miércoles, 19 de febrero de 2014

Entrevista con el vampiro [Primera parte (2-2)]


►Primera parte (2-2)

»Ella estaba dentro de una casa. Me acerqué a las paredes tratando, con mi habitual 
objetividad, de comprender sólo la naturaleza de su llanto. Estaba afligida y doliente y 
absolutamente sola. Hacía tanto tiempo que lloraba que pronto dejaría de hacerlo de puro 
agotamiento. Pasé la mano por la ventanilla de la puerta y abrí el picaporte. Allí estaba sentada 
en la cama, en la oscura habitación, al lado de una mujer muerta, una mujer que hacía días que 
estaba muerta. El cuarto estaba lleno de maletas y de baúles, como si un montón de gente se 
hubiese aprestado a viajar; pero la mujer estaba medio vestida, con el cuerpo ya en 
descomposición, y no había nadie más que la niña. Pasaron unos instantes antes de que me 
viera, pero cuando lo hizo empezó a decirme que debía hacer algo por ayudar a su madre. Sólo 
tenía unos cinco años como máximo y su cara estaba manchada por las lágrimas y la suciedad. 
Era muy delgada. Me rogó que la ayudase. Tenían que tomar un barco, dijo, antes de que 
llegara la plaga; su padre las esperaba. Empezó a sacudir a su madre y a llorar del modo más 
patético y desesperado; y luego me volvió a mirar y se puso a llorar a lagrimones. 
»Ahora debes comprender que yo estaba ardiendo de la necesidad física de beber. No 
podría haber pasado un día más sin alimento. Pero había alternativas, las ratas abundaban en 
las calles y en algún sitio muy cercano aullaba un perro indefenso. Podría haberme ido de esa 
habitación y me podría haber alimentado y regresado luego. Pero el interrogante me 
atenazaba: "¿Estoy condenado? Si es así, ¿por qué sentir lástima por ella, por su rostro débil? 
¿Por qué deseo tocar sus brazos delgados y pequeños, tenerla en mis rodillas con la cabeza 
contra mi pecho, mientras le acaricio sus sedosos cabellos? ¿Por qué hago esto? Si estoy 
maldito, debo matarla. Sólo tendría que desear transformarla en comida para una existencia 
maldita, porque, al estar condenado, debo odiarla". »Y, cuando pensé esto, vi el rostro de Babette contorsionado por el odio en el momento de 
tomar la lámpara y encenderla, y vi a Lestat en mi mente y lo odié. Y, sí, me sentí condenado, y 
eso es un infierno; en ese instante, me agaché y me eché sobre el cuello suave y pequeño y, al 
oír su débil grito, susurré, aun cuando ya tenía la sangre en mis labios: 
»—Es sólo un momento y ya no habrá más dolor. 
»Pero ella estaba aferrada a mí y pronto no pude decir nada. Durante cuatro años no había 
saboreado la sangre humana; durante cuatro años no la había realmente conocido y entonces 
oí el latido de su corazón con ese ritmo terrible. ¡Y qué corazón! No el corazón de un hombre o 
un animal sino el corazón de una niña que latía cada vez más fuerte negándose a morir, 
repicando primero como una débil llamada a la puerta, llorando: "No moriré, no moriré, no 
puedo morir, no puedo morir...". Creo que me puse de pie aún aferrado a ella, con el corazón 
empujando a mi corazón, más rápido y sin esperanza de cesar, con la rica sangre manando 
demasiado rápida para mí, y la habitación girando. Y entonces, pese a mí mismo, me quedé 
mirando, por encima de su cabeza agachada y su boca abierta, el rostro mortecino de su 
madre; ¡y, a través de sus párpados semicerrados, sus ojos brillaron como si estuviera viva! 
Aparté de mí a la niña. Estaba como una muñeca desarticulada. Y al tratar de escapar de la 
madre, vi que una figura familiar llenaba la ventana. Era Lestat, que se movió riéndose, con su 
cuerpo agachado como bailando en la calle enlodada. »—Louis, Louis —me dijo burlón y 
señalándome con un largo y flaco dedo, como si me hubiera pescado en el acto. Y pasó por el 
marco de la ventana, me empujó a un lado y sacó de la cama el cuerpo hediondo de la madre y 
simuló bailar con ella. 
—¡Dios santo! —dijo el muchacho. 
—Sí, yo podría haber dicho lo mismo —dijo el vampiro. Tropezó con la niña cuando 
empujaba a la madre dando grandes vueltas, cantando y bailando; el pelo de la madre caía 
sobre su cara, y su cabeza cayó hacia atrás y un líquido negro le salió de la boca. Él la tiró al 
suelo. Yo salí por la ventana y corrí por la calle. Él corrió tras de mí. 
»—¿Tienes miedo, Louis? —gritó—. ¿Tienes miedo, Louis? La niña está viva, Louis, la 
dejaste respirando. ¿Regreso y la transformo en una vampira? Podrías usarla, Louis, y piensa 
en todos los vestidos bonitos que le podríamos comprar. ¡Espera, Louis, espera! 
»Y entonces corrió detrás de mí hasta el hotel, por los tejados donde yo esperaba perderlo 
de vista, hasta que entré por la ventana de nuestra sala y, enfurecido, la cerré de un golpe. Él 
la golpeó; tenía los brazos abiertos como un pájaro que quiere traspasar los cristales. Y golpeó 
el marco. Yo estaba totalmente fuera de mí. Caminé alrededor de la habitación buscando 
alguna manera de liquidarlo. Me imaginé su cuerpo consumido por el fuego en el tejado. Había 
perdido por completo la razón, de modo que era una furia destructora. Y cuando traspasó el 
cristal roto, luchamos como jamás habíamos luchado. Fue el infierno el que me detuvo, la idea 
del infierno, la idea de ser dos almas en el infierno, dos almas que se aferraban en el odio. 
Perdí mi confianza, mi propósito, mi ímpetu. Caí al suelo y él quedó de pie encima de mí, con 
los ojos fríos, aunque tenía el pecho agitado. 
»—Eres un imbécil, Louis —dijo; su voz era serena, tan serena que me volvió a la realidad—. Está saliendo el sol —agregó con el pecho levemente agitado por la pelea, y los 
ojos entornados cuando miró por la ventana; nunca lo había visto así, pues la pelea le había 
hecho salir su mejor parte a la superficie—. Métete en tu ataúd —me dijo sin la menor señal de 
enfado—. Pero mañana por la noche... hablaremos. 
»Bien; yo quedé más que levemente sorprendido. ¡Que Lestat quisiera conversar conmigo! 
No me lo podía imaginar. En realidad, Lestat y yo jamás habíamos hablado. Pienso que te he 
descrito con precisión nuestras peleas verbales, nuestros encuentros disgustados. 
—Estaba desesperado por el dinero, por sus propiedades —dijo el muchacho—. ¿O es que 
tenía miedo de estar tan solo como usted? 
—Se me ocurrieron esas cosas. Incluso se me ocurrió que Lestat pensaba matarme de 
alguna manera que yo no conocía. ¿Ves?, en ese tiempo yo no estaba seguro de por qué me 
despertaba cada tarde, de si era automático cuando me abandonaba ese sueño mortal, ni de 
por qué, a veces, sucedía antes que en otras ocasiones. Era una de las cosas que Lestat no 
me explicaba. Y, a menudo, él se levantaba antes que yo. Era superior a mí en todas esas 
cosas, como te he indicado. Y esa mañana cerré el ataúd con una especie de desesperación. 
»Sin embargo, ahora debería explicar que cerrar el ataúd es siempre perturbador. Es como 
aplicarse una anestesia moderna antes de ser operado. Hasta un error casual de parte de un 
intruso puede significar la muerte. 
—Pero, ¿cómo podría haberlo matado él? No podría haberlo expuesto a la luz sin 
exponerse a sí mismo. 
—Es verdad; pero al levantarse antes que yo, podría haber clavado las tapas del ataúd. O 
prenderle fuego. Lo principal era que yo no sabía lo que él podía hacer. Aún no sabía lo que 
podría haber hecho. 
»Pero entonces no había nada que yo pudiera hacer al respecto, y, con pensamientos 
acerca de la mujer y la niña muertas aún en la cabeza, no tenía más energías para discutir con 
él. Y por si fuera poco, tuve, encima, sueños miserables. 
—¡Usted sueña! —exclamó el chico. 
—A menudo —dijo el vampiro—. A veces deseo no poder hacerlo. Porque como ser mortal 
nunca tuve unos sueños tan prolongados y lúcidos; y tampoco tuve pesadillas tan retorcidas. 
En los primeros tiempos, esos sueños me absorbían tanto que, con frecuencia, luchaba para no 
despertarme y poder quedarme echado a veces durante horas, pensando en esos sueños, 
hasta que había pasado la mitad de la noche; y, aturdido por ellos, trataba de comprender su 
significado. Eran, desde muchos puntos de vista, tan inextricables como los de los mortales. 
Por ejemplo, soñaba con mi hermano, que estaba a mi lado en un estado entre la vida y la 
muerte y que me pedía ayuda. Y, a menudo, soñaba con Babette; y frecuentemente —casi 
siempre— había un trasfondo de gran tierra baldía en mis sueños, esa tierra baldía de la noche 
que yo había visto cuando Babette me maldijo, como te he contado. Era como si todas las 
figuras caminaran y hablaran en la mansión desolada de mi alma perdida. No recuerdo lo que 
soñé ese día, quizá porque sé muy bien lo que Lestat y yo discutimos al atardecer siguiente. 
Veo que estás ansioso por saberlo. »Pues, como he dicho, Lestat me sorprendió con su nueva serenidad, su consideración. 
Pero esa tarde no me desperté para encontrarlo en esa disposición; no al principio. Había unas 
mujeres en la sala. Las velas eran pocas y estaban repartidas en la pequeña mesa con la cena. 
Lestat tenía un brazo alrededor de una de las mujeres y la besaba. Ella estaba muy ebria y era 
muy hermosa, una gran muñeca de mujer con una cofia cuidada cayéndole por los hombros 
desnudos y por los pechos parcialmente descubiertos. La otra mujer estaba sentada a la mesa, 
bebiendo un vaso de vino. Pude ver que los tres habían cenado (Lestat simulaba cenar... 
Quedarías sorprendido de cómo la gente no nota que un vampiro sólo simula comer). Y la 
mujer a la mesa estaba aburrida. Todo esto me agitó. No sabía lo que Lestat se traía entre 
manos. Si entraba en la habitación, esa mujer tornaría su atención hacia mí. Y no me podía 
imaginar lo que sucedería, salvo que Lestat pensaba matarlas a las dos. La mujer en el sofá 
junto a él ya bromeaba acerca de sus besos, su frialdad, su carencia de deseo. Y la mujer a la 
mesa los miraba con unos ojos negros que parecían llenos de satisfacción; cuando Lestat se 
puso de pie y le puso las manos sobre los blancos brazos desnudos, se animó. Agachado para 
besarla, él me vio a través de la rendija de la puerta. Y sus ojos se fijaron en mí un instante y 
luego tornó a hablar con las damas. Se agachó y apagó las velas de la mesa. 
»—Está demasiado oscuro aquí —dijo la mujer en el sofá. 
»—Déjanos solos —dijo la otra mujer. 
»Lestat tomó asiento y la llamó para que se sentara en sus rodillas. Y ella lo hizo, pasando 
su brazo izquierdo por la nuca de él, y con su mano derecha acariciándole los rubios cabellos. 
»—Tu piel está helada —dijo ella, retrocediendo un poco. 
»—No siempre —dijo Lestat, y entonces hundió la cara en el cuello de ella. 
»Yo contemplaba todo esto, fascinado. Lestat era magistralmente inteligente y 
completamente vicioso, pero yo no sabía cuan inteligente era hasta que hundió sus dientes en 
ese cuello y le apretó la garganta con un dedo, mientras su otro brazo la estrechaba 
fuertemente, de modo que bebió hasta saciarse sin que la otra mujer se diera cuenta de nada. 
»—Tu amiga no tiene aguante para el vino —dijo, depositando a la mujer inconsciente, con 
sus brazos cruzados en la mesa, bajo la cabeza. 
»—Es una tonta —dijo la otra mujer, que se había acercado a la ventana y miraba las luces 
de la ciudad. Entonces Nueva Orleans era una ciudad de muchos edificios bajos, como 
probablemente sepas. Y en noches claras como ésa, las farolas de la calle se veían hermosas 
desde los altos ventanales de ese nuevo hotel español; y las estrellas de aquellos tiempos 
colgaban bajas, con el brillo que hoy lucen sobre el mar. 
»—Yo puedo calentar esa fría piel tuya mejor que ella. 
»Se volvió hacia Lestat, y debo confesar que sentí alivio al no tener que ocuparme de ella. 
Pero él no pensaba hacer nada tan simple. 
»—¿Te parece? —le dijo. 
»Le tomó una mano y ella exclamó: 
»—Oh, ahora estás caliente. 
—¿Quiere decir que la sangre lo había calentado? —preguntó el muchacho. —Oh, sí —dijo el vampiro—. Después de matar, un vampiro tiene el cuerpo caliente como el 
tuyo ahora. 
Y el vampiro iba a continuar hablando, pero, al mirar al muchacho, sonrió. 
—Como te estaba diciendo... Lestat tenía a la mujer de la mano y dijo que la otra lo había 
calentado. Su cara, por supuesto, estaba ruborizada, muy alterada. La acercó aún más y ella lo 
besó, señalando entre risas que él era un verdadero horno de pasiones. 
»—Ah, pero el precio es alto —dijo él, simulando tristeza—. Tu bonita amiga... —Se encogió 
de hombros—. La dejé agotada. 
»Y dio un paso atrás como invitando a la mujer a acercarse a la mesa. Y ella lo hizo con una 
mueca de superioridad en sus pequeñas facciones. Se agachó a ver a su amiga, pero entonces 
perdió el interés, hasta que vio algo. Era una servilleta. Había cogido las últimas gotas de 
sangre de la herida en el cuello. Ella la levantó tratando de ver en la oscuridad. 
»—Déjate caer el pelo —dijo suavemente Lestat. Y ella dejó caer la servilleta y, 
deshaciéndose las trenzas, su cabello cayó, rubio y sedoso, sobre su espalda. 
»—Es suave —dijo él—, tan suave... te imaginaba así, echada en una cama de seda. 
»—Las cosas que dices... —se burló ella, y le dio la espalda juguetonamente. 
»—¿Sabes qué clase de cama? —preguntó él. Y ella se rió y dijo que la cama de él; era lo 
que se imaginaba. Volvió a mirarlo cuando Lestat avanzó. Y él, sin apartar su vista de ella un 
instante, tocó suavemente el cuerpo de su amiga, que cayó hacia atrás de la silla y quedó en el 
suelo con los ojos abiertos. La mujer dio un respingo. Se alejó rápidamente del cadáver y casi 
derrumbó una mesita. El candelabro cayó y se apagó. 
»—Apaga la luz... y vuelve a apagar la luz —dijo él en voz baja. Y luego la abrazó como un 
insecto rabioso y le hundió los dientes en la garganta. 
—Pero, ¿en qué pensaba usted mientras veía todo eso? —preguntó el entrevistador—. 
¿Quiso detenerlo del mismo modo en que trató de hacerlo con Freniere? 
—No —dijo el vampiro—. No podría haberlo hecho. Y debes entender que yo sabía que 
Lestat mataba seres humanos todas las noches. Los animales no le daban ninguna 
satisfacción. Contaba con los animales en caso de que todo lo demás fracasara, pero nunca 
como opción. Si yo sentía simpatía por las mujeres, eso estaba hundido en la profundidad de 
mi propia confusión. Aún podía sentir el débil martilleo del corazón de esa criatura muerta de 
hambre; todavía ardían en mí los interrogantes de mi propia naturaleza dividida. Me repelía el 
hecho de que Lestat hubiese preparado ese espectáculo para mi beneficio, esperando a que yo 
me despertara para matar a las mujeres. Y me volví a preguntar si podría deshacerme de él, y 
odié mi propia debilidad más que nunca. 
»En el ínterin, él puso sus hermosos cuerpos sobre la mesa y paseó por el cuarto 
encendiendo las velas de los candelabros hasta que la iluminación pareció la adecuada para 
una boda. 
»—Entra, Louis —dijo—, me hubiera gustado que tuvieras una pareja, pero sé cuan 
especial eres para elegir las propias. Pobres mademoiselles Freniere que arrojan lámparas. 
Hacen que una fiesta no sea muy cómoda, ¿no te parece? En especial en un hotel. »Sentó a la muchacha rubia de modo que su cabeza reposó en el respaldo de damasco de 
la silla; y la mujer morena quedó con la cabeza sobre los pechos; había palidecido y sus 
facciones ya tenían un aspecto rígido, como si fuera una de esas mujeres a las que el fuego de 
su personalidad las hace hermosas. Pero la otra sólo parecía dormitar, y no tenía la seguridad 
de que estuviera muerta. Lestat le había abierto dos heridas; una en la garganta y otra arriba 
de su pecho izquierdo, y de ambas manaban sangre. Lestat le levantó una muñeca y, 
cortándola con un cuchillo, llenó dos copas y me rogó que me sentara. 
»—Te voy a dejar —le dije de inmediato—. Quiero decírtelo ahora mismo. 
»—Ya lo pensé —dijo, apoyándose en el respaldo—. Y pensé que me harías un anuncio 
florido. Dime lo monstruoso que soy, lo vulgar y miserable. 
»—No emitiré juicios sobre ti. No me interesas. Ahora me interesa mi propia naturaleza y he 
llegado a creer que ya no puedo confiar en que tú me digas la verdad sobre ella. Tú utilizas el 
conocimiento para tu poder personal —le dije; y supongo que al igual que la gente que hace un 
anuncio semejante, no esperaba que me diera una respuesta honesta; no lo esperaba de 
ningún modo. 
»Esencialmente, yo estaba escuchando mis propias palabras. Pero entonces vi que su 
rostro era el mismo con que me había dicho que hablaríamos. Me estaba escuchando. De 
pronto, me encontré sin argumentos. Sentí con más dolor que nunca el abismo que existía 
entre los dos. 
»—¿Por qué te convertiste en un vampiro? —le espeté—. ¡Y qué vampiro eres! Vengativo y 
que goza con tomar la vida humana cuando ni la necesita. Esta chica..., ¿por qué la mataste 
cuando con una sola ya era suficiente? ¿Y por qué la asustaste antes de matarla? ¿Y por qué 
la has tirado en esta postura grotesca, como si tentaras a los dioses para que te fulminaran por 
tu blasfemia? 
»Todo esto lo oyó sin pronunciar palabra, y en la pausa siguiente me volví a sentir en 
desventaja. Era como si él vislumbrase la insinceridad, el despecho de todo ello. Simplemente 

se quedó sentado mirándome con la misma expresión impávida. Entonces, yo declaré: 
»—Sé que después de dejarte, trataré de averiguarlo todo. Viajaré por todo el mundo, si 
tengo que hacerlo, para encontrar otros vampiros. Sé que deben existir: no conozco ninguna 
razón para que no existan en grandes cantidades. Y estoy seguro de que encontraré vampiros 
con quienes tendré más en común que contigo. Vampiros que entiendan el conocimiento como 
yo y que hayan usado su superior naturaleza de vampiros para aprender secretos que tú ni 
siquiera podrías imaginarte. Si tú no me lo dices todo, entonces yo mismo lo averiguaré o me lo 
dirán ellos dondequiera que los encuentre. 
»El sacudió la cabeza. 
»—¡Louis —dijo—, tú estás enamorado de tu naturaleza humana! Buscas los fantasmas de 
tu ser interior. Freniere, tu hermana..., todo eso te representa imágenes de lo que eras y de lo 
que quisieras seguir siendo. Y, en tu romance con la vida mortal, ¡estás matando tu naturaleza 
de vampiro! 
»De inmediato, le objeté sus palabras. »—Mi naturaleza de vampiro ha sido la mayor aventura de mi vida; todo lo anterior fue 
confuso, nublado; pasé por la vida mortal como un ciego que salta de un objeto a otro. 
Únicamente cuando me transformé en un vampiro sentí respeto por primera vez en mi vida. 
Jamás vi un ser humano vivo, palpitante, hasta que me convertí en un vampiro; nunca supe lo 
que era la vida hasta que se derramó en un trago rojo por mis labios y mis manos! 
»Me encontré mirando a las mujeres; la morena ahora iba tomando un terrible color azulado. 
La rubia aún respiraba. 
»—¡No está muerta! —dije súbitamente. 
»—Lo sé. Déjala en paz —dijo. Le levantó la muñeca, le hizo otra herida y volvió a llenar las 
copas—. Todo lo que dices tiene sentido —continuó tomando un trago—. Eres un intelectual. 
Yo nunca lo he sido. Todo lo que sé lo he aprendido de escuchar hablar a los hombres, no de 
los libros. Nunca fui lo suficiente a la escuela. Pero no soy ningún estúpido y debes 
escucharme, porque estás en peligro. Tú no conoces tu naturaleza de vampiro. Eres como un 
adulto que al recordar su infancia se da cuenta de que nunca la ha apreciado. Como hombre, tú 
no puedes volver al jardín de infancia y jugar con tus juguetes, pidiendo que te den amor y 
cuidados nuevamente sólo porque ahora sabes lo que valen. Lo mismo te sucede con tu 
naturaleza humana. La has dejado atrás. Ya no miras "a través de un cristal oscuro". Pero no 
puedes regresar al cálido mundo humano con tus nuevos ojos. 
»—¡Eso ya lo sé! —dije—. ¿Pero cuál es tu naturaleza? Si puedo vivir de la sangre de los 
animales, ¿por qué no vivir de ella sin pasar por el mundo llevando la miseria y la muerte a los 
seres humanos? 
»—¿Te hace feliz? —preguntó él—. Andas por la noche alimentándote de ratas como un 
miserable y luego miras por la ventana de Babette, lleno de cuidado, y, no obstante, indefenso 
como la diosa que fue por la noche a espiar a Endimión durmiendo y no lo pudo poseer. Y 
suponte que pudieras tenerla en tus brazos y ella te mirara sin horror ni disgusto. Entonces, 
¿qué? ¿Unos pocos años para poder verla sufrir todas las miserias de la mortalidad y luego 
morir ante tus propios ojos? ¿Eso te hace feliz? Es una locura, Louis. Es en vano. Y lo que 
realmente tienes por delante es una naturaleza de vampiro, lo que significa matar. Porque te 
garantizo que si esta noche caminas por las calles y atacas a una mujer tan rica y hermosa 
como Babette y le chupas la sangre hasta que se derrumbe a tus pies, ya no tendrás más 
ganas de ver el perfil de Babette al lado del candelabro ni de escuchar por la ventana el sonido 
de su voz. Estarás satisfecho, Louis como se supone que debes estarlo, con toda la vida que 
puedes tener por delante; y cuando se vaya, tendrás hambre de lo mismo, y lo mismo y lo 
mismo siempre. El rojo de esta copa será igual de rojo; las rosas del empapelado de la pared 
estarán dibujadas tan delicadamente como ahora. Y verás la luna del mismo modo, y lo mismo 
el chisporroteo de una vela. Y con esa misma sensibilidad que adoras, verás a la muerte en 
toda su belleza, a la vida tal como sólo se conoce en el mismo punto que la muerte. ¿No lo 
comprendes, Louis? Tú, único entre todas las criaturas, puedes contemplar a la muerte con esa 
impunidad. Tú..., únicamente..., bajo la luna..., ¡puedes golpear la mano de Dios! 
»Se echó para atrás y vació su copa, y sus ojos pasaron por la mujer inconsciente. Sus pechos palpitaban y movió las cejas como si estuviera por recuperar el conocimiento. Un 
gemido escapó de sus labios. 
»Él nunca me había hablado así, y yo pensaba que no sería capaz de hacerlo ahora: 
»—Los vampiros somos asesinos —dijo—. Depredadores cuyos ojos que todo lo ven deben 
procurarles la debida objetividad, la capacidad de contemplar la vida en su totalidad, no con 
una pena lastimera sino con la excitante satisfacción de estar al final de esa vida, de participar 
en el plan divino. 
»—Así es como tú lo ves —protesté. 
»La muchacha volvió a gemir; tenía el rostro muy blanco. Rodó su cabeza contra el respaldo 
de la silla. 
»—Así es como es —me contestó—. ¡Tú hablas de encontrar a otros vampiros! ¡Los 
vampiros son asesinos! ¡No quieren tu sensibilidad! Te verán llegar antes de que tú los puedas 
ver y verán tus fallos y, sin confiar en ti, tratarán de matarte. Buscarían matarte aunque fueras 
como yo. Porque ellos son depredadores solitarios y no buscan más compañía que los felinos 
en las selvas. Son celosos de su secreto y de su territorio; y, si encuentras a uno o dos viviendo 
juntos, sólo será por seguridad. Y uno será el esclavo del otro, del modo en que tú lo eres mío. 
»—No soy tu esclavo —le dije. Pero incluso cuando hablaba me di cuenta de que así había 
sido. 
»—Así es como aumentan los vampiros: por medio de la esclavitud. ¿De qué otra manera, 
si no? —preguntó. Volvió a coger la muñeca de la chica y ella gritó cuando el cuchillo la cortó. 
Abrió lentamente sus ojos mientras él llenaba una copa. Hizo un guiño y trató de mantenerlos 
abiertos. Era como si un velo le cubriera los ojos—. Estás cansada, ¿verdad? —le preguntó él; 
ella lo miró como si en realidad no pudiera verlo—. ¡Cansada! —insistió él, acercándose y 
mirándola a los ojos—. Quieres dormir. 
»—Sí —murmuró ella. Y él la levantó y la llevó al dormitorio. 
»Nuestros ataúdes estaban sobre la alfombra y contra la pared; había una cama con una 
manta de terciopelo. Lestat no la depositó en la cama; la bajó lentamente hasta su ataúd. 
»—¿Qué estás haciendo? —le pregunté cuando llegué a la puerta. La chica miraba 
alrededor como una niña aterrorizada. 
»—No... —gemía. Y entonces, cuando él cerró la tapa, pegó un grito. Continuó gritando 
dentro del ataúd. 
»—¿Por qué haces eso, Lestat? —pregunté. 
»—Me gusta hacerlo —dijo—. Disfruto. No digo que a ti te tiene que gustar. Cuida tus 
gustos de esteta y de amante de cosas superiores. Mátalos velozmente si quieres, ¡pero hazlo! 
¡Aprende que eres un asesino! ¡Ah! 
»Levantó las manos, disgustado. La chica había dejado de gritar. Él puso una pequeña silla 
de patas curvas al lado del ataúd y, cruzando las piernas, contempló la tapa del cajón. El suyo 
era un ataúd barnizado de negro, no un simple cajón rectangular como los de ahora, sino con 
manijas en ambas puntas y más ancho donde el cuerpo iba con las manos cruzadas sobre el 
pecho. Sugería la forma humana. Lo abrió y la chica se sentó, atónita, con los ojos fuera de las órbitas y sus labios azules y temblorosos. 
»—Acuéstate, amor —y la empujó; ella quedó echada, al borde de la histeria, y se movió 
desesperada en el ataúd como un pez, como si su cuerpo pudiera escaparse por los costados, 
por el fondo. 
»—¡Es un ataúd, un ataúd! —gritó—. ¡Dejadme salir! 
»—Pero, con el tiempo, todos debemos acabar en ataúdes —le dijo él—. Quédate quieta, 
amor. Este es tu ataúd. La mayoría de nosotros jamás llegamos a saber cómo es. Y tú lo 
sabes. 
»Yo no podía saber si la chica lo escuchaba o si estaba perdiendo la razón. Pero ella me vio 
en la puerta y se quedó quieta y miró a Lestat y luego a mí. 
»—¡Ayúdeme! —me dijo. 
»Lestat me miró. 
»—Esperaba que sintieras estas cosas instintivamente como yo —dijo—. Cuando te 
entregué tu primera víctima, pensé que tendrías ganas de una segunda y luego de más; que 
irías tras las vidas humanas como detrás de una copa llena, del mismo modo que yo. Pero no 
lo hiciste. Y supongo que todo este tiempo no te corregí porque débil me convenías más. Te 
observaba acechando en la noche, mirando caer la lluvia. Fácil de manejar, pues eres un débil, 
Louis. Eres un blanco fácil. Tanto para los vampiros como para los seres humanos. Lo que 
sucedió con Babette nos hizo peligrar a los dos. Es como si quisieras que nos destruyesen. 
»—No puedo soportar lo que estás diciendo —dije, dándole la espalda. Los ojos de la 
muchacha se me clavaban en la carne. Ella seguía echada, mirándome todo el tiempo mientras 
hablábamos. 
»—¡Tú no puedes soportarlo! —dijo él—. Anoche te vi con esa niña. ¡Tú eres tan vampiro 
como yo! 
»Se puso de pie y se encaminó hacia mí, pero la chica se levantó y él se dio media vuelta 
para empujarla nuevamente. 
»—¿Piensas que tendríamos que convertirla en vampiro? ¿Compartir nuestras vidas con 
ella? —preguntó. 
»Al instante, contesté: 
»—No. 
»—¿Por qué? ¿Porque no es más que una puta? —preguntó él—. Y una puta realmente 
cara —aseguró. 
»—¿Puede vivir? ¿O ha perdido demasiado? —le pregunté. 
»—¡Emocionante! —dijo—. No puede vivir. 
»—Entonces, mátala. 
»Ella empezó a gritar. Él se quedó sentado. Yo me di la vuelta. Lestat sonreía, y la 
muchacha, apoyando la cabeza contra la seda del ataúd, comenzó a sollozar. Su razón la 
había abandonado casi por completo; lloraba y rezaba a la Virgen para que la salvara, ahora 
con las manos sobre la cara, ahora sobre la cabeza, con su muñeca derramando sangre sobre 
el pelo y la seda. Me agaché sobre el ataúd. Estaba muriendo, era verdad; sus ojos le ardían, pero la piel de alrededor ya estaba azulada. De pronto sonrió: 
»—No me dejarás morir, ¿verdad? —susurró—. Me salvarás. 
»Lestat extendió una mano y la cogió de la muñeca. 
»—Es demasiado tarde, querida —dijo—. Mírate la muñeca, el pecho. 
»Y luego le tocó la herida de la garganta. Ella se llevó las manos a la garganta y quedó 
atónita, con la boca abierta, el grito estrangulado. Miré a Lestat. No podía comprender por qué 
hacía eso. Su rostro era tan suave como el mío, más animado por la sangre, pero frío y sin 
emoción. 
»No se reía como un villano de opereta ni buscaba el sufrimiento de la chica como si la 
crueldad lo alimentase. Simplemente, la observaba. 
»—Nunca quise ser mala —decía ella sollozando—. Sólo hice lo que tenía que hacer. No 
permitiréis que esto me suceda. No puedo morir así, ¡no puedo! —lloraba, con sollozos secos y 
débiles—. Dejadme ir. Tengo que ir a ver al cura. Dejadme ir. 
»—Pero mi amigo es un cura —dijo Lestat, sonriente, como si acabara de ocurrírsele una 
broma—. Éste es tu funeral, querida. ¿Ves?, estabas en una cena y te moriste. Pero Dios te ha 
dado otra oportunidad de ser absuelta. ¿No te das cuenta? Cuéntale tus pecados. 
»Ella al principio sacudió la cabeza y luego volvió a mirarme con sus ojos suplicantes. 
»—¿Es verdad? —murmuró. 
»—Muy bien —dijo Lestat—. Supongo que no te arrepientes, querida. ¡Tendré que cerrar el 
ataúd! 
»—¡Basta ya, Lestat! —le grité. 
»La muchacha volvió a gritar y ya no pude soportar más la escena. Me agaché y la tomé de 
una mano. 
»—No puedo recordar mis pecados —dijo cuando le miré las muñecas, dispuesto a terminar 
con ella. 
»—No debes tratar de hacerlo. Únicamente dile a Dios que te arrepientes —dije— y 
entonces te morirás y todo habrá terminado. 
»Se echó y cerró los ojos. Le clavé los dientes en la muñeca y empecé a desangrarla. Se 
movió una vez como si durmiera y pronunció un nombre; y luego, cuando sentí que su corazón 
alcanzaba una lentitud hipnótica, me separé de ella, mareado, confundido por un instante, y mis 
manos se aferraron al marco de la puerta. La vi como en un sueño. Las velas relumbraban en 
un costado de mis ojos. La vi echada absolutamente inmóvil. Y Lestat estaba a su lado como 
un deudo. Tenía el rostro impasible. 
»—Louis —me dijo—, ¿no comprendes? Sólo tendrás paz cuando hagas esto todas las 
noches de tu vida. No hay nada más. ¡Pues esto es todo! 
»Su voz fue casi tierna cuando habló, y se levantó y me puso ambas manos en los 
hombros. Entré en la sala, incómodo ante su contacto, pero no lo suficientemente decidido 
como para separarme de él. 
»—Ven conmigo. Salgamos a la calle. Es tarde. No has bebido bastante. Deja que te 
muestre lo que eres. ¡Realmente! Perdona si hice una chapuza con todo esto, si dejé demasiadas cosas en manos de la naturaleza. ¡Vamos! 
»—No lo puedo aguantar, Lestat —le dije—. Elegiste mal a tu compañero. 
»—Pero, Louis —replicó—, ¡si no lo has intentado siquiera! 
El vampiro dejó de hablar. Estudiaba al entrevistador. Pero el muchacho, atónito, no dijo 
nada. 
—Era verdad lo que me dijo. No había bebido lo suficiente y, conmovido por el miedo de la 
muchacha, dejé que me llevara fuera del hotel y bajamos las escaleras. La gente llegaba del 
salón de fiestas de la calle Conde, y la calle, angosta, estaba muy concurrida. Había cenas en 
los hoteles y las familias de los plantadores estaban alojadas en la ciudad en gran número, y 
las pasamos como en una pesadilla. Mi dolor era insoportable. Nunca como ser humano había 
sentido semejante dolor mortal. Se debía a que todas las palabras de Lestat habían tenido 
sentido para mí. Sólo conocía la paz cuando mataba, únicamente en ese minuto; y no había 
dudas en mi mente de que matar algo inferior a seres humanos sólo producía una vaga 
añoranza, el descontento que me había acercado a los humanos, que me había hecho 
contemplar sus vidas como a través de un cristal. Yo no era un vampiro. Y, en mi dolor, me 
pregunté irracionalmente, como un niño: «¿No podría volver a ser humano?». Incluso cuando la 
sangre de la muchacha aún estaba caliente y sentía todavía esa fortaleza y esa excitación 
físicas, me hice la pregunta. Los rostros de los humanos me pasaban como llamas de velas 
bailoteando en oleajes oscuros. Me hundía en la oscuridad. Estaba cansado de añoranzas. 
Giraba y giraba en la misma esquina, mirando estrellas y pensando: «Sí, es verdad. Sé que lo 
que él dice es verdad, que cuando mato, desaparece la añoranza; y no puedo soportar esa 
verdad, no puedo». 
»De improviso, sobrevino unos de esos momentos fascinantes. La calle estaba 
completamente en silencio. Nos habíamos alejado de la zona céntrica de la ciudad vieja y 
estábamos cerca del puerto. No había luces, sólo el resplandor del fuego de un hogar en una 
ventana y el sonido distante de la gente riéndose. Pero allí no había nadie. Nadie cerca de 
nosotros. De pronto percibí la brisa del río y el aire cálido de la noche y sentí a Lestat a mi lado, 
tan inmóvil que podría haber sido de piedra. Sobre la larga y baja fila de tejados puntiagudos 
asomaban las recias formas de los robles en grandes hileras oscuras y ondulantes, bajo las 
estrellas cercanas. Por el momento, el dolor desapareció; la confusión desapareció. Cerré los 
ojos y oí el viento y el suave sonido del agua en el río. Fue suficiente, por un momento. Y supe 
que no duraría, que se alejaría de mí como algo arrancado de mis brazos, que yo iría detrás de 
eso, más desesperadamente solitario que cualquier criatura para recuperarlo. Y entonces, una 
voz a mi lado retumbó, profunda en el silencio de la noche, diciendo: 
»—Haz lo que te ordena tu naturaleza. Esto sólo es una muestra. Haz lo que te pide tu 
naturaleza. 
»Y el momento desapareció. Me quedé como la muchacha en la sala del hotel, mareado y 
listo para la menor sugerencia. Asentía con la cabeza a cuanto Lestat me aseguraba. 
»—El dolor es terrible para ti —dijo—. Lo sientes como ninguna otra criatura porque eres un 
vampiro. No quieres que continúe. 
»—No —le contesté—, me siento como capturado por él, entrelazado con él y sin peso, 
atrapado como en una danza. 
»—Eso y más. —Su mano apretó la mía—. No lo evites; ven conmigo. 
»Me llevó rápidamente por la calle. Dándose vuelta cada vez que yo vacilaba, extendía su 
mano, con una sonrisa en sus labios, y su presencia era tan maravillosa como en la noche que 
se me había aparecido en mi vida mortal y me dijo que seríamos vampiros. 
»—El mal es un punto de vista —me susurró ahora—. Somos inmortales. Y lo que tenemos 
ante nosotros son las fiestas suntuosas que la conciencia no puede apreciar y que los seres 
humanos no pueden conocer sin arrepentirse. Dios asesina y nosotros también; 
indiscriminadamente. El arrasa a ricos y pobres y nosotros hacemos lo mismo; porque ninguna 
criatura es igual a nosotros, ninguna tan parecida a Él como nosotros, ángeles oscuros no 
confiados a los límites hediondos del infierno sino paseando por Su tierra y todos Sus reinos. 
Esta noche quiero un niño. Yo soy como una madre... ¡Quiero un niño! 
»Tendría que haber sabido lo que deseaba. No lo sabía. Me tenía hipnotizado, encantado. 
Jugaba conmigo como lo había hecho cuando yo era un mortal; me guiaba. Me decía: 
»—Tu dolor terminará. 
»Habíamos llegado a una calle de ventanas iluminadas. Era un lugar de pensiones de 
marineros y de portuarios. Entramos por una puerta angosta; y entonces, en el pasillo de piedra 
en el que podía oír mi propia respiración como el viento, avanzó pegado a la pared hasta que 
su sombra se superpuso a la sombra de otro hombre, sus cabezas gachas y juntas, sus 
susurros como el crujido de las hojas secas. 
»—¿Qué es? 
»Me acerqué a él cuando volvió, temeroso de que la excitación que sentía en mí 
desapareciese. Y vi nuevamente el paisaje de pesadilla que había visto cuando hablé con 
Babette; sentí el frío de la soledad, el frío de la culpabilidad. 
»—¡Ella está aquí! —dijo él—. La herida. ¡Tu hija! 
»—¿De qué hablas? ¿Qué estás diciendo? 
»—La has salvado —me susurró—. Yo lo sabía. Dejaste frente a la ventana abierta a ella y 
a su madre muerta, y la gente que pasaba por la calle la trajo aquí. 
»—La niña..., ¡la pequeña! —dije. Pero él ya me llevaba por la puerta hasta el final de la 
larga hilera de camas de madera, cada una con un niño bajo una angosta sábana blanca; había 
un candil al fondo de la sala, donde una enfermera estaba inclinada sobre un escritorio. 
Caminamos por el pasillo entre las hileras. 
»—Niños muertos de hambre, huérfanos —dijo Lestat—. Hijos de la plaga y de la fiebre. 
»Se detuvo. Yo vi a la pequeña en una cama. Y luego vino el hombre y habló con Lestat; 
¡qué cuidado por la pequeña dormida! Alguien lloraba en la habitación. La enfermera se puso 
de pie y se apresuró. 
»Y entonces el médico se agachó y arropó a la niña con la manta. Lestat había sacado 
dinero del bolsillo y lo puso sobre el pie de la cama. El médico dijo lo contento que estaba por 
el hecho de que nosotros hubiéramos ido a buscarla. Explicó que la mayoría de ellos eran huérfanos; venían en los barcos; a veces huérfanos demasiado pequeños para decir qué 
cadáver era el de su madre. Pensaba que Lestat era el padre. 
»Y, en unos pocos instantes, Lestat corría por las calles con ella; la blancura de la manta 
brillaba contra su capa negra; e incluso para mi visión experta, mientras corría detrás de él, a 
veces parecía como si la manta flotara en medio de la noche sin que nadie la sostuviera, una 
forma movediza volando en el viento como una hoja vertical y enviada por un pasaje, tratando 
de encontrar el viento y al mismo tiempo volando. 
»Finalmente conseguí alcanzarlo cuando llegamos a las lámparas cerca de la Place 
d'Armes. La niña descansaba pálida sobre su hombro; sus mejillas aún llenas como cerezas, 
aunque estaba desangrada y próxima a la muerte. Abrió los ojos, o más bien sus párpados se 
corrieron hacia atrás, y bajo las largas cejas vi unas rayas blancas. 
»—Lestat, ¿qué estás haciendo? ¿A dónde la llevas? —le pregunté. 
»Pero yo lo sabía. Se encaminaba al hotel y pretendía llevarla a nuestra habitación. 
»Los cadáveres estaban tal cual los habíamos dejado; uno meticulosamente echado en el 
ataúd como si un sepulturero se hubiera ocupado de la víctima; el otro en la silla, delante de la 
mesa. Lestat pasó a su lado como si no los viese, mientras que yo los contemplé con 
fascinación. Todas las velas se habían consumido y la única luz venía de la luna y de la calle. 
Pude ver su perfil helado y resplandeciente cuando puso a la niña sobre la almohada. 
»—Ven aquí, Louis; tú no te has alimentado lo suficiente. Lo sé —dijo con la misma voz 
calma y serena que había usado toda la noche con tanta habilidad; me tomó de la mano, y la 
suya estaba cálida y punzante—. ¿La ves, Louis, cuan dulce y saludable parece, como si la 
muerte no le hubiera arrancado la frescura? ¡La voluntad de vivir es tan poderosa! ¿Recuerdas 
cómo la querías tener cuando la viste en esa habitación? 
»Me resistí. No quería matarla. No había querido hacerlo la noche anterior. Y entonces, de 
improviso, recordé dos cosas conflictivas y me sentí golpeado por el dolor: recordé el poderoso 
palpitar de su corazón contra el mío y tuve deseos de poseerlo; unos deseos tan fuertes que di 
la espalda a la cama y hubiese salido corriendo de la habitación si Lestat no me hubiera 
agarrado; y recordé el rostro de su madre y ese momento de horror cuando dejé caer a la 
criatura y él entró en la habitación. Pero ahora no se estaba burlando de mí; me estaba 
confundiendo. 
»—Tú la quieres, Louis. ¿No ves que una vez que la has poseído, entonces puedes poseer 
a quien quieras? Anoche la deseaste, pero no tuviste el valor suficiente, y por eso ahora ella 
está viva. 
»Pude sentir que lo que él decía era verdad. Pude volver a sentir el éxtasis de tener su 
pequeño corazón latiendo. 
»—Es demasiado fuerte para mí... su corazón; no cede —le dije. 
»—¿Es tan fuerte? —dijo, y sonrió; me acercó a la niña—. Cógela, Louis —me instó—. Yo 
sé que tú la deseas. 
»Y lo hice. Me acerqué a la cama y la observé. El pecho apenas se le movía y una de sus 
manitas estaba enredada en su cabello largo y rubio. No pude soportarlo, mirándola, queriendo que no muriera y deseándola al mismo tiempo; y, cuanto más la miraba, más podía saborear su 
piel, sentir mi brazo cayendo por debajo de su espalda y atrayéndola hacia mí, sentir su cuello 
suave. Suave, suave, eso era lo que era, suave. Traté de decirme que era mejor que muriera 
—¿en qué se iba a convertir?—, pero ésas fueron ideas mentirosas. ¡Yo la deseaba! Y, por lo 
tanto, la tomé en mis brazos y puse su mejilla ardiente contra la mía, su cabello cayendo 
encima de mis muñecas y acariciando mis cejas; el dulce aroma de una niña, poderoso y 
pulsante pese a la enfermedad y la muerte. Gimió entonces, se sacudió en su sueño y eso fue 
superior a lo que podía soportar. La mataría antes de permitirle despertar, y yo lo sabía. 
Busqué su cabello y oí que Lestat me decía extrañamente: 
»—Nada más que un pequeño rasguño. Es un cuello pequeño. 
»Y yo le obedecí. 
»No te repetiré lo que fue, salvo que me excitó del mismo modo que antes, como siempre 
hace el matar, sólo que más; se me doblaron las rodillas y casi caigo en la cama, mientras la 
desangraba, y aquel corazón latía como si jamás cesara de hacerlo. Y, de repente, cuando yo 
seguía y seguía... esperando, con todos mis instintos, que empezara a detenerse, lo que 
significaba la muerte, Lestat me la arrancó. 
»—¡Pero si no está muerta! —susurré. Pero ya todo había terminado. Los muebles de la 
habitación emergieron de la oscuridad. Me senté perplejo, mirándola, demasiado debilitado 
para moverme, con mi cabeza reposando en la cabecera de la cama, y mis manos aferradas a 
la manta de terciopelo. Lestat la estaba despertando diciéndole un nombre: 
»—Claudia, Claudia, escúchame; despierta, Claudia. —La llevó fuera del dormitorio, y su 
voz en la sala era tan baja que apenas le oía—. Estás enferma, ¿me oyes? Debes hacer lo que 
te digo para estar bien. 
»Y entonces, en la pausa siguiente, me di cuenta de todo. Me di cuenta de lo que estaba 
haciendo; que se había cortado la muñeca y que se la estaba ofreciendo, y que ella estaba 
bebiendo. 
»—Así es, querida; más —le decía—. Debes beber para curarte. 
»—¡Maldito seas! —grité, y él me hizo callar con una mirada aterradora. Se sentó en el sofá 
con ella aferrada a su muñeca. Vi la mano blanca de ella asida de su manga y pude ver el 
pecho tratando de respirar y su rostro desfigurado, de un modo como jamás lo había visto. Dejó 
escapar un gemido y él le susurró que continuara; y, cuando me acerqué, me volvió a echar 
una mirada como diciendo: "Te mataré". 
»—Pero, ¿por qué, Lestat? —le dije. 
»Entonces él trató de desprenderse de la niña y ella no lo dejaba. Con sus dedos aferrados 
a la mano y al brazo de Lestat, ella mantenía la muñeca en su boca mientras se le escapaban 
gemidos. 
»—Basta ya, basta ya —le dijo. Evidentemente, le dolía. La empujó y la agarró de los 
hombros. Ella trató desesperadamente de alcanzar su muñeca, pero no pudo; y entonces lo 
miró con la más absoluta perplejidad. Él se apartó con la mano escondida. Luego se ató un 
pañuelo en la muñeca y se acercó a la cuerda de llamar a la servidumbre. Le dio un fuerte tirón, con sus ojos aún fijos en ella. 
»—¿Qué has hecho, Lestat? —le pregunté—. ¿Qué has hecho? 
»La miré. Ella estaba sentada, revivida, llena de vida, sin la menor señal de palidez o 
debilidad, con las piernas estiradas sobre el damasco, y su vestido blanco, suave y pequeño 
como el atuendo de un ángel alrededor de sus formas pequeñas. Miraba a Lestat. 
»—Yo no —le dijo él—, nunca más. ¿Comprendes? Pero te enseñaré lo que debes hacer. 
»Cuando traté de que me mirara y me explicara lo que estaba haciendo, me empujó a un 
lado. Me dio tal golpe en el brazo que reboté contra la pared. Alguien llamaba a la puerta. Yo 
sabía lo que iba a hacer. Una vez más traté de detenerle, pero giró con tal rapidez que no 
alcancé a ver cuando me pegó. Cuando lo vi, yo estaba echado sobre una silla y él abría la 
puerta. 
»—Sí, entra por favor. Hemos tenido un accidente —le dijo al joven esclavo. Y luego, al 
cerrar la puerta, lo cogió por detrás y el muchacho nunca supo lo que le había sucedido. E 
incluso cuando se arrodilló sobre el cuerpo, bebiendo, hizo un gesto llamando a la niña, quien 
saltó del sofá y fue a arrodillarse a su lado y tomó la muñeca que se le ofrecía, empujando 
rápidamente las mangas de la camisa. Rugió como si quisiera devorar esa carne, y entonces 
Lestat le enseñó lo que debía hacer. Él tomó asiento y dejó que ella bebiera el resto, de modo 
que, cuando llegó el momento, se agachó y dijo: 
»—Basta, se está muriendo... Nunca debes seguir bebiendo después de que se detiene el 
corazón, o volverás a enfermarte, enfermarte de muerte. ¿Entiendes? 
»Pero ella había bebido lo suficiente y tomó asiento a su lado, recostándose contra el 
respaldo del largo sofá. El muchacho murió a los pocos segundos. Me sentía agotado y 
descompuesto, como si la noche hubiera durado mil años. Me quedé mirándolos; la niña se 
acercó a Lestat y se apoyó en él cuando éste le pasó un brazo por el hombro, aunque sus ojos 
indiferentes seguían fijos en el cadáver. Luego me miró. 
»—¿Dónde está mi mamá? —preguntó la niña en voz baja. Su voz era igual a su belleza 
física, clara como una campanilla de plata. Era sensual. Toda ella era sensual. Tenía los ojos 
tan grandes y claros como Babette. Comprenderás que yo apenas tenía conciencia de lo que 
todo esto significaría. Sabía lo que podría significar, pero estaba estupefacto. Entonces Lestat 
se puso de pie, la levantó y se acercó a mí. 
»—Ella es nuestra hija —dijo—. Va a vivir con nosotros. 
»La miró radiante, pero sus ojos estaban fríos, como si todo fuera una broma horrible; 
entonces me miró y su rostro demostró convicción. La empujó en mi dirección. Ella se puso 
sobre mis rodillas, y yo la abracé sintiendo lo suave que era, la suavidad de su piel, como la 
piel de una fruta cálida, de ciruelas calentadas por el sol; sus grandes ojos luminosos se fijaron 
en mí con confiada curiosidad. 
»—Éste es Louis y yo soy Lestat —le dijo él, poniéndose a su lado. Ella miró en derredor y 
dijo que era una habitación bonita, muy bonita, pero que quería a su mamá. Él sacó un peine y 
empezó a peinarla, con los rizos en la mano para no tirar de sus cabellos; su pelo se desenredó 
y parecía de seda. Era la niña más hermosa que yo jamás había visto y ahora deslumbraba con el fuego frío de un vampiro. Sus ojos eran los ojos de una mujer. Se volvería blanca y solitaria 
como nosotros, pero no perdería sus formas. Comprendí ahora lo que Lestat había dicho de la 
muerte, lo que significaba. Le toqué el cuello, donde dos heridas rojas sangraban un poco. 
»—Tu mamá te ha dejado con nosotros. Ella quiere que seas feliz —le decía él con una 
confianza inconmensurable—. Ella sabe que te podemos hacer muy feliz. 
»—Quiero un poco más —dijo ella, mirando el cadáver en el suelo. 
»—No, esta noche, no. Mañana por la noche —dijo Lestat. Y fue a retirar a la dama de su 
ataúd. La niña saltó de mis rodillas y yo la seguí. Se quedó observando mientras Lestat puso 
en la cama a las dos mujeres y al esclavo. Les subió la manta hasta la barbilla. 
»—¿Están enfermos? —preguntó la niña. 
»—Sí, Claudia —dijo él—. Están enfermos y están muertos. ¿Ves?, ellos mueren cuando 
bebemos de ellos. 
»Se acercó a ella y la volvió a abrazar. Nos quedamos los dos con ella en medio. Yo estaba 
hipnotizado por su presencia, por ella transformada, por cada gesto suyo. Ya no era más una 
niña; era una vampira. 
»—Ahora Louis iba a abandonarnos —dijo Lestat, moviendo sus ojos de mi rostro al de 
ella—. Se iba a ir. Pero ahora no lo hará. Porque quiere quedarse y ocuparse de ti y hacerte 
feliz. —Me miró—. Vas a cuidar de ella, ¿verdad, Louis? 
»—¡Tú, hijo de perra! —le espeté—. ¡Maldito! 
»—¡Semejante lenguaje delante de nuestra hija! —dijo él. 
»—Yo no soy vuestra hija —dijo ella con su voz de plata—. Soy la hija de mi mamá. 
»—No, querida, ya no —le dijo él; miró a la ventana y luego cerró el dormitorio y puso la 
llave en la cerradura—. Eres nuestra hija; la hija de Louis y la mía, ¿comprendes? Bien, ¿con 
quién quieres dormir? ¿Con Louis o conmigo? Quizá quieras dormir con Louis. Después de 
todo, cuando estoy cansado... no soy tan bueno. 
El vampiro se detuvo. El muchacho no dijo nada. 
—¡Una niña vampira! —susurró finalmente. El vampiro echó una mirada como sorprendido, 
aunque el muchacho no se había movido. Miró hacia el magnetófono como si se tratase de 
algo monstruoso. 
El muchacho se percató de que la cinta estaba a punto de acabar. Rápidamente, abrió su 
portafolio y sacó una nueva cinta, colocándola torpemente en su sitio. Miró al vampiro cuando 
apretó el botón. El rostro del vampiro parecía cansado, con sus mejillas más prominentes, y 
ahora faltaba poco para las diez. El vampiro se enderezó, sonrió y preguntó con calma: 
—¿Estamos listos para continuar? 
—¿Le hizo eso a la pequeña nada más que para que usted no lo abandonara? —preguntó 
el muchacho. 
—Eso es difícil de precisar. Fue una declaración. Estoy convencido de que Lestat era una 
persona que prefería no pensar ni hablar de sus motivaciones o creencias, ni siquiera consigo 
mismo. Una de esas personas que deben actuar. Una persona de ésas debe ser golpeada 
bastante antes de que se abra y confiese que hay un método y un pensamiento en su manera de vivir. Eso es lo que sucedió esa noche con Lestat. Había sido arrinconado hasta donde tuvo 
que descubrir, incluso a sí mismo, por qué vivía y cómo lo hacía. El mantenerme a su lado, eso 
sin duda era parte de lo que lo arrinconó. Pero, sin duda, quería que yo me quedara. Conmigo 
vivía de una forma en la que jamás podría haber vivido solo. Y, como te he dicho, siempre tuve 
el cuidado de no darle el título de ninguna propiedad; algo que lo enfurecía. No podía 
convencerme de que lo hiciera. —De repente, el vampiro se rió—. ¡Mira todas las demás cosas 
de las que me convenció! Qué extraño. Me podía convencer de que matara a un niño, pero no 
de compartir mi dinero. —Sacudió la cabeza—. Pero no se trató en realidad de avaricia, como 
puedes ver. El miedo que le tenía era lo que me volvía tan avaro con él. 
—Usted habla de él como si estuviera muerto. Usted dice que Lestat fue esto o era aquello. 
¿Está muerto? —preguntó el muchacho. 
—No lo sé —dijo el vampiro—. Pienso que tal vez lo esté. Pero ya llegaré a eso. Estábamos 
hablando de Claudia, ¿verdad? Hay algo más que quisiera contarte sobre los motivos que esa 
noche tuvo Lestat. Él no confiaba en nadie. Era como un gato, según su propia confesión, un 
depredador solitario. No obstante, esa noche se había tenido que comunicar conmigo; hasta 
cierto punto se había descubierto al decirme la verdad. Había abandonado su tono de burla, de 
condescendencia. Por un momento había olvidado su furia perpetua. Y esto para Lestat era 
exponerse. Cuando estábamos solos en las calles oscuras, sentí con él una comunión como no 
la había sentido desde mi muerte. Más bien pienso que metió a Claudia en el vampirismo por 
venganza. 
—Venganza no sólo contra usted sino contra el mundo entero —comentó el muchacho. 
—Sí. Como he dicho, los motivos de Lestat para cualquier cosa siempre giraban en torno a 
la venganza. 
—¿Empezó con su padre? ¿En la escuela? 
—No lo sé. Lo dudo —dijo el vampiro—. Pero quiero continuar hablando. 
—Oh, por favor, continúe. ¡Tiene que continuar! Quiero decir, que son apenas las diez —el 
entrevistador mostró su reloj. 
El vampiro lo miró y luego sonrió al muchacho. El rostro del joven sufrió un cambio. 
Palideció como si hubiera sido víctima de un ataque. 
—¿Aún me tienes miedo? —preguntó el vampiro. 
El muchacho no dijo nada, pero se alejó un poco del borde de la mesa. Estiró el cuerpo, sus 
pies rozaron las tablas y luego se contrajeron. 
—Yo pensaría que serías un tonto si no lo tuvieras —dijo el vampiro—. Pero no lo tengas. 
¿Continuamos? 
—Por favor —dijo el muchacho. Hizo un gesto en dirección a la grabadora. 
—Pues —dijo el vampiro— nuestra vida sufrió un gran cambio con mademoiselle Claudia, 
como te puedes imaginar. Su cuerpo murió, pero sus sentidos se despertaron tanto como los 
míos. Y busqué en ella señales de esto. Pero durante los primeros días no me di cuenta de 
cuánto la quería, de cuánto quería hablar con ella y estar con ella. Al principio, sólo pensaba en 
protegerla de Lestat. La metía en mi ataúd todas las mañanas, no le quitaba la vista de encima y trataba de que estuviera con él lo menos posible. Eso era lo que Lestat quería y dio muy 
pocas señales de que le pudiera llegar a hacer algún daño. 
»—Una niña muerta de hambre es un espectáculo horroroso —me dijo—. Y un vampiro 
muerto de hambre es algo aún peor. 
»Se oirían sus gritos en París, decía, si la encerraba para que muriese. Pero todo lo decía 
por mí, para tenerme más atado, con miedo de irme solo. No me imaginaba la posibilidad de 
irme con Claudia. Era una niña. Necesitaba cuidados. 
»Y encontraba placer en atenderla. Ella se olvidó de inmediato de sus cincos años de vida 
mortal. O al menos así lo parecía, ya que era misteriosamente tranquila y reservada. Y, de 
tanto en tanto, yo temía que hasta hubiese perdido los sentidos, que la enfermedad de su vida 
mortal, combinada con el gran traumatismo del vampirismo, le pudieran haber robado la razón; 
pero eso estuvo muy lejos de la realidad. Simplemente, era tan diferente a Lestat o a mí que yo 
no la podía entender; porque, aunque era pequeña, ya era una fiera asesina capaz de una 
búsqueda incesante de sangre con la imperiosidad de un niño. Y aunque Lestat aún me 
amenazaba con hacerle daño, a ella no se lo hacía, sino que era cariñoso, orgulloso de su 
hermosura, ansioso por enseñarle que debíamos matar para vivir y que nosotros no podíamos 
morir jamás. 
»Entonces la plaga fulminó la ciudad, como ya te he dicho, y él la llevaba a los cementerios 
hediondos donde las víctimas de la peste y de la fiebre amarilla yacían apiladas mientras los 
ruidos de las palas no cesaban ni de día ni de noche. 
»—Ésta es la muerte —le dijo él, señalando el cuerpo descompuesto de una mujer—, algo 
que nosotros no podemos sufrir. Nuestros cuerpos permanecerán como ahora, frescos y vivos; 
pero no debemos vacilar en traer la muerte, porque así vivimos. 
»Y Claudia lo miraba con sus ojos inescrutables. 
»Si en esos primeros años no hubo comprensión, tampoco hubo la posibilidad del miedo. 
Muda y hermosa, asesinaba. Y yo, transformado por las órdenes de Lestat, ahora salía a cazar 
seres humanos en grandes cantidades. Pero no era su muerte por sí sola la que me aliviaba 
del dolor que había sentido en las quietas y negras noches de Pointe du Lac, cuando me 
sentaba a solas con la compañía de Lestat y de su padre; eran sus grandes y cambiantes 
posibilidades en las calles, que jamás se silenciaban, con los centros nocturnos que nunca 
cerraban las puertas, las fiestas que duraban hasta el alba, la música y las risas que salían de 
todas las ventanas; la gente que me rodeaba en todas partes, mis víctimas llenas de latidos, ya 
no vistas con el gran amor que yo había sentido por mi hermana y por Babette sino con 
necesidad e indiferencia a la vez. Y los mataba, matanzas infinitamente variadas y a grandes 
distancias, cuando caminaba con la visión y los ligeros movimientos de un vampiro por su 
ciudad aburguesada y alegre. Mis víctimas me rodeaban, seduciéndome, invitándome a sus 
cenas, sus carruajes, sus burdeles. Sólo me quedaba un poco, lo suficiente para tomar lo que 
debía tomar, tranquilizado por la gran melancolía con que la ciudad me entregaba una infinidad 
de magníficos desconocidos. 
»Porque de eso se trataba. Me alimentaba de desconocidos. Me acercaba únicamente lo suficiente para ver su belleza latente, la expresión única, la voz nueva y apasionada. Y luego 
mataba antes de que esos sentimientos pudieran aparecer en mí, y ese miedo, esa pena. 
»Claudia y Lestat podían cazar y seducir, permanecer largo tiempo en compañía de la 
víctima condenada, gozando el espléndido humor en su inocente amistad con la muerte. Pero 
yo aún no lo podía soportar. Por tanto, para mí la población creciente era una misericordia, un 
bosque en el que estaba perdido, incapaz de detenerme, girando demasiado rápido para el 
pensamiento o el dolor, aceptando una y otra vez la invitación a la muerte rápida en vez de 
prolongarla. 
»Mientras tanto, vivíamos en una de mis residencias españolas en la Rué Royale, un piso 
extenso y lujoso sobre una tienda que alquilaba a un sastre; detrás había un jardín escondido; 
una pared nos aseguraba contra la calle, con persianas fijas de madera y una puerta enrejada y 
firme; era un lugar de mucho más lujo y seguridad que Pointe du Lac. Nuestros sirvientes eran 
gente de color, libertos que nos dejaban a solas antes del amanecer y se iban a sus propios 
hogares. Y Lestat compraba las últimas importaciones de Francia y España: lámparas de cristal 
y alfombras orientales, biombos de seda con pájaros del paraíso pintados, canarios que 
trinaban en grandes jaulas doradas con cúpulas y delicados dioses griegos de mármol, y vasos 
chinos hermosamente dibujados. Yo no necesitaba el lujo más de lo que antes lo había 
necesitado, pero quedé fascinado con esta nueva inundación de arte y artesanía; podía 
contemplar los intrincados diseños de las alfombras durante horas, o mirar cómo el brillo de 
una lámpara cambiaba los sombríos colores de un cuadro holandés. 
»Claudia encontraba maravilloso todo eso; lo hacía con la tranquila reverencia de una niña 
nada malcriada, y quedó encantada cuando Lestat contrató a un pintor para que hiciera en las 
paredes de su dormitorio un bosque mágico de unicornios y pájaros dorados y árboles llenos 
de frutos por encima de ríos deslumbrantes. 
»Un desfile incontable de sastres, zapateros y modistas venían a nuestro piso a vestir a 
Claudia con lo mejor en la moda infantil; en consecuencia, ella siempre estaba como una 
visión, no sólo de belleza infantil, con sus cejas pobladas y su glorioso pelo rubio, sino del buen 
gusto de bonetes finamente acabados y pequeños guantes de lazo, fantásticos abrigos y capas 
de terciopelo y vestidos blancos de grandes mangas. Lestat jugaba con ella como si fuera una 
magnífica muñeca; y yo jugaba con ella de la misma forma; y fueron sus ruegos los que me 
obligaron a abandonar mis colores negros y adoptar chaquetas de dandy y corbatines de seda 
y suaves abrigos grises y guantes y capas negras. Lestat opinaba que el color más indicado 
para vampiros era siempre el negro; posiblemente fue el único principio estético que mantuvo 
con firmeza, pero no se oponía a nada que trasluciera estilo y exceso. Le encantaba el aspecto 
que los tres teníamos en nuestro palco en la nueva Frenen Opera House o en el Théàtre 
d'Orleans, a los que concurríamos con la mayor asiduidad posible. Lestat sentía tal pasión por 
Shakespeare que me sorprendía, aunque a menudo dormitaba en las óperas y se despertaba 
justo a tiempo para invitar a alguna dama encantadora a una cena tardía, durante la cual usaría 
toda su habilidad para conseguir que ella se enamorara locamente de él; y luego la 
despachaba violentamente al cielo o al infierno y regresaba a casa con su anillo de diamantes para Claudia. 
»Y en toda esa época, yo educaba a Claudia, susurrándole en su pequeño oído como una 
concha marina que toda nuestra vida eterna era inútil si no veíamos la belleza a nuestro 
alrededor, la creación de los mortales; yo sondeaba constantemente la profundidad de su 
mirada quieta cuando leía los libros que le daba, murmuraba la poesía que le enseñaba y 
tocaba con un toque leve pero confiado sus propias canciones extrañas pero coherentes en el 
piano. Podía quedarse horas mirando las imágenes de un libro o escuchándome leer, con tal 
quietud que su visión me irritaba, me hacía bajar el libro y mirarla a través de la habitación 
iluminada; entonces, se movía, era una muñeca que se vivificaba y decía con su voz más 
suave que siguiera leyendo. 
»Y entonces empezaron a suceder cosas extrañas. Porque aunque todavía era una 
pequeña niña tranquila, yo la encontraba aferrada al brazo de un sillón leyendo las obras de 
Aristóteles o Boecio o una nueva novela que acababa de llegar allende el Atlántico. O 
intentando una música de Mozart que habíamos escuchado la noche anterior, con un oído 
infalible y una concentración que la hacía fantasmagórica cuando se sentaba allí hora tras hora 
descubriendo la música; la melodía, luego el bajo y finalmente uniendo todo. Claudia era un 
misterio. No era posible saber lo que sabía y lo que no sabía. Y observarla era algo 
escalofriante. Se sentaba solitaria en la esquina oscura, esperando al caballero o a la mujer 
amable que la encontrasen, con sus ojos más indiferentes que los de Lestat. Como una niña 
petrificada de miedo, susurraba sus ruegos de ayuda a los mecenas gentiles y admirativos, y, 
cuando la sacaban de la plaza, sus brazos se fijaban alrededor de sus cuellos, con la lengua 
entre los dientes y la visión congelada por el hambre consumidor. Ellos encontraban pronto la 
muerte en esos primeros años, antes de que aprendiera a jugar con ellos, a guiarlos a la tienda 
de muñecas o al café donde la obsequiaban con humeantes tazas de chocolate o de té para 
colorear sus pálidas mejillas, tazas que ella tiraba, esperando, como si celebrase 
silenciosamente sus amabilidades terribles. 
»Pero cuando eso terminaba, ella era mi compañera, mi pupila; y las prolongadas horas 
pasadas a mi lado consumían cada vez con más rapidez el conocimiento que yo le brindaba. 
Compartía conmigo una comprensión tranquila que no podía incluir a Lestat. A la madrugada, 
se echaba a mi lado, con su corazón latiendo contra el mío. Y, en muchas oportunidades, 
cuando la miraba —cuando ella estaba sumergida en su música o en su pintura y no sabía que 
yo estaba presente—, pensaba en esa singular experiencia que había tenido con ella y con 
nadie más; que yo la había asesinado, le había arrebatado la vida, había bebido toda la sangre 
de su vida en un abrazo fatal que había dado a tantos otros, otros que ahora yacían moldeados 
por la tierra húmeda. Pero ella vivía, vivía para pasarme los brazos por el cuello y apretar su 
pequeña frente contra mis labios y poner sus ojos brillantes delante de los míos hasta que 
nuestras cejas se confundían; y, riéndonos, bailábamos por la habitación como en un vals 
violento. Padre e Hija. Amante y Amada. Te puedes imaginar lo satisfactorio que era que Lestat 
no nos envidiara, que simplemente sonriera desde lejos, esperando a que ella se acercara a él. 
Entonces la sacaba a la calle y me saludaban desde el pie de la ventana y se iban a compartir lo que compartían: la cacería, la seducción, la matanza. 
»Pasaron años de esta manera. Años y años y años. No obstante, tuvo que pasar algún 
tiempo antes de que me percatase de un hecho obvio acerca de Claudia. Supongo, por la 
expresión de tu cara, que ya sabes de qué se trata y te preguntas por qué yo no lo había 
supuesto. Sólo te puedo decir que el tiempo no es lo mismo para mí ni lo era entonces para 
nosotros. Un día no se unía a otro formando una fuerte cadena; más bien la luna se elevaba 
encima de olas superpuestas. 
—¡Su cuerpo! —exclamó el entrevistador—. No crecería jamás. 
El vampiro asintió. 
—Sería una niña demoníaca para siempre —dijo, y su voz fue suave como si se 
sorprendiese de ello—. Igual que yo soy el mismo hombre joven que cuando morí. ¿Y Lestat? 
Lo mismo. Pero su mente... era la mente de un vampiro. Y yo traté de saber cómo se acercaba 
a la madurez femenina. Empezó a hablar más, aunque jamás dejó de ser una persona 
reflexiva, y podía escucharme pacientemente durante horas sin interrupción. Sin embargo, más 
y más su cara de muñeca pareció poseer dos ojos absolutamente adultos; y la inocencia 
pareció perderse de algún modo entre muñecas olvidadas, y la pérdida de una cierta paciencia. 
Había algo fatalmente sensual en ella cuando se tiraba en el sofá con un camisón pequeñito de 
lazo y perlas; se convirtió en una seductora fantasmal y poderosa; su voz se volvió más 
cristalina y dulce que nunca, aunque tenía una resonancia que era de mujer, una agudeza que 
a veces impresionaba. Después de días de acostumbrada quietud, de repente se oponía a las 
predicciones de Lestat acerca de la guerra; o, bebiendo sangre de una copa de cristal, decía 
que no había libros en la casa, que deberíamos conseguir más aunque tuviéramos que 
robarlos; y luego, fríamente, me hablaba de una librería de la que había oído hablar, en una 
mansión palaciega en el Faubourg Sainte-Marie. Allí había una mujer que coleccionaba libros 
como si fueran piedras o mariposas disecadas. Me preguntaba si yo me podía meter en el 
dormitorio de la mujer. 
»Me quedaba estupefacto en esas ocasiones; su mente era imprevisible, desconocida. Pero 
luego se sentaba en mis rodillas y me acariciaba el pelo suavemente, susurrándome al oído 
que yo nunca iba a crecer como ella, hasta que supiera que matar era lo más serio del mundo, 
no los libros ni la música... 
»—Siempre la música... —me susurraba. 
»—Muñeca, muñeca —le decía yo. 
»Pues eso era lo que era. Una muñeca mágica. La risa y el intelecto infinito y luego la cara 
de redondas mejillas, la boca como una flor. 
»—Déjame que te vista, deja que te peine —le decía como una vieja costumbre, consciente 
de su sonrisa y de que me miraba con un velo de aburrimiento en su expresión. 
»—Haz lo que quieras —me decía al oído cuando me agachaba a prenderle sus botones de 
perlas—. Pero esta noche mata conmigo. Nunca me has dejado verte matar, Louis. 
»Entonces quiso un ataúd propio, lo que me hirió más de lo que le permití darse cuenta. Me 
fui después de haberle dado mi consentimiento de caballero. ¿Cuántos años había dormido con ella como si fuera parte de mí? No lo sabía. Pero entonces la encontré cerca del convento 
de las Ursulinas, una huérfana perdida en la oscuridad, y, de improviso, corrió hacia mí y se 
aferró a mi cuerpo con una desesperación humana. 
»—No lo quiero si te hace sufrir —me confió en voz tan baja que si un ser humano nos 
hubiese abrazado, no podría haberla escuchado ni sentido su aliento—. Siempre me quedaré 
contigo. Pero debo verlo, ¿comprendes? Un ataúd para una niña. 
»íbamos a ir a ver al fabricante de ataúdes. Una obra, una tragedia en un solo acto: yo la 
dejaría en la pequeña sala y confesaría en la antecámara que ella se moriría. Ella debía tener 
lo mejor, pero no debía saberlo; y el fabricante, conmovido por la tragedia, se lo debía hacer, 
viéndola ahí vestida de blanco, dejando escapar una lágrima pese a todos sus años. 
»—Pero, ¿por qué..., Claudia? —le rogué yo. 
»Detestaba hacer eso, detestaba jugar al gato y al ratón con el indefenso ser humano. Pero, 
sin más esperanzas, era su amante y la llevé allí y la senté en el sofá, donde quedó con las 
manos cruzadas, con su pequeño sombrero inclinado, como si no supiera lo que nosotros 
murmurábamos al lado. El fabricante era un viejo hombre de color, muy educado, quien 
rápidamente me apartó a un costado para que "la niña" no nos oyera. 
»—Pero, ¿por qué debe morir? —me preguntó, como si yo fuera el Dios que lo había 
dictaminado. 
»—Su corazón... No puede vivir —dije, y las palabras cobraron en mí un poder peculiar, una 
afligida resonancia. 
»La emoción en la cara del hombre, angosta y llena de arrugas, me preocupó; se me ocurrió 
algo, una cualidad de la luz, el sonido de algo..., una niña llorando en una habitación hedionda. 
Entonces, él abrió otra de sus grandes habitaciones y me mostró los ataúdes de laca negra y 
plata; lo que ella quería. Y, de repente, me encontré alejándome de él, de la casa de ataúdes, 
llevándola de la mano por la calle. 
»—He hecho el pedido —le dije—. ¡Me vuelve loco! 
»Respiré el aire fresco de la calle como si estuviera sofocado, y entonces vi su rostro sin 
compasión, que estudiaba el mío fijamente. Me tomó de la mano con su manita enguantada. 
»—Lo quiero tener, Louis —me explicó pacientemente. 
»Y entonces, una noche, subió las escaleras del fabricante, con Lestat a su lado, a buscar el 
ataúd, y dejó al fabricante sin saber lo que le había pasado, muerto sobre las pilas polvorientas 
de papeles de su escritorio. Y el ataúd estaba en nuestro dormitorio, donde lo contempló 
durante horas cuando era nuevo, como si la cosa se moviera o estuviera viva o descubriera 
poco a poco su misterio, tal como hacen las cosas cuando cambian. Pero ella no dormía allí. 
Dormía conmigo. 
»Tuvo otros cambios. No les puedo dar una fecha ni ponerlos en orden cronológico. No 
mataba de forma indiscriminada. Tenía curiosidades que la atraían. La pobreza empezó a 
fascinarla; le rogaba a Lestat o a mí que la lleváramos en algún carruaje por el Faubourg St. 
Marie a las zonas del puerto donde vivían los inmigrantes. Parecía obsesionada con las 
mujeres y los niños. Todo esto me lo contaba Lestat, divertido, porque yo detestaba ir y a veces no me podían convencer con ningún argumento. Claudia mató uno por uno a los miembros de 
una familia. Había pedido entrar en el cementerio de la ciudad suburbana de Lafayette, y allí 
andaba entre las altas lápidas de mármol a la búsqueda de esos desesperados que, al no tener 
donde dormir, se gastaban lo poco que tenían en una botella de vino y se metían en una 
bóveda. Lestat estaba impresionado, abrumado. ¡Qué imagen tenía de ella! La llamaba "la 
muerte infantil", "la hermana muerte" y "una muerte dulce" y, para mí, él tenía el término burlón 
de "¡muerte misericordiosa!", y lo decía haciendo una reverencia y batiendo palmas, como una 
vieja comadre a punto de confiar un chisme excitante. ¡Oh, cielos misericordiosos! Yo quería 
estrangularlo. 
»Pero no había peleas. Cada uno estaba en lo suyo. Teníamos nuestras normas. Los libros 
llenaban nuestro extenso piso del suelo al techo con hileras de luminosos volúmenes de piel, 
mientras Claudia y yo satisfacíamos nuestros apetitos naturales y Lestat se concentraba en sus 
lujosas adquisiciones. Hasta que ella empezó a hacer preguntas. 
El vampiro se detuvo. Y el muchacho pareció tan ansioso como antes, como si la paciencia 
le costara un esfuerzo tremendo. Pero el vampiro había entrelazado sus largos dedos blancos, 
como en la iglesia, y luego los presionó. Fue como si se hubiera olvidado por completo del 
entrevistador. 
—Lo tendría que haber sabido —dijo—; era inevitable, y yo tendría que haber reconocido 
los indicios. Porque yo estaba tan atado a ella..., la amaba de forma tan absoluta; era mi 
compañera de todas las horas, la única compañera que tenía, aparte de la muerte. Pero una 
parte mía era consciente de un enorme golfo de oscuridad que se cernía en nuestras 
proximidades, como si siempre caminásemos al borde de un abismo y viéramos de pronto que 
ya era demasiado tarde si hacíamos un movimiento en falso o nos concentrábamos demasiado 
en nuestros pensamientos. A veces, el mundo físico a mí alrededor me parecía insustancial, 
salvo en la oscuridad. Como si estuviera a punto de abrirse una grieta en la tierra y yo pudiera 
ver esa gran grieta rompiéndose en la Rué Royale y todos los edificios se hicieran polvo en la 
catástrofe. Pero lo peor de todo fue que eran como transparentes, translúcidos, como telones 
hechos de seda. Ah..., me distraje. ¿Qué digo? Que ignoré esos indicios en ella, que me aferré 
desesperadamente a la felicidad que ella me había brindado, y que aún me brindaba, e ignoré 
todo lo demás. 
»Pero éstos fueron los indicios. Sus relaciones con Lestat se enfriaron. Se quedaba horas 
mirándolo. Cuando él hablaba, a menudo no le contestaba. Y uno casi no podía darse cuenta 
de si se trataba de desprecio o de que no le oía. Y nuestra frágil tranquilidad doméstica se hizo 
trizas debido a la furia de Lestat. No tenía que ser amado, pero no se lo podía ignorar; y en una 
ocasión, hasta se le arrojó encima gritando que le pegaría. Me encontré en la desagradable 
situación de tener que pelearme con él como lo habíamos hecho antes de que ella llegara. 
»—Ya no es más una niña —le susurré—. No sé lo que es. Es una mujer. 
»Le pedí que no lo tomara muy en serio y él simuló desdén y la ignoró a su vez. Pero una 
tarde entró perplejo y me contó que ella lo había seguido. Aunque se negara a ir con él a matar, 
lo había seguido. »—¿Qué le pasa? —me gritó él, como si yo fuera el causante de su vida y debiera saberlo. 
»Y entonces, una noche nuestros sirvientes desaparecieron. Dos de las mejores criadas 
que habíamos tenido, una mujer y su hija. El cochero fue enviado a su casa y volvió para 
informar que habían desaparecido. Y entonces apareció el padre a nuestra puerta golpeando el 
llamador. Se quedó en la acera de ladrillo mirándome con la suspicacia que tarde o temprano 
aparecía en los rostros de los mortales que nos conocían desde hacía algún tiempo: la 
sospecha de una antesala de la muerte. Traté de explicarle que no habían estado en la casa, ni 
la madre ni la hija, y que debíamos empezar de inmediato su búsqueda. 
»—¡Es ella! —me susurró Lestat desde las sombras tan pronto como cerré la puerta—. Ella 
les ha hecho algo y nos ha puesto en peligro a todos. 
»Y subió corriendo la escalera de caracol. Yo sabía que ella se había ido, que se había 
escapado mientras yo estaba en la puerta, y también sabía algo más: que un vago hedor 
cruzaba el patio desde la cocina cerrada, un hedor que difícilmente se mezclaba con la miel: el 
hedor de los cementerios. Oí que Lestat bajaba cuando me acerqué a las persianas cerradas, 
pegadas con herrumbre al pequeño edificio. Allí jamás se preparaba comida, no se hacía 
ningún trabajo, de modo que yacía como una vieja bóveda de ladrillo bajo la madreselva. Se 
abrieron las persianas; los clavos se habían oxidado y oí que Lestat retenía la respiración 
cuando entramos en esa oscuridad absoluta. Allí estaban echadas sobre los ladrillos, madre e 
hija juntas, el brazo de la madre alrededor de la cintura de la hija, la cabeza de la hija contra el 
pecho de la madre, ambas sucias con excrementos y llenas de insectos. Una gran nube de 
mosquitos se levantó cuando se movieron las persianas y los alejé de mí con un disgusto 
convulsivo. Las hormigas reptaban imperturbables sobre los párpados y las bocas de la pareja 
muerta; y, a la luz de la luna, pude ver el mapa infinito de senderos plateados de caracoles. 
»—¡Maldita sea! —exclamó Lestat, y yo lo tomé del brazo y lo mantuve a mi lado usando 
toda mi fuerza. 
»—¿Qué piensas hacer con ella? —insistí—. ¿Qué puedes hacer? Ya no es más una niña 
que hace lo que le decimos, simplemente porque se lo decimos. Debemos enseñarle. 
»—¡Ella sabe! —Se apartó de mí y limpió su abrigo—. ¡Ella sabe! ¡Hace años que sabe lo 
que tiene que hacer! ¡Lo que se puede arriesgar y lo que no se puede! ¡No le permitiré hacer 
esto sin mi permiso! No lo toleraré. 
»—Entonces, ¿eres el amo de todos nosotros? No le enseñaste eso. ¿Acaso lo iba a colegir 
de mi tranquila sumisión? Creo que no. Ella se cree igual a nosotros. Te digo que debes 
razonar con ella, instruirla para que respete lo que es nuestro. Todos nosotros lo debemos 
respetar. 
»Se fue, obviamente concentrado en lo que yo acababa de decirle, aunque no me lo 
admitiera. Y llevó su venganza a la ciudad. No obstante, cuando regresó, ella todavía no había 
llegado. Se sentó apoyado en el brazo del sillón de terciopelo y extendió sus largas piernas en 
el asiento. 
»—¿Las enterraste? —me preguntó. 
»—Han desaparecido —dije. Ni siquiera me animé a decir que había quemado sus restos en el viejo horno de la cocina—. Pero ahora tenemos que lidiar con el padre y el hermano —le 
dije. Temí su malhumor. Deseé planear algo de inmediato que nos resolviera todo el problema. 
Pero entonces él dijo que el padre y el hermano no existían ya, que la muerte había ido a cenar 
a su pequeña casa, cerca del puerto, y que se había quedado a dar las gracias cuando 
terminaron. 
»—El vino —dijo pasándose un dedo por los labios—; los dos habían bebido demasiado 
vino. Me encontré golpeando la cerca —se rió—. Pero no me gusta este mareo. ¿Te gusta? 
»Y cuando me miró, tuve que sonreírle, porque el vino le estaba produciendo efecto y 
estaba alegre; y, en ese momento, cuando su rostro estaba amable y razonable, me acerqué y 
le dije al oído: 
»—Oigo que Claudia golpea a la puerta. Sé bueno con ella. Ya todo ha terminado. 
»Ella entró entonces con el lazo de su sombrero desprendido y sus bolitas llenas de lodo. 
Los observé con tensión. Lestat tenía una mueca en los labios; y ella se mostraba tan ignorante 
de él como si no estuviera allí. Tenía un ramo de crisantemos blancos en sus brazos, un ramo 
tan grande que parecía aún más pequeña que en la realidad. Se le deslizó el sombrero hacía 
atrás, colgó un instante de su hombro y cayó al suelo. Y por todo su cabello pude ver pétalos 
de crisantemos blancos. 
»—Mañana es fiesta de Todos los Santos, ¿lo sabéis? —preguntó. 
»—Sí —le dije. 
»Es el día en Nueva Orleans en que todos los creyentes van a los cementerios a arreglar 
las tumbas de sus seres queridos. Limpian las paredes de yeso de las bóvedas, limpian los 
nombres grabados en el mármol. Y finalmente llenan las tumbas de flores. En el cementerio de 
St. Louis, que estaba muy próximo a nuestra casa, en el que estaban enterradas todas las 
grandes familias de Luisiana, en el que estaba enterrado mi propio hermano, incluso había 
pequeños bancos de hierro puestos ante las tumbas para que las familias pudieran sentarse y 
recibir a otras familias que habían ido al cementerio con el mismo propósito. Era un festival en 
Nueva Orleans; podía parecer una celebración de la muerte a los viajeros que no lo 
comprendían, pero era una celebración de la vida eterna. 
»—Compré esto a uno de los vendedores —dijo Claudia. Su voz era suave e indefinible. 
Sus ojos se mostraban opacos y carentes de emoción. 
»—¡Para las dos que dejaste en la cocina! —dijo Lestat con furia. Ella lo miró por primera 
vez, pero no dijo nada. Se quedó mirándolo como si jamás lo hubiera visto. Y luego dio varios 
pasos en su dirección y lo miró como si aún estuviera examinándolo. Me acerqué. Pude sentir 
la rabia de Lestat y la frialdad de Claudia. Ella se dirigió a mí, y luego, pasando la vista de uno 
al otro, preguntó: 
»—¿Cuál de vosotros dos lo hizo? ¿Cuál de vosotros me hizo lo que soy? 
»Yo no podría haberme quedado más atónito con cualquier otra cosa que hubiera hecho o 
dicho. Y, sin embargo, fue inevitable que de ese modo se rompiera el prolongado silencio. Ella 
pareció estar muy poco preocupada por mí. Tenía la mirada fija en Lestat. 
»—Tú hablas de nosotros como si siempre hubiéramos existido tal cual somos ahora —dijo ella, con su voz suave, medida, el tono infantil mezclado con la seriedad de la mujer—. Tú 
hablas de los demás como mortales; de nosotros, como vampiros. Pero no siempre las cosas 
fueron así. Louis tenía una hermana mortal; yo la recuerdo. Y hay una foto de ella en el baúl. 
¡Lo he visto mirándola! Él era tan mortal como ella y como yo, igual. ¿Por qué, si no, este 
tamaño, estas formas? —Abrió los brazos y dejó caer los crisantemos al suelo. 
»Pronuncié su nombre. Pienso que quise distraerla. Fue imposible. La marea se había 
soltado. Los ojos de Lestat ardían con una profunda fascinación, con un placer maligno. 
»—Tú nos hiciste así, ¿verdad? —lo acusó ella. 
»Él levantó las cejas con una sorpresa burlona. 
»—¿Lo que sois? —preguntó—. ¡Y seríais alguna otra cosa de lo que sois! —juntó las 
rodillas y se inclinó hacia delante, entrecerrando los ojos—. ¿Sabes cuánto tiempo hace? ¿Te 
puedes imaginar a ti misma? ¿Debo buscar a una mendiga vieja para mostrarte cuál sería tu 
aspecto mortal si yo te hubiera dejado sola? 
»Ella se alejó de él, se quedó un instante como si no tuviera idea de adonde ir y luego se 
acercó a la silla al lado de la chimenea; encaramándose allí, se acurrucó como una niña 
indefensa. Puso las rodillas contra su pecho; tenía el abrigo de pana abierto y su vestido de 
seda le tapaba las rodillas. Miró las cenizas de la chimenea, pero no había nada indefenso en 
su mirada. Sus ojos tenían una vida independiente, como si su cuerpo estuviera poseído. 
»—¡Podrías estar muerta si fueras mortal! —insistió Lestat, encolerizado por su silencio; 
estiró las piernas y puso las botas en el suelo—. ¿Me oyes? ¿Por qué me preguntas esto 
ahora? ¿Por qué armas semejante alboroto? Siempre has sabido que eras una vampira. 
»Y continuó hablando de ese modo, repitiendo lo que había dicho tantas veces: conoce tu 
naturaleza, mata, sé lo que eres. Pero todo esto pareció extrañamente fuera de lugar. Porque 
Claudia no tenía problemas con matar. Ella se apoyó en el respaldo y dejó caer la cabeza hasta 
donde lo podía ver, directamente frente a ella. Lo estudiaba nuevamente como si fuera una 
marioneta. 
»—¿Tú me lo hiciste? ¿Cómo? —preguntó entrecerrando los ojos—. ¿Cómo lo hiciste? 
»—¿Y por qué habría de decírtelo? Es mi poder. 
»—¿Por qué sólo tuyo? —preguntó ella con la voz gélida y los ojos vacuos—. ¿Cómo se 
hace? —exigió, súbitamente enfurecida. 
»Fue algo eléctrico. Él se levantó del sofá y yo lo hice de inmediato, enfrentándome con él. 
»—¡Detenía! —me dijo; se estrujó las manos—. ¡Haz algo con ella! ¡No la puedo soportar! 
»Y entonces se dirigió a la puerta, pero volviéndose se acercó de modo que quedó por 
encima de ella, dejándola bajo su sombra. Ella lo miró sin miedo, recorriendo su cara con total 
indiferencia. 
»—Yo puedo deshacer lo que hice. A ti y a él —le dijo señalándome con un dedo—. 
Alégrate de ser lo que eres ¡O te romperé en mil pedazos! 
Tras una pausa, el vampiro continuó: 
—Pues bien, la paz de la casa quedó destruida, aunque hubo tranquilidad. Los días 
pasaban y ella no hacía preguntas, aunque ahora estudiaba con fruición los libros de ocultismo, de brujas y de magia. Y de vampiros. Esto era casi todo fantasía, ¿comprendes? Mitos, 
cuentos, a veces simples narraciones de horror. Pero ella lo leía todo. Leía hasta el alba, de 
modo que yo tenía que ir a buscarla y traerla al lecho. 
»Lestat, mientras tanto, contrató a un mayordomo y a una criada, así como a un equipo de 
obreros para que le construyeran una gran fuente en el patio, con una ninfa de piedra que 
derramase aguas eternas a través de una gran concha. Hizo traer peces de colores y 
nenúfares, para que descansasen sobre la superficie y se deslizaran en las aguas siempre en 
movimiento. 
»Una mujer lo había visto matar en el camino de Nyades que iba al pueblo de Carrolton, y 
hubo historias de ello en los periódicos, asociándolo con una casa embrujada cerca de Nyades 
y Melpomene; todo lo cual lo deleitaba. Durante un tiempo fue el fantasma del camino de 
Nyades, aunque al final los diarios dejaron de prestarle atención; y entonces cometió otro 
asesinato horrendo en otro lugar público y puso en funcionamiento a la imaginación de Nueva 
Orleans. Pero todo eso tenía cierto aspecto medroso. En cuanto a él, seguía pensativo, 
suspicaz; se me acercaba constantemente preguntándome dónde estaba Claudia, a dónde 
había ido, lo que estaba haciendo. 
»—Ella está bien —le aseguraba yo, aunque estaba separado de ella y dolido como si 
hubiera sido mi novia. Apenas me prestaba atención entonces, como antes había hecho con 
Lestat. Ya veces se iba cuando yo le hablaba. 
»—¡Mejor que esté bien! —dijo con maldad. 
»—¿Y qué harás si no lo está? —le pregunté con más temor que intención agresiva. 
»Me miró con sus fríos ojos grises. 
»—Cuida de ella, Louis. ¡Habla con ella! —dijo—. Todo estaba perfecto, y, ahora, esto. No 
hay ninguna necesidad de ello. 
»Pero preferí que ella se acercase a mí. Y lo hizo. Era una tarde temprano, cuando me 
acababa de despertar. La casa estaba a oscuras. La vi de pie al lado de los ventanales; tenía 
puesta una blusa de grandes mangas y miraba con las cejas bajas el movimiento vespertino de 
la rué Royale. Pude oír a Lestat en su cuarto, y el ruido del agua en su palangana. Llegó el 
débil aroma de su colonia y se alejó como el sonido de la música del café, dos pisos más abajo. 
»—No me dices nada —dijo ella en voz baja; no me había percatado de que ella supiera 
que yo había abierto los ojos. Me acerqué a ella y me hinqué a su lado—. Tú me lo dirás, 
¿verdad? —insistió—. ¿Cómo lo hizo? 
»—¿Es eso lo que realmente quieres saber? —le pregunté, estudiándole el rostro—. ¿O 
más bien por qué te lo hicieron a ti... y lo que tú eras antes? No comprendo lo que quieres decir 
con ese "cómo", porque si quieres decir cómo se hizo, tú, a tu vez, podrías hacerlo... 
»—Ni siquiera sé qué estás diciendo —dijo, con algo de frialdad; luego dio media vuelta 
hacia mí y me puso las manos en la cara—. Mata conmigo esta noche —me dijo, con tanta 
sensualidad como una amante—. Y dime lo que sabes. ¿Qué somos nosotros? ¿Por qué no 
somos como los demás? —preguntó, y miró a la calle. 
»—No conozco las respuestas a tus preguntas —le dije. Su cara se contorsionó súbitamente como si tratase de escucharme en medio de un ruido ensordecedor. Y entonces 
sacudió la cabeza. 
»Pero yo continué: 
»—Me pregunto las mismas cosas que tú. Yo no las sé. ¿Cómo fui hecho? Te contaré que... 
que Lestat me hizo. Pero la fórmula la desconozco. 
»Su cara seguía en tensión. Allí estaba viendo yo las primeras señales del miedo, o de algo 
peor y más profundo que el miedo. 
»—Claudia —le dije, poniendo mis manos sobre las suyas 
y posándolas suavemente sobre mi piel—. Lestat no tiene nada importante que decirte. No 
hagas esas preguntas. Hace incontables años que eres mi compañera en mi búsqueda de todo 
lo que se puede saber de la vida mortal y de la creación mortal. Ahora no seas mi compañera 
en esta ansiedad. Él no nos puede dar las respuestas. Y yo no poseo ninguna. 
»Pude ver que ella no lo podía aceptar, pero no había previsto su retirada convulsa, la 
violencia con que se tiró del pelo un instante y luego se detuvo como si su gesto fuera inútil, 
estúpido. Me llenó de aprensión. Ella miraba al cielo. Estaba brumoso, sin estrellas; las nubes 
llegaban por la parte del río. Ella hizo un súbito gesto con los labios, como si se los hubiera 
mordido, luego se dirigió a mí y, aún susurrante, me dijo: 
»—Entonces, él me hizo..., él lo hizo... ¡Tú no lo hiciste! 
»Hubo algo horrendo en su expresión y me retiré de ella antes de haber tenido la intención 
de hacerlo. Me quedé frente a la chimenea y encendí una vela delante del alto espejo. Y allí, de 
repente, vi algo que me dejó perplejo, algo que, en la oscuridad, me pareció una máscara 
espantosa; luego tomó su realidad tridimensional: un viejo cráneo. Lo miré. Tenía un ligero 
color a tierra, pero había sido limpiado. 
»—¿Por qué no me contestas? —preguntó ella. 
»Oí que se abría la puerta de la habitación de Lestat. Él saldría de inmediato a matar. O al 
menos a encontrar su víctima. Yo no lo haría. Yo dejaba que las primeras horas de la noche se 
acumularan con tranquilidad, así como el hambre se acumulaba en mí, hasta que el deseo se 
hacía demasiado fuerte y yo me entregaba a todo de manera más completa, más ciega. Oí 
claramente que ella repetía su pregunta, que quedó flotando en el aire como un eco de una 
campana..., y sentí latir mi corazón. 
»—Él me hizo, por supuesto. Él mismo lo dijo. Pero tú me escondes algo. Algo que él 
soslaya cuando se lo pregunto. ¡Dice que jamás podría haberlo hecho sin tu ayuda! 
»Me encontré mirando fijamente el cráneo y oyéndola como si sus palabras me azotasen 
para obligarme a dar media vuelta y enfrentarme a los latigazos. La idea se me ocurrió más 
como un golpe frío que como un pensamiento: que ahora nada quedaba de mí sino ese cráneo. 
Me di vuelta y, a la luz de la lámpara, vi sus ojos como dos llamaradas oscuras en su rostro 
blanco. Una muñeca de la que alguien había arrancado cruelmente 
los ojos y los había reemplazado con un fuego demoníaco. Me encontré acercándome a 
ella, susurrando su nombre, formándose un pensamiento en mis labios y luego muriendo; cerca 
de ella, luego lejos de ella, recogiendo su abrigo y su sombrero. Vi un guante diminuto en el suelo, en las sombras, y, por un momento, pensé que era una mano diminuta, cortada. 
»—¿Qué te pasa...? —Se me acercó mirándome a la cara—. ¿Qué es lo que siempre ha 
estado pasando? ¿Por qué miras de ese modo el cráneo, el guante? 
»Hizo esta pregunta con delicadeza..., pero no con la suficiente. Había un leve cálculo en su 
voz, una indiferencia inalcanzable. 
»—Te necesito —le dije sin querer decirlo—. No puedo soportar el perderte. Eres la única 
compañera que he tenido en la inmortalidad. 
»—Pero, ¡por cierto que debe haber otros! ¡Sin duda no somos los únicos vampiros de la 
Tierra! —le oí decir, como yo lo había dicho, se lo oí con mis propias palabras, que volvían a mí 
en la marea de su toma de conciencia, de su búsqueda. 
»Pero no hay dolor —pensé de improviso—. Hay urgencia, una urgencia despiadada. 
»—¿Acaso no eres como yo? —preguntó, mirándome de frente—. ¡Tú me has enseñado 
todo lo que sé! 
»—Lestat te enseñó a matar. —Recogí el guante—. Aquí tienes, vamos..., salgamos. Quiero 
salir... 
»Yo tartamudeaba y traté de ponerle los guantes. Levanté la gran masa de rizos de sus 
cabellos y los arreglé sobre el cuello del abrigo. 
»—¡Pero tú me enseñaste a ver! —me dijo—. Tú me enseñaste las palabras ojos de 
vampiro —continuó ella—. Tú me enseñaste a beberme el mundo, a tener hambre de algo más 
que... 
»—Nunca quise que esas palabras ojos de vampiro tuvieran el significado que tú les das —
le dije—. Suenan distintas cuando tú las pronuncias. —Ella me tiraba de la manga tratando de 
que yo la mirase—. Vamos —le dije—. Tengo que mostrarte algo... 
»Y rápidamente la hice pasar por el corredor y las escaleras en espiral y a través del patio a 
oscuras. Pero yo no sabía lo que tenía que mostrarle ni a dónde me dirigía. Únicamente que 
tenía que ir, con un instinto sublime y condenado. 
»Pasamos deprisa por la ciudad en las primeras horas de la noche; el cielo mostraba ahora 
un pálido violeta y las nubes habían desaparecido; el aire a nuestro alrededor era fragante, aun 
cuando nos alejamos de los jardines espaciosos hacia esas callejuelas angostas y pobres 
donde las flores estallan en las grietas de las piedras y las inmensas adelfas brotan con 
gruesos y resinosos tallos blancos y rosados, como una hierba monstruosa, en los terrenos 
baldíos. Oía el staccato de los pasos de Claudia a mi lado mientras se apresuraba 
siguiéndome, sin pedirme en ningún momento que aminorara la marcha; y finalmente llegó con 
su cara de infinita paciencia a una calle angosta y oscura donde aún había unas pocas casas 
francesas antiguas entre las fachadas españolas, unas antiguas casitas con el yeso carcomido. 
Yo había encontrado la casa con un esfuerzo ciego, consciente de que siempre había sabido 
dónde estaba y que siempre la había evitado; que siempre había girado en el farol de la 
esquina sin querer pasar por la ventana baja donde había oído llorar a Claudia por primera vez. 
La casa estaba en silencio. Más hundida que en aquellos tiempos, la entrada cruzada por 
cuerdas para colgar la ropa, las hierbas altas entre los bajos cimientos, las dos ventanas rotas y emparchadas con telas. Toqué las persianas. 
»—Aquí fue donde te vi por primera vez —le dije, pensando contárselo todo para que ella 
comprendiese, pero sintiendo aún la frialdad de su mirada, de su expresión—. Te oí llorar. 
Estabas en esa habitación con tu madre. Y tu madre estaba muerta. Hacía días que lo estaba y 
tú no lo sabías. Te aferrabas a ella, gimiendo..., llorando lastimeramente, y vi tu cuerpo blanco, 
febril y hambriento. Tratabas de despertarla de la muerte, te aferrabas a ella en busca de calor, 
por miedo. Era casi la mañana y... —Me llevé las manos a las sienes—. Abrí las persianas... 
Entré en la habitación. Sentí lástima por ti. Lástima, pero también... algo más. 
»Vi que abría los labios, los ojos. 
»—Tú... ¿te alimentaste de mí? —susurró—. ¡Yo fui tu víctima! 
»—Sí —le dije—. Lo hice. 
»Hubo un momento tan elástico y doloroso que fue casi insoportable. Se quedó inmóvil en 
las sombras, y sus ojos inmensos se concentraron en la oscuridad; el aire cálido se elevó de 
repente, suavemente. Entonces dio media vuelta. Oí el sonido de sus zapatos mientras corría. 
Y corrió, corrió... Me quedé petrificado, oyendo los sonidos cada vez más débiles. Y, entonces, 
giré; se desató en mí el miedo, miedo creciente, enorme e insuperable, y corrí detrás de ella. 
Era impensable que no pudiera alcanzarla, que no la alcanzara de inmediato y le dijera que la 
amaba, que debía tenerla, debía conservarla. Y cada segundo que corrí por la callejuela a 
oscuras era como alejarme de mí gota a gota; mi corazón latía, hambriento, latiendo y 
resonando y rebelándose contra el esfuerzo. Hasta que, súbitamente, me detuve. Ella estaba 
bajo un farol de la calle, mirando, muda, como si no me conociera. La tomé de la pequeña 
cintura con ambas manos y la levanté hasta la luz. Ella me estudió con su rostro contorsionado, 
la cabeza de costado como si no quisiera mirarme directamente, como si debiera reflejar una 
abrumadora sensación de repulsión. 
»—Tú me mataste —susurró—. ¡Tú me robaste la vida! 
»—Sí —le dije, cogiéndola de la mano para poder sentir los latidos de su corazón—. Más 
bien traté de hacerlo. Beberte la vida. Pero tenías un corazón como ningún otro que yo hubiera 
oído, un corazón que latía y latía hasta que tuve que dejarte, tuve que alejarte de mí a menos 
que aceleraras mi pulso hasta causar mi muerte. Y Lestat me encontró; a mí, a Louis, el 
sentimental, el tonto, dándose un banquete con una niña de cabellos dorados, una Inocente 
Sagrada, una niña pequeñita. Te trajo del hospital donde te habían llevado y yo nunca supe lo 
que pensaba hacer, salvo lo que intuí. "Tómala, termínala", dijo él. Volví a sentir la pasión. Oh, 
ya sé que te he perdido ahora para siempre. ¡Lo puedo ver en tus ojos! Me miras como a los 
mortales, desde lejos, desde una fría región de autosuficiencia que no puedo entender. Pero yo 
lo hice. Volví a sentir por ti un hambre vil e insoportable, quise tu martilleante corazón, esta 
mejilla, esta piel. Eras rosada y fragante como los niños mortales, dulce con la pizca de sal y de 
polvo. Te volví a poseer. Y cuando pensé, sin que eso me importara, que tu corazón me 
mataría, él nos separó y, abriéndose su propia muñeca, te dio de beber. Y tú bebiste. Bebiste y 
bebiste hasta que casi lo desangraste y él quedó debilitado. Pero entonces ya eras una 
vampira. Esa misma noche, bebiste sangre humana y, desde entonces, lo has hecho cada noche. 
»Su rostro no había cambiado. Su piel era como la cera de las velas; únicamente sus ojos 
tenían vida. No había nada más que decirle. La bajé al suelo. 
»—Te tomé la vida —dije—. El te la devolvió. 
»—Y aquí está —dijo entre dientes—. ¡Y os odio a los dos! 
El vampiro se detuvo. 
—Pero, ¿por qué se lo contó usted? —preguntó el muchacho después de una pausa 
respetuosa. 
—¿Cómo podía no decírselo? —El vampiro lo miró con cierta perplejidad—. Tenía que 
saberlo. Tenía que sopesar una cosa con la otra. No era como si Lestat le hubiera sacado toda 
la vida como lo había hecho conmigo; yo la había atacado. ¡Se hubiera muerto! No hubiera 
tenido ninguna vida mortal. Pero ¿qué importancia tiene? Para todos nosotros es una cuestión 
de años. ¡Morir! Entonces lo que ella vio más gráficamente fue lo que sabían todos los 
hombres: que la muerte llega inevitable a menos que uno elija... ¡esto! 
Abrió las manos y se miró las palmas. 
—¿Y la perdió? ¿Se fue? 
—¡Irse! ¿Adonde podría haberse ido? Era una niña no más grande que esto. ¿Quién la 
hubiera hospedado? ¿Hubiera encontrado una tumba, como un mítico vampiro, para echarse 
entre los gusanos y las hormigas y para levantarse y vagar por algún pequeño cementerio y 
sus alrededores? Pero ésa no fue la razón para que no se fuera. Había algo en ella que estaba 
pegado a mí como toda ella podría haberlo estado. Lo mismo le sucedía a Lestat. ¡No podían 
soportar vivir solos! ¡Necesitábamos nuestra compañía! Una multitud de mortales nos rodeaba, 
empujando, ciegos, preocupados, y eran los consortes de la muerte. “Unidos en el odio”, me 
dijo ella después con calma. La encontré en el hogar vacío recogiendo los gajos pequeños de 
una alhucema. Me sentí tan aliviado de verla allí que hubiera hecho cualquier cosa, hubiera 
dicho cualquier cosa. Y cuando la oí que me preguntaba si le contaría todo lo que yo sabía, lo 
hice, contento. Porque todo el resto no era nada comparado con ese viejo secreto: que yo le 
había arrebatado la vida. Le conté de mí lo que te he contado a ti. Cómo llegó Lestat y lo que 
sucedió la noche que él la sacó del hospital. No hizo preguntas y, de tanto en tanto, alzaba la 
mirada de esas flores. Entonces, cuando hube terminado y estaba allí sentado mirando aquella 
calavera miserable de la chimenea y oyendo el suave sonido de los pétalos de las flores que 
caían en su falda y sintiendo un dolor sordo en mis miembros y en mi cabeza, ella me dijo: 
»—¡No te detesto a ti! 
»Me desperté. Ella saltó de los altos almohadones de damasco y vino hacia mí, cubierta por 
el aroma de las flores y con pétalos en las manos. 
»—¿Es éste el aroma de una niña mortal? —me susurró—. Louis, amado. 
»Recuerdo haberla abrazado y puesto mi cabeza en su pequeño pecho, aplastando sus 
hombros de pájaro, y sus manos pequeñas acariciando mi pelo, tranquilizándome, 
abrazándome. 
»—Yo fui mortal para ti —dijo, y cuando alcé la vista, la vi sonriente; pero la suavidad de sus labios era evanescente y, en un momento, su mirada pasó de largo como alguien escuchando 
una música distante, importante—. Tú me diste tu beso inmortal —dijo, pero no a mí sino a sí 
misma—. Tú me amaste con tu naturaleza de vampiro. 
»—Te amo ahora con mi naturaleza humana, si es que alguna vez la tuve —le dije. 
»—Ah, sí... —contestó ella, aún pensativa—. Sí, ése es tu fallo y la razón de por qué tu 
rostro se puso tan triste cuando dije, como dicen los mortales: ''Te odio"; y la razón de por qué 
me miras ahora así: la naturaleza humana. Yo no tengo naturaleza humana. Y ninguna historia 
del cadáver de la madre y de habitaciones de hotel donde los niños pueden aprender las 
monstruosidades que yo sé. Yo no tengo nada. Tus ojos se entristecen cuando te digo esto. No 
obstante, tengo tu lengua. Tu pasión por la verdad. Tú necesitas llevar la aguja de la mente 
hasta el corazón de las cosas, como el pico de un colibrí, que golpea con tal rapidez y 
salvajismo que los mortales piensan que no tiene patitas diminutas, que jamás se puede posar, 
que siempre va de una búsqueda a otra llegando al corazón de las cosas. Yo soy más tu ego 
de vampiro que tú mismo. Y ahora el sueño de sesenta y cinco años ha terminado. 
»¡El sueño de sesenta y cinco años ha terminado! Se lo oí, incrédulo, sin querer creer que 
ella sabía y había querido decir exactamente lo que había dicho. Porque había pasado 
justamente ese tiempo desde esa noche en que yo tratara de dejar a Lestat y fracasara; y me 
enamorara de ella y olvidara mi hormigueante cerebro, mis espantosas preguntas. Ahora ella 
tenía las espantosas preguntas a flor de labios y debía saber. Caminó lentamente por la 
habitación y tiró la alhucema estrujada a su alrededor. Rompió el tallo quebradizo y se lo llevó a 
los labios. Y, habiendo escuchado toda la historia, dijo: 
»—Entonces, él me hizo... para que fuera tu compañera. Ninguna cadena te podría haber 
sujetado en su soledad y él no te podía dar nada. Él no me da nada... Antes lo encontraba 
encantador, me gustaba su manera de caminar, la manera en que tocaba las piedras con su 
bastón y cómo me tenía en sus brazos. Y el abandono con que mataba, que era como yo lo 
sentía. Pero ya no lo encuentro encantador. Y tú nunca lo has encontrado así. Hemos sido sus 
marionetas, tú y yo; tú, quedándote para cuidar de mí, y yo, siendo tu compañera. Ya es hora 
de terminar con esto, Louis. Ya es hora de dejarlo. 
»Hora de dejarlo. 
»Hacía tanto tiempo que no pensaba en ello, que no soñaba con ello...; me había 
acostumbrado a él, como si fuera una condición de la misma vida. Pude oír un vago ruido, lo 
que significaba que él había entrado con el carruaje; que pronto estaría en las escaleras. Pensé 
en lo que siempre sentía cuando lo oía llegar, una vaga ansiedad, una vaga necesidad. 
Entonces, la idea de quedar libre de él para siempre pasó por mi mente como el agua que 
había olvidado; olas y olas de agua fresca. Entonces le dije en voz baja que él estaba llegando. 
»—Lo sé —dijo con una sonrisa—. Lo oí cuando dio vuelta a la esquina. 
»—Pero él jamás nos dejará ir —le susurré, aunque había comprendido las implicaciones de 
sus palabras; su sentido de vampira era agudo. Se puso en garde magníficamente—. Tú no lo 
conoces si piensas que nos dejará ir —le dije, alarmado ante su confianza—. No nos dejará ir. 
»Y ella, sonriente, dijo: »—Oh..., ¿en serio? 

»Entonces —prosiguió el vampiro tras una pausa—, acordamos hacer planes. De inmediato. 
A la noche siguiente vino mi agente con sus acostumbradas quejas sobre cómo hacer negocios 
a la luz de una vela miserable y recibió mis órdenes explícitas acerca de un crucero por el 
océano. Claudia y yo partiríamos en el primer barco que se hiciera a la mar y no importaba qué 
puerto fuera el destino. Y era de máxima importancia que se embarcara un gran arcón, un 
arcón que tendría que ser llevado con cuidado desde nuestra casa durante el día y puesto a 
bordo, no en la bodega sino en nuestra cabina. Y luego estaban los arreglos para Lestat. Yo 
había pensado dejarle las rentas de varias tiendas y casas en la ciudad y una pequeña 
compañía constructora que operaba en el Faubourg Marigny. Firmé inmediatamente estos 
papeles. Yo quería comprar nuestra libertad: convencer a Lestat de que nosotros únicamente 
queríamos hacer un viaje juntos y que él podía quedarse viviendo en el estilo al que estaba 
acostumbrado; contaría con su propio dinero y no tendría necesidad de venir a buscarme para 
nada. Durante todos esos años, yo había hecho que dependiera de mí. Por supuesto, exigía 
sus fondos como si yo únicamente fuera su banquero, y me agradecía con las palabras más 
mordaces que conocía; pero detestaba su dependencia. Yo esperaba distraer sus sospechas 
satisfaciendo su codicia. Convencido de que él podía leer la menor emoción en mi rostro, sentí 
más que miedo. No creía que fuera posible escaparnos de él. ¿Comprendes lo que eso 
significa? Actué como si lo creyese, pero no era así. 
»Claudia, en el interin, cortejaba con el desastre; su ecuanimidad me abrumaba mientras 
leía sus libros de vampiros y le hacía preguntas a Lestat. Permanecía indiferente ante los 
cáusticos arrebatos de éste; a veces hacía la misma pregunta una y otra vez en formas 
diferentes y considerando cuidadosamente cualquier pequeña información que él pudiera dejar 
escapar, pese a sí mismo. 
»—¿Qué vampiro te convirtió a ti? —le preguntaba sin sacar la vista de sus libros y dejando 
los párpados bajos para evitar sus miradas furibundas—, ¿Por qué nunca hablas de él? —
continuaba preguntando, como si sus furiosas objeciones no existieran. Parecía inmune a la 
irritación de Lestat. 
»—¡Sois unos codiciosos, vosotros dos! —dijo él la noche siguiente, mientras caminaba por 
toda la habitación, y miró a Claudia con ojos vengativos; ella estaba en su rincón, en el círculo 
de luz de una vela, con los libros a su alrededor—. ¡La inmortalidad no es suficiente para 
vosotros! ¡No! ¡Le miraríais los dientes al caballo regalado por el mismo Dios! Se le podría 
ofrecer a cualquier hombre de la calle y aceptaría de inmediato... 
»—¿Es lo que hiciste tú? —preguntó ella con suavidad, moviendo apenas los labios. 
»—Pero tú, tú tienes que saber la razón de ello. ¿Quieres que termine? ¡Te puedo dar la 
muerte con más facilidad de la que tuve al darte tu vida de ahora! 
»Se dirigió hacia ella, y la frágil llama de Claudia me arrojó encima la sombra de Lestat. 
Formó una aureola sobre su cabeza rubia y dejó su cara, salvo por la mejilla brillante, en la 
oscuridad. »—¿Quieres la muerte? 
»—La conciencia no es la muerte —susurró ella. 
»—¡Contéstame! ¿Quieres la muerte? 
»—Y tú das todas esas cosas. Proceden de ti. La muerte y la vida —dijo ella, riéndose de él. 
»—Sí —dijo él—. Lo hago. 
»—Tú no sabes nada —le dijo ella seriamente, y su voz era tan baja que el más mínimo 
ruido de la calle la podía interrumpir, alejar sus palabras, y me encontré haciendo un esfuerzo 
por escucharla desde mi posición, recostado en el respaldo de la silla—. Supongamos que el 
vampiro que te creó a ti no sabía nada, y el vampiro que creó a ese vampiro tampoco sabía 
nada y el vampiro anterior, tampoco, y así hasta que la nada procede de la nada, hasta que no 
hay más que nada. Y nosotros debemos vivir con el conocimiento de que no hay conocimiento. 
»—¡Sí! —exclamó él súbitamente, con su voz impregnada de algo distinto a la furia. 
»Quedó en silencio. Ella también. Él dio media vuelta lentamente, como si yo hubiera hecho 
algún movimiento que lo hubiese alertado, como si me hubiese levantado detrás de él. Me hizo 
recordar cómo giran los seres humanos cuando sienten mi aliento en su piel y, de repente, 
saben que allí donde pensaban estar completamente solos no lo están..., y luego ese momento 
de espantosa sospecha, antes de que vean mi rostro y abran la boca. Ahora me miraba y yo 
apenas podía ver el movimiento de sus labios. Y entonces lo sentí. Tenía miedo. Lestat tenía 
miedo. 
»Ella lo miraba con la misma mirada, sin la menor emoción ni pensamiento. 
»—Tú la infestaste con esto... —susurró él. 
»Encendió una cerilla con un ruido súbito, prendió las velas de la chimenea, levantó las 
pantallas opacas de las lámparas y paseó por la habitación encendiendo las luces hasta que la 
pequeña llama de Claudia quedó abatida; se apoyó de espaldas contra la chimenea, mirando 
de luz en luz, como si ellas restableciesen una especie de paz, y dijo: 
»—Voy a salir. 
»Ella se puso de pie apenas él pisó la calle; de improviso, se detuvo en medio de la 
habitación y se estiró, y su pequeña espalda se arqueó, con los brazos rígidos hasta sus 
puñitos y los ojos absolutamente cerrados un instante, y luego abriéndolos como si se 
despertara de un sueño. Hubo algo obsceno en su gesto; la habitación pareció temblar con 
el miedo de Lestat, e hizo un eco de su última respuesta. Ella se puso alerta. Debo de 
haber hecho algún movimiento involuntario para alejarme de ella, porque vino hasta el 
brazo de mi silla y, poniendo su mano sobre mí libro, un libro que hacía horas que no leía, 
me dijo: 
»—Ven conmigo. 
»—Tenías razón. Él no sabe nada. No nos puede decir nada —le dije. 
»—¿Pensaste alguna vez que lo podría hacer? —me preguntó con el mismo tono de 
voz—. Encontraremos a otros de nuestra especie. Los encontraremos en Europa central. 
Allí es donde viven en gran número. Los relatos, tanto de ficción como los de verdad, 
llenan volúmenes con esas cantidades. Estoy convencida de que todos los vampiros provienen de allí, si es que provienen de algún sitio. Le hemos aguantado demasiado 
tiempo. Vamos. Y deja que la carne instruya a la mente. 
»Pienso que sentí un temblor de deleite cuando ella pronunció esas palabras. "Y deja 
que la carne instruya a la mente." 
»—Deja el libro a un costado y mata —me susurró. 
»La seguí por las escaleras y el patio, y, por una callejuela, pasamos a otra calle. 
Entonces, se dio vuelta con los brazos extendidos para que la alzara en brazos, aunque, 
por supuesto, no estaba cansada; sólo quería estar cerca de mi oído, agarrarse de mi 
cuello. 
»—No le he contado mi plan: el viaje, el dinero —le dije, consciente de que había algo 
en ella más allá de mi comprensión, y ella, casi sin peso, siguió en mis brazos. 
»—Él mató al otro vampiro —dijo ella. 
»—No, ¿por qué dices eso? —le pregunté. Pero no me afligió que dijera eso; removió 
mi alma como si fuera un charco de agua quieta hasta entonces. Sentí como si ella me 
estuviera removiendo lentamente para algo; como si fuera el piloto de nuestra lenta 
caminata por la calle a oscuras. 
»—Porque ahora lo sé —dijo ella con autoridad—. El vampiro lo transformó en un esclavo y 
él lo mató. Lo mató antes de que supiera lo que quizá sabe ahora, y, entonces, presa del 
pánico, te hizo su esclavo. Y tú has sido su esclavo. 
»—En realidad, no... —le susurré; sentí que apretaba sus mejillas contra mis sienes; estaba 
fría y necesitaba matar—. No un esclavo. Una especie de cómplice estúpido —le confesé, me 
confesé a mí mismo, con mucha rabia en las entrañas y palpitación en las sienes, como si se 
me contrajesen las venas y mi cuerpo se convirtiera en un mapa de venas torturadas. 
»—No, un esclavo —insistió ella con su voz grave y monótona, como si estuviera pensando 
en voz alta y sus palabras fueran revelaciones, letras de un crucigrama—. Y yo liberaré a los 
dos. 
»Me detuve. Apretó su mano contra la mía, pidiéndome que continuara. Caminábamos por 
la ancha calle al lado de la catedral, hacia las luces de la plaza Jackson; el agua corría rápida 
por la alcantarilla en medio de la calle, plateada a la luz de la luna. 
»Ella dijo: 
»—Lo mataré. 
»Me quedé inmóvil al final de la calleja. Sentí que se movía en mis brazos; bajó como si 
lograra algo liberándose de mí sin la torpe ayuda de mis manos. La puse en la acera de piedra. 
Le dije que no, sacudí la cabeza. Tuve la sensación que te he descrito antes de que los 
edificios a mi alrededor —el cabildo, la catedral, los apartamentos a lo largo de la plaza— eran 
todos como la seda, y una ilusión, y se rasgarían de repente, con un viento horrible, y una 
grieta se abriría en la tierra, que era la única realidad. 
»—Claudia —le dije, apartando mi mirada. 
»—¿Y por qué no matarlo? —dijo ahora, alzando la voz hasta que chilló—. ¡No me sirve 
para nada! ¡No le puedo sacar nada! Y él me causa dolor, ¡algo que no toleraré! »—¿Y si no es tan inútil? —le dije. Pero la vehemencia era falsa. Desesperada. ¡Estaba tan 
alejada de mí, con sus pequeños hombros erguidos y decididos, y su paso rápido, como una 
niñita que, al salir los domingos con sus padres, quiere caminar adelante y simular que está 
sola!—. ¡Claudia! —llamé, y la alcancé de inmediato; le toqué la pequeña cintura y sentí que se 
endurecía como el hierro—. ¡Claudia, tú no lo puedes matar! 
—le susurré; ella dio unos pasos atrás, saltando, resonando en las piedras y salió a la calle 
abierta. Un cabriolé pasó a nuestro lado y oímos unas carcajadas y el ruido de los caballos y 
las ruedas. Luego la calle quedó en silencio. La seguí por ese espacio inmenso hasta las 
puertas de la plaza Jackson, donde se aferró a las rejas. Me acerqué a ella. 
»—No me importa lo que sientas, lo que digas; no puedes hablar seriamente de matarlo —le 
dije. 
»—¿Y por qué no? ¿Piensas que es tan fuerte? —me preguntó, con los ojos fijos en la 
estatua, como dos inmensos pozos de luz. 
»—¡Es más fuerte de lo que te imaginas! ¡Más fuerte de lo que sueñas! ¿Cómo piensas 
matarlo? No puedes competir con su destreza. ¡Tú lo sabes! —le dije, casi rogándole, pero 
pude darme cuenta de que estaba absolutamente imperturbable, como un niño que mira 
fascinado la vitrina de una tienda de juguetes. 
»Movió de pronto la lengua entre los dientes y se tocó el labio inferior con una rápida lamida 
que me provocó un pequeño sobresalto. Saboreé sangre. Sentí algo palpable e indefenso en 
mis manos. Quería matar. Podía oír y oler a los humanos en los senderos de la plaza, 
moviéndose en el mercado, caminando por el muelle. Estaba a punto de cogerla, hacerla que 
me mirase, sacudirla, de ser necesario, obligarla a escucharme, cuando se volvió hacia mí con 
sus grandes ojos líquidos. 
»—Te quiero, Louis —me dijo. 
»—Entonces, escúchame, Claudia, te lo ruego —susurré, aferrándome a ella, alerta de 
pronto por una cercana serie de susurros, y la lenta y creciente articulación de las 
conversaciones humanas por encima de los sonidos entremezclados de la noche—. Te 
destruirá si tratas de matarlo. No hay manera de que puedas hacer eso con seguridad. No 
conoces la manera. Y, poniéndote en su contra, lo perderás todo. Claudia, no puedo soportar 
eso. 
»Hubo una sonrisa casi imperceptible en sus labios. 
»—No, Louis —murmuró—. Lo puedo matar. Y ahora te quiero contar algo más, un secreto 
entre tú y yo. 
»Sacudí la cabeza, pero ella se apretó aún más contra mí y bajó los párpados, de modo que 
sus frondosas cejas casi me acariciaban las mejillas. 
»—El secreto es, Louis, que deseo matarlo. Lo disfrutaré. 
»Me arrodillé a su lado, mudo, y sus ojos me estudiaban como lo habían hecho con tanta 
frecuencia en el pasado; y, luego, ella dijo: 
»—Mato a seres humanos todas las noches. Los seduzco, los acerco a mi lado con un 
hambre insaciable, una constante búsqueda sin fin de algo..., algo que no sé lo que es... —Se puso los dedos sobre los labios y los apretó, y su boca se abrió a medias y pude ver el brillo de 
sus dientes—. No me importa nada de dónde vienen, ni a dónde van, si no los he encontrado 
en mi camino. ¡Pero él no me gusta! Quiero que muera y lo tendré muerto. Lo disfrutaré. 
»—Pero, Claudia, no es mortal. Es inmortal. Ninguna enfermedad lo puede afligir. La edad 
no lo abruma. ¡Amenazas una vida que puede llegar al fin del mundo! 
»—¡Ah, sí, eso es precisamente! —dijo ella con un miedo reverencial—. Una vida que 
podría haber vivido durante siglos. ¡Qué sangre, qué poderío! ¿Piensas que tendré su poder y 
el mío cuando se lo arrebate? 
»Entonces, me enfurecí. Me puse de pie súbitamente y me separé de ella. Podía oír el 
susurro de los humanos a mí alrededor. Susurraban del padre y de la hija, de esa frecuente 
visión de devoción amorosa. Me di cuenta de que hablaban de nosotros. 
»—No es necesario —le dije a ella—. Supera cualquier necesidad, todo sentido común, 
toda... 
»—¡Qué! ¿Humanidad? Es un asesino —murmuró—. Un depredador solitario —repitió el 
propio término de Lestat, burlándose—. No interfieras conmigo ni quieras saber cuándo pienso 
hacerlo ni te interpongas entre nosotros... —Entonces levantó las manos para hacerme callar y 
tomó las mías con mucha fuerza, con sus pequeños dedos apretando, torturando mi piel—. Si 
lo haces, ocasionarás mi destrucción con tu interferencia. No se me puede desalentar. 
»Y se alejó en un remolino de lazos de sombrero y ecos de pasos. Me di vuelta, sin prestar 
atención a la dirección que tomaba, deseando que la ciudad me tragara, consciente ahora del 
hambre que crecía hasta abrumar mi razón. Casi detesté tener que ponerle punto final. 
Necesitaba dejar que la lujuria y la excitación destruyeran toda mi conciencia, y pensé en matar 
una y otra vez, caminando lentamente por esa calle y la siguiente, moviéndome 
inexorablemente hacia la muerte, diciendo: "Es un hilo que me empuja por el laberinto. No tiro 
del hilo. El hilo tira de mí...". Me quedé inmóvil en la rué Conti, escuchando un rugido sordo, un 
sonido conocido. Eran los esgrimistas, arriba, en el salón, avanzando en el piso de madera, 
precipitándose, adelante, atrás, y el entrechocar plateado de las espadas. Me apoyé en una 
pared desde donde los podía ver a través de las altas ventanas desnudas: los jóvenes 
batiéndose en la noche, el brazo izquierdo curvo como el brazo de un bailarín, la gracia 
acercándose a la muerte, la gracia lanzándose al corazón; las imágenes del joven Freniere 
empuñando ahora hacia adelante la hoja de plata, o siendo empujada por ella hasta el infierno. 
Alguien había llegado a la calle por los angostos escalones de madera; un chico, un chico tan 
joven que estaba colorado y encendido por la esgrima, y bajo su elegante abrigo gris y su 
camisa de seda flotaba el dulce aroma de la colonia y las sales. Pude sentir su calor cuando 
salió a la luz mortecina de la calle. Se reía consigo mismo, hablando casi imperceptiblemente, 
con su pelo castaño cayéndosele sobre los ojos mientras caminaba, sacudiendo la cabeza, con 
los rizos que subían y bajaban. Y entonces se detuvo en seco, con sus ojos fijos en mí. Miró y 
sus párpados temblaron un poco y se rió nerviosamente. 
»—Perdóneme —dijo a continuación en francés—. ¡Me asustó! 
»Y cuando se movió para hacer una reverencia ceremoniosa y quizá pasar a mi lado, se quedó inmóvil y la sorpresa le cruzó el rostro. Pude ver latir su corazón en la carne rósea de 
sus mejillas, oler el súbito sudor de su cuerpo fuerte y joven. 
»—Me viste a la luz del farol —le dije—. Y mi cara te pareció la máscara de la muerte. 
»Abrió los labios y los cerró e, involuntariamente, asintió, con los ojos deslumbrados. 

»—¡Vete! —le dije—. ¡Rápido! 
El vampiro hizo otra pausa, y luego se movió como si quisiera continuar. Pero estiró sus 
largas piernas debajo de la mesa y, echándose para atrás, se llevó las manos a la cabeza 
haciendo una gran presión en sus sienes. 
El entrevistador, que estaba acurrucado y con los brazos cruzados, se relajó. Miró las cintas 
y luego al vampiro. 
—Pero usted mató a alguien esa noche. 
—Todas las noches —dijo el vampiro. 
—¿Por qué lo dejó ir, entonces? —preguntó el chico. 
—No lo sé —dijo el vampiro, pero no empleó el tono de no saberlo, realmente, sino de no 
querer comentarlo—. Pareces cansado —dijo el vampiro—. Pareces tener frío. 
—No tiene importancia —dijo rápidamente el muchacho—. La habitación está un poco 
destemplada. No me importa. Usted no tiene frío, ¿verdad? 
—No. —El vampiro sonrió y, entonces, sus hombros se sacudieron con una súbita risa. 
Pasó un momento en el que el vampiro pareció estar pensando y el muchacho estudiando el 
rostro del vampiro. Los ojos del vampiro se posaron en el reloj del entrevistador. 
—Ella no tuvo éxito, ¿no es así? —preguntó en voz baja el muchacho. 
—¿Qué te imaginas, honestamente? —preguntó el vampiro. Se había vuelto a apoyar en el 
respaldo de la silla. Miró fijamente al muchacho. 
—Que ella..., como usted dice..., fue destruida —dijo el muchacho, y pareció sentir las 
palabras, de modo que tragó saliva después de haber dicho destruida—. ¿Fue así? 
—¿No piensas que ella lo pudiera lograr? —preguntó el vampiro. 
—Él era tan poderoso... Usted mismo dijo que nunca supo el poder que tenía, los secretos 
que conocía. ¿Cómo podía ella estar segura de matarlo? ¿Cómo lo intentó? 
El vampiro miró al muchacho largo rato, con una expresión ilegible para el joven 
entrevistador, que se encontró mirando para otro lado como si los ojos del vampiro fueran luces 
ardientes. 
—¿Por qué no bebes de la botella que tienes en el bolsillo? —preguntó el vampiro—. Te 
dará calor. 
—Oh, eso... —dijo el muchacho—. Estaba a punto de... El vampiro se rió. 
—¡Y pensaste que sería una falta de educación! —dijo, y se dio una súbita palmada en la 
pierna. 
—Es verdad —dijo el muchacho, y se encogió de hombros, ahora sonriente. Sacó un 
pequeño frasco del bolsillo de su chaqueta, abrió la tapa dorada y tomó un trago. Levantó la 
botella en dirección al vampiro. —No —dijo el vampiro e hizo un gesto con la mano para rechazar la oferta. 
Entonces volvió a ponerse serio y continuó hablando. 
—Lestat tenía un músico amigo en la rué Dumaine. Lo habíamos visto en un recital en casa 
de Madame LeClair, que también vivía allí, pues en aquel entonces era una calle que estaba 
muy de moda; y esta Madame LeClair, con quien también Lestat se divertía de vez en cuando, 
le había encontrado al músico una habitación en una mansión cercana, donde Lestat lo visitaba 
a menudo. Te conté que jugaba con sus víctimas, se hacía amigo de ellas, las seducía hasta 
que confiaban en él y le tenían simpatía, antes de matarlas. Aparentemente, jugaba con este 
muchacho, aunque su amistad había durado más que ninguna de las anteriores que yo había 
visto. El joven componía buena música y a menudo Lestat traía nuevas partituras a casa y 
tocaba las canciones en el gran piano de nuestra sala. El chico tenía talento, pero se podía ver 
que su música no tendría éxito porque era demasiado perturbadora. Lestat le daba dinero y se 
pasaba las tardes con él; con frecuencia lo llevaba a restaurantes a los que el joven no podría 
haberse permitido el lujo de ir por su cuenta, y le compraba todas las partituras y los lápices 
para que escribiera su música. 
»Como te dije, esa amistad había durado mucho más que cualquiera de las anteriores de 
Lestat. Y yo no podía saber si en realidad se había hecho amigo de un mortal, pese a sí mismo, 
o si simplemente planeaba una gran traición y una crueldad especiales. Varias veces había 
indicado a Claudia y a mí que pensaba matar directamente al muchacho, pero no lo había 
hecho. Y, por supuesto, nunca le hice esa pregunta porque no valía la pena el escándalo que 
hubiera armado. ¡Lestat, encariñado con un mortal! Probablemente hubiera roto los muebles de 
la sala en un ataque de furia. 
»A la noche siguiente —después de la que acabo de describirte—, me irritó miserablemente 
pidiéndome que fuera con él al piso del músico. Estaba evidentemente simpático, en uno de 
esos días en que quería mi compañía. Cuando se divertía, le sucedía eso. Deseaba ver una 
buena obra de teatro, una ópera, un ballet, y siempre quería que lo acompañase. Pienso que 
debo de haber visto Macbeth con él unas quince veces, íbamos a cada actuación, incluso a las 
de aficionados, y Lestat luego caminaba a casa, repitiendo líneas conmigo e incluso gritando a 
los transeúntes con un dedo estirado: "Mañana, y mañana, y mañana", hasta que nos evitaban 
como si estuviésemos ebrios. 
Pero esta efervescencia era febril y muy susceptible de terminar en un santiamén; nada más 
que una o dos palabras de simpatía de mi parte, alguna sugerencia de que había encontrado 
agradable su compañía, podían borrar esas situaciones durante meses. Incluso años. Pero 
ahora se acercó a mí muy simpático y me pidió que lo acompañara al cuarto del joven. Hasta 
me apretó el brazo cuando me lo pidió. Y yo, aburrido, paralizado, le di una excusa miserable 
—pensando únicamente en Claudia, en el agente, en el desastre inminente—. Lo podía sentir y 
me pregunté si él no lo sentía. Y, por último, recogió un libro del suelo y me lo arrojó, gritando: 
»—¡Lee entonces tus malditos poemas! ¡Púdrete! 
»Y se alejó hecho una furia. 
»Esto me preocupó. No te puedes imaginar lo que me preocupó. Quería que él siguiera frío, impasible, distante. Resolví rogarle a Claudia que se olvidara del asunto. Me sentí impotente y 
terriblemente cansado. Pero la puerta de Claudia estuvo cerrada hasta que salió y yo sólo la 
había visto un segundo mientras Lestat hablaba, una visión de lazos y hermosura mientras se 
ponía el abrigo; nuevamente las mangas anchas y un lazo violeta en el pecho, sus medias 
blancas de hilo bajo el dobladillo de su pequeño vestido y sus zapatitos de un blanco 
inmaculado. Me lanzó una mirada distante al salir. 
»Cuando regresé más tarde, saciado y por un rato demasiado perezoso como para que me 
molestaran mis pensamientos, empecé a sentir gradualmente que ésa sería la noche. Ella lo 
intentaría esa noche. 
»No te puedo decir cómo lo supe. Había cosas en el piso que me molestaban, me alertaban. 
Claudia se encerró en la sala trasera. Y me pareció escuchar otra voz, un susurro. Claudia 
jamás traía a nadie al piso; nadie, salvo Lestat, lo hacía. Él sí traía a sus mujeres. Pero supe 
que allí había alguien; sin embargo, no me llegó ningún olor, ningún sonido preciso. Luego, 
hubo aromas de comida y bebida. Y los crisantemos estaban en la jarra de plata; flores que 
para Claudia significaban la muerte. 
»Luego vino Lestat, cantando algo entre dientes. Su bastón hizo un ruido continuo en la 
barandilla de la escalera de caracol. Vino por el largo pasillo, con su rostro encendido por la 
matanza, y los labios rojos, y puso su música en el piano. 
»—¿Lo maté o no lo maté? —me hizo la pregunta, señalándome con un dedo—. ¿Qué 
opinas? 
»—No lo hiciste —dije torpemente—. Porque me invitaste a ir contigo y jamás compartes 
conmigo tus muertes. 
»—Ah, pero... ¡lo maté porque me enfureciste rechazando mi invitación! —dijo, y levantó de 
un golpe la tapa del teclado. 
»Pude ver que continuaría en esa vena hasta la madrugada. Estaba excitado. Lo miré 
tocando la música, pensando, ¿Puede morir? ¿Puede realmente morir? ¿Y ella piensa hacerlo? 
En un momento, quise ir a verla y decirle que abandonara todo, incluso el proyectado viaje, y 
que viviéramos como hasta entonces. Pero tuve la sensación de que ya no habría marcha 
atrás. Desde el día en que ella había empezado a hacerle preguntas, esto —fuera lo que 
fuese— era inevitable. Y sentí un peso encima de mí clavándome en la silla. 
»Hizo dos acordes con las manos. Tenía un gran alcance y, en una vida mortal, hubiera sido 
un buen pianista. Pero tocaba sin sentimiento, siempre estaba fuera de la música, sacándola 
del piano como por arte de magia, por el virtuosismo de sus sentidos y su dominio de vampiro; 
la música no salía a través de él, no era arrancada por él mismo. 
»—Y bien, ¿lo maté o no lo maté? —volvió a preguntarme. 
»—No, no lo hiciste —le respondí, aunque fácilmente podría haber asegurado lo contrario. 
Me concentraba en mantener la máscara. 
»—Tienes razón. No lo hice —dijo—. Me excita estar a su lado, pensarlo una y otra vez: lo 
puedo matar y lo haré, pero no ahora. Y luego lo dejaré y encontraré a alguien que se le 
parezca lo más posible. Si tuviera hermanos..., los mataría uno a uno —dijo, con una especie de rugido burlón—. A Claudia le gustan las familias. Hablando de familias, supongo que lo has 
oído. Se supone que la casa Freniere está encantada; no pueden conservar ningún 
superintendente y los esclavos se escapan inevitablemente uno tras otro. 
»Esto era algo de lo que yo no quería oír hablar. Babette había muerto joven, demente; al 
final, no le permitían caminar por las ruinas de Ponte du Lac, porque ella insistía en que allí 
había visto al diablo y que lo debía encontrar; oí hablar de ello. Y luego vinieron las noticias del 
funeral. Yo había pensado de tanto en tanto ir a verla, tratar de encontrar algún medio de 
rectificar lo que había hecho; en otras ocasiones, pensé que el tiempo todo lo curaría. En mi 
nueva vida de matanzas nocturnas, me había alejado de la intimidad sentida con ella o con mi 
hermana o con cualquier mortal. Y observé la tragedia finalmente como desde un palco del 
teatro, emocionado de tanto en tanto, pero nunca lo suficiente como para bajarme por las 
barandillas y sumarme a los actores en el escenario. 
»—No hables de ella —le dije. 
»—Muy bien. Hablaba de la plantación. No de ella. ¡Ella! Tu dama amorosa, tu fantasía —
me sonrió—. ¿Sabes?, al final todo salió como yo quería, ¿no es así? Pero te cuento de mi 
joven amigo y cómo... 
»—Ojalá tocaras su música —dije en voz baja, sin agresividad, pero lo más persuasivo 
posible. 
»A veces esto funcionaba con Lestat. Si yo le decía algo específicamente correcto, se ponía 
a hacerlo. Y entonces lo hizo; con una leve mueca, como diciendo: "Tú, tonto", empezó a tocar 
la música. Oí las puertas de la sala trasera y los pasos de Claudia por el corredor. "No vengas, 
Claudia —pensé yo, sintiéndola—, aléjate antes de que todos quedemos destrozados." Pero 
ella vino y se detuvo ante el espejo del pasillo. Pude oírla abrir la pequeña mesa tocador y 
luego el susurro de su peine. Tenía un perfume floral. Me di vuelta lentamente para verla 
cuando apareciese en la puerta, aún de blanco, y se encaminara por la alfombra hacia el piano 
en silencio. Se quedó al lado del teclado, con sus manos sobre la madera, su mentón sobre las 
manos y los ojos fijos en Lestat. 
»Pude ver el perfil de Lestat y la pequeña cara de Claudia más allá, mirándolo. 
»—¿Qué pasa ahora? —dijo él, doblando la página y dejando que su mano le cayera sobre 
la pierna—. Me irritas. ¡Tu mera presencia me irrita! 
»Volvió la vista a la página. 
»—¿De verdad? —dijo ella con su voz más dulce. 
»—Sí. Y te diré algo más. He conocido a alguien que sería mucho mejor vampiro que tú. 
»Esto me dejó perplejo. Pero no tuve necesidad de decirle que continuara. 
»—¿Entiendes lo que quiero decir? —prosiguió. 
»—¿Se supone que lo dices para asustarme? —preguntó ella. 
»—Eres una malcriada porque eres la única niña —dijo él—. Necesitas un hermano. O, más 
bien, yo necesito un hermano. Me aburrís vosotros dos. Unos vampiros egoístas, 
meditabundos, que agobiáis nuestras propias vidas. No me gusta. 
»—Supongo que podríamos poblar el mundo de vampiros, sólo nosotros tres —dijo ella. »—¿Lo crees? —dijo él, sonriente, y en su voz hubo una nota de triunfo—. ¿Piensas que lo 
podrías hacer? Supongo que Louis te ha contado cómo se hace o lo que él piensa que se debe 
hacer. Vosotros no tenéis ese poder. Ninguno de los dos. 
»Esto pareció perturbarla. Era algo que ella no había previsto. Lo estudiaba. Pude ver que 
no se lo creía por completo. 
»—¿Y quién te dio ese poder? —preguntó ella en voz baja, pero con un dejo de sarcasmo. 
»—Eso, querida mía, es algo que jamás sabrás. Porque hasta el Erebus en que vivimos 
debe tener su aristocracia. 
»—Eres un mentiroso —dijo ella con una corta carcajada y, en el instante en que él volvió a 
posar los dedos en el teclado, prosiguió—: Pero tú dificultas mis planes. 
»—¿Tus planes? 
»—Vine en son de paz a ti, aunque seas el padre de las mentiras. Tú eres mi padre —dijo 
ella—. Quiero hacer las paces contigo. Quiero que las cosas sean como antes. 
»Entonces él fue el incrédulo. Me echó una mirada, luego la miró a ella. 
»—Eso puede ser. Pero entonces deja de hacerme preguntas. Deja de seguirme. Deja de 
buscar vampiros en todas las callejuelas. ¡No hay otros vampiros! Aquí es donde vives y aquí 
es donde debes quedarte. —Pareció confuso un momento, como si el volumen de su propia 
voz lo confundiera—. Cuidaré de ti. Tú no necesitas nada. 
»—Y tú no sabes nada y, por eso, detestas mis preguntas. Todo está en claro. Por tanto, 
tengamos paz porque no podemos tener nada más. Tengo un regalo para ti. 
»—Espero que sea una mujer hermosa con unos atractivos que tú jamás tendrás —dijo él, y 
la miró de arriba abajo. 
»Ella cambió de cara. Fue como si casi perdiera un dominio que jamás la había visto perder. 
Pero entonces movió la cabeza y, estirando un brazo pequeño y redondo, le tiró de la manga. 
»—He hablado en serio. Estoy harta de discutir contigo. El infierno es odio, gente que vive 
en odio eterno. Nosotros no estamos en el infierno. Puedes aceptar el regalo o no. No me 
importa. Pero terminemos de una vez por todas con este problema. Antes de que Louis, 
disgustado, nos abandone a ambos. 
»Lo obligó a que dejara el piano, bajó la tapa de madera sobre el teclado e hizo girar el 
taburete para que los ojos de Lestat le siguieran hasta la puerta. 
»—Hablas en serio. Un regalo. ¿Qué quieres decir con un regalo? 
»—No te has alimentado lo suficiente. Lo puedo ver por tu color, por tus ojos. Nunca estás 
lo bastante alimentado a esta hora. Digamos que te puedo hacer disfrutar mucho. Dejad que 
los niños vengan a mí —susurró ella y se fue. Él me miró. Yo no dije nada. Era como si hubiera 
estado intoxicado. Noté la curiosidad en su rostro, la sospecha. La siguió por el pasillo. Y luego 
oí que emitía un largo y consciente gemido, una mezcla perfecta de hambre y lujuria. 
»Cuando llegué a la puerta, y tardé un rato, él estaba agachado sobre el sofá. Allí había dos 
niños, echados entre los cojines suaves de terciopelo, totalmente abandonados al sueño como 
hacen los niños, con las bocas sonrojadas abiertas, sus caras redondas y pequeñas, suaves. 
Tenían la piel húmeda, radiante; los rizos del más moreno caían sobre su frente, húmedos y pegados a la piel. De inmediato vi, por su ropa idéntica y pobre, que se trataba de huérfanos. Y 
se habían devorado lo que les habían servido con nuestra mejor vajilla. El mantel estaba 
salpicado de vino y una pequeña botella estaba en medio de los platos y los cubiertos 
grasientos. Pero en la habitación había un aroma que no me gustó. Me acerqué, para ver mejor 
a los dos pequeños dormidos, y pude ver que tenían los cuellos desnudos pero que nadie los 
había tocado. Lestat se había agachado al lado del más moreno; era, de lejos, el más hermoso. 
Podría haber sido elevado a la cúpula pintada de una catedral. No tenía más de siete años, 
pero poseía una belleza perfecta que es asexual y angelical. Lestat le pasó suavemente la 
mano por el cuello pálido y luego rozó los labios sedosos. Dejó escapar un suspiro que tenía 
una anticipación deseosa, dulce, dolorosa. 
»—Oh..., Claudia... —suspiró—. Te has lucido. ¿Dónde los encontraste? 
»Ella no dijo nada. Se había vuelto a un sillón oscuro y estaba sentada entre dos grandes 
cojines, con sus piernas estiradas, los tobillos cayendo de modo que no se podían ver las 
plantas de sus hermosos zapatos sino los costados curvos, sus ornamentos delicados. 
»Miraba a Lestat. 
»—Ebrios con brandy —dijo—. Una copita —y señaló la mesa—. Pensé en ti cuando los vi... 
Pensé que si los compartía contigo, me perdonarías. 
»Él se quedó encantado con el piropo. La miró, estiró una mano y la tomó del fino tobillo. 
»—¡Tontita! —susurró, y se rió; pero entonces se calló como no queriendo despertar a los 
niños condenados. Le hizo a ella un gesto íntimo, seductor—. Ven a sentarte a su lado. Tú 
coges éste y yo el otro. Ven. 
»La abrazó cuando ella pasó a su lado y la puso al lado del otro niño. Acarició el pelo 
húmedo del niño, le pasó los dedos por los párpados redondos y por el borde de las cejas. Y 
luego puso toda su mano suave sobre la cara del niño y le acarició las sienes, las mejillas y el 
mentón, masajeando la piel joven. Se había olvidado de que estábamos allí, pero retiró la mano 
y se quedó inmóvil un instante, como si su deseo lo marease. Miró al techo y luego puso manos 
a la obra. Dobló lentamente la cabeza del niño sobre el sofá y los párpados del niño se 
pusieron tensos un segundo y un gemido escapó de sus labios. 
»Los ojos de Claudia estaban fijos en Lestat, aunque levantó la mano izquierda y 
lentamente desabrochó los botones del niño que estaba a su lado y metió la mano bajo la 
mísera camisa y sintió la piel desnuda. Lestat hizo otro tanto; pero súbitamente, su mano cobró 
vida propia, se deslizó bajo la camisa y rodeó el cuerpo del niño en un cálido abrazo, 
acercándoselo de modo que su cara quedó hundida en el cuello del niño. Movió los labios por 
el cuello y el pecho y los diminutos pezones. Entonces, pasó su otro brazo por la camisa 
abierta, de modo que el niño quedó indefenso, lo apretó aún más entre sus brazos y le hundió 
los dientes en la garganta. La cabeza del niño cayó hacia atrás, se le soltaron los rizos, y 
nuevamente dejó escapar un leve gemido y movió los párpados, pero no los abrió. Y Lestat se 
arrodilló, con el niño apretado contra él, chupando, con su propia espalda arqueada y rígida. Su 
cuerpo se movía hacia atrás y hacia adelante, transportando al niño, y sus gemidos 
prolongados subían y bajaban siguiendo el ritmo de su lenta oscilación, hasta que, de repente, todo su cuerpo se puso tenso y sus manos parecieron buscar algún medio para alejarse del 
niño, como si éste fuese una carga inútil que colgara de él; y por último abrazó al niño 
nuevamente y, lentamente, lo recostó en los mullidos cojines, chupando menos, ahora casi de 
forma inaudible. 
»Se apartó. Sus manos presionaron al niño. Se arrodilló con la cabeza hacia atrás, y sus 
largos cabellos rubios cayeron despeinados. Y entonces, lentamente, se echó en el suelo, 
doblándose, la espalda contra la pata del sillón. 
»—Ah..., Dios —susurró con la cabeza hacia atrás y los párpados semicerrados. Pude ver 
que el color le subía por las mejillas, le llegaba a las manos. Una mano se apoyó en su rodilla, 
temblorosa y luego cayó inmóvil. 
»Claudia no se había movido. Permanecía como un ángel de Botticelli al lado del niño ileso. 
El cuerpo del otro niño ya se había encogido, el cuello como un tallo fracturado, la cabeza 
pesada cayendo ahora en un ángulo torpe, el ángulo de la muerte, sobre el almohadón. 
»Pero algo estaba mal. Lestat miraba al techo. Pude ver su lengua entre los dientes. Estaba 
demasiado inmóvil, como si intentase decir algo, pasar la barrera de los dientes y tocarse los 
labios. Pareció temblar de forma convulsiva... Entonces se relajó pesadamente; no obstante, no 
se movió. Un velo había caído sobre sus claros ojos grises. Miraba al techo. Y un sonido partió 
de su garganta. Salí de las sombras del corredor, pero Claudia dijo con tono decidido: 
»—¡Vuelve atrás! 
»—... Louis... —dijo él, por fin lo pude oír—, Louis..., Louis... 
»—¿No te gusta, Lestat? —le preguntó ella. 
»—Algo está mal —murmuró él, y abrió los ojos como si hablara con un esfuerzo colosal; no 
se podía mover, no se podía mover para nada—. ¡Claudia! —Aspiró aire nuevamente y sus 
ojos rodaron en dirección a ella. 
»—¿No te gusta la sangre de los niños?... —preguntó ella en voz baja. 
»—Louis... —susurró él, levantando por último la cabeza por un instante: volvió a caer en el 
sofá—. Louis, es..., es... ajenjo. Demasiado ajenjo. Me ha envenenado. Louis... —trató de 
levantar una mano. Me acerqué más y sólo la mesa nos separó. 
»—¡Atrás! —repitió ella; y entonces saltó del sofá y se acercó a él, mirándolo a la cara como 
él había mirado a los niños—. Ajenjo, padre —dijo ella—. ¡Y láudano! 
»—¡Demonio! —le dijo él—. Louis..., ponme en mi ataúd. —Trató de levantarse—. ¡Ponme 
en mi ataúd! 
»Su voz fue ronca, apenas audible. La mano tembló, se levantó y cayó. 
»—Yo te pondré en tu ataúd, padre —dijo ella como si lo estuviera calmando—. Te pondré 
allí para siempre. 
»Y entonces, de abajo de los almohadones del sofá, sacó un cuchillo de cocina. 
»—¡Claudia! ¡No hagas eso! —le dije yo. Pero ella me miró con una virulencia como nunca 
le había visto en su expresión. Y, mientras yo me quedaba paralizado, ella le abrió la garganta 
y él dejó escapar un grito agudo y sofocado. 
»—¡Dios mío! —gritó—. ¡Dios! »La sangre manó sobre su camisa, por el abrigo. Manó como jamás podría haberlo hecho 
de un ser humano; toda la sangre con que se había alimentado antes del niño y la del niño; y 
movía la cabeza haciendo un sonido burbujeante. Ella le hundió el cuchillo en el pecho y él se 
agachó hacia adelante, con la boca abierta, sus colmillos al descubierto, las dos manos 
tratando, convulsivas, de asir el cuchillo, revoloteando alrededor del mango. Levantó la vista 
hasta mí, con el pelo sobre los ojos. 
»—¡Louis! ¡Louis! 
»Dejó escapar un gran gemido y cayó de costado en la alfombra. Ella se quedó mirándolo. 
La sangre corría por todos lados como agua. El gruñía, tratando de levantarse, con un brazo 
encogido debajo de su pecho y el otro moviéndose por el suelo. Y, entonces, de repente, ella 
se arrojó sobre él y, aferrándose de su cuello con ambas manos, le hundió los dientes mientras 
él se defendía. 
»—¡Louis! ¡Louis! —gimió una vez más, luchando, intentando desesperadamente alejarla; 
pero ella quedó encima de él, y su cuerpo, levantado por el hombro de Lestat, se sacudió y 
cayó nuevamente hasta que se separó; y, cuando encontró el suelo, se alejó rápidamente de 
él, con sus manos en los labios. Mi cuerpo estaba convulso por lo que acababa de presenciar, 
y me sentía incapaz de seguir mirando. 
»—Louis —dijo ella, pero yo sólo sacudí la cabeza; por un instante, toda la casa pareció 
oscilar; pero ella insistía—. Louis, mira lo que le pasa. 
»Había dejado de moverse. Estaba echado de espaldas. Y todo el cuerpo le temblaba, se le 
secaba; la piel estaba gruesa y arrugada y tan blanca que se le veían todas las pequeñas 
venas. Quedé perplejo, pero no pude apartar la vista, ni siquiera cuando la forma de los huesos 
empezó a asomar, sus labios retrocedieron hasta los dientes, la piel de la nariz se secó y 
mostró dos grandes agujeros. Pero sus ojos siguieron iguales, mirando enloquecidos al techo, 
con el iris bailoteando de una punta a la otra, mientras la carne se hundía hasta los huesos y se 
convertía en un pergamino que tapaba al esqueleto. Por último, puso los ojos en blanco y así 
quedó, sólo una masa de rizado cabello rubio, un abrigo, un par de botas brillantes y ese horror 
que había sido Lestat; y yo lo miré, desesperado. 
»Durante largo rato. Claudia simplemente se quedó allí. La sangre había empapado la 
alfombra, ensombreciendo las flores bordadas. Brillaba pegajosa y negra sobre los suelos. 
Había manchado el vestido, los zapatos blancos, las mejillas de Claudia. Se limpió con una 
servilleta arrugada, trató de limpiarse las manchas del vestido y, entonces, me dijo: 
»—¡Louis, debes ayudarme a sacarlo de aquí! 
»—No —contesté. Y le di la espalda; ella seguía con el cadáver a sus pies. 
»—¿Estás loco, Louis? ¡No puede quedarse aquí! —me dijo—. Y los niños. ¡Debes 
ayudarme! El otro ha muerto del ajenjo. ¡Louis! 
»Yo sabía que tenía razón, que era necesario. No obstante, me pareció algo imposible. 
»Tuvo que rogarme; casi me llevó de la mano. Encontramos el horno de la cocina aún 
repleto con los huesos de la madre y la hija que ella había asesinado; un acto peligroso, una 
estupidez. Entonces ella metió los cadáveres en un saco y lo arrastró por las piedras del patio hasta el coche. Yo mismo até el caballo, dejando dormir al soñoliento cochero, y conduje el 
carruaje a las afueras de la ciudad, rápidamente, en dirección al pantano St. Jean, que se 
extendía hasta el lago Pontchartrain. Ella se sentó a mi lado, en silencio, hasta que pasamos 
las puertas iluminadas de las pocas casas rurales y el camino se angostó y se volvió 
escabroso; el pantano se extendía a ambos lados y era como un muro al parecer impenetrable 
de cipreses y de enredaderas. Podía oler el hedor de los vegetales podridos, oír el ronroneo de 
los animales. 
»Claudia había enfundado el cuerpo de Lestat en una sábana porque yo no lo quise ni tocar, 
y luego, para horror mío, le había esparcido encima los crisantemos de largos tallos. Por tanto 
tenía un dulce aroma funerario cuando por último lo metí en el carruaje. Casi no pesaba, de tan 
fláccido que quedó, como algo hecho de cuerdas y trapos. Y me lo puse al hombro y avancé 
por las aguas negras, el agua que chapoteaba y llenaba mis botas; mis pies buscaban un 
sendero bajo esas aguas, lejos de donde había dejado a los dos niños. Entré cada vez más 
profundo con los despojos de Lestat, aunque no sabía por qué. Y, finalmente, cuando apenas 
podía vislumbrar el pálido espacio del camino y el cielo que peligrosamente se aproximaba al 
alba, dejé que su cuerpo se resbalara de mis brazos y cayera al agua. Me quedé allí, 
traumatizado, mirando la forma amorfa de la sábana blanca debajo de esa superficie de lodo. 
El estupor que me había abrumado desde que abandonáramos la rué Royale amenazó con 
desvanecerse y dejarme de repente mirando, pensando: "Esto es Lestat. Esto es todo lo que 
queda de la transformación y el misterio; muerto, ido a la oscuridad eterna". Sentí de súbito un 
empujón, como si una fuerza me rogara que descendiese junto a él, me hundiera en el agua 
negra y jamás regresara. Fue algo fuerte y claro, aunque, en comparación con las voces 
ordinarias, sólo me pareció un murmullo. Habló sin lenguaje, diciendo: "Tú sabes lo que debes 
hacer. Húndete en la oscuridad. Déjate ir por completo". 
»Pero, en ese instante, oí la voz de Claudia. Me llamaba por mi nombre. Me di vuelta y por 
las enredaderas retorcidas, la vi pequeña y distante, como una llama blanca en el camino 
débilmente iluminado. 

»Más tarde, a la madrugada —prosiguió—, Claudia me abrazó y puso su cabeza contra mi 
pecho en la intimidad del ataúd; me susurró que me amaba; que ahora quedaríamos libres de 
Lestat para siempre. 
»—Te amo, Louis —me repitió una y otra vez hasta que la oscuridad cayó finalmente sobre 
nosotros y misericordiosamente nos borró toda conciencia. 
»Cuando me desperté, ella estaba revisando las cosas de Lestat. Fue una tarea silenciosa, 
metódica, pero llena de una furia ciega. Sacó los contenidos de los gabinetes, vació cajones 
sobre las alfombras, sacó una por una sus chaquetas de los roperos; revisó cada bolsillo, 
tirando las monedas y las entradas al teatro y los pedacitos de papel. Me quedé en la puerta de 
su dormitorio, atónito, observándola. El ataúd de Lestat estaba allí, lleno de bufandas y 
pedazos de tapicería. Sentí la compulsión de abrirlo. Tuve el deseo de encontrarlo allí. 
»—¡Nada! —exclamó finalmente ella con disgusto en la voz, y metiendo las ropas en el ataúd—. ¡Ni una pista de dónde provenía, de quién lo había creado! Ni una señal. 
»Me miró como implorando mi simpatía. Desvié la mirada. No podía mirarla. Volví al 
dormitorio, esa habitación llena con mis libros y las cosas que había salvado de mi hermana y 
de mi madre, y me senté en la cama. La pude oír en la puerta, pero no la miré. 
»—¡Merecía morir! —me dijo. 
»—Entonces nosotros merecemos morir. De la misma manera. Cada noche de nuestras 
vidas —le contesté—. Aléjate de mí —fue como si mis palabras fueran mis pensamientos, y mi 
mente únicamente fuera una amorfa confusión—. Te cuidaré porque tú no cuidas de ti misma. 
Pero no te quiero cerca. Duerme en ese ataúd que te has comprado. No te me acerques. 
»—Te dije que lo iba a hacer. Te lo dije... —recordó ella. Su voz nunca había sonado tan 
frágil, como el tintineo de una campanilla. La miré, perplejo pero inconmovible. Su cara no 
parecía su cara. Jamás nadie había puesto tal agitación en el rostro de una muñeca. 
»—¡Louis, te lo dije! —dijo ella con los labios temblorosos—. Lo hice por nosotros. Para que 
pudiéramos ser libres. 
»No pude soportar su presencia. Su hermosura, su presunta inocencia y esa terrible 
agitación. Pasé a su lado, quizás empujándola un poco, no lo sé. Y casi había llegado a las 
barandillas de la escalera cuando oí un sonido extraño. 
»En todos los años de nuestra vida en común nunca había oído ese sonido. Nunca más 
desde esa distante noche en que la había encontrado, cuando era una niña mortal, aferrada a 
su madre. ¡Estaba llorando! 
»Me hizo retroceder contra mi voluntad. No obstante, parecía tan inconsciente, tan 
desesperada, como si ella no pretendiera que nadie la oyese o no le importara que la oyese el 
mundo entero. La encontré echada en mi cama, donde tan a menudo me sentaba a leer, con 
sus rodillas encogidas y todo su cuerpo temblando a fuerza de sollozos. El sonido era terrible. 
Era más sentido, más espantoso que el llanto mortal que había tenido. Me senté lenta, 
suavemente, a su lado y le puse una mano sobre el hombro. Levantó la cabeza, sorprendida, 
con los ojos abiertos y la boca temblorosa. Tenía la cara cubierta de lágrimas, lágrimas que 
estaban teñidas de sangre. Sus ojos brillaban y el débil toque de rojo manchaba su pequeña 
mano. No parecía darse cuenta de ello, no parecía verlo. Se alzó el pelo de la frente. Entonces 
su cuerpo se estremeció con un sollozo prolongado, sordo y necesitado. 
»—Louis..., si te pierdo, no tengo nada —susurró—. Desharía lo hecho para recuperarte. No 
lo puedo hacer. 
»Me abrazó, subiéndose encima de mis rodillas, llorando contra mi corazón. Mis manos no 
tenían ganas de tocarla, pero entonces se movieron como si yo no pudiera detenerlas para 
abrazarla y acariciarle el cabello. 
»—No puedo vivir sin ti... —susurró—. Preferiría morir a vivir sin ti. Moriría del mismo modo 
que él. No puedo soportar que me mires como lo hiciste. ¡No puedo soportar que no me ames! 
»Sus sollozos se hicieron más fuertes, más amargos, hasta que por último me agaché y 
besé su cuello y sus mejillas suaves. Ciruelas invernales. Ciruelas de un bosque encantado 
donde la fruta jamás cae de las ramas. Donde las flores jamás se marchitan y mueren. »—Muy bien, querida mía... —le dije—. Muy bien, amor mío... —y al decir esto la mecí 
suavemente, lentamente, en mis brazos hasta que se durmió, murmurando algo sobre nuestra 
eterna felicidad, libres para siempre de Lestat, empezando la gran aventura de nuestras vidas. 

»La gran aventura de nuestras vidas —prosiguió, tras una pausa—. ¿Qué significa morir 
cuando puedes vivir hasta el fin del mundo? ¿Y qué es "el fin del mundo" salvo una frase?; 
porque ¿quién sabe siquiera lo que es el mundo? Yo ya he vivido dos siglos, he visto las 
ilusiones de uno hechas trizas por otro, he sido eternamente joven y eternamente viejo, carente 
de ilusiones, viviendo de momento a momento de una manera que me hizo imaginar un reloj de 
plata repiqueteando en el vacío; con la superficie pintada, las manecillas delicadamente 
talladas sin que nadie las mirara, iluminado por una luz que no era luz, como la luz con la que 
Dios creó al mundo antes 
de que creara la luz. Latiendo, latiendo, latiendo, con la precisión del reloj, en una habitación 
tan vasta como el universo. 
»Yo estaba caminando de nuevo por las calles; Claudia se había ido a matar por su lado; el 
perfume de su pelo y de su vestido aferrado a mis dedos, a mi abrigo, y mis ojos se movían 
muy por delante como el rayo pálido de una linterna. Me encontré en la catedral. ¿Qué significa 
morir cuando puedes vivir hasta el fin del mundo? Pensaba en la muerte de mi hermano, en el 
incienso y el rosario. De repente sentí el deseo de estar en el cuarto fúnebre, escuchando el 
sonido de las voces de las mujeres, que suben y bajan con los Aves, el ruido de los rosarios, el 
olor de la cera. Pude recordar las lamentaciones. Era algo palpable, como si fuera ayer, detrás 
de una puerta. Me vi caminando rápido por un corredor y abriendo suavemente la puerta. 
»La gran fachada de la catedral se levantó en una enorme masa oscura del otro lado de la 
plaza, pero las puertas estaban abiertas y adentro pude ver una luz suave, trémula. Era la tarde 
del sábado y la gente iba a la confesión para la misa del domingo y la comunión. Las velas 
ardían en los candelabros. Al final de la nave, el altar se elevaba entre las sombras cubierto de 
flores blancas. Había sido en la iglesia vieja, en este mismo lugar, donde habían traído a mi 
hermano para el último servicio antes de ir al cementerio. Y, súbitamente, me di cuenta de que 
yo no había vuelto a ese sitio desde entonces, que nunca había pasado de nuevo por esos 
escalones de piedra, cruzado el atrio y pasado por esas puertas abiertas. 
»No tenía miedo. En todo caso, deseaba que pasara algo, que esas piedras temblaran 
cuando yo cruzara el atrio en sombras y viera el distante tabernáculo en el altar. Recordé que 
había pasado en una ocasión cuando las vidrieras estaban radiantes y los cánticos resonaban 
en Jackson Square. Entonces había vacilado, preguntándome si había algún secreto que 
Lestat no me hubiese revelado, algo que pudiera destruirme si entraba. Sentí ganas de entrar, 
pero había rechazado la idea, deshaciéndome de la fascinación de las puertas abiertas, la 
multitud de gente haciendo una sola voz. Yo tenía algo para Claudia, una muñeca que le 
llevaba, una muñeca que había sacado de la vitrina a oscuras de una juguetería, y la había 
puesto dentro de una gran caja con cintas y papel delicado. Una muñeca para Claudia. 
Recuerdo haberla apretado contra mí, oyendo las fuertes vibraciones del órgano detrás, con mis ojos entrecerrados debido al gran resplandor de las velas. 
»Entonces pensé en ese momento; el miedo que sentí de la mera visión del altar, del sonido 
del Pange Lingua. Y nuevamente pensé, persistente, en mi hermano. Podía ver el ataúd yendo 
por el pasillo central, la procesión de los fieles detrás. Ahora no sentí miedo. Como te dije, en 
todo caso sentí ganas de tener algún temor, de encontrar alguna razón para tener miedo 
cuando avanzaba lentamente a lo largo de los altos muros ensombrecidos. Hacía frío y estaba 
húmedo pese al verano. La idea de la muñeca de Claudia volvió a mí. ¿Dónde estaba esa 
muñeca? Claudia había jugado con ella durante años. De improviso me puse a buscar esa 
muñeca en el recuerdo, del modo absurdo y frenético de quien busca algo en una pesadilla, 
llegando a puertas que no se abren o cajones que no se cierran, sin saber por qué su esfuerzo 
parece tan desesperado, por qué la súbita visión de una silla con un mantón encima le inspira 
tanto horror. 
»Yo estaba en la catedral. Una mujer salió del confesionario y pasó la larga cola de quienes 
aguardaban. Un hombre, que tendría que haberse acercado, se quedó inmóvil, y mi ojo, 
sensible incluso a mi condición vulnerable, notó el hecho y me di vuelta para verlo. Me miraba. 
Rápidamente le di la espalda. Lo oí entrar en el confesionario y cerrar la puerta. Caminé por el 
pasillo del costado y entonces, más debido al agotamiento que a la convicción, me acerqué a 
un banco lateral y tomé asiento. Casi hice la genuflexión por antiguo hábito. Tenía la mente tan 
confusa y atormentada como la de cualquier mortal. "Oye y ve", me dije a mí mismo. Y con este 
acto de voluntad, mis sentidos emergieron del tormento. A mi alrededor, en la penumbra, oí el 
susurro de las oraciones, el leve repiqueteo de los rosarios; el suave gemido de la mujer que se 
hincó en la duodécima estación. Del mar de bancos de madera se elevó el olor de las ratas. 
Una rata solitaria se movía en las inmediaciones del altar, una rata en el gran altar de madera 
tallada de la Virgen María. Los candelabros de oro brillaban en el altar; un gran crisantemo 
blanco de repente se dobló sobre su tallo; había gotas brillantes en sus pétalos, una fragancia 
amarga subía de los vasos, de los altares frontales y de los altares laterales, de las estatuas de 
vírgenes y Cristos y santos. Contemplé las estatuas; de pronto, y de forma completa, me 
obsesioné con los perfiles exánimes, los ojos fijos, las manos vacías, los dobleces congelados. 
Entonces mi cuerpo sufrió tal convulsión que se dobló hacia adelante y mi mano se aferró al 
banco siguiente. Era un cementerio de formas muertas, de efigies funerales y de ángeles de 
piedra. Levanté la vista y me vi a mí mismo en una visión casi palpable, subiendo los escalones 
del altar, abriendo el diminuto tabernáculo sacrosanto, alcanzando con manos monstruosas el 
cáliz consagrado y tomando el Cuerpo de Cristo y arrojando sus blancas hostias sobre la 
alfombra y luego pisando las hostias sagradas delante del altar, dando la Sagrada Comunión al 
polvo. Me puse de pie y me quedé contemplando esa visión. Supe perfectamente bien su 
significado. 
»Dios no vivía en esa iglesia; esas estatuas daban una imagen de la nada. Yo era el 
sobrenatural en esa catedral. ¡Yo era el único no mortal que estaba consciente bajo ese techo! 
Soledad. La soledad hasta el borde de la locura. La catedral se deshizo en mi visión; los santos 
se sobrecogieron y cayeron. Las ratas comían la Sagrada Eucaristía y anidaban en los antepechos de las ventanas. Una rata solitaria, con un rabo enorme, estaba royendo y 
gruñendo en el mantel del altar hasta que cayeron los candelabros sobre las losas cubiertas 
por el moho. Me quedé de pie, intocado. Sin morir. Súbitamente, agarré la mano de yeso de la 
Virgen y la vi romperse en mi mano; dejé esa mano sobre mi palma y con la presión de mi dedo 
se convirtió en polvo. 
»Y de repente, a través de las ruinas, a través de la puerta abierta por la que podía ver la 
tierra baldía en todas direcciones, incluso el gran río helado y atrapado por las ruinas 
incrustadas de los navíos, por esas ruinas llegaba una procesión fúnebre, una banda de 
hombres pálidos, blancos, y de mujeres, monstruos con ojos brillantes y vestimentas al viento, 
y el ataúd crujiendo sobre las ruedas de madera, las ratas correteando sobre el mármol roto y 
agrietado, la procesión avanzando; y entonces pude ver a Claudia en esa procesión, con sus 
ojos fijos detrás de un fino velo negro, una mano enguantada sobre un negro misal y la otra 
sobre el ataúd que se movía a su lado. Y allí, en ese ataúd, vi con horror el esqueleto de Lestat, 
debajo de una tapa de cristal, con la piel arrugada y presionada sobre la mismísima textura de 
sus huesos, y sus ojos como unos agujeros, y su cabello rubio y ondulado sobre la seda 
blanca. 
»La procesión se detuvo. Los fieles siguieron su camino, llenando, silenciosos, las 
polvorientas hileras de bancos. Y Claudia, dándose vuelta con su libro, lo abrió y levantó el velo 
negro de su rostro, sus ojos fijos en mí cuando su dedo dobló la página. 
»—Y ahora estás condenado en la tierra —susurró, y su susurro hizo un eco en las ruinas—
. Y ahora estás condenado en la tierra, que ha abierto su boca para recibir la sangre de tu 
hermano. Mientras labres esta tierra, a partir de ahora no le darás fortaleza. Serás un fugitivo y 
un vagabundo en la tierra.., y la venganza contra quien te mate será siete veces siete. 
»Le grité; grité y el grito se elevó desde las profundidades de mi ser como una inmensa 
fuerza negra que rompía mis costillas y enviaba mi cuerpo rodando contra mi voluntad. Un 
gemido espantoso salió de los penitentes, un coro que creció cada vez más alto cuando me di 
vuelta para ver a todos a mí alrededor, empujándome en el pasillo contra los mismos costados 
del ataúd. Me di la vuelta para recuperar el equilibrio y me encontré apoyado en él con ambas 
manos. Y permanecí allí contemplando no los restos de Lestat, sino el cuerpo de mi hermano 
mortal. Una quietud cayó como si el velo hubiera caído sobre todos y disuelto sus formas 
debajo de sus silenciosos dobleces. Allí estaba mi hermano, joven y rubio y dulce como había 
sido en la vida, tan real y cálido que jamás lo podría haber recordado así; estaba tan 
perfectamente recreado, era tan perfecto en todos sus detalles... Sus cabellos rubios estaban 
peinados encima de su frente, los ojos los tenía cerrados como si durmiera, sus dedos suaves 
estaban aferrados al crucifijo sobre el pecho, y sus labios se veían tan rosados y sedosos que 
casi no pude soportar verlos y no tocarlos. Y justo cuando estiré la mano para tocarlos, la visión 
se disolvió. 
»Aún estaba sentado en la catedral ese sábado por la tarde, rodeado por el espeso olor de 
la cera en el aire inmóvil. La mujer de las estaciones había desaparecido y reinaba más 
oscuridad que antes a mí alrededor. Un niño apareció con la negra casaca de monaguillo, con un largo apagador dorado. Ponía el pequeño cono sobre una vela y luego sobre otra, y sobre 
otra. Yo estaba estupefacto. Me miró y se alejó como para no molestar a un hombre 
profundamente concentrado en la oración. Y entonces, cuando él avanzaba hacia el próximo 
candelabro, sentí una mano sobre mi hombro. 
»Que dos seres humanos pudieran acercarse tanto a mí sin que los oyese, sin que me 
importase, me indicó en mi interior que yo estaba en peligro, pero no me importó. Levanté la 
mirada y vi que se trataba del sacerdote canoso. 
»—¿Quiere la confesión? —me preguntó—, Estaba por cerrar la iglesia. 
»Entrecerró los ojos detrás de sus gruesos lentes. La única luz provenía ahora de los 
pequeños vasos rojos con velas que ardían delante de los santos, y las sombras subían por los 
altos muros. 
»—Usted tiene problemas, ¿verdad? ¿Le puedo ayudar en algo? 
»—Es demasiado tarde, demasiado tarde —le susurré, y me puse de pie para irme. 
»Se apartó de mí, al parecer sin notar aún nada de mi aspecto que lo pudiera alarmar, y me 
dijo bondadosamente, como para tranquilizarme: 
»—No, aún hay tiempo. ¿Quiere venir al confesionario? 
»Por un momento lo miré. Sentí la tentación de sonreír. Entonces se me ocurrió aceptar. 
Pero incluso cuando lo seguía por el pasillo, en las sombras del vestíbulo, sabía que no sería 
nada, que era una locura. No obstante, me arrodillé en el pequeño cubículo de madera, con mis 
manos cruzadas y él se sentó dentro del confesionario y abrió la ventanilla para mostrarme el 
esbozo mortecino de su perfil. Lo miré un momento. Y entonces dije, levantando la mano para 
hacer la señal de la cruz. 
»—Bendígame, padre, porque he pecado, he pecado tan a menudo y hace tanto tiempo que 
no sé cómo cambiar ni cómo confesar ante Dios todo lo que he hecho. 
»—Hijo, Dios es infinito en su capacidad de misericordia —me dijo—. Díselo a El de la mejor 
manera que conozcas y desde el fondo de tu corazón. 
»—Asesinatos, padre, muerte tras muerte: la mujer que murió hace dos noches en Jackson 
Square. Yo la maté. Y a miles de otros antes que a ella, uno o dos por noche, padre, durante 
setenta años. He caminado por las calles de Nueva Orleans como el Segador Maldito y me he 
alimentado de vida humana para mantener mi propia existencia. No soy un mortal, padre; soy 
inmortal y condenado, como los ángeles puestos en el infierno por Dios. Soy un vampiro. 
»El cura me miró: 
»—¿Qué es esto? ¿Una especie de deporte para usted? ¿Una broma? ¡Aprovechándose de 
un anciano! 
»Salió del confesionario con un portazo. Rápidamente abrí la puerta y lo vi de pie. 
•»—Joven, ¿no tiene usted temor de Dios? ¿Sabe usted el significado del sacrilegio? 
»Me miró furioso. Entonces me acerqué, lenta, muy lentamente, y, al principio, pareció 
mirarme indignado; luego, confuso, dio un paso atrás. La iglesia estaba vacía, oscura; el 
sacristán se había retirado y las velas ardían, fantasmales, en los altares más distantes. 
Producían como una especie de corona, encima de su cabeza cana y de su cara. 
»—¡Entonces, no hay misericordia! —dije, y, de repente, le puse las manos sobre los 
hombros. 
»Lo mantuve en un abrazo sobrenatural, del que no podía esperar apartarse, y lo acerqué 
aún más a mi cara. Abrió la boca horrorizado. 
»—¿Ve usted lo que soy? ¿Por qué, si Dios existe, permite que yo exista? —le dije—. ¡Y 
usted habla de sacrilegios! 
»Hundió sus uñas en mis manos tratando de liberarse, y el misal cayó al suelo, y su rosario 
repiqueteó entre los dobleces de su sotana. Fue como si luchara contra las estatuas animadas 
de los santos. Estiré los labios hacia atrás y le mostré mis dientes virulentos: 
»—¿Por qué permite Él que yo viva? 
»Su cara me enfureció, su miedo, su desprecio, su furia. Vi todo eso; era el mismo odio que 
me había tenido Babette, y él me susurró, pero con pánico mortal: 
»—¡Déjame, demonio! 
»Lo dejé, contemplando con fascinación siniestra cómo se alejaba, moviéndose por el 
pasillo central como si caminara entre la nieve. Y entonces me lancé en pos de él tan 
rápidamente que en un instante lo abracé con mis brazos estirados, y lo envolví con mi capa en 
la oscuridad. Hizo un último intento desesperado por desasirse, mientras me maldecía y 
llamaba en su ayuda a Dios en el altar. Y entonces lo agarré en los primeros escalones de la 
barandilla de la Comunión y allí lo di vuelta para que me viera, y le hundí los dientes en el 
cuello. 

El vampiro se detuvo. 
Un minuto antes, el entrevistador había estado a punto de prender un cigarrillo. Pero ahora 
se quedó sentado con las cerillas en una mano y el cigarrillo en la otra, inmóvil como un 
maniquí de vitrina, mirando al vampiro. Éste tenía la vista fija en el suelo. Se dio vuelta de 
repente, le quitó las cerillas al muchacho de la mano, encendió una y se la ofreció. El chico se 
inclinó. Inhaló y expulsó el humo rápidamente. Destapó la botella y tomó un largo trago, con 
sus ojos siempre fijos en el vampiro. 
Nuevamente fue paciente, a la espera de que el vampiro reanudara el hilo de la narración. 
—No recordaba la Europa de mi infancia. Ni siquiera el viaje a América, en realidad. Que yo 
hubiera nacido era una idea abstracta. No obstante, ejercía una atracción en mí tan poderosa 
como Francia puede tenerla para un hombre de las colonias. Yo hablaba francés, leía francés, 
recordaba haber esperado los informes sobre la Revolución y leído los reportajes de las 
victorias de Napoleón en los diarios franceses. Recuerdo la rabia que sentí cuando él vendió la 
colonia de Luisiana a los Estados Unidos. Yo no sabía cuánto del mortal francés aún vivía en 
mí. En realidad, ya había desaparecido, pero yo sentía un inmenso deseo de ver Europa y de 
conocerla, lo que me venía no sólo de haber leído toda su literatura y filosofía, sino también de 
una sensación de haber sido formado en Europa con más profundidad y agudeza que el resto 
de los norteamericanos. Yo era un creóle que quería ver dónde había comenzado todo. 
»Y entonces, en ese momento, me concentré en ello, empezando a sacar de mis armarios y baúles todo lo que no me fuera esencial. Y la verdad es que muy pocas cosas me eran 
esenciales. La mayor parte se quedaría en la casa de la ciudad, a la que estaba seguro de 
retornar tarde o temprano, aunque sólo fuera para pasar mis posesiones a otra parecida y así 
empezar una nueva vida en Nueva Orleans. No podía concebir la idea de irme para siempre. 
Pero tenía mi corazón y mis pensamientos en Europa. 
»Empecé a darme cuenta por primera vez de que podría ver el mundo, si así lo deseaba. 
Que era, como había dicho Claudia, libre de ir a donde quisiera. 
»Mientras tanto, ella hizo un plan. Su idea más decidida era que primero debíamos ir a 
Europa central, donde los vampiros parecían ser más numerosos. Ella estaba segura de que 
allí podríamos encontrar algo que nos instruyera, nos explicara nuestros orígenes. Pero parecía 
ansiosa por algo más que respuestas: quería una comunión con los de su propia especie. Lo 
mencionaba sin cesar: 
»—Mi propia especie... —y lo decía con una entonación diferente a la que yo podría haber 
usado. 
»Me hizo sentir el abismo que nos separaba. En los primeros años de nuestra vida en 
común, yo había pensado que ella era como Lestat, empeñada en su instinto de matar, aunque 
compartiera mis gustos en todo lo demás. Ahora sabía que ella era más inhumana de lo que 
jamás podríamos haber soñado ni Lestat ni yo. Ni la más remota concepción la vinculaba con la 
simpatía por la existencia humana. Quizás esto explica por qué —pese a todo lo que yo había 
hecho o dejado de hacer—, ella se aferraba a mí. Yo no era de su especie. Simplemente, lo 
más cercano a ella. 
—Pero, ¿no era posible —preguntó el muchacho de repente— enseñarle los resortes del 
corazón humano del mismo modo que usted le enseñó todo lo demás? 
—¿Para qué? —preguntó francamente el vampiro—. ¿Para que sufriera como yo? Oh, te 
aseguro que debería haberle enseñado algo para impedir que matara a Lestat. Lo tendría que 
haber hecho por mi propio bien. Pero, ¿ves?, yo había perdido confianza en todo. Una vez 
caído en desgracia, no tenía confianza en nada. 
El muchacho asintió con la cabeza. 
—No era mi intención interrumpirle. Usted estaba por llegar a algo —dijo. 
—Únicamente a que me fue posible olvidarme de lo que le había sucedido a Lestat 
concentrándome en Europa. Y la idea de que hubiera otros vampiros también me inspiraba. Ni 
por un instante había sido cínico acerca de la existencia de Dios. Simplemente estaba alejado 
de ella. Era un sobrenatural andando por el mundo natural. 
»Pero teníamos otro asunto importante antes de partir a Europa. Oh, por cierto, sucedió 
algo importante. Empezó con el músico. Vino la tarde en que yo estaba en la catedral y volvería 
a la noche siguiente. Yo había despedido a los criados y le fui a abrir en persona. Su aspecto 
me sorprendió de inmediato. 
»Estaba mucho más delgado de lo que recordaba. Y muy pálido, con un brillo húmedo en el 
rostro que sugería la fiebre. Y tenía un aspecto absolutamente miserable. Cuando le dije que 
Lestat se había ido, al principio se negó a creerme y empezó a insistir en que Lestat le tenía que haber dejado algún mensaje, algo. Y luego subió por la rué Royale, hablando solo como si 
apenas se diera cuenta de que había gente a su alrededor. Lo seguí hasta un farol de gas. 
»—Te dejó algo —dije, y rápidamente busqué mi cartera en el bolsillo. No sabía cuánto 
tenía, pero pensé dárselo a él. Eran varios centenares de dólares. Se los puse en las manos. 
Eran tan flacas que le pude ver las venas azules pulsando bajo la piel acuosa. Entonces se 
entusiasmó, y sentí que el asunto era algo más que el dinero. 
»—Entonces, él habló de mí. ¡Le dijo a usted que me diera esto! —dijo, aferrado al dinero 
como si fuera una reliquia—. ¡Le debe haber dicho algo más! 
»Me miró con sus ojos hinchados, atormentados. No le contesté de inmediato porque, en 
ese instante, vi las heridas en su cuello. Dos marcas rojas como rasguños a la derecha, justo 
encima del cuello sucio de la camisa. El dinero temblaba en su mano; estaba ajeno al tránsito 
de la tarde, a la gente que pasaba a nuestro lado. 
»—Guárdalo —susurré—. Él habló de ti; dijo que era importante que continuaras con tu 
música. 
»Me miró como anticipando algo más. 
»—¿De verdad? ¿Y dijo algo más? —me preguntó. 
»No supe qué decirle. Hubiera inventado algo que lo podría haber aliviado y mantenido 
alejado de mí. Me resultó doloroso hablar de Lestat; las palabras se me evaporaban en los 
labios. Y las heridas del cuello me dejaron perplejo. Al final, le dije tonterías al muchacho: que 
Lestat le deseaba un buen porvenir, que regresaría, que la guerra parecía inminente, que tenía 
negocios allí pendientes... El joven se aferraba a cada palabra mía como si no pudiera tener 
suficiente y me empujara a hablar para oír lo que él quería escuchar. Estaba temblando; el 
sudor le salía por la frente y, como pidiendo más, súbitamente se mordió el labio y me habló: 
»—Pero ¿por qué se fue? —preguntó, como si nada de lo dicho fuera suficiente. 
»—¿Qué pasa? —le pregunté—. ¿Qué necesitabas de él? Estoy seguro de que él me 
habría... 
»—¡Él era mi amigo! —me dijo de improviso, y subió el volumen de su voz con indignación 
reprimida. 
»—Tú no te sientes bien —le dije—. Necesitas descansar. Hay algo... —y entonces le 
señalé, atento a cada movimiento suyo, las heridas del cuello— en tu cuello. 
»Ni siquiera sabía lo que le estaba diciendo. Sus dedos encontraron el lugar, lo frotaron. 
»—¿Qué importancia tiene? No sé. Los insectos están en todas partes —dijo, desviando la 
mirada—. ¿Le dijo algo más? 
»Durante largo rato lo vi alejarse por la rué Royale: una figura frenética, delgada, vestida de 
negro, a quien abría paso la masa que circulaba por allí. 
»De inmediato le conté a Claudia de sus heridas en el cuello. 
»Fue nuestra última noche en Nueva Orleans. Subiríamos a bordo del barco justo antes de 
medianoche del día siguiente y partiríamos de madrugada. Habíamos acordado caminar juntos 
hasta allí. Ella se mostraba muy solícita y había algo especialmente triste en su rostro, algo que 
no la había dejado desde que llorara. »—¿Qué pueden significar esas marcas? —me preguntó entonces—. ¿Que se alimentó del 
muchacho cuando éste dormía? ¿Que éste se lo permitió? No me lo puedo imaginar... 
»—Sí, debe de tratarse de eso —dije, pero sin estar convencido. Entonces recordé unas 
palabras que Lestat le dijera a Claudia acerca de que conocía a un joven que podría ser un 
vampiro mucho mejor que ella. ¿Había pensado hacer eso? ¿Había pensado crear otro más de 
nosotros? 
»—Ahora ya no tiene importancia —me recordó ella. Teníamos que despedirnos de Nueva 
Orleans. Nos alejamos de las multitudes de la rué Royale. Mis sentidos estaban bien alerta, 
negándose a decir que ésta era nuestra última noche. 
»La vieja ciudad francesa había sido quemada en gran parte hacía ya mucho tiempo, y la 
arquitectura de esos días era como la actual, española, lo que significaba que a medida que 
caminábamos lentamente por la misma calle angosta donde un coche tenía que detenerse para 
dejar paso a otro, pasábamos ante paredes blanqueadas y grandes entradas que revelaban 
distantes patios iluminados como paraísos parecidos al nuestro, y cada uno parecía ofrecer una 
promesa, un misterio sensual. Grandes bananeros cubrían las galerías de los patios interiores y 
las masas de helechos y flores se amontonaban a la entrada. Arriba, en la oscuridad, había 
figuras sentadas en los balcones, de espaldas a las puertas abiertas, y sus voces bajas y el 
rumor de sus abanicos eran apenas audibles por encima de la brisa del río; y sobre los muros 
crecía la visteria y las enredaderas, tan espesas que nos podíamos cepillar contra ellas cuando 
pasábamos y nos deteníamos ocasionalmente en este o aquel lugar para recoger una rosa 
luminosa o un tallo de madreselva. A través de los altos ventanales veíamos una y otra vez el 
juego de las luces de las lámparas contra los techos de yeso ricamente ornamentados, y a 
menudo la iridiscencia de un candelabro de cristal. De vez en cuando, una figura vestida de 
gala aparecía en las barandillas, y veíamos el brillo de las joyas en su cuello, su perfume 
agregaba un aroma lujurioso a las flores. 
»Nosotros teníamos nuestras esquinas, jardines y calles favoritos, pero inevitablemente 
alcanzábamos las afueras de la ciudad vieja y veíamos el pantano. Vehículo tras vehículo nos 
pasaban viniendo del Bayou Road en dirección al teatro o la ópera. Pero ahora las luces 
ciudadanas estaban detrás y sus olores mezclados estaban ahogados por el espeso hedor de 
la descomposición del pantano. La mera visión de los árboles altos, movedizos, con sus 
miembros ahítos de musgo, me hacía pensar en Lestat. Pensaba en él como había pensado en 
el cuerpo de mi hermano. Lo veía hundirse profundamente entre las raíces de los cipreses y los 
robles, esa horrible forma marchita envuelta en la sábana blanca. Me pregunté si las criaturas 
de los abismos lo rechazaban, sabiendo instintivamente lo que era aquella cosa emparchada, 
agrietada y virulenta; o si se arrastraban encima en el agua enlodada, pinchando su antigua 
carne seca de los huesos. 
»Me alejé de los pantanos, volví al corazón de la ciudad vieja, y el suave apretón de la 
mano de Claudia me reconfortó. Ella había hecho un ramo de lo recogido en todos los muros 
de los jardines, y lo tenía contra la pechera de su vestido amarillo, con su rostro enterrado en 
aquel perfumado recuerdo. Entonces me dijo, con un susurro tal que tuve que agacharme para oírlo: 
»—Louis, estás preocupado. Tú conoces el remedio. Deja que la carne... que la carne 
instruya a la mente. 
»Me dejó la mano y la miré alejarse, dándose vuelta una vez para susurrarme la misma 
orden. 
»—Olvídalo. Deja que la carne instruya a la mente... 
»Me hizo recordar aquel libro de poemas que yo tenía en las manos cuando ella me dijo 
esas palabras por primera vez, y vi el verso escrito sobre la página: 

Sus labios eran rojos, su aspecto era libre, sus rizos eran tan amarillos como el oro, su piel 
era tan blanca como la lepra. Ella era la pesadilla, la-muerte-en-vida que espesa la sangre del 
hombre con el frío. 

»Ella me sonrió desde una esquina distante, una pizca de seda amarilla visible un momento 
en la angosta oscuridad; luego desapareció. Mi compañera, para siempre... 
»Me fui entonces a la rué Domaine y pasé rápidamente ante las ventanas a oscuras. Una 
lámpara se extinguió muy lentamente detrás de una gruesa pantalla de lazo, y la sombra del 
diseño se expandió sobre el ladrillo, se debilitó y luego terminó en la oscuridad. 
»Continué adelante, acercándome a la casa de Madame Le Clair, oyendo los violines 
chillones pero distantes de la sala de arriba y luego la aguda risa metálica de los invitados. Me 
quedé frente a la casa, en las sombras, viendo a un puñado de ellos moviéndose en las 
habitaciones iluminadas; de ventana a ventana caminaba un huésped, con un vino en la copa 
pálido como el limón, y su cara miraba la luna como si buscara algo desde una mejor posición, 
y finalmente la encontró en la última ventana, con su mano sobre el oscuro cortinado. 
»Delante había una puerta abierta en el muro de ladrillos y una luz caía sobre el pasillo al 
que daba acceso. Me moví en silencio por la calleja angosta y me encontré con los espesos 
aromas de la cocina que subían por el aire más allá de la puerta. El olor, apenas nauseabundo 
para un vampiro, de la comida hecha. Entré. Alguien acababa de cruzar el patio y la puerta 
trasera. Pero entonces vi otra figura. Estaba al lado del fuego de la cocina: una negra delgada 
con un pañuelo brillante en la cabeza; sus facciones estaban como talladas de una manera 
exquisita y brillaba a la luz como una figura esculpida en diorita. Revolvió la comida en la olla. 
Atrapé el perfume dulce de las especies y el verde frescor de la mejorana y del laurel, y luego 
en una oleada, vino el hedor horrible de la carne cocinada, la sangre y la carne 
descomponiéndose en los fluidos hirvientes. Me acerqué y la vi bajar su larga cuchara de hierro 
y se quedó con las manos sobre sus caderas generosas; la blancura de su delantal acentuaba 
su talle pequeño y fino. Los jugos de la olla hacían espuma y escupían sobre los carbones 
encendidos de abajo. El oscuro olor de la mujer me llegó; su perfume picante, más fuerte que el 
de la mezcla de la olla, me pareció casi prohibido cuando me apoyé en las paredes de las 
enredaderas. Arriba los violines agudos empezaron un vals y los pisos de madera crujieron con 
las parejas de bailarines. El jazmín del muro me rodeó y luego se alejó como el agua que deja la playa impecable y limpia. Y nuevamente sentí su perfume salado. Se había ido a la puerta de 
la cocina y tenía su largo cuello graciosamente inclinado mientras miraba debajo de la ventana 
iluminada. 
»—¡Monsieur! —me dijo, y salió entonces al rayo de luz amarilla. Ésta cayó sobre sus 
grandes pechos redondos y sus largos brazos sedosos, y sobre la larga y fría belleza de su 
cara—. ¿Está buscando la fiesta, señor? —preguntó ella—. La fiesta es arriba... 
»—No, querida, no estaba buscando la fiesta —le dije al salir de las sombras—. Te estaba 
buscando a ti. 

»Todo —prosiguió el vampiro— estaba preparado cuando me desperté a la tarde siguiente: 
el baúl de ropa estaba camino del barco, así como la caja que contenía el ataúd. Los criados se 
habían ido; los muebles estaban cubiertos de lienzos blancos. La visión de los pasajes y de una 
colección de notas de crédito bancario y algunos otros papeles, todo metido en una gruesa 
cartera, hizo que el viaje saliera a la luz brillante de la realidad. Habría dejado de matar de 
haber sido posible y, por tanto, me ocupé de ello a hora temprana al igual que Claudia; y 
cuando se acercaba el momento de irnos, me encontré a solas en el piso esperándola. Había 
tardado demasiado para mi estado de nervios. Temía por ella, aunque podía engañar a 
cualquiera y hacerse ayudar si se encontraba demasiado lejos de la casa. Muchas veces había 
convencido a desconocidos de que la trajeran a la misma puerta de su "padre", quien les 
agradecía profusamente por haber devuelto a su hija perdida. 
»Cuando llegó, lo hizo corriendo, y cuando dejé mi libro, me imaginé que se había olvidado 
de la hora. Creería que era más tarde de lo que era en realidad. Por mi reloj de bolsillo aún 
teníamos una hora. Pero, apenas llegó a la puerta, supe que estaba equivocado. 
»—¡Louis, las puertas! —dijo sin aliento; su pecho estaba agitado, tenía una mano sobre el 
corazón. Corrió por el pasillo, conmigo detrás, y, cuando me hizo una señal desesperada, cerré 
las puertas que daban a la galería. 
»—¿Qué pasa? —le pregunté—. ¿Qué te ocurre? 
»Pero se acercó a las ventanas de la calle, las largas ventanas francesas que jamás se 
abrían a los angostos balcones sobre la calle. Levantó la pantalla de la lámpara y rápidamente 
apagó las velas de un soplido. La habitación quedó a oscuras y luego se iluminó poco a poco 
con las luces de la calle. Claudia se quedó de pie y agitada, con una mano sobre el pecho, y, 
entonces, me cogió de la mano y me llevó hasta la ventana. 
»—Alguien me ha seguido —me susurró entonces—. Lo podía oír manzana tras manzana 
detrás de mí. ¡Al principio pensé que no era nada! —Hizo una pausa para recuperar el aliento; 
su cara estaba blanca por la luz azulada que llegaba de las ventanas de enfrente—. Louis, es 
el músico —musitó. 
»—Pero, ¿qué importancia puede tener? Debe de haberte visto con Lestat. 
»—Louis, está allí abajo. Mira por la ventana. Trata de verlo. 
»Ella parecía muy conmovida, casi temerosa. Como si no pudiera soportar que la vieran por 
la ventana. Salí al balcón, aunque mantuve mi mano cogida a la suya mientras ella se escondía tras los cortinados y me la apretaba como si temiera por mí. Eran las once de la noche y la rué 
Royale en ese momento estaba tranquila. Las tiendas estaban cerradas y el público del teatro 
había desaparecido. Una puerta se cerró en algún sitio a mi derecha y vi que un hombre y una 
mujer salían rápidamente y se dirigían hacia la esquina. Sus pasos se alejaron. No podía ver a 
nadie, no podía sentir a nadie. Sólo podía oír la respiración agitada de Claudia. Algo se movió 
en la casa; di un respingo y entonces reconocí el aleteo y el movimiento de los pájaros. Nos 
habíamos olvidado de los pájaros. Pero Claudia se había sobresaltado peor que yo y se me 
acercó. 
»—No hay nadie, Claudia... —empecé a decirle. 
»Y entonces vi al músico. 
»Había estado tan inmóvil en la puerta de la mueblería que no me había percatado de su 
presencia, y él debe de haber querido que así fuera. Porque entonces levantó la mirada hacia 
mí y su rostro brilló en la oscuridad como una luz. La frustración y el temor se habían borrado 
por completo de sus facciones severas; sus grandes ojos oscuros me contemplaban desde su 
carne blanca. Se había convertido en un vampiro. 
»—Lo veo —le murmuré a Claudia, con mis labios lo mas cerrados posible, y mis ojos fijos 
en los suyos. 
»Sentí que ella se acercaba aún más a mí; le temblaba la mano, el corazón le latía en la 
palma de la mano. Dejó escapar un gemido cuando lo vio. Pero, en ese mismo momento, algo 
me dejó helado cuando lo miré y no se movió. Porque oí unos pasos en el pasillo de abajo. Oí 
el ruido de los goznes de la puerta. Y luego nuevamente esos pasos, deliberados, sonoros, 
familiares. Esos pasos avanzaban ahora por la escalera de caracol. Claudia dejó escapar un 
leve grito y de inmediato lo sofocó con una mano. El vampiro en la puerta de la tienda no se 
había movido. Y yo conocía esos pasos en la escalera. Conocía esos pasos en el porche. Era 
Lestat, que abría la puerta y la cerraba de un portazo como si quisiera arrancarla de sus 
goznes. Claudia se metió en un rincón, con el cuerpo agachado como si alguien le hubiera 
dado un fuerte golpe. Sus ojos se movían frenéticos, yendo de mí a la figura en la calle. Los 
golpes en la puerta eran cada vez más fuertes. Y entonces oí su voz: 
»—¡Louis! —me llamó—. ¡Louis! —rugió tras la puerta. Y entonces se produjo la rotura de la 
ventana de la sala trasera. Pude oír que, de adentro, se abría el picaporte. Rápidamente, 
agarré la lámpara, traté de encender una cerilla y la rompí a causa de mi nerviosismo; 
finalmente conseguí la llama que quería y aferré el pequeño recipiente de keroseno. 
»—Aléjate de la ventana. Cállate —le dije a Claudia, y ella me obedeció como si la orden 
súbita y sonora la liberara de un paroxismo de miedo—. Y enciende las demás lámparas. De 
inmediato. 
»La oí llorar mientras encendía las cerillas. Lestat se acercaba por el pasillo. 
»Y entonces apareció en la puerta. Dejé escapar un suspiro y, sin quererlo, di varios pasos 
atrás cuando lo vi. Pude oír que Claudia lloraba. Era Lestat, sin duda, restaurado e intacto en el 
marco de la puerta, con su cabeza inclinada hacia adelante y los ojos fuera de las órbitas como 
si estuviera ebrio y necesitara del marco de la puerta para no caer hacia adelante. Su piel era una masa de cicatrices, una horrenda envoltura de carne herida, como si cada arruga de su 
"muerte" le hubiera dejado una huella. Estaba arrugado y marcado como por golpes al azar y 
sus ojos, una vez verdes y claros, estaban ahora llenos de venillas de hemorragias. 
»—No te muevas..., por el amor de Dios... —susurré—. Te la arrojaré. Te quemaré vivo —le 
dije; y, en ese mismo instante, pude oír un ruido a mi izquierda, algo que raspaba y raspaba la 
fachada de la casa. Era el otro. Vi entonces sus manos en el hierro forjado del balcón. Claudia 
lanzó un grito penetrante cuando el músico arrojó su peso contra los cristales. 
»No te puedo contar lo que entonces sucedió. No me es posible reconstruirlo tal como 
sucedió. Recuerdo haber arrojado una lámpara a Lestat; se rompió a sus pies y las llamaradas 
se elevaron de inmediato de la alfombra. Yo tenía una antorcha en las manos, un gran pedazo 
de sábana que había arrancado del sofá y encendido con las llamas. Pero luché con él antes 
de eso, pateando y golpeando salvajemente su gran fortaleza. Y en algún sitio detrás de mí se 
oían los aullidos de pánico de Claudia. Y la otra lámpara estaba rota. Y los cortinados de las 
ventanas ardían. Recuerdo que, en un momento, las ropas de Lestat estaban empapadas de 
keroseno y que golpeaba frenéticamente las llamas. Estaba torpe, enfermo, incapaz de 
mantener el equilibrio. Pero, cuando me agarró, tuve que morderle los dedos para que me 
soltara. Empezaron los ruidos en la calle, gritos, el sonido de una campana. La habitación se 
había convertido rápidamente en un infierno y, en un relumbrón de luz, vi a Claudia luchando 
contra el otro vampiro. Él parecía incapaz de agarrarla, como un ser humano torpe tratando de 
agarrar un pájaro. Recuerdo haber rodado de un lado para el otro con Lestat en las llamas, 
haber sentido el calor sofocante en la cara, haber visto las llamas en la espalda de Lestat 
cuando me quedé debajo de él. Y entonces apareció Claudia en la confusión y lo golpeó una y 
otra vez hasta que se le rompió el mango del atizador, y pude oír los gruñidos de Claudia al son 
de los golpes, como el ímpetu de un animal inconsciente. Lestat seguía aferrado; su cara era 
una mueca de dolor. Y allá, echado sobre la mullida alfombra, estaba el otro, y la sangre le 
manaba de la cabeza. 
»No sé con exactitud qué es lo que sucedió entonces. Pienso que me hice con el atizador y 
le di un fuerte golpe en el costado de la cabeza. Recuerdo que él parecía imparable, 
invulnerable a los golpes. El calor, por entonces, deshacía mis ropas y había hecho presa del 
vestido de Claudia; la subí a mis brazos y corrí por el pasillo tratando de apagar las llamas con 
mi cuerpo. Recuerdo haberme sacado el abrigo y golpeado las llamas en el espacio abierto; 
unos hombres pasaron a mi lado corriendo y subieron las escaleras. Una gran multitud llenaba 
la entrada del patio y alguien estaba en el techo de la cocina de ladrillos. Yo tenía a Claudia en 
mis brazos y pasé corriendo entre la gente, ignoré las preguntas, empujándolos, haciéndoles 
abrir paso. Y entonces quedé libre, solo con ella, oyéndola respirar agitada y sollozarme al 
oído, corriendo enceguecido por la rué Royale, por la primera calleja lateral, corriendo y 
corriendo hasta que no hubo otro sonido que el de mis pasos. Y el de su aliento. Y nos 
quedamos allí, el hombre y la niña, chamuscados y doloridos y respirando hondo en la quietud 
de la noche.

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