosa, me coloco el mechón de pelo
detrás de la oreja.
Inclina un poco la cabeza.
—¿Las preguntas no son suyas?
Quiero que se me trague la tierra.
—Bueno… no. Kate… la señorita Kavanagh… me ha pasado una lista.
—¿Son compañeras de la revista de la facultad?
Oh, no. No tengo nada que ver con la revista. Es una actividad extraacadémica
de ella, no mía. Me arden las mejillas.
—No. Es mi compañera de piso.
Se frota la barbilla con parsimonia y sus ojos grises me observan atentamente.
—¿Se ha ofrecido usted para hacer esta entrevista? —me pregunta en tono
inquietantemente tranquilo.
A ver, ¿quién se supone que entrevista a quién? Su mirada me quema por
dentro y no puedo evitar decirle la verdad.
—Me lo ha pedido ella. No se encuentra bien —le contesto en voz baja, como
disculpándome.
—Esto explica muchas cosas.
Llaman a la puerta y entra la rubia número dos. —Señor Grey, perdone que lo interrumpa, pero su próxima reunión es dentro de
dos minutos.
—No hemos terminado, Andrea. Cancele mi próxima reunión, por favor.
Andrea se queda boquiabierta, sin saber qué contestar. Parece perdida. El señor
Grey vuelve el rostro hacia ella lentamente y alza las cejas. La chica se pone
colorada. Menos mal, no soy la única.
—Muy bien, señor Grey —murmura, y sale del despacho.
Él frunce el ceño y vuelve a centrar su atención en mí.
—¿Por dónde íbamos, señorita Steele?
Vaya, ya estamos otra vez con lo de «señorita Steele».
—No quisiera interrumpir sus obligaciones.
—Quiero saber de usted. Creo que es lo justo.
Sus ojos grises brillan de curiosidad. Mierda, mierda. ¿Qué pretende? Apoya los
codos en los brazos de la butaca y une las yemas de los dedos de ambas manos
frente a la boca. Su boca me… me desconcentra. Trago saliva.
—No hay mucho que saber —le digo volviéndome a ruborizar.
—¿Qué planes tiene después de graduarse?
Me encojo de hombros. Su interés me desconcierta. Venirme a Seattle con Kate,
encontrar trabajo… La verdad es que no he pensado mucho más allá de los
exámenes.
—No he hecho planes, señor Grey. Tengo que aprobar los exámenes finales.
Y ahora tendría que estar estudiando, no sentada en su inmenso, aséptico y
precioso despacho, sintiéndome incómoda frente a su penetrante mirada.
—Aquí tenemos un excelente programa de prácticas —me dice en tono
tranquilo.
Alzo las cejas sorprendida. ¿Está ofreciéndome trabajo?
—Lo tendré en cuenta —murmuro confundida—. Aunque no creo que encajara
aquí.
Oh, no. Ya estoy otra vez pensando en voz alta.
—¿Por qué lo dice?
Ladea un poco la cabeza, intrigado, y una ligera sonrisa se insinúa en sus labios.
—Es obvio, ¿no? Soy torpe, desaliñada y no soy rubia.
—Para mí no.
Su mirada es intensa y su atisbo de sonrisa ha desaparecido. De pronto siento
que unos extraños músculos me oprimen el estómago. Aparto los ojos de su
mirada escrutadora y me contemplo los nudillos, aunque no los veo. ¿Qué está
pasando? Tengo que marcharme ahora mismo. Me inclino hacia delante para coger
la grabadora.
—¿Le gustaría que le enseñara el edificio? —me pregunta.
—Seguro que está muy ocupado, señor Grey, y yo tengo un largo camino.
—¿Vuelve en coche a Vancouver?
Parece sorprendido, incluso nervioso. Mira por la ventana. Ha empezado a
llover.
—Bueno, conduzca con cuidado —me dice en tono serio, autoritario.
¿Por qué iba a importarle?
—¿Me ha preguntado todo lo que necesita? —añade.
—Sí —le contesto metiéndome la grabadora en el bolso.
Cierra ligeramente los ojos, como si estuviera pensando.
—Gracias por la entrevista, señor Grey.
—Ha sido un placer —me contesta, tan educado como siempre.
Me levanto, se levanta también él y me tiende la mano.
—Hasta la próxima, señorita Steele.
Y suena como un desafío, o como una amenaza. No estoy segura de cuál de las
dos cosas. Frunzo el ceño. ¿Cuándo volveremos a vernos? Le estrecho la mano de
nuevo, perpleja de que esa extraña corriente siga circulando entre nosotros. Deben
de ser nervios.
—Señor Grey.
Me despido de él con un movimiento de cabeza. Él se dirige a la puerta con
gracia y agilidad, y la abre de par en par.
—Asegúrese de cruzar la puerta con buen pie, señorita Steele.
Me sonríe. Está claro que se refiere a mi poco elegante entrada en su despacho.
Me ruborizo.
—Muy amable, señor Grey —le digo bruscamente. Su sonrisa se acentúa. Me alegro de haberle divertido. Salgo al vestíbulo
echando chispas y me sorprende que me siga. Andrea y Olivia levantan la mirada,
tan sorprendidas como yo.
—¿Ha traído abrigo? —me pregunta Grey.
—Chaqueta.
Olivia se levanta de un salto a buscar mi chaqueta, que Grey le quita de las
manos antes de que haya podido dármela. La sostiene para que me la ponga, y lo
hago sintiéndome totalmente ridícula. Por un momento Grey me apoya las manos
en los hombros, y doy un respingo al sentir su contacto. Si se da cuenta de mi
reacción, no se le nota. Su largo dedo índice pulsa el botón del ascensor y
esperamos, yo con torpeza, y él sereno y frío. Se abren las puertas y entro a toda
prisa, desesperada por escapar. Tengo que salir de aquí. Cuando me vuelvo, está
inclinado frente a la puerta del ascensor, con una mano apoyada en la pared.
Realmente es muy guapo. Guapísimo. Me desconcierta.
—Anastasia —me dice a modo de despedida.
—Christian —le contesto.
Y afortunadamente las puertas se cierran.
2
El corazón me late muy deprisa. El ascensor llega a la planta baja y salgo en cuanto
se abren las puertas. Doy un traspié, pero por suerte no me doy de bruces contra el
inmaculado suelo de piedra. Corro hacia las grandes puertas de vidrio y por fin
salgo al tonificante, limpio y húmedo aire de Seattle. Levanto la cara y agradezco la
lluvia, que me refresca. Cierro los ojos y respiro hondo, dejo que el aire me
purifique e intento recuperar la poca serenidad que me queda.
Ningún hombre me había impactado como Christian Grey, y no entiendo por
qué. ¿Porque es guapo? ¿Educado? ¿Rico? ¿Poderoso? No entiendo mi reacción
irracional. Suspiro profundamente aliviada. ¿De qué diablos va esta historia? Me
apoyo en una columna de acero del edificio y hago un gran esfuerzo por
tranquilizarme y ordenar mis pensamientos. Muevo ligeramente la cabeza. ¿Qué
ha pasado? Mi corazón recupera su ritmo habitual y puedo volver a respirar
normalmente. Me dirijo al coche.
Dejo atrás la ciudad repasando mentalmente la entrevista y empiezo a sentirme
idiota y avergonzada. Seguro que estoy reaccionando desproporcionadamente a
algo que solo existe en mi cabeza. De acuerdo, es muy atractivo, seguro de sí
mismo, dominante y se siente cómodo consigo mismo, pero por otra parte es
arrogante y, por impecables que sean sus modales, es dictador y frío. Bueno, a
primera vista. Un involuntario escalofrío me recorre la espina dorsal. Puede ser
arrogante, pero tiene derecho a serlo, porque ha conseguido grandes cosas y es
todavía muy joven. No soporta a los imbéciles, pero ¿por qué iba a hacerlo? Vuelvo
a enfadarme al pensar que Kate no me proporcionó una breve biografía.
Mientras recorro la interestatal 5, mi mente sigue divagando. Me deja de verdad
perpleja que haya gente tan empeñada en triunfar. Algunas respuestas suyas han
sido muy crípticas, como si tuviera una agenda oculta. Y las preguntas de Kate…
¡Uf! La adopción y que si era gay… Se me ponen los pelos de punta. No me puedo
creer que le haya preguntado algo así. ¡Tierra, trágame! De ahora en adelante, cada
vez que recuerde esta pregunta me moriré de vergüenza. ¡Maldita sea Katherine
Kavanagh! Echo un vistazo al indicador de velocidad. Conduzco con más precaución de la
habitual, y sé que es porque tengo en mente esos penetrantes ojos grises que me
miran y una voz seria que me dice que conduzca con cuidado. Muevo la cabeza y
me doy cuenta de que Grey parece tener el doble de edad de la que tiene.
Olvídalo, Ana, me regaño a mí misma. Llego a la conclusión de que, en el fondo,
ha sido una experiencia muy interesante, pero que no debería darle más vueltas.
Déjalo correr. No tengo que volver a verlo. La idea me reconforta. Enciendo la
radio, subo el volumen, me reclino hacia atrás y escucho el ritmo del rock indie
mientras piso el acelerador. Al surcar la interestatal 5 me doy cuenta de que puedo
conducir todo lo deprisa que quiera.
Vivimos en una pequeña comunidad de casas pareadas cerca del campus de la
Universidad Estatal de Washington, en Vancouver. Tengo suerte. Los padres de
Kate le compraron la casa, así que pago una miseria de alquiler. Llevamos cuatro
años viviendo aquí. Aparco el coche sabiendo que Kate va a querer que se lo
cuente todo con pelos y señales, y es obstinada. Bueno, al menos tiene la
grabadora. Espero no tener que añadir mucho más a lo dicho en la entrevista.
—¡Ana! Ya estás aquí.
Kate está sentada en el salón, rodeada de libros. Es evidente que ha estado
estudiando para los exámenes finales, aunque todavía lleva puesto el pijama rosa
de franela de conejitos, el que reserva para cuando ha roto con un novio, para todo
tipo de enfermedades y para cuando está deprimida en general. Se levanta de un
salto y corre a abrazarme.
—Empezaba a preocuparme. Pensaba que volverías antes.
—Pues yo creo que es pronto teniendo en cuenta que la entrevista se ha
alargado…
Le doy la grabadora.
—Ana, muchísimas gracias. Te debo una, lo sé. ¿Cómo ha ido? ¿Cómo es?
Oh, no, ya estamos con la santa inquisidora Katherine Kavanagh.
Me cuesta contestarle. ¿Qué puedo decir?
—Me alegro de que haya acabado y de no tener que volver a verlo. Ha estado
bastante intimidante, la verdad. —Me encojo de hombros—. Es muy centrado,
incluso intenso… y joven. Muy joven.
Kate me mira con expresión cándida. Frunzo el ceño.
—No te hagas la inocente. ¿Por qué no me pasaste una biografía? Me ha hecho sentir como una idiota por no tener idea de nada.
Kate se lleva una mano a la boca.
—Vaya, Ana, lo siento… No lo pensé.
Resoplo.
—En general ha sido amable, formal y un poco estirado, como un viejo precoz.
No habla como un tipo de veintitantos años. Por cierto, ¿cuántos años tiene?
—Veintisiete. Ana, lo siento. Tendría que haberte contado un poco, pero estaba
muy nerviosa. Bueno, me llevo la grabadora y empezaré a transcribir la entrevista.
—Parece que estás mejor. ¿Te has tomado la sopa? —le pregunto para cambiar
de tema.
—Sí, y estaba riquísima, como siempre. Me encuentro mucho mejor.
Me sonríe agradecida. Miro el reloj.
—Salgo pitando. Creo que llego a mi turno en Clayton’s.
—Ana, estarás agotada.
—Estoy bien. Nos vemos luego.
Trabajo en Clayton’s desde que empecé en la universidad, hace cuatro años. Como
es la ferretería más grande de la zona de Portland, he llegado a saber bastante
sobre los artículos que vendemos, aunque, paradójicamente, soy un desastre para
el bricolaje. Esto se lo dejo a mi padre.
Me alegra llegar a tiempo, porque así tendré algo en lo que pensar que no sea
Christian Grey. Tenemos mucho trabajo. Como acaba de empezar la temporada de
verano, todo el mundo anda redecorando su casa. La señora Clayton parece
aliviada al verme.
—¡Ana! Pensaba que hoy no vendrías.
—La cita ha durado menos de lo que pensaba. Puedo hacer un par de horas.
—Me alegro mucho de verte.
Me manda al almacén a reponer estanterías, y no tardo en centrarme en mi
trabajo.
Más tarde, cuando vuelvo a casa, Katherine lleva puestos unos auriculares y
trabaja en su portátil. Todavía tiene la nariz roja, pero está metida de lleno en su artículo, muy concentrada y tecleando frenéticamente. Yo estoy agotada, rendida
por el largo viaje en coche, por la dura entrevista y por no haber parado de aquí
para allá en Clayton’s. Me dejo caer en el sofá pensando en el trabajo de la facultad
que tengo que terminar y en que no he podido estudiar nada porque estaba con…
él.
—Lo que me has traído está genial, Ana. Lo has hecho muy bien. No puedo
creerme que no aceptaras su oferta de enseñarte el edificio. Está claro que quería
pasar más rato contigo.
Me lanza una fugaz mirada burlona.
Me ruborizo e inexplicablemente mis pulsaciones se aceleran. Seguro que no era
por eso. Solo quería mostrarme el edificio para que viera que era el amo y señor de
todo aquello. Soy consciente de que estoy mordiéndome el labio y confío en que
Kate no se dé cuenta, pero mi amiga parece estar concentrada en la transcripción.
—Ya entiendo lo que quieres decir con eso de formal. ¿Tomaste notas? —me
pregunta.
—Mmm… No.
—No pasa nada. Con lo que hay me basta para un buen artículo. Lástima que no
tengamos fotos propias. El hijo de puta está bueno, ¿no?
Me ruborizo.
—Supongo.
Intento dar a entender que me da igual, y creo que lo consigo.
—Vamos, Ana… Ni siquiera tú puedes ser inmune a su atractivo.
Me mira y alza una ceja perfecta.
¡Mierda! Siento que me arden las mejillas, así que la distraigo haciéndole la
pelota, que siempre funciona.
—Seguramente tú le habrías sacado mucho más.
—Lo dudo, Ana. Vamos… casi te ha ofrecido trabajo. Teniendo en cuenta que te
lo endosé en el último minuto, lo has hecho muy bien.
Me mira interrogante. Me retiro corriendo a la cocina.
—Dime, ¿qué te ha parecido?
Maldita sea, no para de preguntar. ¿Por qué no lo deja de una vez? Piensa algo,
rápido.
—Es muy tenaz, controlador y arrogante… Da miedo, pero es muy carismático. Entiendo que pueda fascinar —le digo sinceramente con la esperanza de que se
calle de una vez por todas.
—¿Tú, fascinada por un hombre? Qué novedad —me dice riéndose.
Como estoy preparándome un bocadillo, no puede verme la cara.
—¿Por qué querías saber si era gay? Por cierto, ha sido la pregunta más
incómoda. Casi me muero de vergüenza, y a él le ha molestado que se lo
preguntara.
Frunzo el ceño al recordarlo.
—Cuando aparece en la prensa, siempre va solo.
—Ha sido muy incómodo. Todo ha sido incómodo. Me alegro de no tener que
volver a verlo.
—Venga, Ana, no puede haber ido tan mal. Creo que le has caído muy bien.
¿Que le he caído bien? Kate alucina.
—¿Quieres un bocadillo?
—Sí, por favor.
Para mi tranquilidad, esta noche no seguimos hablando de Christian Grey.
Después de comer puedo sentarme a la mesa del comedor con Kate y, mientras ella
trabaja en su artículo, yo sigo con mi trabajo sobre Tess, la de los d’Urberville.
Maldita sea. Esta mujer estuvo en el lugar equivocado y en el momento
equivocado del siglo equivocado. Cuando termino son las doce de la noche y hace
ya mucho rato que Kate se ha ido a dormir. Me voy a mi habitación agotada, pero
contenta de haber trabajado tanto para ser un lunes.
Me meto en mi cama de hierro de color blanco, me envuelvo en la colcha de mi
madre, cierro los ojos y me quedo dormida al instante. Sueño con lugares oscuros,
suelos blancos, inhóspitos y fríos, y ojos grises.
El resto de la semana me sumerjo en mis estudios y en mi trabajo en Clayton’s.
Kate también está muy ocupada organizando su última edición de la revista de la
facultad antes de ceder su puesto al nuevo responsable, y además también está
estudiando para los exámenes. Hacia el miércoles se encuentra mucho mejor y ya
no tengo que seguir soportando la visión de su pijama rosa de franela lleno de
conejitos. Llamo a mi madre, que vive en Georgia, para saber cómo está y para que
me desee suerte en los exámenes. Empieza a contarme su última aventura: está
aprendiendo a hacer velas. Mi madre se pasa la vida emprendiendo nuevos negocios. Básicamente se aburre y necesita hacer lo que sea para ocupar su tiempo,
pero le es imposible centrarse en algo mucho tiempo. La semana que viene será
otra cosa. Me preocupa. Espero que no haya hipotecado la casa para financiar este
último proyecto. Y espero que Bob —su relativamente nuevo marido, aunque es
mucho mayor que ella— la controle un poco ahora que yo ya no estoy en casa.
Parece mucho más responsable que el marido número tres.
—¿Cómo te va todo, Ana?
Dudo un segundo, y mi madre centra toda su atención en mí.
—Muy bien.
—¿Ana? ¿Has conocido a algún chico?
Uf, ¿cómo se le ocurre? Es evidente que está entusiasmada.
—No, mamá, no pasa nada. Si conozco a un chico, serás la primera en saberlo.
—Ana, cariño, tienes que salir más. Me preocupas.
—Mamá, estoy bien. ¿Qué tal Bob?
Como siempre, la mejor táctica es la distracción.
Esa noche, más tarde, llamo a Ray, mi padrastro, el marido número dos de mi
madre, el hombre al que considero mi padre y cuyo apellido llevo. La conversación
es breve. En realidad, ni siquiera es una conversación, sino una serie de gruñidos
en respuesta a mis discretos intentos. Ray no es muy hablador. Pero es muy activo,
sigue viendo el fútbol en la tele (y cuando no está viendo el fútbol, juega a los
bolos, pesca o hace muebles). Ray es un buen carpintero, y gracias a él sé
diferenciar una espátula de un serrucho. Parece que todo le va bien.
El viernes por la noche Kate y yo estamos comentando qué hacer —queremos
descansar un poco del estudio, el trabajo y las revistas de la facultad— cuando
llaman a la puerta. En los escalones de la entrada está mi buen amigo José con una
botella de champán en las manos.
—¡José! ¡Qué alegría verte! —Lo abrazo—. Pasa.
José es la primera persona a la que conocí cuando llegué a la universidad, y
parecía tan perdido y solo como yo. Aquel día nos dimos cuenta de que éramos
almas gemelas, y desde entonces somos amigos. No solo compartimos el sentido
del humor, sino que descubrimos que Ray y el padre de José estuvieron juntos en
el ejército, y a partir de ahí nuestros padres se hicieron también muy amigos.
José estudia ingeniería. Es el primero de su familia que va a la universidad. Es un tipo brillante, pero su auténtica pasión es la fotografía. Tiene un ojo estupendo
para hacer fotos.
—Tengo buenas noticias —dice sonriendo con sus brillantes ojos oscuros.
—No me lo digas: también esta semana te las has arreglado para que no te
despidan… —bromeo.
Simula burlonamente ponerme mala cara.
—La Portland Place Gallery va a exponer mis fotos el mes que viene.
—Increíble… ¡Felicidades!
Me alegro mucho por él y vuelvo a abrazarlo. Kate también le sonríe.
—¡Buen trabajo, José! Tendré que incluirlo en la revista. No se me ocurre nada
mejor para un viernes por la noche que hacer cambios editoriales de última hora
—dice riéndose.
—Vamos a celebrarlo. Quiero que vengas a la inauguración.
José me mira fijamente y me ruborizo.
—Las dos, claro —añade mirando nervioso a Kate.
José y yo somos buenos amigos, pero en el fondo sé que le gustaría que
fuéramos algo más. Es mono y divertido, pero no es mi tipo. Es más bien el
hermano que nunca he tenido. Katherine suele chincharme diciéndome que me
falta el gen de buscar novio, pero la verdad es que no he conocido a nadie que…
bueno, alguien que me atraiga, aunque una parte de mí desea que me tiemblen las
piernas, se me dispare el corazón y sienta mariposas en el estómago.
A veces me pregunto si me pasa algo. Quizá he dedicado demasiado tiempo a
mis románticos héroes literarios, y por eso mis ideales y mis expectativas son
excesivamente elevados. Pero en la vida real nadie me ha hecho sentir así.
Hasta hace muy poco, murmura la inoportuna vocecita de mi subconsciente.
¡NO! Destierro de inmediato la idea. No voy a planteármelo, no después de aquella
dolorosa entrevista. «¿Es usted gay, señor Grey?» Me estremezco al recordarlo. Sé
que desde entonces he soñado con él casi todas las noches, pero seguramente es
porque tengo que purgar de mi cabeza la espantosa experiencia.
Observo a José abriendo la botella de champán. Lleva vaqueros y una camiseta.
Es alto, ancho de hombros y musculoso, de piel morena, pelo negro y ardientes
ojos oscuros. Sí, José está bastante bueno, pero creo que por fin está entendiendo el
mensaje: somos solo amigos. El corcho sale disparado, y José alza la mirada y
sonríe.
El sábado es una pesadilla en la ferretería. Nos invaden los manitas que quieren
acicalar su casa. El señor y la señora Clayton, John, Patrick —los otros dos
empleados— y yo nos pasamos la jornada atendiendo a los clientes. Pero al
mediodía se calma un poco, y mientras estoy sentada detrás del mostrador de la
caja, comiéndome discretamente el bocadillo, la señora Clayton me pide que
compruebe unos pedidos. Me concentro en la tarea, compruebo que los números
de catálogo de los artículos que necesitamos se corresponden con los que hemos
encargado y paso la mirada del libro de pedidos a la pantalla del ordenador, y
viceversa, para asegurarme de que las entradas cuadran. De repente, no sé por qué,
alzo la vista… y me quedo atrapada en la descarada mirada gris de Christian Grey,
que me observa fijamente desde el otro lado del mostrador.
Casi me da un infarto.
—Señorita Steele, qué agradable sorpresa —me dice. Su mirada es firme e
intensa.
Maldita sea. ¿Qué narices está haciendo aquí, todo despeinado y vestido con ese
jersey grueso de lana de color crema, vaqueros y botas? Creo que me he quedado
boquiabierta, y no encuentro ni el cerebro ni la voz.
—Señor Grey —murmuro, porque no puedo hacer otra cosa.
Sus labios esbozan una sonrisa y sus ojos parecen divertidos, como si estuviera
disfrutando de alguna broma de la que no me entero.
—Pasaba por aquí —me dice a modo de explicación—. Necesito algunas cosas.
Es un placer volver a verla, señorita Steele.
Su voz es cálida y ronca como un bombón de chocolate y caramelo… o algo así.
Muevo la cabeza intentando bajar de las nubes. El corazón me aporrea el pecho
a un ritmo frenético, y por alguna razón me arden las mejillas ante su firme mirada
escrutadora. Verlo delante de mí me ha dejado totalmente desconcertada. Mis
recuerdos de él no le han hecho justicia. No es solo guapo, no. Es la belleza
masculina personificada, arrebatador, y está aquí, en la ferretería Clayton’s. Quién
lo iba a decir. Recupero por fin mis funciones cognitivas y vuelvo a conectar con el
resto de mi cuerpo.
—Ana. Me llamo Ana —murmuro—. ¿En qué puedo ayudarle, señor Grey?
Sonríe, y de nuevo es como si tuviera conocimiento de algún gran secreto. Es
muy desconcertante. Respiro hondo y pongo mi cara de llevar cuatro años
trabajando en la tienda y ser una profesional. Yo puedo.
—Necesito un par de cosas. Para empezar, bridas para cables —murmura con expresión fría y divertida a la vez.
¿Bridas para cables?
—Tenemos varias medidas. ¿Quiere que se las muestre? —susurro con voz
titubeante.
Cálmate, Steele.
Un ligero fruncimiento estropea las cejas de Grey, que son bastante bonitas.
—Sí, por favor. La acompaño, señorita Steele —me dice.
Salgo de detrás del mostrador fingiendo despreocupación, pero lo cierto es que
me concentro al máximo en no desplomarme. De repente mis piernas parecen de
plastilina. Me alegro mucho de haber decidido ponerme mis mejores vaqueros esta
mañana.
—Están con los artículos de electricidad, en el pasillo número ocho —le digo en
un tono de voz demasiado elevado.
Lo miro y me arrepiento casi de inmediato. ¡Qué guapo es!
—La sigo —murmura haciendo un gesto con su mano de largos dedos y uñas
perfectamente arregladas.
Con el corazón casi estrangulándome —porque me ha subido hasta la garganta
e intenta salírseme por la boca— me meto en un pasillo en dirección a la sección de
electricidad. ¿Por qué está en Portland? ¿Por qué ha venido a Clayton’s? Y de una
diminuta parte de mi cerebro que apenas utilizo —seguramente por debajo del
bulbo raquídeo, cerca de donde habita mi subconsciente— surge una idea: Ha
venido a verte. ¡Imposible! La descarto de inmediato. ¿Por qué iba a querer verme
este hombre guapo, poderoso y sofisticado? Es una idea absurda, así que me la
quito de la cabeza.
—¿Ha venido a Portland por negocios? —le pregunto.
Mi voz suena demasiado aguda, como si me hubiera pillado un dedo en una
puerta. ¡Basta! ¡Intenta calmarte, Ana!
—He ido a visitar el departamento de agricultura de la universidad, que está en
Vancouver. En estos momentos financio una investigación sobre rotación de
cultivos y ciencia del suelo —me contesta con total naturalidad.
¿Lo ves? Ni por asomo ha venido a verte, se burla a gritos mi orgullosa
subconsciente. Me ruborizo solo de pensar en las tonterías que se me pasan por la
cabeza.
—¿Forma parte de su plan para alimentar al mundo? —lo provoco. —Algo así —admite esbozando una media sonrisa.
Echa un vistazo a nuestra sección de bridas para cables. ¿Para qué querrá eso?
No me lo imagino haciendo bricolaje. Desliza los dedos por las cajas de la
estantería, y por alguna inexplicable razón tengo que apartar la mirada. Se inclina
y coge una caja.
—Estas me irán bien —me dice con su sonrisa de estar guardando un secreto.
—¿Algo más?
—Quisiera cinta adhesiva.
¿Cinta adhesiva?
—¿Está decorando su casa?
Las palabras salen de mi boca antes de que pueda detenerlas. Seguro que
contrata a trabajadores o tiene personal que se la decora.
—No, no estoy decorándola —me contesta rápidamente.
Sonríe, y me da la extraña sensación de que está riéndose de mí.
¿Tan divertida soy? ¿Por qué le hago tanta gracia?
—Por aquí —murmuro incómoda—. La cinta está en el pasillo de la decoración.
Miro hacia atrás y veo que me sigue.
—¿Lleva mucho tiempo trabajando aquí? —me pregunta en voz baja,
mirándome fijamente.
Me ruborizo. ¿Por qué demonios tiene este efecto sobre mí? Me siento como una
cría de catorce años, torpe, como siempre, y fuera de lugar. ¡Mirada al frente,
Steele!
—Cuatro años —murmuro mientras llegamos a nuestro destino.
Por hacer algo, me agacho y cojo las dos medidas de cinta adhesiva que
tenemos.
—Me llevaré esta —dice Grey golpeando suavemente el rollo de cinta que le
tiendo.
Nuestros dedos se rozan un segundo, y ahí está de nuevo la corriente, que me
recorre como si hubiera tocado un cable suelto. Jadeo involuntariamente al sentirla
desplazándose hasta algún lugar oscuro e inexplorado en lo más profundo de mi
vientre. Intento desesperadamente serenarme.
—¿Algo más? —le pregunto con voz ronca y entrecortada. Abre ligeramente los ojos.
—Un poco de cuerda.
Su voz, también ronca, replica la mía.
—Por aquí.
Agacho la cabeza para ocultar mi rubor y me dirijo al pasillo.
—¿Qué tipo de cuerda busca? Tenemos de fibra sintética, de fibra natural, de
cáñamo, de cable…
Me detengo al ver su expresión impenetrable. Sus ojos parecen más oscuros.
¡Madre mía!
—Cinco metros de la de fibra natural, por favor.
Mido rápidamente la cuerda con dedos temblorosos, consciente de su ardiente
mirada gris. No me atrevo a mirarlo. No podría sentirme más cohibida. Saco el
cúter del bolsillo trasero de mi pantalón, corto la cuerda, la enrollo con cuidado y
hago un nudo. Es un milagro que haya conseguido no amputarme un dedo con el
cúter.
—¿Iba usted a las scouts? —me pregunta frunciendo divertido sus perfilados y
sensuales labios.
¡No le mires la boca!
—Las actividades en grupo no son lo mío, señor Grey.
Arquea una ceja.
—¿Qué es lo suyo, Anastasia? —me pregunta en voz baja y con su sonrisa
secreta.
Lo miro y me siento incapaz de expresarme. El suelo son placas tectónicas en
movimiento. Intenta tranquilizarte, Ana, me suplica de rodillas mi torturada
subconsciente.
—Los libros —susurro.
Pero mi subconsciente grita: ¡Tú! ¡Tú eres lo mío! Lo aparto inmediatamente de
un manotazo, avergonzada de los delirios de grandeza de mi mente.
—¿Qué tipo de libros? —me pregunta ladeando la cabeza.
¿Por qué le interesa tanto?
—Bueno, lo normal. Los clásicos. Sobre todo literatura inglesa.
Se frota la barbilla con el índice y el pulgar considerando mi respuesta. O quizá sencillamente está aburridísimo e intenta disimularlo.
—¿Necesita algo más?
Tengo que cambiar de tema… Esos dedos en esa cara son cautivadores.
—No lo sé. ¿Qué me recomendaría?
¿Qué le recomendaría? Ni siquiera sé lo que va a hacer.
—¿De bricolaje?
Asiente con mirada burlona. Me ruborizo y mi mirada se desplaza a los
vaqueros ajustados que lleva.
—Un mono de trabajo —le contesto.
Me doy cuenta de que ya no controlo lo que sale de mi boca.
Vuelve a alzar una ceja, divertido.
—No querrá que se le estropee la ropa… —le digo señalando sus vaqueros.
—Siempre puedo quitármela —me contesta sonriendo.
—Ya.
Siento que mis mejillas vuelven a teñirse de rojo. Deben de parecer la cubierta
del Manifiesto comunista. Cállate. Cállate de una vez.
—Me llevaré un mono de trabajo. No vaya a ser que se me estropee la ropa
—me dice con frialdad.
Intento apartar la inoportuna imagen de él sin vaqueros.
—¿Necesita algo más? —le pregunto en tono demasiado agudo mientras le
tiendo un mono azul.
No contesta a mi pregunta.
—¿Cómo va el artículo?
Por fin me ha preguntado algo normal, sin indirectas ni juegos de palabras…
Una pregunta que puedo responder. Me agarro a ella con las dos manos, como si
fuera una tabla de salvación, y apuesto por la sinceridad.
—No estoy escribiéndolo yo, sino Katherine. La señorita Kavanagh, mi
compañera de piso. Está muy contenta. Es la editora de la revista y se quedó
destrozada por no haber podido hacerle la entrevista personalmente. —Siento que
he remontado el vuelo, por fin un tema de conversación normal—. Lo único que le
preocupa es que no tiene ninguna foto suya original.
—¿Qué tipo de fotografías quiere? Muy bien. No había previsto esta respuesta. Niego con la cabeza, porque
sencillamente no lo sé.
—Bueno, voy a estar por aquí. Quizá mañana…
—¿Estaría dispuesto a hacer una sesión de fotos?
Vuelve a salirme la voz de pito. Kate estará encantada si lo consigo. Y podrás
volver a verlo mañana, me susurra seductoramente ese oscuro lugar al fondo de mi
cerebro. Descarto la idea. Es estúpida, ridícula…
—Kate estará encantada… si encontramos a un fotógrafo.
Estoy tan contenta que le sonrío abiertamente. Él abre los labios, como si
quisiera respirar hondo, y parpadea. Por una milésima de segundo parece algo
perdido, la Tierra cambia ligeramente de eje y las placas tectónicas se deslizan
hacia una nueva posición.
¡Dios mío! La mirada perdida de Christian Grey.
—Dígame algo mañana —me dice metiéndose la mano en el bolsillo trasero y
sacando la cartera—. Mi tarjeta. Está mi número de móvil. Tendría que llamarme
antes de las diez de la mañana.
—Muy bien —le contesto sonriendo.
Kate se pondrá contentísima.
—¡Ana!
Paul aparece al otro lado del pasillo. Es el hermano menor del señor Clayton.
Me habían dicho que había vuelto de Princeton, pero no esperaba verlo hoy.
—Discúlpeme un momento, señor Grey.
Grey frunce el ceño mientras me vuelvo.
Paul siempre ha sido un amigo, y en este extraño momento en que me las veo
con el rico, poderoso, asombrosamente atractivo y controlador obsesivo Grey, me
alegra hablar con alguien normal. Paul me abraza muy fuerte, y me pilla por
sorpresa.
—¡Ana, cuánto me alegro de verte! —exclama.
—Hola, Paul. ¿Cómo estás? ¿Has venido para el cumpleaños de tu hermano?
—Sí. Estás muy guapa, Ana, muy guapa.
Sonríe y se aparta un poco para observarme. Luego me suelta, pero deja un
brazo posesivo por encima de mis hombros. Me separo un poco, incómoda. Me
alegra ver a Paul, pero siempre se toma demasiadas confianzas. Cuando miro a Christian Grey, veo que nos observa atentamente, con ojos
impenetrables y pensativos, y expresión seria, impasible. Ha dejado de ser el
cliente extrañamente atento y ahora es otra persona… alguien frío y distante.
—Paul, estoy con un cliente. Tienes que conocerlo —le digo intentando suavizar
la animadversión que veo en la expresión de Grey.
Tiro de Paul hasta donde está Grey, y ambos se observan detenidamente. El aire
podría cortarse con un cuchillo.
—Paul, te presento a Christian Grey. Señor Grey, este es Paul Clayton, el
hermano del dueño de la tienda. —Y por alguna razón poco comprensible, siento
que debo darle más explicaciones—. Conozco a Paul desde que trabajo aquí,
aunque no nos vemos muy a menudo. Ha vuelto de Princeton, donde estudia
administración de empresas.
Estoy diciendo chorradas… ¡Basta!
—Señor Clayton.
Christian le tiende la mano con mirada impenetrable.
—Señor Grey —lo saluda Paul estrechándole la mano—. Espera… ¿No será el
famoso Christian Grey? ¿El de Grey Enterprises Holdings?
Paul pasa de mostrarse hosco a quedarse deslumbrado en una milésima de
segundo. Grey le dedica una educada sonrisa.
—Uau… ¿Puedo ayudarle en algo?
—Se ha ocupado Anastasia, señor Clayton. Ha sido muy atenta.
Su expresión es impasible, pero sus palabras… es como si estuviera diciendo
algo totalmente diferente. Es desconcertante.
—Estupendo —le responde Paul—. Nos vemos luego, Ana.
—Claro, Paul.
Lo observo desaparecer hacia el almacén.
—¿Algo más, señor Grey?
—Nada más.
Su tono es distante y frío. Maldita sea… ¿Lo he ofendido? Respiro hondo, me
vuelvo y me dirijo a la caja. ¿Qué le pasa ahora?
Marco el precio de la cuerda, el mono, la cinta adhesiva y los sujetacables.
—Serán cuarenta y tres dólares, por favor. Miro a Grey, pero me arrepiento inmediatamente. Está observándome fijamente.
Me pone de los nervios.
—¿Quiere una bolsa? —le pregunto cogiendo su tarjeta de crédito.
—Sí, gracias, Anastasia.
Su lengua acaricia mi nombre, y el corazón se me vuelve a disparar. Apenas
puedo respirar. Meto deprisa lo que ha comprado en una bolsa de plástico.
—Ya me llamará si quiere que haga la sesión de fotos.
Vuelve a ser el hombre de negocios. Asiento, porque de nuevo me he quedado
sin palabras, y le devuelvo la tarjeta de crédito.
—Bien. Hasta mañana, quizá. —Se vuelve para marcharse, pero se detiene—.
Ah, una cosa, Anastasia… Me alegro de que la señorita Kavanagh no pudiera
hacerme la entrevista.
Sonríe y sale de la tienda a grandes zancadas y con renovada determinación,
colgándose la bolsa del hombro y dejándome como una masa temblorosa de
embravecidas hormonas femeninas. Paso varios minutos mirando la puerta
cerrada por la que acaba de marcharse antes de volver a pisar la Tierra.
De acuerdo. Me gusta. Ya está, lo he admitido. No puedo seguir escondiendo
mis sentimientos. Nunca antes me había sentido así. Me parece atractivo, muy
atractivo. Pero sé que es una causa perdida y suspiro con un pesar agridulce. Ha
sido solo una coincidencia que viniera. Pero, bueno, puedo admirarlo desde la
distancia, ¿no? No tiene nada de malo. Y si encuentro a un fotógrafo, mañana lo
admiraré a mis anchas. Me muerdo el labio pensándolo y me descubro a mí misma
sonriendo como una colegiala. Tengo que llamar a Kate para organizar la sesión
fotográfica.
3
Kate se pone loca de contenta.
—Pero ¿qué hacía en Clayton’s?
Su curiosidad rezuma por el teléfono. Estoy al fondo del almacén e intento que
mi voz suene despreocupada.
—Pasaba por aquí.
—Me parece demasiada casualidad, Ana. ¿No crees que ha ido a verte?
El corazón me da un brinco al planteármelo, pero la alegría dura poco. La triste
y decepcionante realidad es que había venido por trabajo.
—Ha venido a visitar el departamento de agricultura de la universidad.
Financia una investigación —murmuro.
—Sí, sí. Ha concedido al departamento una subvención de dos millones y medio
de dólares.
Uau.
—¿Cómo lo sabes?
—Ana, soy periodista y he escrito un artículo sobre este tipo. Mi obligación es
saberlo.
—Vale, Carla Bernstein, no te sulfures. Bueno, ¿quieres esas fotos?
—Pues claro. El problema es quién va a hacerlas y dónde.
—Podríamos preguntarle a él dónde. Ha dicho que se quedaría por la zona.
—¿Puedes contactar con él?
—Tengo su móvil.
Kate pega un grito.
—¿El soltero más rico, más escurridizo y más enigmático de todo el estado de
Washington te ha dado su número de móvil?
—Bueno… sí. —¡Ana! Le gustas. No tengo la menor duda —afirma categóricamente.
—Kate, solo pretende ser amable.
Pero incluso mientras lo digo sé que no es verdad. Christian Grey no es amable.
Es educado, quizá. Y una vocecita me susurra: Tal vez Kate tiene razón. Se me
eriza el vello solo de pensar que quizá, solo quizá, podría gustarle. Después de
todo, es cierto que me ha dicho que se alegraba de que Kate no le hubiera hecho la
entrevista. Me abrazo a mí misma con silenciosa alegría y giro a derecha e
izquierda considerando la posibilidad de que por un instante pueda gustarle. Kate
me devuelve al presente.
—No sé cómo podremos hacer la sesión. Levi, nuestro fotógrafo habitual, no
puede. Ha ido a Idaho Falls a pasar el fin de semana con su familia. Se mosqueará
cuando sepa que ha perdido la ocasión de fotografiar a uno de los empresarios más
importantes del país.
—Mmm… ¿Y José?
—¡Buena idea! Pídeselo tú. Haría cualquier cosa por ti. Luego llamas a Grey y le
preguntas dónde quiere que vayamos.
Kate es insufriblemente desdeñosa con José.
—Creo que deberías llamarlo tú.
—¿A quién? ¿A José? —me pregunta en tono de burla.
—No, a Grey.
—Ana, eres tú la que tiene trato con él.
—¿Trato? —exclamo subiendo el tono varias octavas—. Apenas conozco a ese
tipo.
—Al menos has hablado con él —dice implacable—. Y parece que quiere
conocerte mejor. Ana, llámalo y punto.
Y me cuelga. A veces es muy autoritaria. Frunzo el ceño y le saco la lengua al
teléfono.
Estoy dejándole un mensaje a José cuando Paul entra en el almacén a buscar
papel de lija.
—Ana, tenemos trabajo ahí fuera —me dice sin acritud.
—Sí, perdona —murmuro, y me doy la vuelta para salir.
—¿De qué conoces a Christian Grey?
Paul intenta mostrarse indiferente, pero no lo consigue. —Tuve que entrevistarlo para la revista de la facultad. Kate no se encontraba
bien.
Me encojo de hombros intentando no darle importancia, pero no lo hago mucho
mejor que él.
—Christian Grey en Clayton’s. Imagínate —resopla Paul sorprendido. Mueve la
cabeza, como si quisiera aclararse las ideas—. Bueno, ¿te apetece que salgamos a
tomar algo esta noche?
Cada vez que vuelve a casa me propone salir, y siempre le digo que no. Es un
ritual. Nunca me ha parecido buena idea salir con el hermano del jefe, y además
Paul es mono como podría serlo el vecino de al lado, pero, por más imaginación
que le eches no puede ser un héroe literario. ¿Lo es Grey?, me pregunta mi
subconsciente alzando su imaginaria ceja. La hago callar.
—¿No tenéis cena familiar por el cumpleaños de tu hermano?
—Mañana.
—Quizá otro día, Paul. Esta noche tengo que estudiar. Tengo exámenes finales
la semana que viene.
—Ana, un día de estos me dirás que sí —me dice sonriendo.
Y vuelvo a la tienda.
—Pero yo hago paisajes, Ana, no retratos —refunfuña José.
—José, por favor —le suplico.
Con el móvil en la mano, recorro el salón de casa contemplando la luz del
atardecer al otro lado de la ventana.
—Dame el teléfono.
Kate me lo quita retirándose bruscamente el pelo rubio rojizo del hombro.
—Escúchame, José Rodríguez, si quieres que nuestra revista cubra la
inauguración de tu exposición, nos harás la sesión mañana, ¿entendido?
Kate puede ser increíblemente dura.
—Bien. Ana volverá a llamarte para decirte dónde y a qué hora. Nos vemos
mañana.
Y cuelga el móvil.
—Solucionado. Ahora lo único que nos queda es decidir dónde y cuándo.
Llámalo. Me tiende el teléfono. Siento un nudo en el estómago.
—¡Llama a Grey ahora mismo!
La miro ceñuda y saco la tarjeta de Grey del bolsillo trasero de mis pantalones.
Respiro larga y profundamente, y marco el número con dedos temblorosos.
Contesta al segundo tono con voz tranquila y fría.
—Grey.
—¿Se… Señor Grey? Soy Anastasia Steele.
No reconozco mi propia voz. Estoy muy nerviosa. Grey se queda un segundo en
silencio. Estoy temblando.
—Señorita Steele. Un placer tener noticias suyas.
Le ha cambiado la voz. Creo que se ha sorprendido, y suena muy… cálido.
Incluso seductor. Se me corta la respiración y me ruborizo. De pronto me doy
cuenta de que Katherine Kavanagh está observándome boquiabierta, así que salgo
disparada hacia la cocina para evitar su inoportuna mirada escrutadora.
—Bueno… Nos gustaría hacer la sesión fotográfica para el artículo.
Respira, Ana, respira. Mis pulmones absorben una rápida bocanada de aire.
—Mañana, si no tiene problema. ¿Dónde le iría bien?
Casi puedo oír su sonrisa de esfinge al otro lado del teléfono.
—Me alojo en el hotel Heathman de Portland. ¿Le parece bien a las nueve y
media de la mañana?
—Muy bien, nos vemos allí.
Estoy pletórica y sin aliento. Parezco una cría, no una mujer adulta que puede
votar y beber alcohol en el estado de Washington.
—Lo estoy deseando, señorita Steele.
Veo el destello malévolo en sus ojos grises. ¿Cómo consigue que tan solo cinco
palabras encierren una promesa tan tentadora? Cuelgo. Kate está en la cocina,
observándome con una mirada de total y absoluta consternación.
—Anastasia Rose Steele. ¡Te gusta! Nunca te había visto ni te había oído tan…
tan… alterada por nadie. Te has puesto roja.
—Kate, ya sabes que me pongo roja por nada. Lo hago por deporte. No seas
ridícula —le contesto enfadada.
Kate parpadea sorprendida. Es muy raro que yo me enrabie, y si lo hago, se me pasa enseguida.
—Me intimida… Eso es todo.
—En el Heathman, nada menos —murmura Kate—. Voy a llamar al gerente
para negociar con él un lugar para la sesión.
—Yo voy a hacer la cena. Luego tengo que estudiar.
Abro un armario para empezar a preparar la cena, sin poder disimular que
estoy mosqueada con ella.
Esa noche estoy intranquila, no paro de moverme y de dar vueltas en la cama.
Sueño con ojos grises, monos de trabajo, piernas largas, dedos largos y lugares
muy oscuros e inexplorados. Me despierto dos veces con el corazón latiéndome a
toda velocidad. Si no pego ojo, mañana voy a tener una pinta estupenda, me
regaño a mí misma. Doy un golpe sobre la almohada e intento calmarme.
El Heathman está en el centro de Portland. Terminaron el impresionante edificio
de piedra marrón justo a tiempo para el crack de finales de los años veinte. José,
Travis y yo vamos en mi Escarabajo, y Kate en su CLK, porque en mi coche no
cabemos todos. Travis es amigo y ayudante de José, y ha venido a echarle una
mano con la iluminación. Kate ha conseguido que nos dejen utilizar una habitación
del Heathman a cambio de mencionar el hotel en el artículo. Cuando explica en la
recepción que hemos venido a fotografiar al empresario Christian Grey, nos suben
de inmediato a una suite. Pero a una normal, porque al parecer el señor Grey está
alojado en la suite más grande del edificio. Un responsable de marketing
demasiado entusiasta nos muestra la suite. Es jovencísimo y por alguna razón está
muy nervioso. Sospecho que la belleza de Kate y su aire autoritario lo desarman,
porque hace con él lo que quiere. Las habitaciones son elegantes, sobrias y con
muebles de calidad.
Son las nueve. Tenemos media hora para prepararlo todo. Kate va de un lado a
otro.
—José, creo que lo colocaremos delante de esta pared. ¿Estás de acuerdo? —No
espera a que le responda—. Travis, retira las sillas. Ana, ¿puedes pedir que nos
traigan unos refrescos? Y dile a Grey que estamos aquí.
Sí, ama. Es tan dominanta… Pongo los ojos en blanco, pero hago lo que me pide.
Media hora después Christian Grey entra en nuestra suite.
¡Madre mía! Lleva una camisa blanca con el cuello abierto y unos pantalones
grises de franela que le caen de forma muy seductora sobre las caderas. Todavía lleva el pelo mojado. Al mirarlo se me seca la boca… Está alucinantemente bueno.
Entra en la suite acompañado de un hombre de treinta y pico años, con el pelo
rapado, un elegante traje negro y corbata, que se queda en silencio en una esquina.
Sus ojos castaños nos miran impasibles.
—Señorita Steele, volvemos a vernos.
Grey me tiende la mano, que estrecho mientras parpadeo rápidamente. ¡Dios
mío!… Está realmente… Cuando le toco la mano, siento esa agradable corriente
que me recorre el cuerpo entero, me enciende y hace que me ruborice. Estoy
convencida de que todo el mundo puede oír mi respiración irregular.
—Señor Grey, le presento a Katherine Kavanagh —susurro señalando a Kate,
que se acerca y lo mira directamente a los ojos.
—La tenaz señorita Kavanagh. ¿Qué tal está? —Sonríe ligeramente y parece
realmente divertido—. Espero que se encuentre mejor. Anastasia me dijo que la
semana pasada estuvo enferma.
—Estoy bien, gracias, señor Grey.
Le estrecha la mano con fuerza sin pestañear. Me recuerdo a mí misma que Kate
ha ido a las mejores escuelas privadas de Washington. Su familia tiene dinero, así
que ha crecido segura de sí misma y de su lugar en el mundo. No se anda con
tonterías. A mí me impresiona.
—Gracias por haber encontrado un momento para la sesión —le dice con una
sonrisa educada y profesional.
—Es un placer —le contesta Grey lanzándome una mirada.
Vuelvo a ruborizarme. Maldita sea.
—Este es José Rodríguez, nuestro fotógrafo —le digo.
Y sonrío a José, que me devuelve una sonrisa cariñosa y luego mira a Grey con
frialdad.
—Señor Grey —lo saluda con un movimiento de cabeza.
—Señor Rodríguez.
La expresión de Grey también cambia mientras observa a José.
—¿Dónde quiere que me coloque? —le pregunta Grey en tono ligeramente
amenazador.
Pero Katherine no está dispuesta a dejar que José lleve la voz cantante.
—Señor Grey, ¿puede sentarse aquí, por favor? Tenga cuidado con los cables. Y luego haremos también unas cuantas de pie.
Le indica una silla colocada contra una pared.
Travis enciende las luces, que por un momento ciegan a Grey, y susurra una
disculpa. Luego él y yo nos quedamos atrás y observamos a José mientras toma las
fotografías. Hace varias con la cámara en la mano, pidiéndole a Grey que se gire a
un lado, al otro, que mueva un brazo y que vuelva a bajarlo. Luego coloca la
cámara en el trípode y sigue haciendo fotos de Grey sentado, posando
pacientemente y con naturalidad, durante unos veinte minutos. Mi deseo se ha
hecho realidad: admiro a Grey desde una distancia no tan larga. En dos ocasiones
nuestros ojos se encuentran y tengo que apartar la mirada de la suya, tan
inextricable.
—Ya tenemos bastantes sentado —interrumpe Katherine—. ¿Puede ponerse de
pie, señor Grey?
Se levanta y Travis corre a retirar la silla. El obturador de la Nikon de José
empieza a chasquear de nuevo.
—Creo que ya tenemos suficientes —anuncia José cinco minutos después.
—Muy bien —dice Kate—. Gracias de nuevo, señor Grey.
Le estrecha la mano, y también José.
—Me encantará leer su artículo, señorita Kavanagh —murmura Grey, y se
vuelve hacia mí, que estoy junto a la puerta—. ¿Viene conmigo, señorita Steele?
—me pregunta.
—Claro —le contesto totalmente desconcertada.
Miro nerviosa a Kate, que se encoge de hombros. Veo que José, que está detrás
de ella, pone mala cara.
—Que tengan un buen día —dice Grey abriendo la puerta y apartándose a un
lado para que yo salga primero.
Pero… ¿De qué va todo esto? ¿Qué quiere? Me detengo en el pasillo y me
muevo nerviosa mientras Grey sale de la habitación seguido por el tipo rapado y
trajeado.
—Enseguida le aviso, Taylor —murmura al rapado.
Taylor se aleja por el pasillo y Grey dirige su ardiente mirada gris hacia mí.
Mierda… ¿He hecho algo mal?
—Me preguntaba si le apetecería tomar un café conmigo.
El corazón se me sube de golpe a la boca. ¿Una cita? Christian Grey está pidiéndome una cita. Está preguntándote si quieres un café. Quizá piensa que
todavía no te has despertado, me suelta mi subconsciente en tono burlón.
Carraspeo e intento controlar los nervios.
—Tengo que llevar a todos a casa —murmuro en tono de disculpa retorciendo
las manos y los dedos.
—¡Taylor! —grita.
Pego un bote. Taylor, que se había quedado esperando al fondo del pasillo, se
vuelve y regresa con nosotros.
—¿Van a la universidad? —me pregunta Grey en voz baja.
Asiento, porque estoy demasiado aturdida para contestar.
—Taylor puede llevarlos. Es mi chófer. Tenemos un 4 x 4 grande, así que puede
llevar también el equipo.
—¿Señor Grey? —pregunta Taylor cuando llega hasta nosotros con rostro
inexpresivo.
—¿Puede llevar a su casa al fotógrafo, su ayudante y la señorita Kavanagh, por
favor?
—Por supuesto, señor —le contesta Taylor.
—Arreglado. ¿Puede ahora venir conmigo a tomar un café?
Grey sonríe dándolo por hecho.
Frunzo el ceño.
—Verá… señor Grey… esto… la verdad… Mire, no es necesario que Taylor los
lleve. —Lanzo una rápida mirada a Taylor, que sigue estoicamente impasivo—.
Puedo intercambiar el coche con Kate, si me espera un momento.
Grey me dedica una sonrisa de oreja a oreja deslumbrante y natural. Madre
mía… Abre la puerta de la suite y la sostiene para que pase. Entro deprisa y
encuentro a Katherine en plena discusión con José.
—Ana, creo que no hay duda de que le gustas —me dice sin el menor
preámbulo.
José me mira ceñudo.
—Pero no me fío de él —añade Kate.
Levanto la mano con la esperanza de que se calle, y milagrosamente lo hace.
—Kate, ¿puedes llevarte a Wanda y dejarme tu coche? —¿Por qué?
—Christian Grey me ha pedido que vaya a tomar un café con él.
Se queda boquiabierta, sin saber qué decir. Disfruto del momento. Me coge del
brazo y me arrastra hasta el dormitorio, al fondo de la sala de estar de la suite.
—Ana, es un tipo raro —me advierte—. Es muy guapo, de acuerdo, pero creo
que es peligroso. Especialmente para alguien como tú.
—¿Qué quieres decir con eso de alguien como yo? —le pregunto ofendida.
—Una inocente como tú, Ana. Ya sabes lo que quiero decir —me contesta un
poco enfadada.
Me ruborizo.
—Kate, solo es un café. Empiezo los exámenes esta semana y tengo que estudiar,
así que no me alargaré mucho.
Arruga los labios, como si estuviera considerando mi petición. Al final se saca
las llaves del bolsillo y me las da. Le doy las mías.
—Nos vemos luego. No tardes, o pediré que vayan a rescatarte.
—Gracias.
La abrazo.
Salgo de la suite y encuentro a Christian Grey esperándome apoyado en la
pared. Parece un modelo posando para una sofisticada revista de moda.
—Ya está. Vamos a tomar un café —murmuro enrojeciendo de nuevo.
Sonríe.
—Usted primero, señorita Steele.
Se incorpora y hace un gesto para que pase delante. Avanzo por el pasillo con
las piernas temblando, el estómago lleno de mariposas y el corazón latiéndome
violentamente. Voy a tomar un café con Christian Grey… y odio el café.
Caminamos juntos por el amplio pasillo hacia el ascensor. ¿Qué puedo decirle?
De pronto el temor me paraliza la mente. ¿De qué vamos a hablar? ¿Qué tengo yo
en común con él? Su voz cálida me sobresalta y me aparta de mis pensamientos.
—¿Cuánto hace que conoce a Katherine Kavanagh?
Bueno, una pregunta fácil para empezar.
—Desde el primer año de facultad. Somos buenas amigas.
—Ya —me contesta evasivo. ¿Qué está pensando?
Pulsa el botón para llamar al ascensor y casi de inmediato suena el pitido. Las
puertas se abren y muestran a una joven pareja abrazándose apasionadamente. Se
separan de golpe, sorprendidos e incómodos, y miran con aire de culpabilidad en
cualquier dirección menos la nuestra. Grey y yo entramos en el ascensor.
Intento que no cambie mi expresión, así que miro al suelo al sentir que las
mejillas me arden. Cuando levanto la mirada hacia Grey, parece que ha esbozado
una sonrisa, pero es muy difícil asegurarlo. La joven pareja no dice nada.
Descendemos a la planta baja en un incómodo silencio. Ni siquiera suena uno de
esos terribles hilo musicales para distraernos.
Las puertas se abren y, para mi gran sorpresa, Grey me coge de la mano y me la
sujeta con sus dedos largos y fríos. Siento la corriente recorriendo mi cuerpo, y mis
ya rápidos latidos se aceleran. Mientras tira de mí para salir del ascensor, oímos a
nuestras espaldas la risita tonta de la pareja. Grey sonríe.
—¿Qué pasa con los ascensores? —masculla.
Cruzamos el amplio y animado vestíbulo del hotel en dirección a la entrada,
pero Grey evita la puerta giratoria. Me pregunto si es porque tendría que soltarme
la mano.
Es un bonito domingo de mayo. Brilla el sol y apenas hay tráfico. Grey gira a la
izquierda y avanza hacia la esquina, donde nos detenemos a esperar que cambie el
semáforo. Estoy en la calle y Christian Grey me lleva de la mano. Nunca he
paseado de la mano de nadie. La cabeza me da vueltas, y un cosquilleo me recorre
todo el cuerpo. Intento reprimir la ridícula sonrisa que amenaza con dividir mi
cara en dos. Intenta calmarte, Ana, me implora mi subconsciente. El hombrecillo
verde del semáforo se ilumina y seguimos nuestro camino.
Andamos cuatro manzanas hasta llegar al Portland Coffee House, donde Grey
me suelta para sujetarme la puerta.
—¿Por qué no elige una mesa mientras voy a pedir? ¿Qué quiere tomar? —me
pregunta, tan educado como siempre.
—Tomaré… eh… un té negro.
Alza las cejas.
—¿No quiere un café?
—No me gusta demasiado el café.
Sonríe. —Muy bien, un té negro. ¿Dulce?
Me quedo un segundo perpleja, pensando que se refiere a mí, pero por suerte
aparece mi subconsciente frunciendo los labios. No, tonta… Que si lo quieres con
azúcar.
—No, gracias.
Me miro los dedos nudosos.
—¿Quiere comer algo?
—No, gracias.
Niego con la cabeza y Grey se dirige a la barra.
Levanto un poco la vista y lo miro furtivamente mientras espera en la cola a que
le sirvan. Podría pasarme el día mirándolo… Es alto, ancho de hombros y
delgado… Y cómo le caen los pantalones… Madre mía. Un par de veces se pasa los
largos y bonitos dedos por el pelo, que ya está seco, aunque sigue alborotado. Ay,
cómo me gustaría hacerlo a mí. La idea se me pasa de pronto por la cabeza y me
arde la cara. Me muerdo el labio y vuelvo a mirarme las manos. No me gusta el
rumbo que están tomando mis caprichosos pensamientos.
—Un dólar por sus pensamientos.
Grey ha vuelto y me mira fijamente.
Me pongo colorada. Solo estaba pensando en pasarte los dedos por el pelo y
preguntándome si sería suave. Niego con la cabeza. Grey lleva una bandeja en las
manos, que deja en la pequeña mesa redonda chapada en abedul. Me tiende una
taza, un platillo, una tetera pequeña y otro plato con una bolsita de té con la
etiqueta TWININGS ENGLISH BREAKFAST, mi favorito. Él se ha pedido un café
con un bonito dibujo de una hoja impreso en la espuma de leche. ¿Cómo lo hacen?,
me pregunto distraída. También se ha pedido una magdalena de arándanos.
Coloca la bandeja a un lado, se sienta frente a mí y cruza sus largas piernas. Parece
cómodo, muy a gusto con su cuerpo. Lo envidio. Y aquí estoy yo, desgarbada y
torpe, casi incapaz de ir de A a B sin caerme de morros.
—¿Qué está pensando? —insiste.
—Que este es mi té favorito.
Hablo en voz baja y entrecortada. Sencillamente, no me puedo creer que esté
con Christian Grey en una cafetería de Portland. Frunce el ceño. Sabe que estoy
escondiéndole algo. Introduzco la bolsita de té en la tetera y casi inmediatamente
la retiro con la cucharilla. Grey ladea la cabeza y me mira con curiosidad mientras
dejo la bolsita de té en el plato. —Me gusta el té negro muy flojo —murmuro a modo de explicación.
—Ya veo. ¿Es su novio?
Pero ¿qué dice?
—¿Quién?
—El fotógrafo. José Rodríguez.
Me río nerviosa, aunque con curiosidad. ¿Por qué le ha dado esa impresión?
—No. José es un buen amigo mío. Eso es todo. ¿Por qué ha pensado que era mi
novio?
—Por cómo se sonríen.
Me sostiene la mirada. Es desconcertante. Quiero mirar a otra parte, pero estoy
atrapada, embelesada.
—Es como de la familia —susurro.
Grey asiente, al parecer satisfecho con mi respuesta, y dirige la mirada a su
magdalena de arándanos. Sus largos dedos retiran el papel con destreza, y yo lo
contemplo fascinada.
—¿Quiere un poco? —me pregunta.
Y recupera esa sonrisa divertida que esconde un secreto.
—No, gracias.
Frunzo el ceño y vuelvo a contemplarme las manos.
—Y el chico al que me presentó ayer, en la tienda… ¿No es su novio?
—No. Paul es solo un amigo. Se lo dije ayer.
¿Qué tonterías son estas?
—¿Por qué me lo pregunta? —le digo.
—Parece nerviosa cuando está con hombres.
Maldita sea, es algo personal. Solo me pongo nerviosa cuando estoy con usted,
Grey.
—Usted me resulta intimidante.
Me pongo colorada, pero mentalmente me doy palmaditas en la espalda por mi
sinceridad y vuelvo a contemplarme las manos. Lo oigo respirar profundamente.
—De modo que le resulto intimidante —me contesta asintiendo—. Es usted muy
sincera. No baje la cabeza, por favor. Me gusta verle la cara. Lo miro y me dedica una sonrisa alentadora, aunque irónica.
—Eso me da alguna pista de lo que puede estar pensando —me dice—. Es usted
un misterio, señorita Steele.
¿Un misterio? ¿Yo?
—No tengo nada de misteriosa.
—Creo que es usted muy contenida —murmura.
¿De verdad? Uau… ¿cómo lo consigo? Es increíble. ¿Yo, contenida? Imposible.
—Menos cuando se ruboriza, claro, cosa que hace a menudo. Me gustaría saber
por qué se ha ruborizado.
Se mete un trozo de magdalena en la boca y empieza a masticarlo despacio, sin
apartar los ojos de mí. Y, como no podía ser de otra manera, me ruborizo. ¡Mierda!
—¿Siempre hace comentarios tan personales?
—No me había dado cuenta de que fuera personal. ¿La he ofendido? —me
pregunta en tono sorprendido.
—No —le contesto sinceramente.
—Bien.
—Pero es usted un poco arrogante.
Alza una ceja y, si no me equivoco, también él se ruboriza ligeramente.
—Suelo hacer las cosas a mi manera, Anastasia —murmura—. En todo.
—No lo dudo. ¿Por qué no me ha pedido que lo tutee?
Me sorprende mi osadía. ¿Por qué la conversación se pone tan seria? Las cosas
no están yendo como pensaba. No puedo creerme que esté mostrándome tan hostil
hacia él. Como si él intentara advertirme de algo.
—Solo me tutea mi familia y unos pocos amigos íntimos. Lo prefiero así.
Todavía no me ha dicho: «Llámame Christian». Es sin duda un obseso del
control, no hay otra explicación, y parte de mí está pensando que quizá habría sido
mejor que lo entrevistara Kate. Dos obsesos del control juntos. Además, ella es casi
rubia —bueno, rubia rojiza—, como todas las mujeres de su empresa. Y es guapa,
me recuerda mi subconsciente. No me gusta imaginar a Christian y a Kate juntos.
Doy un sorbo a mi té, y Grey se pone otro trozo de magdalena en la boca.
—¿Es usted hija única? —me pregunta.
Vaya… Ahora cambia de conversación. —Sí.
—Hábleme de sus padres.
¿Por qué quiere saber cosas de mis padres? Es muy aburrido.
—Mi madre vive en Georgia con su nuevo marido, Bob. Mi padrastro vive en
Montesano.
—¿Y su padre?
—Mi padre murió cuando yo era una niña.
—Lo siento —musita.
Por un segundo la expresión de su cara se altera.
—No me acuerdo de él.
—¿Y su madre volvió a casarse?
Resoplo.
—Ni que lo jure.
Frunce el ceño.
—No cuenta demasiado de su vida, ¿verdad? —me dice en tono seco frotándose
la barbilla, como pensativo.
—Usted tampoco.
—Usted ya me ha entrevistado, y recuerdo algunas preguntas bastante
personales —me dice sonriendo.
¡Vaya! Está recordándome la pregunta de si era gay. Vuelvo a morirme de
vergüenza. Sé que en los próximos años voy a necesitar terapia intensiva para no
sentirme tan mal cada vez que recuerde ese momento. Suelto lo primero que se me
ocurre sobre mi madre, cualquier cosa para apartar ese recuerdo.
—Mi madre es genial. Es una romántica empedernida. Ya se ha casado cuatro
veces.
Christian alza las cejas sorprendido.
—La echo de menos —sigo diciéndole—. Ahora está con Bob. Espero que la
controle un poco y recoja los trozos cuando sus descabellados planes no vayan
como ella esperaba.
Sonrío con cariño. Hace mucho que no veo a mi madre. Christian me observa
atentamente, dando sorbos a su café de vez en cuando. La verdad es que no
debería mirarle la boca. Me perturba. —¿Se lleva bien con su padrastro?
—Claro. Crecí con él. Para mí es mi padre.
—¿Y cómo es?
—¿Ray? Es… taciturno.
—¿Eso es todo? —me pregunta Grey sorprendido.
Me encojo de hombros. ¿Qué espera este hombre? ¿La historia de mi vida?
—Taciturno como su hijastra —me suelta Grey.
Me contengo para no soltar un bufido.
—Le gusta el fútbol, sobre todo el europeo, y los bolos, y pescar, y hacer
muebles. Es carpintero. Estuvo en el ejército.
Suspiro.
—¿Vivió con él?
—Sí. Mi madre conoció a su marido número tres cuando yo tenía quince años.
Yo me quedé con Ray.
Frunce el ceño, como si no lo entendiera.
—¿No quería vivir con su madre? —me pregunta.
Francamente, a él qué le importa.
—El marido número tres vivía en Texas. Yo tenía mi vida en Montesano. Y…
bueno, mi madre acababa de casarse.
Me callo. Mi madre nunca habla de su marido número tres. ¿Qué pretende
Grey? No es asunto suyo. Yo también puedo jugar a su juego.
—Cuénteme cosas sobre sus padres —le pido.
Se encoge de hombros.
—Mi padre es abogado, y mi madre, pediatra. Viven en Seattle.
Vaya… Ha crecido en una familia acomodada. Pienso en una exitosa pareja que
adopta a tres niños, y uno de ellos llega a ser un hombre guapo que se mete en el
mundo de los negocios y lo conquista sin ayuda de nadie. ¿Qué lo llevó por ese
camino? Sus padres deben de estar orgullosos.
—¿A qué se dedican sus hermanos?
—Elliot es constructor, y mi hermana pequeña está en París estudiando cocina
con un famoso chef francés. Sus ojos se nublan enojados. No quiere hablar de su familia ni de él.
—Me han dicho que París es preciosa —murmuro.
¿Por qué no quiere hablar de su familia? ¿Porque es adoptado?
—Es bonita. ¿Ha estado? —me pregunta olvidando su enojo.
—Nunca he salido de Estados Unidos.
Volvemos a las trivialidades. ¿Qué esconde?
—¿Le gustaría ir?
—¿A París? —exclamo.
Me he quedado desconcertada. ¿A quién no le gustaría ir a París?
—Por supuesto —le contesto—. Pero a donde de verdad me gustaría ir es a
Inglaterra.
Ladea un poco la cabeza y se pasa el índice por el labio inferior… ¡Madre mía!
—¿Por?
Parpadeo. Concéntrate, Steele.
—Porque allí nacieron Shakespeare, Austen, las hermanas Brontë, Thomas
Hardy… Me gustaría ver los lugares que les inspiraron para escribir libros tan
maravillosos.
Al mencionar a estos grandes literatos recuerdo que debería estar estudiando.
Miro el reloj.
—Voy a marcharme. Tengo que estudiar.
—¿Para los exámenes?
—Sí. Empiezan el martes.
—¿Dónde está el coche de la señorita Kavanagh?
—En el parking del hotel.
—La acompaño.
—Gracias por el té, señor Grey.
Esboza su extraña sonrisa de guardar un gran secreto.
—No hay de qué, Anastasia. Ha sido un placer. Vamos —me dice tendiéndome
una mano.
La cojo, perpleja, y salgo con él de la cafetería. Caminamos hasta el hotel, y me gustaría decir que en amigable silencio. Al
menos, él parece tan tranquilo como siempre. En cuanto a mí, me desespero
intentando analizar cómo ha ido nuestro café matutino. Me siento como si me
hubieran entrevistado para un trabajo, pero no estoy segura de por qué.
—¿Siempre lleva vaqueros? —me pregunta sin venir a cuento.
—Casi siempre.
Asiente. Hemos llegado al cruce, al otro lado de la calle del hotel. Todo me da
vueltas. Qué pregunta tan rara… Y soy consciente de que nos queda muy poco
tiempo juntos. Esto es todo. Esto ha sido todo, y lo he fastidiado, lo sé. Quizá sale
con alguien.
—¿Tiene novia? —le suelto.
¡Maldita sea! ¿Lo he dicho en voz alta?
Sus labios se arrugan formando una media sonrisa y me mira fijamente.
—No, Anastasia. Yo no tengo novias —me contesta en voz baja.
¿Qué quiere decir? No es gay. Ay, quizá sí lo es. Seguramente me mintió en la
entrevista. Por un momento creo que va a darme alguna explicación, alguna pista
sobre su enigmática frase, pero no lo hace. Tengo que marcharme. Tengo que
poner mis ideas en orden. Tengo que alejarme de él. Doy un paso adelante,
tropiezo y salgo precipitada hacia la carretera.
—¡Mierda, Ana! —grita Grey.
Tira de mi mano con tanta fuerza que acabo cayendo encima de él justo cuando
pasa a toda velocidad un ciclista contra dirección, y no me atropella de milagro.
Todo sucede muy deprisa. De pronto estoy cayéndome, y en cuestión de
segundos estoy entre sus brazos y me aprieta fuerte contra su pecho. Respiro su
aroma limpio y saludable. Huele a ropa recién lavada y a gel caro. Es embriagador.
Inhalo profundamente.
—¿Está bien? —me susurra.
Con un brazo me mantiene sujeta, pegada a él, y con los dedos de la otra mano
me recorre suavemente la cara para asegurarse de que no me he hecho daño. Su
pulgar me roza el labio inferior y contiene la respiración. Me mira fijamente a los
ojos, y por un momento, o quizá durante una eternidad, le sostengo la mirada
inquieta y ardiente, pero al final centro la atención en su bonita boca. Y por
primera vez en veintiún años quiero que me besen. Quiero sentir su boca en la mía.
4
Bésame, maldita sea!, le suplico, pero no puedo moverme. Un extraño y
desconocido deseo me paraliza. Estoy totalmente cautivada. Observo fascinada la
boca de Christian Grey, y él me observa a mí con una mirada velada, con ojos cada
vez más impenetrables. Respira más deprisa de lo normal, y yo he dejado de
respirar. Estoy entre tus brazos. Bésame, por favor. Cierra los ojos, respira muy
hondo y mueve ligeramente la cabeza, como si respondiera a mi silenciosa
petición. Cuando vuelve a abrirlos, ha recuperado la determinación, ha tomado
una férrea decisión.
—Anastasia, deberías mantenerte alejada de mí. No soy un hombre para ti
—suspira.
¿Qué? ¿A qué viene esto? Se supone que soy yo la que debería decidirlo. Frunzo
el ceño y muevo la cabeza en señal de negación.
—Respira, Anastasia, respira. Voy a ayudarte a ponerte en pie y a dejarte
marchar —me dice en voz baja.
Y me aparta suavemente.
Me ha subido la adrenalina por todo el cuerpo, por el ciclista que casi me
atropella o por la embriagadora proximidad de Christian, y me siento paralizada y
débil. ¡NO!, grita mi mente mientras se aparta dejándome desamparada. Apoya las
manos en mis hombros, a cierta distancia, y observa atentamente mi reacción. Y lo
único que puedo pensar es que quería que me besara, que era obvio, pero no lo ha
hecho. No me desea. La verdad es que no me desea. He fastidiado soberanamente
la cita.
—Quiero decirte una cosa —le digo tras recuperar la voz—: Gracias —musito
hundida en la humillación.
¿Cómo he podido malinterpretar hasta tal punto la situación entre nosotros?
Tengo que apartarme de él.
—¿Por qué?
Frunce el ceño. No ha retirado las manos de mis hombros. —Por salvarme —susurro.
—Ese idiota iba contra dirección. Me alegro de haber estado aquí. Me dan
escalofríos solo de pensar lo que podría haberte pasado. ¿Quieres venir a sentarte
un momento en el hotel?
Me suelta y baja las manos. Estoy frente a él y me siento como una tonta.
Intento aclararme las ideas. Solo quiero marcharme. Todas mis vagas e
incoherentes esperanzas se han frustrado. No me desea. ¿En qué estaba pensando?,
me riño a mí misma. ¿Qué iba a interesarle de ti a Christian Grey?, se burla mi
subconsciente. Me rodeo con los brazos, me giro hacia la carretera y veo aliviada
que en el semáforo ha aparecido el hombrecillo verde. Cruzo rápidamente,
consciente de que Grey me sigue. Frente al hotel, vuelvo un instante la cara hacia
él, pero no puedo mirarlo a los ojos.
—Gracias por el té y por la sesión de fotos —murmuro.
—Anastasia… Yo…
Se calla. Su tono angustiado me llama la atención, de modo que lo miro
involuntariamente. Se pasa la mano por el pelo con mirada desolada. Parece
destrozado, frustrado y con expresión alterada. Su prudente control ha
desaparecido.
—¿Qué, Christian? —le pregunto bruscamente al ver que no dice nada.
Quiero marcharme. Necesito llevarme mi frágil orgullo herido y mimarlo para
que se cure.
—Buena suerte en los exámenes —murmura.
¿Cómo? ¿Por eso parece tan desolado? ¿Es esta su fantástica despedida?
¿Desearme suerte en los exámenes?
—Gracias —le contesto sin disimular el sarcasmo—. Adiós, señor Grey.
Doy media vuelta, me sorprende un poco no tropezar y, sin volver a dirigirle la
mirada, desaparezco por la acera en dirección al parking subterráneo.
Ya en el oscuro y frío cemento del parking, bajo su débil luz de fluorescente, me
apoyo en la pared y me cubro la cara con las manos. ¿En qué estaba pensando? No
puedo evitar que se me llenen los ojos de lágrimas. ¿Por qué lloro? Me dejo caer al
suelo, enfadada conmigo misma por esta absurda reacción. Levanto las rodillas y
las rodeo con los brazos. Quiero hacerme lo más pequeña posible. Quizá este
disparatado dolor sea menor cuanto más pequeña me haga. Apoyo la cabeza en las
rodillas y dejo que las irracionales lágrimas fluyan sin freno. Estoy llorando la
pérdida de algo que nunca he tenido. Qué ridículo. Lamentando la pérdida de algo que nunca ha existido… mis esperanzas frustradas, mis sueños frustrados y mis
expectativas destrozadas.
Nunca me habían rechazado. Bueno, siempre era una de las últimas a las que
elegían para jugar al baloncesto o al voleibol, pero eso lo entendía. Correr y hacer
algo más a la vez, como botar o lanzar una pelota, no es lo mío. Soy una auténtica
negada para cualquier deporte.
Pero en el plano sentimental, nunca me he expuesto. Toda mi vida he sido muy
insegura. Soy demasiado pálida, demasiado delgada, demasiado desaliñada, torpe
y tantos otros defectos más, así que siempre he sido yo la que ha rechazado a
cualquier posible admirador. En mi clase de química hubo un tipo al que le
gustaba, pero nadie había despertado mi interés… Nadie excepto el maldito
Christian Grey. Quizá debería ser más agradable con gente como Paul Clayton y
José Rodríguez, aunque estoy segura de que ninguno de ellos ha acabado llorando
solo en la oscuridad. Quizá solo necesite pegarme una buena llantera.
¡Basta! ¡Basta ya!, me grita metafóricamente mi subconsciente con los brazos
cruzados, apoyada en una pierna y dando golpecitos en el suelo con la otra. Métete
en el coche, vete a casa y ponte a estudiar. Olvídalo… ¡Ahora mismo! Y deja ya de
autocompadecerte, de castigarte y toda esta mierda.
Respiro hondo varias veces y me levanto. Ánimo, Steele. Me dirijo al coche de
Kate secándome las lágrimas. No volveré a pensar en él. Anotaré este incidente en
la lista de las experiencias de la vida y me centraré en los exámenes.
Cuando llego, Kate está sentada a la mesa del comedor con el portátil. La sonrisa
con la que me recibe se desvanece en cuanto me ve.
—Ana, ¿qué pasa?
Oh, no… La santa inquisidora Katherine Kavanagh. Muevo la cabeza como hace
ella cuando quiere dar a entender que no está para historias, pero no sirve de nada.
—Has llorado.
A veces tiene un don especial para decir lo que es obvio.
—¿Qué te ha hecho ese hijo de puta? —gruñe con una cara que da miedo.
—Nada, Kate.
En realidad, ese es el problema. Al pensarlo, sonrío con ironía.
—¿Y por qué has llorado? Tú nunca lloras —me dice en tono más suave.
Se levanta. Sus ojos verdes me miran preocupados. Me abraza. Tengo que decir lo que sea para quitármela de encima.
—Casi me atropella un ciclista.
Es lo mejor que se me ocurre decirle para que por un momento se olvide de
Grey.
—Dios mío, Ana… ¿Estás bien? ¿Te ha hecho daño?
Se aparta un poco y me echa un rápido vistazo para comprobar si todo está bien.
—No. Christian me ha salvado —susurro—. Pero me he pegado un susto de
muerte.
—No me extraña. ¿Qué tal el café? Sé que odias el café.
—He tomado un té. Ha ido bien. Nada que comentar, la verdad. No sé por qué
me lo ha pedido.
—Le gustas, Ana —me dice soltándome.
—Ya no. No voy a volver a verlo.
Sí, consigo sonar como si no me importara.
—¿Cómo?
Maldita sea. Está intrigada. Me meto en la cocina para que no pueda verme la
cara.
—Sí… No tiene demasiado que ver conmigo, Kate —le digo lo más fríamente
que puedo.
—¿Qué quieres decir?
—Kate, es obvio.
Me vuelvo y me coloco frente a ella, que está de pie en la puerta de la cocina.
—Para mí no —me dice—. Vale, tiene más dinero que tú, pero tiene más dinero
que casi todo el mundo en este país.
—Kate, es…
Me encojo de hombros.
—¡Ana, por favor! ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Eres una cría —me
interrumpe.
Oh, no. Ya estamos otra vez con ese rollo.
—Kate, por favor, tengo que estudiar —la corto.
Pone mala cara. —¿Quieres ver el artículo? Está acabado. José ha hecho algunas fotos
buenísimas.
¿Tengo ahora que ver al guapo de Christian Grey, quien no siente el menor
interés por mí?
—Claro.
Me saco una sonrisa de la manga y me acerco al portátil. Y ahí está, mirándome
en blanco y negro, mirándome y encontrándome indigna de su interés.
Finjo leer el artículo, pero no aparto los ojos de su firme mirada gris. Busco en la
foto alguna pista de por qué no es un hombre para mí, como me ha dicho. Y de
repente me parece obvio. Es demasiado guapo. Somos polos opuestos, y de dos
mundos muy diferentes. Me veo a mí misma como a Ícaro cuando se acerca
demasiado al sol, se quema y se estrella. Tiene razón. No es un hombre para mí. Es
lo que ha querido decirme, y eso hace más fácil aceptar su rechazo… Bueno, casi.
Podré soportarlo. Lo entiendo.
—Muy bueno, Kate —logro decirle—. Me voy a estudiar.
Me propongo no volver a pensar en él de momento. Abro los apuntes y empiezo
a leer.
Solo cuando estoy en la cama, intentando dormir, permito que mis pensamientos
se trasladen a mi extraña mañana. No dejo de pensar en lo que me ha dicho de que
no tiene novias, y me enfado por no haber tenido en cuenta esa información antes
de estar entre sus brazos, suplicándole mentalmente con todos los poros de mi piel
que me besara. Lo había dicho. No me quería como novia. Me tumbo de lado. Me
pregunto si quizá no tiene relaciones sexuales. Cierro los ojos y empiezo a
quedarme dormida. Quizá esté reservándose. Bueno, no para ti. Mi adormilada
subconsciente me da un último golpe antes de sumergirse en mis sueños.
Y esa noche sueño con ojos grises y dibujos de hojas en la espuma de la leche, y
corro por lugares apenas iluminados por una luz fantasmagórica, y no sé si corro
en dirección a algo o huyendo de algo… No queda claro.
Suelto el bolígrafo. Se acabó. He terminado mi último examen. Sonrío de oreja a
oreja. Probablemente sea la primera vez que sonrío en toda la semana. Es viernes, y esta noche lo celebraremos. Lo celebraremos por todo lo alto. Seguramente hasta
me emborracharé. Nunca me he emborrachado. Miro a Kate, que está en el otro
extremo de la clase, todavía escribiendo como una loca. Faltan cinco minutos para
que se acabe el examen. Esto es todo. Se acabó mi carrera académica. Ya no tendré
que volver a sentarme en filas de alumnos nerviosos. En mi mente doy graciosas
volteretas, aunque sé de sobra que mis volteretas solo pueden ser graciosas en mi
mente. Kate deja de escribir y suelta el bolígrafo. Me mira también con una sonrisa
de oreja a oreja.
De camino a casa, en su Mercedes, nos negamos a hablar del examen. Kate está
mucho más preocupada por lo que va a ponerse esta noche. Yo intento encontrar
las llaves en el bolso.
—Ana, hay un paquete para ti.
Kate está en la escalera, frente a la puerta de la calle, con un paquete envuelto en
papel de embalar. Qué raro. No recuerdo haber encargado nada en Amazon. Kate
me da el paquete y coge mis llaves para abrir la puerta. El paquete está dirigido a
la señorita Anastasia Steele. No lleva remitente. Quizá sea de mi madre o de Ray.
—Seguramente será de mis padres.
—¡Ábrelo! —exclama Kate nerviosa.
Se mete en la cocina para ir a buscar el champán con el que vamos a celebrar que
hemos terminado los exámenes.
Abro el paquete y encuentro un estuche de piel que contiene tres viejos libros,
aparentemente idénticos, con cubiertas de tela, en perfecto estado, y una tarjeta de
color blanco. En una cara, en tinta negra y una bonita caligrafía, se lee:
Reconozco la cita de Tess. Me sorprende la casualidad de que hace un momento
haya pasado tres horas escribiendo sobre las novelas de Thomas Hardy en mi
examen final. Quizá no sea casualidad… quizá sea deliberado. Miro los libros con
atención. Tres volúmenes de Tess, la de los d’Urberville. Abro la cubierta de uno. En
la primera página, en una tipografía antigua, leo:
¡Son primeras ediciones! Deben de valer una fortuna. E inmediatamente sé quién
me las ha mandado. Kate observa los libros por encima de mi hombro. Coge la
tarjeta.
—Primeras ediciones —susurro.
—No… —dice abriendo los ojos incrédula—. ¿Grey?
Asiento.
—No se me ocurre nadie más.
—¿Qué quiere decir la tarjeta?
—No tengo ni idea. Creo que es una advertencia… La verdad es que sigue
previniéndome. No tengo ni idea de por qué. No es que me haya dedicado a tirarle
la puerta abajo precisamente —digo frunciendo el ceño.
—Sé que no quieres hablar de él, Ana, pero no hay duda de que le interesas, te
advierta o no.
No me he permitido pensar demasiado en Christian Grey en la última semana.
Bueno… sus ojos grises siguen invadiendo mis sueños, y sé que tardaré una
eternidad en eliminar de mi cerebro la sensación de sus brazos rodeándome y su
maravilloso olor. ¿Por qué me ha mandado estos libros? Me dijo que yo no era para
él.
—He encontrado una primera edición de Tess en venta, en Nueva York, por
catorce mil dólares, pero los tuyos están en mucho mejor estado. Deben de haber
costado más —me dice Kate consultando a su buen amigo Google.
—La cita… Tess se lo dice a su madre después de lo que le hace Alec
d’Urberville.
—Lo sé —me contesta Kate, pensativa—. ¿Qué intenta decir?
—Ni lo sé ni me importa. No puedo aceptarlos. Se los devolveré con otra cita tan
desconcertante como esta de alguna parte confusa del libro.
—¿El pasaje en el que Angel Clare la manda a la mierda? —me pregunta Kate
muy seria.
—Sí, ese —le contesto riéndome. Quiero a Kate. Es leal y me apoya. Envuelvo los libros y los dejo en la mesa del
comedor. Kate me ofrece una copa de champán.
—Por el final de los exámenes y nuestra nueva vida en Seattle —dice con una
sonrisa.
—Por el final de los exámenes, nuestra nueva vida en Seattle y por que todo nos
vaya bien.
Chocamos las copas y bebemos.
El bar es ruidoso y está lleno de gente, de futuros licenciados que han salido a
pillar una buena cogorza. José ha venido con nosotras. No se graduará hasta el año
que viene, pero le apetecía salir. Nos trae una jarra de margaritas para ponernos en
la onda de nuestra recién estrenada libertad. Mientras me bebo la quinta copa,
pienso que no es buena idea beber tantos margaritas después del champán.
—¿Y ahora qué, Ana? —me grita José.
—Kate y yo nos vamos a vivir a Seattle. Los padres de Kate le han comprado un
piso.
—Dios mío, cómo viven algunos… Pero volveréis para mi exposición, ¿no?
—Por supuesto, José. No me la perdería por nada del mundo —le contesto
sonriendo.
Me pasa el brazo por la cintura y me acerca a él.
—Es muy importante para mí que vengas, Ana —me susurra al oído—. ¿Otro
margarita?
—José Luis Rodríguez… ¿estás intentando emborracharme? Porque creo que lo
estás consiguiendo —le digo riéndome—. Creo que mejor me tomo una cerveza.
Voy a buscar una jarra para todos.
—¡Más bebida, Ana! —grita Kate.
Kate es fuerte como un toro. Ha pasado el brazo por los hombros de Levi, un
compañero de la clase de inglés y su fotógrafo habitual en la revista de la facultad,
que ha dejado de hacer fotos de los borrachos que lo rodean. Solo tiene ojos para
Kate, que se ha puesto un top minúsculo, vaqueros ajustados y tacones altos. Lleva
el pelo recogido, con unos mechones rizados que le caen con gracia alrededor de la
cara. Está despampanante, como siempre. Yo soy más bien de Converse y
camisetas, pero me he puesto los vaqueros que más me favorecen. Me aparto de
José y me levanto de nuestra mesa. Uf, me da vueltas la cabeza.
Tengo que agarrarme al respaldo de la silla. Los cócteles con tequila no son una
buena idea.
Me dirijo a la barra y decido que debería ir al baño ahora que todavía me
mantengo en pie. Bien pensado, Ana. Me abro camino entre el gentío
tambaleándome. Por supuesto hay cola, pero al menos el pasillo está tranquilo y
fresco. Saco el móvil para pasar el rato mientras espero. A ver… ¿cuál ha sido mi
última llamada? ¿A José? Antes hay un número que no sé de quién es. Ah, sí. Grey.
Creo que es su número. Me río. No tengo ni idea de la hora que es. Quizá lo
despierte. Quizá pueda explicarme por qué me ha mandado esos libros y el
críptico mensaje. Si quiere que me mantenga alejada de él, debería dejarme en paz.
Reprimo una sonrisa de borracha y pulso el botón de llamar. Contesta a la segunda
señal.
—¿Anastasia?
Le ha sorprendido que lo llamara. Bueno, la verdad es que a mí me sorprende
estar llamándolo. A continuación mi ofuscado cerebro se pregunta cómo sabe que
soy yo.
—¿Por qué me has mandado esos libros? —le pregunto arrastrando las palabras.
—Anastasia, ¿estás bien? Tienes una voz rara —me dice en tono muy
preocupado.
—La rara no soy yo, sino tú —le digo animada por el alcohol.
—Anastasia, ¿has bebido?
—¿A ti qué te importa?
—Tengo… curiosidad. ¿Dónde estás?
—En un bar.
—¿En qué bar? —me pregunta nervioso.
—Un bar de Portland.
—¿Cómo vas a volver a casa?
—Ya me las apañaré.
La conversación no está yendo como esperaba.
—¿En qué bar estás?
—¿Por qué me has mandado esos libros, Christian?
—Anastasia, ¿dónde estás? Dímelo ahora mismo. Su tono es tan… tan dictatorial. El controlador obsesivo de siempre. Lo imagino
como a un director de cine de los viejos tiempos, con pantalones de montar, un
megáfono pasado de moda y una fusta. La imagen me provoca una carcajada.
—Eres tan… dominante —le digo riéndome.
—Ana, contéstame: ¿dónde cojones estás?
Christian Grey diciendo palabrotas. Vuelvo a reírme.
—En Portland… Bastante lejos de Seattle.
—¿Dónde exactamente?
—Buenas noches, Christian.
—¡Ana!
Cuelgo. Vaya, no me ha dicho nada de los libros. Frunzo el ceño. Misión no
cumplida. Estoy bastante borracha, la verdad. La cabeza me da vueltas mientras
avanzo en la cola. Bueno, el objetivo era emborracharse, y lo he conseguido. Ya veo
lo que es… Me temo que no merece la pena repetirlo. La cola ha avanzado y ya me
toca. Observo embobada el póster de la puerta del cuarto de baño, que ensalza las
virtudes del sexo seguro. Maldita sea, ¿acabo de llamar a Christian Grey? Mierda.
Me suena el teléfono, pego un salto y grito del susto.
—Hola —digo en voz baja.
No había previsto que me llamara.
—Voy a buscarte —me dice.
Y cuelga. Solo Christian Grey podría hablar con tanta tranquilidad y parecer tan
amenazador a la vez.
Maldita sea. Me subo los vaqueros. El corazón me late a toda prisa. ¿Viene a
buscarme? Oh, no. Voy a vomitar… no… Estoy bien. Espera. Me estoy montando
una película. No le he dicho dónde estaba. No puede encontrarme. Además,
tardaría horas en llegar desde Seattle, y para entonces haría mucho que nos
habríamos marchado. Me lavo las manos y me miro en el espejo. Estoy roja y
ligeramente desenfocada. Uf… tequila.
Espero una eternidad en la barra, hasta que me dan una jarra grande de cerveza,
y por fin vuelvo a la mesa.
—Has tardado un siglo —me riñe Kate—. ¿Dónde estabas?
—Haciendo cola para el baño.
José y Levi discuten acaloradamente sobre el equipo de béisbol de nuestra ciudad. José interrumpe su diatriba para servirnos cerveza, y doy un trago largo.
—Kate, creo que saldré un momento a tomar el aire.
—Ana, no aguantas nada…
—Solo cinco minutos.
Vuelvo a abrirme camino entre el gentío. Empiezo a sentir náuseas, la cabeza me
da vueltas y me siento inestable. Más inestable de lo habitual.
Mientras bebo al aire libre, en la zona de aparcamiento, soy consciente de lo
borracha que estoy. No veo bien. La verdad es que lo veo todo doble, como en las
viejas reposiciones de los dibujos animados de Tom y Jerry. Creo que voy a vomitar.
¿Cómo he podido acabar así?
—Ana, ¿estás bien?
José ha salido del bar y se ha acercado a mí.
—Creo que he bebido un poco más de la cuenta —le contesto sonriendo.
—Yo también —murmura. Sus ojos oscuros me miran fijamente—. ¿Te echo una
mano? —me pregunta avanzando hasta mí y rodeándome con sus brazos.
—José, estoy bien. No pasa nada.
Intento apartarlo sin demasiada energía.
—Ana, por favor —me susurra.
Me agarra y me acerca a él.
—José, ¿qué estás haciendo?
—Sabes que me gustas, Ana. Por favor.
Con una mano me mantiene pegada a él, y con la otra me agarra de la barbilla y
me levanta la cara. ¡Va a besarme…!
—No, José, para… No.
Lo empujo, pero es todo músculos, así que no consigo moverlo. Me ha metido la
mano por el pelo y me sujeta la cabeza para que no la mueva.
—Por favor, Ana, cariño —me susurra con los labios muy cerca de los míos.
Respira entrecortadamente y su aliento es demasiado dulzón. Huele a margarita
y a cerveza. Empieza a recorrerme la mandíbula con los labios, acercándose a la
comisura de mi boca. Estoy muy nerviosa, borracha y fuera de control. Me siento
agobiada.
—José, no —le suplico. No quiero. Eres mi amigo y creo que voy a vomitar.
—Creo que la señorita ha dicho que no —dice una voz tranquila en la oscuridad.
¡Dios mío! Christian Grey. Está aquí. ¿Cómo? José me suelta.
—Grey —dice José lacónicamente.
Miro angustiada a Christian, que observa furioso a José. Mierda. Siento una
arcada y me inclino hacia delante. Mi cuerpo no puede seguir tolerando el alcohol
y vomito en el suelo aparatosamente.
—¡Uf, Dios mío, Ana!
José se aparta de un salto con asco. Grey me sujeta el pelo, me lo aparta de la
cara y suavemente me lleva hacia un parterre al fondo del aparcamiento. Observo
agradecida que está relativamente oscuro.
—Si vas a volver a vomitar, hazlo aquí. Yo te agarro.
Ha pasado un brazo por encima de mis hombros, y con la otra mano me sujeta
el pelo, como si quisiera hacerme una coleta, para que no se me vaya a la cara.
Intento apartarlo torpemente, pero vuelvo a vomitar… y otra vez. Oh, mierda…
¿Cuánto va a durar esto? Aunque tengo el estómago vacío y no sale nada,
espantosas arcadas me sacuden el cuerpo. Me prometo a mí misma que jamás
volveré a beber. Es demasiado vergonzoso para explicarlo. Por fin dejo de sentir
arcadas.
He apoyado las manos en el parterre, pero apenas me sujetan. Vomitar tanto es
agotador. Grey me suelta y me ofrece un pañuelo. Solo él podría tener un pañuelo
de lino recién lavado y con sus iniciales bordadas. CTG. No sabía que todavía
podían comprarse estas cosas. Por un instante, mientras me limpio la boca, me
pregunto a qué responde la T. No me atrevo a mirarlo. Estoy muerta de vergüenza.
Me doy asco. Quiero que las azaleas del parterre me engullan y desaparecer de
aquí.
José sigue merodeando junto a la puerta del bar, mirándonos. Me lamento y
apoyo la cabeza en las manos. Debe de ser el peor momento de mi vida. La cabeza
sigue dándome vueltas mientras intento recordar un momento peor, y solo se me
ocurre el del rechazo de Christian, pero este es cincuenta veces más humillante. Me
arriesgo a lanzarle una rápida mirada. Me observa fijamente con semblante sereno,
inexpresivo. Me giro y miro a José, que también parece bastante avergonzado e
intimidado por Grey, como yo. Lo fulmino con la mirada. Se me ocurren unas
cuantas palabras para calificar a mi supuesto amigo, pero no puedo decirlas
delante del empresario Christian Grey. Ana, ¿a quién pretendes engañar? Acaba de
verte vomitando en el suelo y en la flora local. Tu conducta poco refinada ha sido más que evidente.
—Bueno… Nos vemos dentro —masculla José.
Pero no le hacemos caso, así que vuelve a entrar en el bar. Estoy sola con Grey.
Mierda, mierda. ¿Qué puedo decirle? Puedo disculparme por haberlo llamado.
—Lo siento —susurro mirando fijamente el pañuelo, que no dejo de retorcer
entre los dedos.
Qué suave es.
—¿Qué sientes, Anastasia?
Maldita sea, quiere su recompensa.
—Sobre todo haberte llamado. Estar mareada. Uf, la lista es interminable
—murmuro sintiendo que me pongo roja.
Por favor, por favor, que me muera ahora mismo.
—A todos nos ha pasado alguna vez, quizá no de manera tan dramática como a
ti —me contesta secamente—. Es cuestión de saber cuáles son tus límites,
Anastasia. Bueno, a mí me gusta traspasar los límites, pero la verdad es que esto es
demasiado. ¿Sueles comportarte así?
Me zumba la cabeza por el exceso de alcohol y el enfado. ¿Qué narices le
importa? No lo he invitado a venir. Parece un hombre maduro riñéndome como si
fuera una cría descarriada. A una parte de mí le apetece decirle que si quiero
emborracharme cada noche es cosa mía y que a él no le importa, pero no tengo
valor. No ahora, cuando acabo de vomitar delante de él. ¿Por qué sigue aquí?
—No —le digo arrepentida—. Nunca me había emborrachado, y ahora mismo
no me apetece nada que se repita.
De verdad que no entiendo por qué está aquí. Empiezo a marearme. Se da
cuenta, me agarra antes de que me caiga, me levanta y me apoya contra su pecho,
como si fuera una niña.
—Vamos, te llevaré a casa —murmura.
—Tengo que decírselo a Kate.
Vuelvo a estar en sus brazos.
—Puede decírselo mi hermano.
—¿Qué?
—Mi hermano Elliot está hablando con la señorita Kavanagh.
—¿Cómo? No lo entiendo.
—Estaba conmigo cuando me has llamado.
—¿En Seattle? —le pregunto confundida.
—No. Estoy en el Heathman.
¿Todavía? ¿Por qué?
—¿Cómo me has encontrado?
—He rastreado la localización de tu móvil, Anastasia.
Claro. ¿Cómo es posible? ¿Es legal? Acosador, me susurra mi subconsciente
entre la nube de tequila que sigue flotándome en el cerebro, pero por alguna razón,
porque es él, no me importa.
—¿Has traído chaqueta o bolso?
—Sí, las dos cosas. Christian, por favor, tengo que decírselo a Kate. Se
preocupará.
Aprieta los labios y suspira ruidosamente.
—Si no hay más remedio…
Me suelta, me coge de la mano y se dirige hacia el bar. Me siento débil, todavía
borracha, incómoda, agotada, avergonzada y, por extraño que parezca, encantada
de la vida. Me lleva de la mano. Es un confuso abanico de emociones. Necesitaré al
menos una semana para procesarlas.
En el bar hay mucho ruido, está lleno de gente y ha empezado a sonar la música,
así que la pista de baile está llena. Kate no está en nuestra mesa, y José ha
desaparecido. Levi, que está solo, parece perdido y desamparado.
—¿Dónde está Kate? —grito a Levi.
La cabeza empieza a martillearme al ritmo del potente bajo de la música.
—Bailando —me contesta Levi.
Me doy cuenta de que está enfadado y de que mira a Christian con recelo. Busco
mi chaqueta negra y me cuelgo el pequeño bolso cruzado, que me queda a la altura
de la cadera. Estoy lista para marcharme en cuanto haya hablado con Kate.
Toco el brazo de Christian, me inclino hacia él y le grito al oído que Kate está en
la pista. Le rozo el pelo con la nariz y respiro su aroma limpio y fresco. Todas las
sensaciones prohibidas y desconocidas que he intentado negarme salen a la
superficie y recorren mi cuerpo agotado. Me ruborizo, y en lo más profundo de mi
cuerpo los músculos se tensan agradablemente. Pone los ojos en blanco, vuelve a cogerme de la mano y se dirige a la barra. Lo
atienden inmediatamente. El señor Grey, el obseso del control, no tiene que
esperar. ¿Todo le resulta tan fácil? No oigo lo que pide. Me ofrece un vaso grande
de agua con hielo.
—Bebe —me ordena.
Los focos giran al ritmo de la música creando extrañas luces y sombras de
colores por el bar y sobre los clientes. Grey pasa del verde al azul, el blanco y el
rojo demoniaco. Me mira fijamente. Doy un pequeño sorbo.
—Bébetela toda —me grita.
Qué autoritario. Se pasa la mano por el pelo rebelde. Parece nervioso, enfadado.
¿Qué le pasa aparte de que una estúpida chica borracha lo haya llamado en plena
noche y haya pensado que tenía que ir a rescatarla? Y ha resultado que sí tenía que
rescatarla de su excesivamente cariñoso amigo. Y luego ha tenido que ver cómo la
chica se mareaba. Oh, Ana… ¿conseguirás olvidar esto algún día? Mi
subconsciente chasquea la lengua y me observa por encima de sus gafas de media
luna. Me tambaleo un poco, y Grey apoya la mano en mi hombro para sujetarme.
Le hago caso y me bebo el vaso entero. Hace que me maree. Me quita el vaso y lo
deja en la barra. Observo a través de una especie de nebulosa cómo va vestido: una
ancha camisa blanca de lino, vaqueros ajustados, Converse negras y americana
oscura de raya diplomática. Lleva el cuello de la camisa desabrochado, y veo
asomar algunos pelos dispersos. Aun en mi aturdido estado, me parece que es
guapísimo.
Vuelve a cogerme de la mano y me lleva hacia la pista. Mierda. Yo no bailo. Se
da cuenta de que no quiero, y bajo las luces de colores veo su sonrisa divertida y
burlona. Tira fuerte de mi mano y vuelvo a caer entre sus brazos. Empieza a
moverse y me arrastra en su movimiento. Vaya, sabe bailar, y no puedo creerme
que esté siguiendo sus pasos. Quizá sigo el ritmo porque estoy borracha. Me
aprieta contra su cuerpo… Si no me sujetara con tanta fuerza, seguro que me
desplomaría a sus pies. Desde el fondo de mi mente resuena lo que suele
advertirme mi madre: «Nunca te fíes de un hombre que baile bien».
Atravesamos la multitud de gente que baila hasta el otro extremo de la pista y
encontramos a Kate y a Elliot, el hermano de Christian. La música retumba a todo
volumen fuera y dentro de mi cabeza. Oh, no. Kate está moviendo ficha. Baila
sacando el culo, y eso solo lo hace cuando alguien le gusta. Cuando alguien le
gusta mucho. Eso quiere decir que mañana seremos tres a la hora del desayuno.
¡Kate!
Christian se inclina y grita a Elliot al oído. No oigo lo que le dice. Elliot es alto, ancho de hombros, pelo rubio y rizado, y con ojos perversamente brillantes. El
parpadeo de los focos me impide ver de qué color. Elliot se ríe, tira de Kate y la
arrastra hasta sus brazos, donde ella parece estar encantada de la vida… ¡Kate!
Aun en mi etílico estado, me escandalizo. Acaba de conocerlo. Asiente a lo que
Elliot le dice, me sonríe y se despide de mí con la mano. Christian nos saca de la
pista moviéndose con presteza.
Pero no he hablado con Kate. ¿Está bien? Ya veo cómo van a acabar las cosas
entre esos dos. Tengo que darle una charla sobre sexo seguro. Espero que lea el
póster de la puerta de los lavabos. Los pensamientos me estallan en el cerebro,
luchan contra la confusa sensación de borrachera. Aquí hace mucho calor, hay
mucho ruido, demasiados colores… demasiadas luces. Me da vueltas la cabeza.
Oh, no… Siento que el suelo sube al encuentro de mi cara, o eso parece. Lo último
que oigo antes de desmayarme en los brazos de Christian Grey es la palabrota que
suelta:
—¡Joder!
5
Todo está en silencio, con las luces apagadas. Estoy muy cómoda y calentita en esta
cama. Qué bien… Abro los ojos, y por un momento estoy tranquila y serena,
disfrutando del entorno, que no conozco. No tengo ni idea de dónde estoy. El
cabezal de la cama tiene la forma de un sol enorme. Me resulta extrañamente
familiar. La habitación es grande y está lujosamente decorada en tonos marrones,
dorados y beis. La he visto antes. ¿Dónde? Mi ofuscado cerebro busca entre sus
recuerdos recientes. ¡Maldita sea! Estoy en el hotel Heathman… en una suite.
Estuve en una parecida a esta con Kate. Esta parece más grande. Oh, mierda. Estoy
en la suite de Christian Grey. ¿Cómo he llegado hasta aquí?
Poco a poco empiezan a torturarme imágenes fragmentarias de la noche. La
borrachera —oh, no, la borrachera—, la llamada —oh, no, la llamada—, la
vomitera —oh, no, la vomitera—… José y después Christian. Oh, no. Me muero de
vergüenza. No recuerdo cómo he llegado aquí. Llevo puesta la camiseta, el
sujetador y las bragas. Ni calcetines ni vaqueros. Maldita sea.
Echo un vistazo a la mesita de noche. Hay un vaso de zumo de naranja y dos
pastillas. Ibuprofeno. El obseso del control está en todo. Me incorporo en la cama y
me tomo las pastillas. La verdad es que no me siento tan mal, seguramente mucho
mejor de lo que merezco. El zumo de naranja está riquísimo. Me quita la sed y me
refresca.
Oigo unos golpes en la puerta. El corazón me da un brinco y no me sale la voz,
pero aun así Christian abre la puerta y entra.
Vaya, ha estado haciendo ejercicio. Lleva unos pantalones de chándal grises que
le caen ligeramente sobre las caderas y una camiseta gris de tirantes empapada en
sudor, como su pelo. Christian Grey ha sudado. La idea me resulta extraña.
Respiro profundamente y cierro los ojos. Me siento como una niña de dos años. Si
cierro los ojos, no estoy.
—Buenos días, Anastasia. ¿Cómo te encuentras?
—Mejor de lo que merezco —murmuro.
Levanto la mirada hacia él. Deja una bolsa grande de una tienda de ropa en una silla y agarra ambos extremos de la toalla que lleva alrededor del cuello. Sus
impenetrables ojos grises me miran fijamente. No tengo ni idea de lo que está
pensando, como siempre. Sabe esconder lo que piensa y lo que siente.
—¿Cómo he llegado hasta aquí? —le pregunto en voz baja, compungida.
Se sienta a un lado de la cama. Está tan cerca de mí que podría tocarlo, podría
olerlo. Madre mía… Sudor, gel y Christian. Un cóctel embriagador, mucho mejor
que el margarita, y ahora lo sé por experiencia.
—Después de que te desmayaras no quise poner en peligro la tapicería de piel
de mi coche llevándote a tu casa, así que te traje aquí —me contesta sin inmutarse.
—¿Me metiste tú en la cama?
—Sí —me contesta impasible.
—¿Volví a vomitar? —le pregunto en voz más baja.
—No.
—¿Me quitaste la ropa? —susurro.
—Sí.
Me mira alzando una ceja y me pongo más roja que nunca.
—¿No habremos…?
Lo digo susurrando, con la boca seca de vergüenza, pero no puedo terminar la
frase. Me miro las manos.
—Anastasia, estabas casi en coma. La necrofilia no es lo mío. Me gusta que mis
mujeres estén conscientes y sean receptivas —me contesta secamente.
—Lo siento mucho.
Sus labios esbozan una sonrisa burlona.
—Fue una noche muy divertida. Tardaré en olvidarla.
Yo también… Oh, está riéndose de mí, el muy… Yo no le pedí que viniera a
buscarme. No entiendo por qué tengo que acabar sintiéndome la mala de la
película.
—No tenías por qué seguirme la pista con algún artilugio a lo James Bond que
estés desarrollando para vendérselo al mejor postor —digo bruscamente.
Me mira fijamente, sorprendido y, si no me equivoco, algo ofendido.
—En primer lugar, la tecnología para localizar móviles está disponible en
internet. En segundo lugar, mi empresa no invierte en ningún aparato de vigilancia, ni los fabrica. Y en tercer lugar, si no hubiera ido a buscarte,
seguramente te habrías despertado en la cama del fotógrafo y, si no recuerdo mal,
no estabas muy entusiasmada con sus métodos de cortejarte —me dice
mordazmente.
¡Sus métodos de cortejarme! Levanto la mirada hacia Christian, que me mira
fijamente con ojos brillantes, ofendidos. Intento morderme el labio, pero no consigo
reprimir la risa.
—¿De qué crónica medieval te has escapado? Pareces un caballero andante.
Veo que se le pasa el enfado. Sus ojos se dulcifican, su expresión se vuelve más
cálida y en sus labios parece esbozarse una sonrisa.
—No lo creo, Anastasia. Un caballero oscuro, quizá —me dice con una sonrisa
burlona, cabeceando—. ¿Cenaste ayer?
Su tono es acusador. Niego con la cabeza. ¿Qué gran pecado he cometido ahora?
Se le tensa la mandíbula, pero su rostro sigue impasible.
—Tienes que comer. Por eso te pusiste tan mal. De verdad, es la primera norma
cuando bebes.
Se pasa la mano por el pelo, pero ahora porque está muy nervioso.
—¿Vas a seguir riñéndome?
—¿Estoy riñéndote?
—Creo que sí.
—Tienes suerte de que solo te riña.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, si fueras mía, después del numerito que montaste ayer no podrías
sentarte en una semana. No cenaste, te emborrachaste y te pusiste en peligro.
Cierra los ojos. Por un instante el terror se refleja en su rostro y se estremece.
Cuando abre los ojos, me mira fijamente.
—No quiero ni pensar lo que podría haberte pasado.
Lo miro con expresión ceñuda. ¿Qué le pasa? ¿A él qué le importa? Si fuera
suya… Bueno, pues no lo soy. Aunque quizá me gustaría serlo. La idea se abre
camino entre mi enfado por sus arrogantes palabras. Me ruborizo por culpa de mi
caprichosa subconsciente, que da saltos de alegría con una falda hawaiana roja solo
de pensar que podría ser suya.
—No me habría pasado nada. Estaba con Kate. —¿Y el fotógrafo? —me pregunta bruscamente.
Mmm… José. En algún momento tendré que enfrentarme a él.
—José simplemente se pasó de la raya.
Me encojo de hombros.
—Bueno, la próxima vez que se pase de la raya quizá alguien debería enseñarle
modales.
—Eres muy partidario de la disciplina —le digo entre dientes.
—Oh, Anastasia, no sabes cuánto.
Cierra un poco los ojos y se ríe perversamente. Me deja desarmada. De repente
estoy confundida y enfadada, y al momento estoy contemplando su preciosa
sonrisa. Uau… Estoy embelesada, porque no suele sonreír. Casi olvido lo que está
diciéndome.
—Voy a ducharme. Si no prefieres ducharte tú primero…
Ladea la cabeza, todavía sonriendo. El corazón me late a toda prisa, y el bulbo
raquídeo se niega a hacer las conexiones oportunas para que respire. Su sonrisa se
hace más amplia. Se acerca a mí, se inclina y me pasa el pulgar por la mejilla y por
el labio inferior.
—Respira, Anastasia —me susurra. Y luego se incorpora y se aparta—. En
quince minutos traerán el desayuno. Tienes que estar muerta de hambre.
Se mete en el cuarto de baño y cierra la puerta.
Suelto el aire que he estado reteniendo. ¿Por qué es tan alucinantemente
atractivo? Ahora mismo me metería en la ducha con él. Nunca había sentido algo
así por nadie. Se me han disparado las hormonas. Me arde la piel por donde ha
pasado su dedo, en la mejilla y el labio. Una incómoda y dolorosa sensación me
hace retorcerme. No entiendo esta reacción. Mmm… Deseo. Es deseo. Así se siente
el deseo.
Me tumbo sobre las suaves almohadas de plumas. Si fueras mía… Ay, ¿qué
estaría dispuesta a hacer para ser suya? Es el único hombre que ha conseguido que
sienta la sangre recorriendo mis venas. Pero también me pone de los nervios. Es
difícil, complejo y poco claro. De pronto me rechaza, más tarde me manda libros
que valen catorce mil dólares, y después me sigue la pista como un acosador. Y
pese a todo, he pasado la noche en la suite de su hotel y me siento segura.
Protegida. Le preocupo lo suficiente para que venga a rescatarme de algo que
equivocadamente creyó que era peligroso. Para nada es un caballero oscuro. Es un
caballero blanco con armadura brillante, resplandeciente. Un héroe romántico. Sir Gawain o sir Lancelot.
Salgo de su cama y busco frenéticamente mis vaqueros. Se abre la puerta del
cuarto de baño y aparece él, mojado y resplandeciente por la ducha, todavía sin
afeitar, con una toalla alrededor de la cintura, y ahí estoy yo… en bragas,
mirándolo boquiabierta y sintiéndome muy incómoda. Le sorprende verme
levantada.
—Si estás buscando tus vaqueros, los he mandado a la lavandería —me dice con
una mirada impenetrable—. Estaban salpicados de vómito.
—Ah.
Me pongo roja. ¿Por qué demonios tiene siempre que pillarme descolocada?
—He mandado a Taylor a comprar otros y unas zapatillas de deporte. Están en
esa bolsa.
Ropa limpia. Un plus inesperado.
—Bueno… Voy a ducharme —musito—. Gracias.
¿Qué otra cosa puedo decir? Cojo la bolsa y entro corriendo en el cuarto de baño
para alejarme de la perturbadora proximidad de Christian desnudo. El David de
Miguel Ángel no tiene nada que hacer a su lado.
El cuarto de baño está lleno de vapor. Me quito la ropa y me meto rápidamente
en la ducha, impaciente por sentir el chorro de agua limpia sobre mi cuerpo.
Levanto la cara hacia el anhelado torrente. Deseo a Christian Grey. Lo deseo
desesperadamente. Es sencillo. Por primera vez en mi vida quiero irme a la cama
con un hombre. Quiero sentir sus manos y su boca en mi cuerpo.
Ha dicho que le gusta que sus mujeres estén conscientes. Entonces seguramente
sí se acuesta con mujeres. Pero no ha intentado besarme, como Paul y José. No lo
entiendo. ¿Me desea? No quiso besarme la semana pasada. ¿Le resulto repulsiva?
Pero estoy aquí, y me ha traído él. No entiendo a qué juega. ¿Qué piensa? Has
dormido en su cama toda la noche y no te ha tocado, Ana. Saca tus conclusiones.
Mi subconsciente asoma su fea e insidiosa cara. No le hago caso.
El agua caliente me relaja. Mmm… Podría quedarme debajo del chorro, en este
cuarto de baño, para siempre. Cojo el gel, que huele a Christian. Es un olor
exquisito. Me froto todo el cuerpo imaginándome que es él quien lo hace, que él
me frota este gel que huele de maravilla por el cuerpo, por los pechos, por la
barriga y entre los muslos con sus manos de largos dedos. Madre mía. Se me
dispara el corazón. Es una sensación muy… muy placentera.
Llama a la puerta y doy un respingo. —Ha llegado el desayuno.
—Va… Vale —tartamudeo arrancándome cruelmente de mi ensoñación erótica.
Salgo de la ducha y cojo dos toallas. Con una me envuelvo el pelo al más puro
estilo Carmen Miranda, y con la otra me seco a toda prisa obviando la placentera
sensación de la toalla frotando mi piel hipersensible.
Abro la bolsa. Taylor me ha comprado no solo unos vaqueros y unas Converse,
sino también una camisa azul cielo, calcetines y ropa interior. Madre mía.
Sujetador y bragas limpios… Aunque describirlos de manera tan mundana y
utilitaria no les hace justicia. Es lencería de lujo europea, de diseño exquisito.
Encaje y seda azul celeste. Uau. Me quedo impresionada y algo intimidada. Y
además es exactamente de mi talla. Pues claro. Me ruborizo pensando en el rapado
en una tienda de lencería comprándome estas prendas. Me pregunto a qué otras
cosas se dedica en sus horas de trabajo.
Me visto rápidamente. El resto de la ropa también me queda perfecta. Me seco el
pelo con la toalla e intento desesperadamente controlarlo, pero, como siempre, se
niega a colaborar. Mi única opción es hacerme una coleta, pero no tengo goma.
Debo de tener una en el bolso, pero vete a saber dónde está. Respiro
profundamente. Ha llegado el momento de enfrentarse al señor Turbador.
Me alivia encontrar la habitación vacía. Busco rápidamente mi bolso, pero no
está por aquí. Vuelvo a respirar hondo y voy a la sala de estar de la suite. Es
enorme. Hay una lujosa zona para sentarse, llena de sofás y blandos cojines, una
sofisticada mesita con una pila de grandes libros ilustrados, una zona de estudio
con el último modelo de iMac y una enorme televisión de plasma en la pared.
Christian está sentado a la mesa del comedor, al otro extremo de la sala, leyendo el
periódico. La estancia es más o menos del tamaño de una cancha de tenis. No es
que juegue al tenis, pero he ido a ver jugar a Kate varias veces. ¡Kate!
—Mierda, Kate —digo con voz ronca.
Christian alza los ojos hacia mí.
—Sabe que estás aquí y que sigues viva. Le he mandado un mensaje a Elliot
—me dice con cierta sorna.
Oh, no. Recuerdo su ardiente baile de ayer, sacando partido a todos sus
movimientos exclusivos para seducir al hermano de Christian Grey, nada menos.
¿Qué va a pensar de que esté aquí? Nunca he pasado una noche fuera de casa. Está
todavía con Elliot. Solo ha hecho algo así dos veces, y las dos me ha tocado
aguantar el espantoso pijama rosa durante una semana cuando cortaron. Va a
pensar que también yo me he enrollado con Christian. Christian me mira impaciente. Lleva una camisa blanca de lino con el cuello y
los puños desabrochados.
—Siéntate —me ordena, señalando hacia la mesa.
Cruzo la sala y me siento frente a él, como me ha indicado. La mesa está llena de
comida.
—No sabía lo que te gusta, así que he pedido un poco de todo.
Me dedica una media sonrisa a modo de disculpa.
—Eres un despilfarrador —murmuro apabullada por la cantidad de platos,
aunque tengo hambre.
—Lo soy —dice en tono culpable.
Opto por tortitas, sirope de arce, huevos revueltos y beicon. Christian intenta
ocultar una sonrisa mientras vuelve la mirada a su tortilla. La comida está
deliciosa.
—¿Té? —me pregunta.
—Sí, por favor.
Me tiende una pequeña tetera llena de agua caliente, y en el platillo hay una
bolsita de Twinings English Breakfast. Vaya, se acuerda del té que me gusta.
—Tienes el pelo muy mojado —me regaña.
—No he encontrado el secador —susurro incómoda.
No lo he buscado.
Christian aprieta los labios, pero no dice nada.
—Gracias por la ropa.
—Es un placer, Anastasia. Este color te sienta muy bien.
Me ruborizo y me miro fijamente los dedos.
—¿Sabes? Deberías aprender a encajar los piropos —me dice en tono fustigador.
—Debería darte algo de dinero por la ropa.
Me mira como si estuviera ofendiéndolo. Sigo hablando.
—Ya me has regalado los libros, que no puedo aceptar, por supuesto. Pero la
ropa… Por favor, déjame que te la pague —le digo intentando convencerlo con una
sonrisa.
—Anastasia, puedo permitírmelo, créeme. —No se trata de eso. ¿Por qué tendrías que comprarme esta ropa?
—Porque puedo.
Sus ojos despiden un destello malicioso.
—El hecho de que puedas no implica que debas —le respondo tranquilamente.
Me mira alzando una ceja, con ojos brillantes, y de repente me da la sensación
de que estamos hablando de otra cosa, pero no sé de qué. Y eso me recuerda…
—¿Por qué me mandaste los libros, Christian? —le pregunto en tono suave.
Deja los cubiertos y me mira fijamente, con una insondable emoción ardiendo en
sus ojos. Maldita sea… Se me seca la boca.
—Bueno, cuando casi te atropelló el ciclista… y yo te sujetaba entre mis brazos y
me mirabas diciéndome: «Bésame, bésame, Christian»… —Se calla un instante y se
encoge de hombros—. Bueno, creí que te debía una disculpa y una advertencia.
—Se pasa una mano por el pelo—. Anastasia, no soy un hombre de flores y
corazones. No me interesan las historias de amor. Mis gustos son muy peculiares.
Deberías mantenerte alejada de mí. —Cierra los ojos, como si se negara a
aceptarlo—. Pero hay algo en ti que me impide apartarme. Supongo que ya lo
habías imaginado.
De repente ya no siento hambre. ¡No puede apartarse de mí!
—Pues no te apartes —susurro.
Se queda boquiabierto y con los ojos como platos.
—No sabes lo que dices.
—Pues explícamelo.
Nos miramos fijamente. Ninguno de los dos toca la comida.
—Entonces sí que vas con mujeres… —le digo.
Sus ojos brillan divertidos.
—Sí, Anastasia, voy con mujeres.
Hace una pausa para que asimile la información y de nuevo me ruborizo. Se ha
vuelto a romper el filtro que separa mi cerebro de la boca. No puedo creerme que
haya dicho algo así en voz alta.
—¿Qué planes tienes para los próximos días? —me pregunta en tono suave.
—Hoy trabajo, a partir del mediodía. ¿Qué hora es? —exclamo asustada.
—Poco más de las diez. Tienes tiempo de sobra. ¿Y mañana? Ha colocado los codos sobre la mesa y apoya la barbilla en sus largos y finos
dedos.
—Kate y yo vamos a empezar a empaquetar. Nos mudamos a Seattle el próximo
fin de semana, y yo trabajo en Clayton’s toda esta semana.
—¿Ya tenéis casa en Seattle?
—Sí.
—¿Dónde?
—No recuerdo la dirección. En el distrito de Pike Market.
—No está lejos de mi casa —dice sonriendo—. ¿Y en qué vas a trabajar en
Seattle?
¿Dónde quiere ir a parar con todas estas preguntas? El santo inquisidor
Christian Grey es casi tan pesado como la santa inquisidora Katherine Kavanagh.
—He mandado solicitudes a varios sitios para hacer prácticas. Aún tienen que
responderme.
—¿Y a mi empresa, como te comenté?
Me ruborizo… Pues claro que no.
—Bueno… no.
—¿Qué tiene de malo mi empresa?
—¿Tu empresa o tu «compañía»? —le pregunto con una risa maliciosa.
—¿Está riéndose de mí, señorita Steele?
Ladea la cabeza y creo que parece divertido, pero es difícil saberlo. Me ruborizo
y desvío la mirada hacia mi desayuno. No puedo mirarlo a los ojos cuando habla
en ese tono.
—Me gustaría morder ese labio —susurra turbadoramente.
No soy consciente de que estoy mordiéndome el labio inferior. Tras un leve
respingo, me quedo boquiabierta. Es lo más sexy que me han dicho nunca. El
corazón me late a toda velocidad y creo que estoy jadeando. Dios mío, estoy
temblando, totalmente perdida, y ni siquiera me ha tocado. Me remuevo en la silla
y busco su impenetrable mirada.
—¿Por qué no lo haces? —le desafío en voz baja.
—Porque no voy a tocarte, Anastasia… no hasta que tenga tu consentimiento
por escrito —me dice esbozando una ligera sonrisa. ¿Qué?
—¿Qué quieres decir?
—Exactamente lo que he dicho.
Suspira y mueve la cabeza, divertido pero también impaciente.
—Tengo que mostrártelo, Anastasia. ¿A qué hora sales del trabajo esta tarde?
—A las ocho.
—Bien, podríamos ir a cenar a mi casa de Seattle esta noche o el sábado que
viene, y te lo explicaría. Tú decides.
—¿Por qué no puedes decírmelo ahora?
—Porque estoy disfrutando de mi desayuno y de tu compañía. Cuando lo sepas,
seguramente no querrás volver a verme.
¿Qué significa todo esto? ¿Trafica con niños de algún recóndito rincón del
mundo para prostituirlos? ¿Forma parte de alguna peligrosa banda criminal
mafiosa? Eso explicaría por qué es tan rico. ¿Es profundamente religioso? ¿Es
impotente? Seguro que no… Podría demostrármelo ahora mismo. Me incomodo
pensando en todas las posibilidades. Esto no me lleva a ninguna parte. Me gustaría
resolver el enigma de Christian Grey cuanto antes. Si eso implica que su secreto es
tan grave que no voy a querer volver a saber nada de él, entonces, la verdad, será
todo un alivio. ¡No te engañes!, me grita mi subconsciente. Tendrá que ser algo
muy malo para que salgas corriendo.
—Esta noche.
Levanta una ceja.
—Como Eva, quieres probar cuanto antes el fruto del árbol de la ciencia.
Suelta una risa maliciosa.
—¿Está riéndose de mí, señor Grey? —le pregunto en tono suave.
Pedante gilipollas.
Me mira entornando los ojos y saca su BlackBerry. Pulsa un número.
—Taylor, voy a necesitar el Charlie Tango.
¡Charlie Tango! ¿Quién es ese?
—Desde Portland a… digamos las ocho y media… No, se queda en el Escala…
Toda la noche.
¡Toda la noche! —Sí. Hasta mañana por la mañana. Pilotaré de Portland a Seattle.
¿Pilotará?
—Piloto disponible desde las diez y media.
Deja el teléfono en la mesa. Ni por favor, ni gracias.
—¿La gente siempre hace lo que les dices?
—Suelen hacerlo si no quieren perder su trabajo —me contesta inexpresivo.
—¿Y si no trabajan para ti?
—Bueno, puedo ser muy convincente, Anastasia. Deberías terminarte el
desayuno. Luego te llevaré a casa. Pasaré a buscarte por Clayton’s a las ocho,
cuando salgas. Volaremos a Seattle.
Parpadeo.
—¿Volaremos?
—Sí. Tengo un helicóptero.
Lo miro boquiabierta. Segunda cita con el misterioso Christian Grey. De un café
a un paseo en helicóptero. Uau.
—¿Iremos a Seattle en helicóptero?
—Sí.
—¿Por qué?
Sonríe perversamente.
—Porque puedo. Termínate el desayuno.
¿Cómo voy a comer ahora? Voy a ir a Seattle en helicóptero con Christian Grey.
Y quiere morderme el labio… Me estremezco al pensarlo.
—Come —me dice bruscamente—. Anastasia, no soporto tirar la comida…
Come.
—No puedo comerme todo esto —digo mirando lo que queda en la mesa.
—Cómete lo que hay en tu plato. Si ayer hubieras comido como es debido, no
estarías aquí y yo no tendría que mostrar mis cartas tan pronto.
Aprieta los labios. Parece enfadado.
Frunzo el ceño y miro la comida que hay en mi plato, ya fría. Estoy demasiado
nerviosa para comer, Christian. ¿No lo entiendes?, explica mi subconsciente. Pero
soy demasiado cobarde para decirlo en voz alta, sobre todo cuando parece tan
hosco. Mmm… como un niño pequeño. La idea me parece divertida. —¿Qué te hace tanta gracia? —me pregunta.
Como no me atrevo a decírselo, no levanto los ojos del plato. Mientras me como
el último trozo de tortita, alzo la mirada. Me observa con ojos escrutadores.
—Buena chica —me dice—. Te llevaré a casa en cuanto te hayas secado el pelo.
No quiero que te pongas enferma.
Sus palabras tienen algo de promesa implícita. ¿Qué quiere decir? Me levanto de
la mesa. Por un segundo me pregunto si debería pedirle permiso, pero descarto la
idea. Me parece que sentaría un precedente peligroso. Me dirijo a su habitación,
pero una idea me detiene.
—¿Dónde has dormido?
Me giro para mirarlo. Está todavía sentado a la mesa del comedor. No veo
mantas ni sábanas por la sala. Quizá las haya recogido ya.
—En mi cama —me responde, de nuevo con mirada impasible.
—Oh.
—Sí, para mí también ha sido toda una novedad —me dice sonriendo.
—Dormir con una mujer… sin sexo.
Sí, digo «sexo». Y me ruborizo, por supuesto.
—No —me contesta moviendo la cabeza y frunciendo el ceño, como si acabara
de recordar algo desagradable—. Sencillamente dormir con una mujer.
Coge el periódico y sigue leyendo.
¿Qué narices significa eso? ¿Nunca ha dormido con una mujer? ¿Es virgen? Lo
dudo, la verdad. Me quedo mirándolo sin terminar de creérmelo. Es la persona
más enigmática que he conocido nunca. Caigo en la cuenta de que he dormido con
Christian Grey y me daría cabezazos contra la pared. ¿Cuánto habría dado por
estar consciente y verlo dormir? Verlo vulnerable. Me cuesta imaginarlo. Bueno, se
supone que lo descubriré todo esta misma noche.
Ya en el dormitorio, busco en una cómoda y encuentro el secador. Me seco el
pelo como puedo, dándole forma con los dedos. Cuando he terminado, voy al
cuarto de baño. Quiero cepillarme los dientes. Veo el cepillo de Christian. Sería
como metérmelo a él en la boca. Mmm… Miro rápidamente hacia la puerta,
sintiéndome culpable, y toco las cerdas del cepillo. Están húmedas. Debe de
haberlo utilizado ya. Lo cojo a toda prisa, extiendo pasta de dientes y me los cepillo
en un santiamén. Me siento como una chica mala. Resulta muy emocionante.
Recojo la camiseta, el sujetador y las bragas de ayer, los meto en la bolsa que me ha traído Taylor y vuelvo a la sala de estar a buscar el bolso y la chaqueta. Para mi
gran alegría, llevo una goma de pelo en el bolso. Christian me observa con
expresión impenetrable mientras me hago una coleta. Noto cómo sus ojos me
siguen mientras me siento a esperar que termine. Está hablando con alguien por su
BlackBerry.
—¿Quieren dos?… ¿Cuánto van a costar?… Bien, ¿y qué medidas de seguridad
tenemos allí?… ¿Irán por Suez?… ¿Ben Sudan es seguro?… ¿Y cuándo llegan a
Darfur?… De acuerdo, adelante. Mantenme informado de cómo van las cosas.
Cuelga.
—¿Estás lista? —me pregunta.
Asiento. Me pregunto de qué iba la conversación. Se pone una americana azul
marino de raya diplomática, coge las llaves del coche y se dirige a la puerta.
—Usted primero, señorita Steele —murmura abriéndome la puerta.
Tiene un aspecto elegante, aunque informal.
Me quedo mirándolo un segundo más de la cuenta. Y pensando que he dormido
con él esta noche, y que, pese a los tequilas y las vomiteras, sigue aquí. No solo eso,
sino que además quiere llevarme a Seattle. ¿Por qué a mí? No lo entiendo. Cruzo la
puerta recordando sus palabras: «Hay algo en ti…». Bueno, el sentimiento es
mutuo, señor Grey, y quiero descubrir cuál es tu secreto.
Recorremos el pasillo en silencio hasta el ascensor. Mientras esperamos, levanto
un instante la cabeza hacia él, que está mirándome de reojo. Sonrío y él frunce los
labios.
Llega el ascensor y entramos. Estamos solos. De pronto, por alguna inexplicable
razón, probablemente por estar tan cerca en un lugar tan reducido, la atmósfera
entre nosotros cambia y se carga de eléctrica y excitante anticipación. Se me acelera
la respiración y el corazón me late a toda prisa. Gira un poco la cara hacia mí con
ojos totalmente impenetrables. Me muerdo el labio.
—A la mierda el papeleo —brama.
Se abalanza sobre mí y me empuja contra la pared del ascensor. Antes de que
me dé cuenta, me sujeta las dos muñecas con una mano, me las levanta por encima
de la cabeza y me inmoviliza contra la pared con las caderas. Madre mía. Con la
otra mano me agarra del pelo, tira hacia abajo para levantarme la cara y pega sus
labios a los míos. Casi me hace daño. Gimo, lo que le permite aprovechar la
ocasión para meterme la lengua y recorrerme la boca con experta pericia. Nunca
me han besado así. Mi lengua acaricia tímidamente la suya y se une a ella en una
lenta y erótica danza de roces y sensaciones, de sacudidas y empujes. Levanta la mano y me agarra la mandíbula para que no mueva la cara. Estoy indefensa, con
las manos unidas por encima de la cabeza, la cara sujeta y sus caderas
inmovilizándome. Siento su erección contra mi vientre. Dios mío… Me desea.
Christian Grey, el dios griego, me desea, y yo lo deseo a él, aquí… ahora, en el
ascensor.
—Eres… tan… dulce —murmura entrecortadamente.
El ascensor se detiene, se abre la puerta, y en un abrir y cerrar de ojos me suelta
y se aparta de mí. Tres hombres trajeados nos miran y entran sonriéndose. Me late
el corazón a toda prisa. Me siento como si hubiera subido corriendo por una gran
pendiente. Quiero inclinarme y sujetarme las rodillas, pero sería demasiado obvio.
Lo miro. Parece absolutamente tranquilo, como si hubiera estado haciendo el
crucigrama del Seattle Times. Qué injusto. ¿No le afecta lo más mínimo mi
presencia? Me mira de reojo y deja escapar un ligero suspiro. Vale, le afecta, y la
pequeña diosa que llevo dentro menea las caderas y baila una samba para celebrar
la victoria. Los hombres de negocios se bajan en la primera planta. Solo nos queda
una.
—Te has lavado los dientes —me dice mirándome fijamente.
—He utilizado tu cepillo.
Sus labios esbozan una media sonrisa.
—Ay, Anastasia Steele, ¿qué voy a hacer contigo?
Las puertas se abren en la planta baja, me coge de la mano y tira de mí.
—¿Qué tendrán los ascensores? —murmura para sí mismo cruzando el
vestíbulo a grandes zancadas.
Lucho por mantener su paso, porque todo mi raciocinio se ha quedado
desparramado por el suelo y las paredes del ascensor número 3 del hotel
Heathman.
No hay comentarios:
Publicar un comentario