►Primera parte (2-2)
»Ella estaba dentro de una casa. Me acerqué a las paredes tratando, con
mi habitual
objetividad, de comprender sólo la naturaleza de su llanto. Estaba
afligida y doliente y
absolutamente sola. Hacía tanto tiempo que lloraba que pronto dejaría de
hacerlo de puro
agotamiento. Pasé la mano por la ventanilla de la puerta y abrí el
picaporte. Allí estaba sentada
en la cama, en la oscura habitación, al lado de una mujer muerta, una
mujer que hacía días que
estaba muerta. El cuarto estaba lleno de maletas y de baúles, como si un
montón de gente se
hubiese aprestado a viajar; pero la mujer estaba medio vestida, con el
cuerpo ya en
descomposición, y no había nadie más que la niña. Pasaron unos instantes
antes de que me
viera, pero cuando lo hizo empezó a decirme que debía hacer algo por
ayudar a su madre. Sólo
tenía unos cinco años como máximo y su cara estaba manchada por las
lágrimas y la suciedad.
Era muy delgada. Me rogó que la ayudase. Tenían que tomar un barco,
dijo, antes de que
llegara la plaga; su padre las esperaba. Empezó a sacudir a su madre y a
llorar del modo más
patético y desesperado; y luego me volvió a mirar y se puso a llorar a
lagrimones.
»Ahora debes comprender que yo estaba ardiendo de la necesidad física de
beber. No
podría haber pasado un día más sin alimento. Pero había alternativas,
las ratas abundaban en
las calles y en algún sitio muy cercano aullaba un perro indefenso.
Podría haberme ido de esa
habitación y me podría haber alimentado y regresado luego. Pero el
interrogante me
atenazaba: "¿Estoy condenado? Si es así, ¿por qué sentir lástima
por ella, por su rostro débil?
¿Por qué deseo tocar sus brazos delgados y pequeños, tenerla en mis
rodillas con la cabeza
contra mi pecho, mientras le acaricio sus sedosos cabellos? ¿Por qué
hago esto? Si estoy
maldito, debo matarla. Sólo tendría que desear transformarla en comida
para una existencia
maldita, porque, al estar condenado, debo odiarla". »Y, cuando
pensé esto, vi el rostro de Babette contorsionado por el odio en el momento
de
tomar la lámpara y encenderla, y vi a Lestat en mi mente y lo odié. Y,
sí, me sentí condenado, y
eso es un infierno; en ese instante, me agaché y me eché sobre el cuello
suave y pequeño y, al
oír su débil grito, susurré, aun cuando ya tenía la sangre en mis
labios:
»—Es sólo un momento y ya no habrá más dolor.
»Pero ella estaba aferrada a mí y pronto no pude decir nada. Durante
cuatro años no había
saboreado la sangre humana; durante cuatro años no la había realmente
conocido y entonces
oí el latido de su corazón con ese ritmo terrible. ¡Y qué corazón! No el
corazón de un hombre o
un animal sino el corazón de una niña que latía cada vez más fuerte
negándose a morir,
repicando primero como una débil llamada a la puerta, llorando: "No
moriré, no moriré, no
puedo morir, no puedo morir...". Creo que me puse de pie aún
aferrado a ella, con el corazón
empujando a mi corazón, más rápido y sin esperanza de cesar, con la rica
sangre manando
demasiado rápida para mí, y la habitación girando. Y entonces, pese a mí
mismo, me quedé
mirando, por encima de su cabeza agachada y su boca abierta, el rostro mortecino
de su
madre; ¡y, a través de sus párpados semicerrados, sus ojos brillaron
como si estuviera viva!
Aparté de mí a la niña. Estaba como una muñeca desarticulada. Y al
tratar de escapar de la
madre, vi que una figura familiar llenaba la ventana. Era Lestat, que se
movió riéndose, con su
cuerpo agachado como bailando en la calle enlodada. »—Louis, Louis —me
dijo burlón y
señalándome con un largo y flaco dedo, como si me hubiera pescado en el
acto. Y pasó por el
marco de la ventana, me empujó a un lado y sacó de la cama el cuerpo
hediondo de la madre y
simuló bailar con ella.
—¡Dios santo! —dijo el muchacho.
—Sí, yo podría haber dicho lo mismo —dijo el vampiro. Tropezó con la
niña cuando
empujaba a la madre dando grandes vueltas, cantando y bailando; el pelo
de la madre caía
sobre su cara, y su cabeza cayó hacia atrás y un líquido negro le salió
de la boca. Él la tiró al
suelo. Yo salí por la ventana y corrí por la calle. Él corrió tras de
mí.
»—¿Tienes miedo, Louis? —gritó—. ¿Tienes miedo, Louis? La niña está
viva, Louis, la
dejaste respirando. ¿Regreso y la transformo en una vampira? Podrías
usarla, Louis, y piensa
en todos los vestidos bonitos que le podríamos comprar. ¡Espera, Louis,
espera!
»Y entonces corrió detrás de mí hasta el hotel, por los tejados donde yo
esperaba perderlo
de vista, hasta que entré por la ventana de nuestra sala y, enfurecido,
la cerré de un golpe. Él
la golpeó; tenía los brazos abiertos como un pájaro que quiere traspasar
los cristales. Y golpeó
el marco. Yo estaba totalmente fuera de mí. Caminé alrededor de la
habitación buscando
alguna manera de liquidarlo. Me imaginé su cuerpo consumido por el fuego
en el tejado. Había
perdido por completo la razón, de modo que era una furia destructora. Y
cuando traspasó el
cristal roto, luchamos como jamás habíamos luchado. Fue el infierno el
que me detuvo, la idea
del infierno, la idea de ser dos almas en el infierno, dos almas que se
aferraban en el odio.
Perdí mi confianza, mi propósito, mi ímpetu. Caí al suelo y él quedó de
pie encima de mí, con
los ojos fríos, aunque tenía el pecho agitado.
»—Eres un imbécil, Louis —dijo; su voz era serena, tan serena que me
volvió a la realidad—. Está saliendo el sol —agregó con el pecho levemente
agitado por la pelea, y los
ojos entornados cuando miró por la ventana; nunca lo había visto así,
pues la pelea le había
hecho salir su mejor parte a la superficie—. Métete en tu ataúd —me dijo
sin la menor señal de
enfado—. Pero mañana por la noche... hablaremos.
»Bien; yo quedé más que levemente sorprendido. ¡Que Lestat quisiera
conversar conmigo!
No me lo podía imaginar. En realidad, Lestat y yo jamás habíamos
hablado. Pienso que te he
descrito con precisión nuestras peleas verbales, nuestros encuentros
disgustados.
—Estaba desesperado por el dinero, por sus propiedades —dijo el
muchacho—. ¿O es que
tenía miedo de estar tan solo como usted?
—Se me ocurrieron esas cosas. Incluso se me ocurrió que Lestat pensaba
matarme de
alguna manera que yo no conocía. ¿Ves?, en ese tiempo yo no estaba
seguro de por qué me
despertaba cada tarde, de si era automático cuando me abandonaba ese
sueño mortal, ni de
por qué, a veces, sucedía antes que en otras ocasiones. Era una de las
cosas que Lestat no
me explicaba. Y, a menudo, él se levantaba antes que yo. Era superior a
mí en todas esas
cosas, como te he indicado. Y esa mañana cerré el ataúd con una especie
de desesperación.
»Sin embargo, ahora debería explicar que cerrar el ataúd es siempre
perturbador. Es como
aplicarse una anestesia moderna antes de ser operado. Hasta un error
casual de parte de un
intruso puede significar la muerte.
—Pero, ¿cómo podría haberlo matado él? No podría haberlo expuesto a la
luz sin
exponerse a sí mismo.
—Es verdad; pero al levantarse antes que yo, podría haber clavado las
tapas del ataúd. O
prenderle fuego. Lo principal era que yo no sabía lo que él podía hacer.
Aún no sabía lo que
podría haber hecho.
»Pero entonces no había nada que yo pudiera hacer al respecto, y, con
pensamientos
acerca de la mujer y la niña muertas aún en la cabeza, no tenía más
energías para discutir con
él. Y por si fuera poco, tuve, encima, sueños miserables.
—¡Usted sueña! —exclamó el chico.
—A menudo —dijo el vampiro—. A veces deseo no poder hacerlo. Porque como
ser mortal
nunca tuve unos sueños tan prolongados y lúcidos; y tampoco tuve
pesadillas tan retorcidas.
En los primeros tiempos, esos sueños me absorbían tanto que, con
frecuencia, luchaba para no
despertarme y poder quedarme echado a veces durante horas, pensando en
esos sueños,
hasta que había pasado la mitad de la noche; y, aturdido por ellos,
trataba de comprender su
significado. Eran, desde muchos puntos de vista, tan inextricables como
los de los mortales.
Por ejemplo, soñaba con mi hermano, que estaba a mi lado en un estado
entre la vida y la
muerte y que me pedía ayuda. Y, a menudo, soñaba con Babette; y
frecuentemente —casi
siempre— había un trasfondo de gran tierra baldía en mis sueños, esa
tierra baldía de la noche
que yo había visto cuando Babette me maldijo, como te he contado. Era
como si todas las
figuras caminaran y hablaran en la mansión desolada de mi alma perdida.
No recuerdo lo que
soñé ese día, quizá porque sé muy bien lo que Lestat y yo discutimos al
atardecer siguiente.
Veo que estás ansioso por saberlo. »Pues, como he dicho, Lestat me
sorprendió con su nueva serenidad, su consideración.
Pero esa tarde no me desperté para encontrarlo en esa disposición; no al
principio. Había unas
mujeres en la sala. Las velas eran pocas y estaban repartidas en la
pequeña mesa con la cena.
Lestat tenía un brazo alrededor de una de las mujeres y la besaba. Ella
estaba muy ebria y era
muy hermosa, una gran muñeca de mujer con una cofia cuidada cayéndole
por los hombros
desnudos y por los pechos parcialmente descubiertos. La otra mujer
estaba sentada a la mesa,
bebiendo un vaso de vino. Pude ver que los tres habían cenado (Lestat
simulaba cenar...
Quedarías sorprendido de cómo la gente no nota que un vampiro sólo
simula comer). Y la
mujer a la mesa estaba aburrida. Todo esto me agitó. No sabía lo que
Lestat se traía entre
manos. Si entraba en la habitación, esa mujer tornaría su atención hacia
mí. Y no me podía
imaginar lo que sucedería, salvo que Lestat pensaba matarlas a las dos.
La mujer en el sofá
junto a él ya bromeaba acerca de sus besos, su frialdad, su carencia de
deseo. Y la mujer a la
mesa los miraba con unos ojos negros que parecían llenos de
satisfacción; cuando Lestat se
puso de pie y le puso las manos sobre los blancos brazos desnudos, se
animó. Agachado para
besarla, él me vio a través de la rendija de la puerta. Y sus ojos se
fijaron en mí un instante y
luego tornó a hablar con las damas. Se agachó y apagó las velas de la
mesa.
»—Está demasiado oscuro aquí —dijo la mujer en el sofá.
»—Déjanos solos —dijo la otra mujer.
»Lestat tomó asiento y la llamó para que se sentara en sus rodillas. Y
ella lo hizo, pasando
su brazo izquierdo por la nuca de él, y con su mano derecha
acariciándole los rubios cabellos.
»—Tu piel está helada —dijo ella, retrocediendo un poco.
»—No siempre —dijo Lestat, y entonces hundió la cara en el cuello de
ella.
»Yo contemplaba todo esto, fascinado. Lestat era magistralmente
inteligente y
completamente vicioso, pero yo no sabía cuan inteligente era hasta que
hundió sus dientes en
ese cuello y le apretó la garganta con un dedo, mientras su otro brazo
la estrechaba
fuertemente, de modo que bebió hasta saciarse sin que la otra mujer se
diera cuenta de nada.
»—Tu amiga no tiene aguante para el vino —dijo, depositando a la mujer
inconsciente, con
sus brazos cruzados en la mesa, bajo la cabeza.
»—Es una tonta —dijo la otra mujer, que se había acercado a la ventana y
miraba las luces
de la ciudad. Entonces Nueva Orleans era una ciudad de muchos edificios
bajos, como
probablemente sepas. Y en noches claras como ésa, las farolas de la
calle se veían hermosas
desde los altos ventanales de ese nuevo hotel español; y las estrellas
de aquellos tiempos
colgaban bajas, con el brillo que hoy lucen sobre el mar.
»—Yo puedo calentar esa fría piel tuya mejor que ella.
»Se volvió hacia Lestat, y debo confesar que sentí alivio al no tener
que ocuparme de ella.
Pero él no pensaba hacer nada tan simple.
»—¿Te parece? —le dijo.
»Le tomó una mano y ella exclamó:
»—Oh, ahora estás caliente.
—¿Quiere decir que la sangre lo había calentado? —preguntó el muchacho.
—Oh, sí —dijo el vampiro—. Después de matar, un vampiro tiene el cuerpo
caliente como el
tuyo ahora.
Y el vampiro iba a continuar hablando, pero, al mirar al muchacho,
sonrió.
—Como te estaba diciendo... Lestat tenía a la mujer de la mano y dijo
que la otra lo había
calentado. Su cara, por supuesto, estaba ruborizada, muy alterada. La
acercó aún más y ella lo
besó, señalando entre risas que él era un verdadero horno de
pasiones.
»—Ah, pero el precio es alto —dijo él, simulando tristeza—. Tu bonita
amiga... —Se encogió
de hombros—. La dejé agotada.
»Y dio un paso atrás como invitando a la mujer a acercarse a la mesa. Y
ella lo hizo con una
mueca de superioridad en sus pequeñas facciones. Se agachó a ver a su
amiga, pero entonces
perdió el interés, hasta que vio algo. Era una servilleta. Había cogido
las últimas gotas de
sangre de la herida en el cuello. Ella la levantó tratando de ver en la
oscuridad.
»—Déjate caer el pelo —dijo suavemente Lestat. Y ella dejó caer la
servilleta y,
deshaciéndose las trenzas, su cabello cayó, rubio y sedoso, sobre su
espalda.
»—Es suave —dijo él—, tan suave... te imaginaba así, echada en una cama
de seda.
»—Las cosas que dices... —se burló ella, y le dio la espalda
juguetonamente.
»—¿Sabes qué clase de cama? —preguntó él. Y ella se rió y dijo que la
cama de él; era lo
que se imaginaba. Volvió a mirarlo cuando Lestat avanzó. Y él, sin
apartar su vista de ella un
instante, tocó suavemente el cuerpo de su amiga, que cayó hacia atrás de
la silla y quedó en el
suelo con los ojos abiertos. La mujer dio un respingo. Se alejó
rápidamente del cadáver y casi
derrumbó una mesita. El candelabro cayó y se apagó.
»—Apaga la luz... y vuelve a apagar la luz —dijo él en voz baja. Y luego
la abrazó como un
insecto rabioso y le hundió los dientes en la garganta.
—Pero, ¿en qué pensaba usted mientras veía todo eso? —preguntó el
entrevistador—.
¿Quiso detenerlo del mismo modo en que trató de hacerlo con
Freniere?
—No —dijo el vampiro—. No podría haberlo hecho. Y debes entender que yo
sabía que
Lestat mataba seres humanos todas las noches. Los animales no le daban
ninguna
satisfacción. Contaba con los animales en caso de que todo lo demás
fracasara, pero nunca
como opción. Si yo sentía simpatía por las mujeres, eso estaba hundido
en la profundidad de
mi propia confusión. Aún podía sentir el débil martilleo del corazón de
esa criatura muerta de
hambre; todavía ardían en mí los interrogantes de mi propia naturaleza
dividida. Me repelía el
hecho de que Lestat hubiese preparado ese espectáculo para mi beneficio,
esperando a que yo
me despertara para matar a las mujeres. Y me volví a preguntar si podría
deshacerme de él, y
odié mi propia debilidad más que nunca.
»En el ínterin, él puso sus hermosos cuerpos sobre la mesa y paseó por
el cuarto
encendiendo las velas de los candelabros hasta que la iluminación
pareció la adecuada para
una boda.
»—Entra, Louis —dijo—, me hubiera gustado que tuvieras una pareja, pero
sé cuan
especial eres para elegir las propias. Pobres mademoiselles Freniere que
arrojan lámparas.
Hacen que una fiesta no sea muy cómoda, ¿no te parece? En especial en un
hotel. »Sentó a la muchacha rubia de modo que su cabeza reposó en el respaldo
de damasco de
la silla; y la mujer morena quedó con la cabeza sobre los pechos; había
palidecido y sus
facciones ya tenían un aspecto rígido, como si fuera una de esas mujeres
a las que el fuego de
su personalidad las hace hermosas. Pero la otra sólo parecía dormitar, y
no tenía la seguridad
de que estuviera muerta. Lestat le había abierto dos heridas; una en la
garganta y otra arriba
de su pecho izquierdo, y de ambas manaban sangre. Lestat le levantó una
muñeca y,
cortándola con un cuchillo, llenó dos copas y me rogó que me
sentara.
»—Te voy a dejar —le dije de inmediato—. Quiero decírtelo ahora
mismo.
»—Ya lo pensé —dijo, apoyándose en el respaldo—. Y pensé que me harías
un anuncio
florido. Dime lo monstruoso que soy, lo vulgar y miserable.
»—No emitiré juicios sobre ti. No me interesas. Ahora me interesa mi
propia naturaleza y he
llegado a creer que ya no puedo confiar en que tú me digas la verdad
sobre ella. Tú utilizas el
conocimiento para tu poder personal —le dije; y supongo que al igual que
la gente que hace un
anuncio semejante, no esperaba que me diera una respuesta honesta; no lo
esperaba de
ningún modo.
»Esencialmente, yo estaba escuchando mis propias palabras. Pero entonces
vi que su
rostro era el mismo con que me había dicho que hablaríamos. Me estaba
escuchando. De
pronto, me encontré sin argumentos. Sentí con más dolor que nunca el
abismo que existía
entre los dos.
»—¿Por qué te convertiste en un vampiro? —le espeté—. ¡Y qué vampiro
eres! Vengativo y
que goza con tomar la vida humana cuando ni la necesita. Esta chica...,
¿por qué la mataste
cuando con una sola ya era suficiente? ¿Y por qué la asustaste antes de
matarla? ¿Y por qué
la has tirado en esta postura grotesca, como si tentaras a los dioses
para que te fulminaran por
tu blasfemia?
»Todo esto lo oyó sin pronunciar palabra, y en la pausa siguiente me
volví a sentir en
desventaja. Era como si él vislumbrase la insinceridad, el despecho de
todo ello. Simplemente
se quedó sentado mirándome con la misma expresión impávida. Entonces, yo
declaré:
»—Sé que después de dejarte, trataré de averiguarlo todo. Viajaré por
todo el mundo, si
tengo que hacerlo, para encontrar otros vampiros. Sé que deben existir:
no conozco ninguna
razón para que no existan en grandes cantidades. Y estoy seguro de que
encontraré vampiros
con quienes tendré más en común que contigo. Vampiros que entiendan el
conocimiento como
yo y que hayan usado su superior naturaleza de vampiros para aprender
secretos que tú ni
siquiera podrías imaginarte. Si tú no me lo dices todo, entonces yo
mismo lo averiguaré o me lo
dirán ellos dondequiera que los encuentre.
»El sacudió la cabeza.
»—¡Louis —dijo—, tú estás enamorado de tu naturaleza humana! Buscas los
fantasmas de
tu ser interior. Freniere, tu hermana..., todo eso te representa
imágenes de lo que eras y de lo
que quisieras seguir siendo. Y, en tu romance con la vida mortal, ¡estás
matando tu naturaleza
de vampiro!
»De inmediato, le objeté sus palabras. »—Mi naturaleza de vampiro ha
sido la mayor aventura de mi vida; todo lo anterior fue
confuso, nublado; pasé por la vida mortal como un ciego que salta de un
objeto a otro.
Únicamente cuando me transformé en un vampiro sentí respeto por primera
vez en mi vida.
Jamás vi un ser humano vivo, palpitante, hasta que me convertí en un
vampiro; nunca supe lo
que era la vida hasta que se derramó en un trago rojo por mis labios y
mis manos!
»Me encontré mirando a las mujeres; la morena ahora iba tomando un
terrible color azulado.
La rubia aún respiraba.
»—¡No está muerta! —dije súbitamente.
»—Lo sé. Déjala en paz —dijo. Le levantó la muñeca, le hizo otra herida
y volvió a llenar las
copas—. Todo lo que dices tiene sentido —continuó tomando un trago—.
Eres un intelectual.
Yo nunca lo he sido. Todo lo que sé lo he aprendido de escuchar hablar a
los hombres, no de
los libros. Nunca fui lo suficiente a la escuela. Pero no soy ningún
estúpido y debes
escucharme, porque estás en peligro. Tú no conoces tu naturaleza de
vampiro. Eres como un
adulto que al recordar su infancia se da cuenta de que nunca la ha
apreciado. Como hombre, tú
no puedes volver al jardín de infancia y jugar con tus juguetes,
pidiendo que te den amor y
cuidados nuevamente sólo porque ahora sabes lo que valen. Lo mismo te
sucede con tu
naturaleza humana. La has dejado atrás. Ya no miras "a través de un
cristal oscuro". Pero no
puedes regresar al cálido mundo humano con tus nuevos ojos.
»—¡Eso ya lo sé! —dije—. ¿Pero cuál es tu naturaleza? Si puedo vivir de
la sangre de los
animales, ¿por qué no vivir de ella sin pasar por el mundo llevando la
miseria y la muerte a los
seres humanos?
»—¿Te hace feliz? —preguntó él—. Andas por la noche alimentándote de
ratas como un
miserable y luego miras por la ventana de Babette, lleno de cuidado, y,
no obstante, indefenso
como la diosa que fue por la noche a espiar a Endimión durmiendo y no lo
pudo poseer. Y
suponte que pudieras tenerla en tus brazos y ella te mirara sin horror
ni disgusto. Entonces,
¿qué? ¿Unos pocos años para poder verla sufrir todas las miserias de la
mortalidad y luego
morir ante tus propios ojos? ¿Eso te hace feliz? Es una locura, Louis.
Es en vano. Y lo que
realmente tienes por delante es una naturaleza de vampiro, lo que
significa matar. Porque te
garantizo que si esta noche caminas por las calles y atacas a una mujer
tan rica y hermosa
como Babette y le chupas la sangre hasta que se derrumbe a tus pies, ya
no tendrás más
ganas de ver el perfil de Babette al lado del candelabro ni de escuchar
por la ventana el sonido
de su voz. Estarás satisfecho, Louis como se supone que debes estarlo,
con toda la vida que
puedes tener por delante; y cuando se vaya, tendrás hambre de lo mismo,
y lo mismo y lo
mismo siempre. El rojo de esta copa será igual de rojo; las rosas del
empapelado de la pared
estarán dibujadas tan delicadamente como ahora. Y verás la luna del
mismo modo, y lo mismo
el chisporroteo de una vela. Y con esa misma sensibilidad que adoras,
verás a la muerte en
toda su belleza, a la vida tal como sólo se conoce en el mismo punto que
la muerte. ¿No lo
comprendes, Louis? Tú, único entre todas las criaturas, puedes
contemplar a la muerte con esa
impunidad. Tú..., únicamente..., bajo la luna..., ¡puedes golpear la
mano de Dios!
»Se echó para atrás y vació su copa, y sus ojos pasaron por la mujer
inconsciente. Sus pechos palpitaban y movió las cejas como si estuviera por
recuperar el conocimiento. Un
gemido escapó de sus labios.
»Él nunca me había hablado así, y yo pensaba que no sería capaz de
hacerlo ahora:
»—Los vampiros somos asesinos —dijo—. Depredadores cuyos ojos que todo
lo ven deben
procurarles la debida objetividad, la capacidad de contemplar la vida en
su totalidad, no con
una pena lastimera sino con la excitante satisfacción de estar al final
de esa vida, de participar
en el plan divino.
»—Así es como tú lo ves —protesté.
»La muchacha volvió a gemir; tenía el rostro muy blanco. Rodó su cabeza
contra el respaldo
de la silla.
»—Así es como es —me contestó—. ¡Tú hablas de encontrar a otros
vampiros! ¡Los
vampiros son asesinos! ¡No quieren tu sensibilidad! Te verán llegar
antes de que tú los puedas
ver y verán tus fallos y, sin confiar en ti, tratarán de matarte.
Buscarían matarte aunque fueras
como yo. Porque ellos son depredadores solitarios y no buscan más
compañía que los felinos
en las selvas. Son celosos de su secreto y de su territorio; y, si
encuentras a uno o dos viviendo
juntos, sólo será por seguridad. Y uno será el esclavo del otro, del
modo en que tú lo eres mío.
»—No soy tu esclavo —le dije. Pero incluso cuando hablaba me di cuenta
de que así había
sido.
»—Así es como aumentan los vampiros: por medio de la esclavitud. ¿De qué
otra manera,
si no? —preguntó. Volvió a coger la muñeca de la chica y ella gritó
cuando el cuchillo la cortó.
Abrió lentamente sus ojos mientras él llenaba una copa. Hizo un guiño y
trató de mantenerlos
abiertos. Era como si un velo le cubriera los ojos—. Estás cansada,
¿verdad? —le preguntó él;
ella lo miró como si en realidad no pudiera verlo—. ¡Cansada! —insistió
él, acercándose y
mirándola a los ojos—. Quieres dormir.
»—Sí —murmuró ella. Y él la levantó y la llevó al dormitorio.
»Nuestros ataúdes estaban sobre la alfombra y contra la pared; había una
cama con una
manta de terciopelo. Lestat no la depositó en la cama; la bajó
lentamente hasta su ataúd.
»—¿Qué estás haciendo? —le pregunté cuando llegué a la puerta. La chica
miraba
alrededor como una niña aterrorizada.
»—No... —gemía. Y entonces, cuando él cerró la tapa, pegó un grito.
Continuó gritando
dentro del ataúd.
»—¿Por qué haces eso, Lestat? —pregunté.
»—Me gusta hacerlo —dijo—. Disfruto. No digo que a ti te tiene que
gustar. Cuida tus
gustos de esteta y de amante de cosas superiores. Mátalos velozmente si
quieres, ¡pero hazlo!
¡Aprende que eres un asesino! ¡Ah!
»Levantó las manos, disgustado. La chica había dejado de gritar. Él puso
una pequeña silla
de patas curvas al lado del ataúd y, cruzando las piernas, contempló la
tapa del cajón. El suyo
era un ataúd barnizado de negro, no un simple cajón rectangular como los
de ahora, sino con
manijas en ambas puntas y más ancho donde el cuerpo iba con las manos
cruzadas sobre el
pecho. Sugería la forma humana. Lo abrió y la chica se sentó, atónita,
con los ojos fuera de las órbitas y sus labios azules y temblorosos.
»—Acuéstate, amor —y la empujó; ella quedó echada, al borde de la
histeria, y se movió
desesperada en el ataúd como un pez, como si su cuerpo pudiera escaparse
por los costados,
por el fondo.
»—¡Es un ataúd, un ataúd! —gritó—. ¡Dejadme salir!
»—Pero, con el tiempo, todos debemos acabar en ataúdes —le dijo él—.
Quédate quieta,
amor. Este es tu ataúd. La mayoría de nosotros jamás llegamos a saber
cómo es. Y tú lo
sabes.
»Yo no podía saber si la chica lo escuchaba o si estaba perdiendo la
razón. Pero ella me vio
en la puerta y se quedó quieta y miró a Lestat y luego a mí.
»—¡Ayúdeme! —me dijo.
»Lestat me miró.
»—Esperaba que sintieras estas cosas instintivamente como yo —dijo—.
Cuando te
entregué tu primera víctima, pensé que tendrías ganas de una segunda y
luego de más; que
irías tras las vidas humanas como detrás de una copa llena, del mismo
modo que yo. Pero no
lo hiciste. Y supongo que todo este tiempo no te corregí porque débil me
convenías más. Te
observaba acechando en la noche, mirando caer la lluvia. Fácil de
manejar, pues eres un débil,
Louis. Eres un blanco fácil. Tanto para los vampiros como para los seres
humanos. Lo que
sucedió con Babette nos hizo peligrar a los dos. Es como si quisieras
que nos destruyesen.
»—No puedo soportar lo que estás diciendo —dije, dándole la espalda. Los
ojos de la
muchacha se me clavaban en la carne. Ella seguía echada, mirándome todo
el tiempo mientras
hablábamos.
»—¡Tú no puedes soportarlo! —dijo él—. Anoche te vi con esa niña. ¡Tú
eres tan vampiro
como yo!
»Se puso de pie y se encaminó hacia mí, pero la chica se levantó y él se
dio media vuelta
para empujarla nuevamente.
»—¿Piensas que tendríamos que convertirla en vampiro? ¿Compartir
nuestras vidas con
ella? —preguntó.
»Al instante, contesté:
»—No.
»—¿Por qué? ¿Porque no es más que una puta? —preguntó él—. Y una puta
realmente
cara —aseguró.
»—¿Puede vivir? ¿O ha perdido demasiado? —le pregunté.
»—¡Emocionante! —dijo—. No puede vivir.
»—Entonces, mátala.
»Ella empezó a gritar. Él se quedó sentado. Yo me di la vuelta. Lestat
sonreía, y la
muchacha, apoyando la cabeza contra la seda del ataúd, comenzó a
sollozar. Su razón la
había abandonado casi por completo; lloraba y rezaba a la Virgen para
que la salvara, ahora
con las manos sobre la cara, ahora sobre la cabeza, con su muñeca
derramando sangre sobre
el pelo y la seda. Me agaché sobre el ataúd. Estaba muriendo, era
verdad; sus ojos le ardían, pero la piel de alrededor ya estaba azulada. De
pronto sonrió:
»—No me dejarás morir, ¿verdad? —susurró—. Me salvarás.
»Lestat extendió una mano y la cogió de la muñeca.
»—Es demasiado tarde, querida —dijo—. Mírate la muñeca, el pecho.
»Y luego le tocó la herida de la garganta. Ella se llevó las manos a la
garganta y quedó
atónita, con la boca abierta, el grito estrangulado. Miré a Lestat. No podía
comprender por qué
hacía eso. Su rostro era tan suave como el mío, más animado por la
sangre, pero frío y sin
emoción.
»No se reía como un villano de opereta ni buscaba el sufrimiento de la
chica como si la
crueldad lo alimentase. Simplemente, la observaba.
»—Nunca quise ser mala —decía ella sollozando—. Sólo hice lo que tenía
que hacer. No
permitiréis que esto me suceda. No puedo morir así, ¡no puedo! —lloraba,
con sollozos secos y
débiles—. Dejadme ir. Tengo que ir a ver al cura. Dejadme ir.
»—Pero mi amigo es un cura —dijo Lestat, sonriente, como si acabara de
ocurrírsele una
broma—. Éste es tu funeral, querida. ¿Ves?, estabas en una cena y te
moriste. Pero Dios te ha
dado otra oportunidad de ser absuelta. ¿No te das cuenta? Cuéntale tus
pecados.
»Ella al principio sacudió la cabeza y luego volvió a mirarme con sus
ojos suplicantes.
»—¿Es verdad? —murmuró.
»—Muy bien —dijo Lestat—. Supongo que no te arrepientes, querida.
¡Tendré que cerrar el
ataúd!
»—¡Basta ya, Lestat! —le grité.
»La muchacha volvió a gritar y ya no pude soportar más la escena. Me
agaché y la tomé de
una mano.
»—No puedo recordar mis pecados —dijo cuando le miré las muñecas,
dispuesto a terminar
con ella.
»—No debes tratar de hacerlo. Únicamente dile a Dios que te arrepientes
—dije— y
entonces te morirás y todo habrá terminado.
»Se echó y cerró los ojos. Le clavé los dientes en la muñeca y empecé a
desangrarla. Se
movió una vez como si durmiera y pronunció un nombre; y luego, cuando
sentí que su corazón
alcanzaba una lentitud hipnótica, me separé de ella, mareado, confundido
por un instante, y mis
manos se aferraron al marco de la puerta. La vi como en un sueño. Las
velas relumbraban en
un costado de mis ojos. La vi echada absolutamente inmóvil. Y Lestat estaba
a su lado como
un deudo. Tenía el rostro impasible.
»—Louis —me dijo—, ¿no comprendes? Sólo tendrás paz cuando hagas esto
todas las
noches de tu vida. No hay nada más. ¡Pues esto es todo!
»Su voz fue casi tierna cuando habló, y se levantó y me puso ambas manos
en los
hombros. Entré en la sala, incómodo ante su contacto, pero no lo
suficientemente decidido
como para separarme de él.
»—Ven conmigo. Salgamos a la calle. Es tarde. No has bebido bastante.
Deja que te
muestre lo que eres. ¡Realmente! Perdona si hice una chapuza con todo
esto, si dejé demasiadas cosas en manos de la naturaleza. ¡Vamos!
»—No lo puedo aguantar, Lestat —le dije—. Elegiste mal a tu
compañero.
»—Pero, Louis —replicó—, ¡si no lo has intentado siquiera!
El vampiro dejó de hablar. Estudiaba al entrevistador. Pero el muchacho,
atónito, no dijo
nada.
—Era verdad lo que me dijo. No había bebido lo suficiente y, conmovido
por el miedo de la
muchacha, dejé que me llevara fuera del hotel y bajamos las escaleras.
La gente llegaba del
salón de fiestas de la calle Conde, y la calle, angosta, estaba muy
concurrida. Había cenas en
los hoteles y las familias de los plantadores estaban alojadas en la
ciudad en gran número, y
las pasamos como en una pesadilla. Mi dolor era insoportable. Nunca como
ser humano había
sentido semejante dolor mortal. Se debía a que todas las palabras de
Lestat habían tenido
sentido para mí. Sólo conocía la paz cuando mataba, únicamente en ese
minuto; y no había
dudas en mi mente de que matar algo inferior a seres humanos sólo
producía una vaga
añoranza, el descontento que me había acercado a los humanos, que me
había hecho
contemplar sus vidas como a través de un cristal. Yo no era un vampiro.
Y, en mi dolor, me
pregunté irracionalmente, como un niño: «¿No podría volver a ser
humano?». Incluso cuando la
sangre de la muchacha aún estaba caliente y sentía todavía esa fortaleza
y esa excitación
físicas, me hice la pregunta. Los rostros de los humanos me pasaban como
llamas de velas
bailoteando en oleajes oscuros. Me hundía en la oscuridad. Estaba
cansado de añoranzas.
Giraba y giraba en la misma esquina, mirando estrellas y pensando: «Sí,
es verdad. Sé que lo
que él dice es verdad, que cuando mato, desaparece la añoranza; y no
puedo soportar esa
verdad, no puedo».
»De improviso, sobrevino unos de esos momentos fascinantes. La calle
estaba
completamente en silencio. Nos habíamos alejado de la zona céntrica de
la ciudad vieja y
estábamos cerca del puerto. No había luces, sólo el resplandor del fuego
de un hogar en una
ventana y el sonido distante de la gente riéndose. Pero allí no había
nadie. Nadie cerca de
nosotros. De pronto percibí la brisa del río y el aire cálido de la
noche y sentí a Lestat a mi lado,
tan inmóvil que podría haber sido de piedra. Sobre la larga y baja fila
de tejados puntiagudos
asomaban las recias formas de los robles en grandes hileras oscuras y
ondulantes, bajo las
estrellas cercanas. Por el momento, el dolor desapareció; la confusión
desapareció. Cerré los
ojos y oí el viento y el suave sonido del agua en el río. Fue
suficiente, por un momento. Y supe
que no duraría, que se alejaría de mí como algo arrancado de mis brazos,
que yo iría detrás de
eso, más desesperadamente solitario que cualquier criatura para
recuperarlo. Y entonces, una
voz a mi lado retumbó, profunda en el silencio de la noche,
diciendo:
»—Haz lo que te ordena tu naturaleza. Esto sólo es una muestra. Haz lo
que te pide tu
naturaleza.
»Y el momento desapareció. Me quedé como la muchacha en la sala del
hotel, mareado y
listo para la menor sugerencia. Asentía con la cabeza a cuanto Lestat me
aseguraba.
»—El dolor es terrible para ti —dijo—. Lo sientes como ninguna otra
criatura porque eres un
vampiro. No quieres que continúe.
»—No —le contesté—, me siento como capturado por él, entrelazado con él
y sin peso,
atrapado como en una danza.
»—Eso y más. —Su mano apretó la mía—. No lo evites; ven conmigo.
»Me llevó rápidamente por la calle. Dándose vuelta cada vez que yo
vacilaba, extendía su
mano, con una sonrisa en sus labios, y su presencia era tan maravillosa
como en la noche que
se me había aparecido en mi vida mortal y me dijo que seríamos
vampiros.
»—El mal es un punto de vista —me susurró ahora—. Somos inmortales. Y lo
que tenemos
ante nosotros son las fiestas suntuosas que la conciencia no puede
apreciar y que los seres
humanos no pueden conocer sin arrepentirse. Dios asesina y nosotros
también;
indiscriminadamente. El arrasa a ricos y pobres y nosotros hacemos lo
mismo; porque ninguna
criatura es igual a nosotros, ninguna tan parecida a Él como nosotros,
ángeles oscuros no
confiados a los límites hediondos del infierno sino paseando por Su
tierra y todos Sus reinos.
Esta noche quiero un niño. Yo soy como una madre... ¡Quiero un
niño!
»Tendría que haber sabido lo que deseaba. No lo sabía. Me tenía
hipnotizado, encantado.
Jugaba conmigo como lo había hecho cuando yo era un mortal; me guiaba.
Me decía:
»—Tu dolor terminará.
»Habíamos llegado a una calle de ventanas iluminadas. Era un lugar de
pensiones de
marineros y de portuarios. Entramos por una puerta angosta; y entonces,
en el pasillo de piedra
en el que podía oír mi propia respiración como el viento, avanzó pegado
a la pared hasta que
su sombra se superpuso a la sombra de otro hombre, sus cabezas gachas y
juntas, sus
susurros como el crujido de las hojas secas.
»—¿Qué es?
»Me acerqué a él cuando volvió, temeroso de que la excitación que sentía
en mí
desapareciese. Y vi nuevamente el paisaje de pesadilla que había visto
cuando hablé con
Babette; sentí el frío de la soledad, el frío de la culpabilidad.
»—¡Ella está aquí! —dijo él—. La herida. ¡Tu hija!
»—¿De qué hablas? ¿Qué estás diciendo?
»—La has salvado —me susurró—. Yo lo sabía. Dejaste frente a la ventana
abierta a ella y
a su madre muerta, y la gente que pasaba por la calle la trajo
aquí.
»—La niña..., ¡la pequeña! —dije. Pero él ya me llevaba por la puerta
hasta el final de la
larga hilera de camas de madera, cada una con un niño bajo una angosta
sábana blanca; había
un candil al fondo de la sala, donde una enfermera estaba inclinada
sobre un escritorio.
Caminamos por el pasillo entre las hileras.
»—Niños muertos de hambre, huérfanos —dijo Lestat—. Hijos de la plaga y
de la fiebre.
»Se detuvo. Yo vi a la pequeña en una cama. Y luego vino el hombre y
habló con Lestat;
¡qué cuidado por la pequeña dormida! Alguien lloraba en la habitación.
La enfermera se puso
de pie y se apresuró.
»Y entonces el médico se agachó y arropó a la niña con la manta. Lestat
había sacado
dinero del bolsillo y lo puso sobre el pie de la cama. El médico dijo lo
contento que estaba por
el hecho de que nosotros hubiéramos ido a buscarla. Explicó que la mayoría
de ellos eran huérfanos; venían en los barcos; a veces huérfanos demasiado
pequeños para decir qué
cadáver era el de su madre. Pensaba que Lestat era el padre.
»Y, en unos pocos instantes, Lestat corría por las calles con ella; la
blancura de la manta
brillaba contra su capa negra; e incluso para mi visión experta,
mientras corría detrás de él, a
veces parecía como si la manta flotara en medio de la noche sin que
nadie la sostuviera, una
forma movediza volando en el viento como una hoja vertical y enviada por
un pasaje, tratando
de encontrar el viento y al mismo tiempo volando.
»Finalmente conseguí alcanzarlo cuando llegamos a las lámparas cerca de
la Place
d'Armes. La niña descansaba pálida sobre su hombro; sus mejillas aún
llenas como cerezas,
aunque estaba desangrada y próxima a la muerte. Abrió los ojos, o más
bien sus párpados se
corrieron hacia atrás, y bajo las largas cejas vi unas rayas
blancas.
»—Lestat, ¿qué estás haciendo? ¿A dónde la llevas? —le pregunté.
»Pero yo lo sabía. Se encaminaba al hotel y pretendía llevarla a nuestra
habitación.
»Los cadáveres estaban tal cual los habíamos dejado; uno meticulosamente
echado en el
ataúd como si un sepulturero se hubiera ocupado de la víctima; el otro
en la silla, delante de la
mesa. Lestat pasó a su lado como si no los viese, mientras que yo los
contemplé con
fascinación. Todas las velas se habían consumido y la única luz venía de
la luna y de la calle.
Pude ver su perfil helado y resplandeciente cuando puso a la niña sobre
la almohada.
»—Ven aquí, Louis; tú no te has alimentado lo suficiente. Lo sé —dijo
con la misma voz
calma y serena que había usado toda la noche con tanta habilidad; me
tomó de la mano, y la
suya estaba cálida y punzante—. ¿La ves, Louis, cuan dulce y saludable
parece, como si la
muerte no le hubiera arrancado la frescura? ¡La voluntad de vivir es tan
poderosa! ¿Recuerdas
cómo la querías tener cuando la viste en esa habitación?
»Me resistí. No quería matarla. No había querido hacerlo la noche
anterior. Y entonces, de
improviso, recordé dos cosas conflictivas y me sentí golpeado por el
dolor: recordé el poderoso
palpitar de su corazón contra el mío y tuve deseos de poseerlo; unos
deseos tan fuertes que di
la espalda a la cama y hubiese salido corriendo de la habitación si
Lestat no me hubiera
agarrado; y recordé el rostro de su madre y ese momento de horror cuando
dejé caer a la
criatura y él entró en la habitación. Pero ahora no se estaba burlando
de mí; me estaba
confundiendo.
»—Tú la quieres, Louis. ¿No ves que una vez que la has poseído, entonces
puedes poseer
a quien quieras? Anoche la deseaste, pero no tuviste el valor
suficiente, y por eso ahora ella
está viva.
»Pude sentir que lo que él decía era verdad. Pude volver a sentir el
éxtasis de tener su
pequeño corazón latiendo.
»—Es demasiado fuerte para mí... su corazón; no cede —le dije.
»—¿Es tan fuerte? —dijo, y sonrió; me acercó a la niña—. Cógela, Louis
—me instó—. Yo
sé que tú la deseas.
»Y lo hice. Me acerqué a la cama y la observé. El pecho apenas se le
movía y una de sus
manitas estaba enredada en su cabello largo y rubio. No pude soportarlo,
mirándola, queriendo que no muriera y deseándola al mismo tiempo; y, cuanto más
la miraba, más podía saborear su
piel, sentir mi brazo cayendo por debajo de su espalda y atrayéndola
hacia mí, sentir su cuello
suave. Suave, suave, eso era lo que era, suave. Traté de decirme que era
mejor que muriera
—¿en qué se iba a convertir?—, pero ésas fueron ideas mentirosas. ¡Yo la
deseaba! Y, por lo
tanto, la tomé en mis brazos y puse su mejilla ardiente contra la mía,
su cabello cayendo
encima de mis muñecas y acariciando mis cejas; el dulce aroma de una
niña, poderoso y
pulsante pese a la enfermedad y la muerte. Gimió entonces, se sacudió en
su sueño y eso fue
superior a lo que podía soportar. La mataría antes de permitirle
despertar, y yo lo sabía.
Busqué su cabello y oí que Lestat me decía extrañamente:
»—Nada más que un pequeño rasguño. Es un cuello pequeño.
»Y yo le obedecí.
»No te repetiré lo que fue, salvo que me excitó del mismo modo que
antes, como siempre
hace el matar, sólo que más; se me doblaron las rodillas y casi caigo en
la cama, mientras la
desangraba, y aquel corazón latía como si jamás cesara de hacerlo. Y, de
repente, cuando yo
seguía y seguía... esperando, con todos mis instintos, que empezara a
detenerse, lo que
significaba la muerte, Lestat me la arrancó.
»—¡Pero si no está muerta! —susurré. Pero ya todo había terminado. Los
muebles de la
habitación emergieron de la oscuridad. Me senté perplejo, mirándola,
demasiado debilitado
para moverme, con mi cabeza reposando en la cabecera de la cama, y mis
manos aferradas a
la manta de terciopelo. Lestat la estaba despertando diciéndole un
nombre:
»—Claudia, Claudia, escúchame; despierta, Claudia. —La llevó fuera del
dormitorio, y su
voz en la sala era tan baja que apenas le oía—. Estás enferma, ¿me oyes?
Debes hacer lo que
te digo para estar bien.
»Y entonces, en la pausa siguiente, me di cuenta de todo. Me di cuenta
de lo que estaba
haciendo; que se había cortado la muñeca y que se la estaba ofreciendo,
y que ella estaba
bebiendo.
»—Así es, querida; más —le decía—. Debes beber para curarte.
»—¡Maldito seas! —grité, y él me hizo callar con una mirada aterradora.
Se sentó en el sofá
con ella aferrada a su muñeca. Vi la mano blanca de ella asida de su
manga y pude ver el
pecho tratando de respirar y su rostro desfigurado, de un modo como
jamás lo había visto. Dejó
escapar un gemido y él le susurró que continuara; y, cuando me acerqué,
me volvió a echar
una mirada como diciendo: "Te mataré".
»—Pero, ¿por qué, Lestat? —le dije.
»Entonces él trató de desprenderse de la niña y ella no lo dejaba. Con
sus dedos aferrados
a la mano y al brazo de Lestat, ella mantenía la muñeca en su boca
mientras se le escapaban
gemidos.
»—Basta ya, basta ya —le dijo. Evidentemente, le dolía. La empujó y la
agarró de los
hombros. Ella trató desesperadamente de alcanzar su muñeca, pero no
pudo; y entonces lo
miró con la más absoluta perplejidad. Él se apartó con la mano
escondida. Luego se ató un
pañuelo en la muñeca y se acercó a la cuerda de llamar a la servidumbre.
Le dio un fuerte tirón, con sus ojos aún fijos en ella.
»—¿Qué has hecho, Lestat? —le pregunté—. ¿Qué has hecho?
»La miré. Ella estaba sentada, revivida, llena de vida, sin la menor
señal de palidez o
debilidad, con las piernas estiradas sobre el damasco, y su vestido
blanco, suave y pequeño
como el atuendo de un ángel alrededor de sus formas pequeñas. Miraba a
Lestat.
»—Yo no —le dijo él—, nunca más. ¿Comprendes? Pero te enseñaré lo que
debes hacer.
»Cuando traté de que me mirara y me explicara lo que estaba haciendo, me
empujó a un
lado. Me dio tal golpe en el brazo que reboté contra la pared. Alguien
llamaba a la puerta. Yo
sabía lo que iba a hacer. Una vez más traté de detenerle, pero giró con
tal rapidez que no
alcancé a ver cuando me pegó. Cuando lo vi, yo estaba echado sobre una
silla y él abría la
puerta.
»—Sí, entra por favor. Hemos tenido un accidente —le dijo al joven
esclavo. Y luego, al
cerrar la puerta, lo cogió por detrás y el muchacho nunca supo lo que le
había sucedido. E
incluso cuando se arrodilló sobre el cuerpo, bebiendo, hizo un gesto
llamando a la niña, quien
saltó del sofá y fue a arrodillarse a su lado y tomó la muñeca que se le
ofrecía, empujando
rápidamente las mangas de la camisa. Rugió como si quisiera devorar esa
carne, y entonces
Lestat le enseñó lo que debía hacer. Él tomó asiento y dejó que ella
bebiera el resto, de modo
que, cuando llegó el momento, se agachó y dijo:
»—Basta, se está muriendo... Nunca debes seguir bebiendo después de que
se detiene el
corazón, o volverás a enfermarte, enfermarte de muerte.
¿Entiendes?
»Pero ella había bebido lo suficiente y tomó asiento a su lado,
recostándose contra el
respaldo del largo sofá. El muchacho murió a los pocos segundos. Me
sentía agotado y
descompuesto, como si la noche hubiera durado mil años. Me quedé
mirándolos; la niña se
acercó a Lestat y se apoyó en él cuando éste le pasó un brazo por el
hombro, aunque sus ojos
indiferentes seguían fijos en el cadáver. Luego me miró.
»—¿Dónde está mi mamá? —preguntó la niña en voz baja. Su voz era igual a
su belleza
física, clara como una campanilla de plata. Era sensual. Toda ella era
sensual. Tenía los ojos
tan grandes y claros como Babette. Comprenderás que yo apenas tenía
conciencia de lo que
todo esto significaría. Sabía lo que podría significar, pero estaba
estupefacto. Entonces Lestat
se puso de pie, la levantó y se acercó a mí.
»—Ella es nuestra hija —dijo—. Va a vivir con nosotros.
»La miró radiante, pero sus ojos estaban fríos, como si todo fuera una
broma horrible;
entonces me miró y su rostro demostró convicción. La empujó en mi
dirección. Ella se puso
sobre mis rodillas, y yo la abracé sintiendo lo suave que era, la
suavidad de su piel, como la
piel de una fruta cálida, de ciruelas calentadas por el sol; sus grandes
ojos luminosos se fijaron
en mí con confiada curiosidad.
»—Éste es Louis y yo soy Lestat —le dijo él, poniéndose a su lado. Ella
miró en derredor y
dijo que era una habitación bonita, muy bonita, pero que quería a su
mamá. Él sacó un peine y
empezó a peinarla, con los rizos en la mano para no tirar de sus
cabellos; su pelo se desenredó
y parecía de seda. Era la niña más hermosa que yo jamás había visto y
ahora deslumbraba con el fuego frío de un vampiro. Sus ojos eran los ojos de
una mujer. Se volvería blanca y solitaria
como nosotros, pero no perdería sus formas. Comprendí ahora lo que
Lestat había dicho de la
muerte, lo que significaba. Le toqué el cuello, donde dos heridas rojas
sangraban un poco.
»—Tu mamá te ha dejado con nosotros. Ella quiere que seas feliz —le
decía él con una
confianza inconmensurable—. Ella sabe que te podemos hacer muy
feliz.
»—Quiero un poco más —dijo ella, mirando el cadáver en el suelo.
»—No, esta noche, no. Mañana por la noche —dijo Lestat. Y fue a retirar
a la dama de su
ataúd. La niña saltó de mis rodillas y yo la seguí. Se quedó observando
mientras Lestat puso
en la cama a las dos mujeres y al esclavo. Les subió la manta hasta la
barbilla.
»—¿Están enfermos? —preguntó la niña.
»—Sí, Claudia —dijo él—. Están enfermos y están muertos. ¿Ves?, ellos
mueren cuando
bebemos de ellos.
»Se acercó a ella y la volvió a abrazar. Nos quedamos los dos con ella
en medio. Yo estaba
hipnotizado por su presencia, por ella transformada, por cada gesto
suyo. Ya no era más una
niña; era una vampira.
»—Ahora Louis iba a abandonarnos —dijo Lestat, moviendo sus ojos de mi
rostro al de
ella—. Se iba a ir. Pero ahora no lo hará. Porque quiere quedarse y
ocuparse de ti y hacerte
feliz. —Me miró—. Vas a cuidar de ella, ¿verdad, Louis?
»—¡Tú, hijo de perra! —le espeté—. ¡Maldito!
»—¡Semejante lenguaje delante de nuestra hija! —dijo él.
»—Yo no soy vuestra hija —dijo ella con su voz de plata—. Soy la hija de
mi mamá.
»—No, querida, ya no —le dijo él; miró a la ventana y luego cerró el
dormitorio y puso la
llave en la cerradura—. Eres nuestra hija; la hija de Louis y la mía,
¿comprendes? Bien, ¿con
quién quieres dormir? ¿Con Louis o conmigo? Quizá quieras dormir con
Louis. Después de
todo, cuando estoy cansado... no soy tan bueno.
El vampiro se detuvo. El muchacho no dijo nada.
—¡Una niña vampira! —susurró finalmente. El vampiro echó una mirada como
sorprendido,
aunque el muchacho no se había movido. Miró hacia el magnetófono como si
se tratase de
algo monstruoso.
El muchacho se percató de que la cinta estaba a punto de acabar.
Rápidamente, abrió su
portafolio y sacó una nueva cinta, colocándola torpemente en su sitio.
Miró al vampiro cuando
apretó el botón. El rostro del vampiro parecía cansado, con sus mejillas
más prominentes, y
ahora faltaba poco para las diez. El vampiro se enderezó, sonrió y
preguntó con calma:
—¿Estamos listos para continuar?
—¿Le hizo eso a la pequeña nada más que para que usted no lo abandonara?
—preguntó
el muchacho.
—Eso es difícil de precisar. Fue una declaración. Estoy convencido de
que Lestat era una
persona que prefería no pensar ni hablar de sus motivaciones o
creencias, ni siquiera consigo
mismo. Una de esas personas que deben actuar. Una persona de ésas debe
ser golpeada
bastante antes de que se abra y confiese que hay un método y un
pensamiento en su manera de vivir. Eso es lo que sucedió esa noche con Lestat.
Había sido arrinconado hasta donde tuvo
que descubrir, incluso a sí mismo, por qué vivía y cómo lo hacía. El mantenerme
a su lado, eso
sin duda era parte de lo que lo arrinconó. Pero, sin duda, quería que yo
me quedara. Conmigo
vivía de una forma en la que jamás podría haber vivido solo. Y, como te
he dicho, siempre tuve
el cuidado de no darle el título de ninguna propiedad; algo que lo
enfurecía. No podía
convencerme de que lo hiciera. —De repente, el vampiro se rió—. ¡Mira
todas las demás cosas
de las que me convenció! Qué extraño. Me podía convencer de que matara a
un niño, pero no
de compartir mi dinero. —Sacudió la cabeza—. Pero no se trató en
realidad de avaricia, como
puedes ver. El miedo que le tenía era lo que me volvía tan avaro con
él.
—Usted habla de él como si estuviera muerto. Usted dice que Lestat fue
esto o era aquello.
¿Está muerto? —preguntó el muchacho.
—No lo sé —dijo el vampiro—. Pienso que tal vez lo esté. Pero ya llegaré
a eso. Estábamos
hablando de Claudia, ¿verdad? Hay algo más que quisiera contarte sobre
los motivos que esa
noche tuvo Lestat. Él no confiaba en nadie. Era como un gato, según su
propia confesión, un
depredador solitario. No obstante, esa noche se había tenido que
comunicar conmigo; hasta
cierto punto se había descubierto al decirme la verdad. Había abandonado
su tono de burla, de
condescendencia. Por un momento había olvidado su furia perpetua. Y esto
para Lestat era
exponerse. Cuando estábamos solos en las calles oscuras, sentí con él
una comunión como no
la había sentido desde mi muerte. Más bien pienso que metió a Claudia en
el vampirismo por
venganza.
—Venganza no sólo contra usted sino contra el mundo entero —comentó el
muchacho.
—Sí. Como he dicho, los motivos de Lestat para cualquier cosa siempre
giraban en torno a
la venganza.
—¿Empezó con su padre? ¿En la escuela?
—No lo sé. Lo dudo —dijo el vampiro—. Pero quiero continuar
hablando.
—Oh, por favor, continúe. ¡Tiene que continuar! Quiero decir, que son
apenas las diez —el
entrevistador mostró su reloj.
El vampiro lo miró y luego sonrió al muchacho. El rostro del joven
sufrió un cambio.
Palideció como si hubiera sido víctima de un ataque.
—¿Aún me tienes miedo? —preguntó el vampiro.
El muchacho no dijo nada, pero se alejó un poco del borde de la mesa.
Estiró el cuerpo, sus
pies rozaron las tablas y luego se contrajeron.
—Yo pensaría que serías un tonto si no lo tuvieras —dijo el vampiro—.
Pero no lo tengas.
¿Continuamos?
—Por favor —dijo el muchacho. Hizo un gesto en dirección a la
grabadora.
—Pues —dijo el vampiro— nuestra vida sufrió un gran cambio con
mademoiselle Claudia,
como te puedes imaginar. Su cuerpo murió, pero sus sentidos se
despertaron tanto como los
míos. Y busqué en ella señales de esto. Pero durante los primeros días
no me di cuenta de
cuánto la quería, de cuánto quería hablar con ella y estar con ella. Al
principio, sólo pensaba en
protegerla de Lestat. La metía en mi ataúd todas las mañanas, no le
quitaba la vista de encima y trataba de que estuviera con él lo menos posible.
Eso era lo que Lestat quería y dio muy
pocas señales de que le pudiera llegar a hacer algún daño.
»—Una niña muerta de hambre es un espectáculo horroroso —me dijo—. Y un
vampiro
muerto de hambre es algo aún peor.
»Se oirían sus gritos en París, decía, si la encerraba para que muriese.
Pero todo lo decía
por mí, para tenerme más atado, con miedo de irme solo. No me imaginaba
la posibilidad de
irme con Claudia. Era una niña. Necesitaba cuidados.
»Y encontraba placer en atenderla. Ella se olvidó de inmediato de sus
cincos años de vida
mortal. O al menos así lo parecía, ya que era misteriosamente tranquila
y reservada. Y, de
tanto en tanto, yo temía que hasta hubiese perdido los sentidos, que la
enfermedad de su vida
mortal, combinada con el gran traumatismo del vampirismo, le pudieran
haber robado la razón;
pero eso estuvo muy lejos de la realidad. Simplemente, era tan diferente
a Lestat o a mí que yo
no la podía entender; porque, aunque era pequeña, ya era una fiera
asesina capaz de una
búsqueda incesante de sangre con la imperiosidad de un niño. Y aunque
Lestat aún me
amenazaba con hacerle daño, a ella no se lo hacía, sino que era
cariñoso, orgulloso de su
hermosura, ansioso por enseñarle que debíamos matar para vivir y que
nosotros no podíamos
morir jamás.
»Entonces la plaga fulminó la ciudad, como ya te he dicho, y él la
llevaba a los cementerios
hediondos donde las víctimas de la peste y de la fiebre amarilla yacían
apiladas mientras los
ruidos de las palas no cesaban ni de día ni de noche.
»—Ésta es la muerte —le dijo él, señalando el cuerpo descompuesto de una
mujer—, algo
que nosotros no podemos sufrir. Nuestros cuerpos permanecerán como
ahora, frescos y vivos;
pero no debemos vacilar en traer la muerte, porque así vivimos.
»Y Claudia lo miraba con sus ojos inescrutables.
»Si en esos primeros años no hubo comprensión, tampoco hubo la
posibilidad del miedo.
Muda y hermosa, asesinaba. Y yo, transformado por las órdenes de Lestat,
ahora salía a cazar
seres humanos en grandes cantidades. Pero no era su muerte por sí sola
la que me aliviaba
del dolor que había sentido en las quietas y negras noches de Pointe du
Lac, cuando me
sentaba a solas con la compañía de Lestat y de su padre; eran sus
grandes y cambiantes
posibilidades en las calles, que jamás se silenciaban, con los centros
nocturnos que nunca
cerraban las puertas, las fiestas que duraban hasta el alba, la música y
las risas que salían de
todas las ventanas; la gente que me rodeaba en todas partes, mis
víctimas llenas de latidos, ya
no vistas con el gran amor que yo había sentido por mi hermana y por
Babette sino con
necesidad e indiferencia a la vez. Y los mataba, matanzas infinitamente
variadas y a grandes
distancias, cuando caminaba con la visión y los ligeros movimientos de
un vampiro por su
ciudad aburguesada y alegre. Mis víctimas me rodeaban, seduciéndome,
invitándome a sus
cenas, sus carruajes, sus burdeles. Sólo me quedaba un poco, lo
suficiente para tomar lo que
debía tomar, tranquilizado por la gran melancolía con que la ciudad me
entregaba una infinidad
de magníficos desconocidos.
»Porque de eso se trataba. Me alimentaba de desconocidos. Me acercaba
únicamente lo suficiente para ver su belleza latente, la expresión única, la
voz nueva y apasionada. Y luego
mataba antes de que esos sentimientos pudieran aparecer en mí, y ese
miedo, esa pena.
»Claudia y Lestat podían cazar y seducir, permanecer largo tiempo en
compañía de la
víctima condenada, gozando el espléndido humor en su inocente amistad
con la muerte. Pero
yo aún no lo podía soportar. Por tanto, para mí la población creciente
era una misericordia, un
bosque en el que estaba perdido, incapaz de detenerme, girando demasiado
rápido para el
pensamiento o el dolor, aceptando una y otra vez la invitación a la
muerte rápida en vez de
prolongarla.
»Mientras tanto, vivíamos en una de mis residencias españolas en la Rué
Royale, un piso
extenso y lujoso sobre una tienda que alquilaba a un sastre; detrás
había un jardín escondido;
una pared nos aseguraba contra la calle, con persianas fijas de madera y
una puerta enrejada y
firme; era un lugar de mucho más lujo y seguridad que Pointe du Lac.
Nuestros sirvientes eran
gente de color, libertos que nos dejaban a solas antes del amanecer y se
iban a sus propios
hogares. Y Lestat compraba las últimas importaciones de Francia y
España: lámparas de cristal
y alfombras orientales, biombos de seda con pájaros del paraíso
pintados, canarios que
trinaban en grandes jaulas doradas con cúpulas y delicados dioses
griegos de mármol, y vasos
chinos hermosamente dibujados. Yo no necesitaba el lujo más de lo que
antes lo había
necesitado, pero quedé fascinado con esta nueva inundación de arte y
artesanía; podía
contemplar los intrincados diseños de las alfombras durante horas, o
mirar cómo el brillo de
una lámpara cambiaba los sombríos colores de un cuadro holandés.
»Claudia encontraba maravilloso todo eso; lo hacía con la tranquila
reverencia de una niña
nada malcriada, y quedó encantada cuando Lestat contrató a un pintor
para que hiciera en las
paredes de su dormitorio un bosque mágico de unicornios y pájaros
dorados y árboles llenos
de frutos por encima de ríos deslumbrantes.
»Un desfile incontable de sastres, zapateros y modistas venían a nuestro
piso a vestir a
Claudia con lo mejor en la moda infantil; en consecuencia, ella siempre
estaba como una
visión, no sólo de belleza infantil, con sus cejas pobladas y su
glorioso pelo rubio, sino del buen
gusto de bonetes finamente acabados y pequeños guantes de lazo,
fantásticos abrigos y capas
de terciopelo y vestidos blancos de grandes mangas. Lestat jugaba con
ella como si fuera una
magnífica muñeca; y yo jugaba con ella de la misma forma; y fueron sus ruegos
los que me
obligaron a abandonar mis colores negros y adoptar chaquetas de dandy y
corbatines de seda
y suaves abrigos grises y guantes y capas negras. Lestat opinaba que el
color más indicado
para vampiros era siempre el negro; posiblemente fue el único principio
estético que mantuvo
con firmeza, pero no se oponía a nada que trasluciera estilo y exceso.
Le encantaba el aspecto
que los tres teníamos en nuestro palco en la nueva Frenen Opera House o
en el Théàtre
d'Orleans, a los que concurríamos con la mayor asiduidad posible. Lestat
sentía tal pasión por
Shakespeare que me sorprendía, aunque a menudo dormitaba en las óperas y
se despertaba
justo a tiempo para invitar a alguna dama encantadora a una cena tardía,
durante la cual usaría
toda su habilidad para conseguir que ella se enamorara locamente de él;
y luego la
despachaba violentamente al cielo o al infierno y regresaba a casa con
su anillo de diamantes para Claudia.
»Y en toda esa época, yo educaba a Claudia, susurrándole en su pequeño
oído como una
concha marina que toda nuestra vida eterna era inútil si no veíamos la
belleza a nuestro
alrededor, la creación de los mortales; yo sondeaba constantemente la
profundidad de su
mirada quieta cuando leía los libros que le daba, murmuraba la poesía
que le enseñaba y
tocaba con un toque leve pero confiado sus propias canciones extrañas
pero coherentes en el
piano. Podía quedarse horas mirando las imágenes de un libro o
escuchándome leer, con tal
quietud que su visión me irritaba, me hacía bajar el libro y mirarla a
través de la habitación
iluminada; entonces, se movía, era una muñeca que se vivificaba y decía
con su voz más
suave que siguiera leyendo.
»Y entonces empezaron a suceder cosas extrañas. Porque aunque todavía
era una
pequeña niña tranquila, yo la encontraba aferrada al brazo de un sillón
leyendo las obras de
Aristóteles o Boecio o una nueva novela que acababa de llegar allende el
Atlántico. O
intentando una música de Mozart que habíamos escuchado la noche
anterior, con un oído
infalible y una concentración que la hacía fantasmagórica cuando se
sentaba allí hora tras hora
descubriendo la música; la melodía, luego el bajo y finalmente uniendo
todo. Claudia era un
misterio. No era posible saber lo que sabía y lo que no sabía. Y
observarla era algo
escalofriante. Se sentaba solitaria en la esquina oscura, esperando al
caballero o a la mujer
amable que la encontrasen, con sus ojos más indiferentes que los de
Lestat. Como una niña
petrificada de miedo, susurraba sus ruegos de ayuda a los mecenas
gentiles y admirativos, y,
cuando la sacaban de la plaza, sus brazos se fijaban alrededor de sus
cuellos, con la lengua
entre los dientes y la visión congelada por el hambre consumidor. Ellos
encontraban pronto la
muerte en esos primeros años, antes de que aprendiera a jugar con ellos,
a guiarlos a la tienda
de muñecas o al café donde la obsequiaban con humeantes tazas de
chocolate o de té para
colorear sus pálidas mejillas, tazas que ella tiraba, esperando, como si
celebrase
silenciosamente sus amabilidades terribles.
»Pero cuando eso terminaba, ella era mi compañera, mi pupila; y las
prolongadas horas
pasadas a mi lado consumían cada vez con más rapidez el conocimiento que
yo le brindaba.
Compartía conmigo una comprensión tranquila que no podía incluir a
Lestat. A la madrugada,
se echaba a mi lado, con su corazón latiendo contra el mío. Y, en muchas
oportunidades,
cuando la miraba —cuando ella estaba sumergida en su música o en su
pintura y no sabía que
yo estaba presente—, pensaba en esa singular experiencia que había
tenido con ella y con
nadie más; que yo la había asesinado, le había arrebatado la vida, había
bebido toda la sangre
de su vida en un abrazo fatal que había dado a tantos otros, otros que
ahora yacían moldeados
por la tierra húmeda. Pero ella vivía, vivía para pasarme los brazos por
el cuello y apretar su
pequeña frente contra mis labios y poner sus ojos brillantes delante de
los míos hasta que
nuestras cejas se confundían; y, riéndonos, bailábamos por la habitación
como en un vals
violento. Padre e Hija. Amante y Amada. Te puedes imaginar lo
satisfactorio que era que Lestat
no nos envidiara, que simplemente sonriera desde lejos, esperando a que
ella se acercara a él.
Entonces la sacaba a la calle y me saludaban desde el pie de la ventana
y se iban a compartir lo que compartían: la cacería, la seducción, la
matanza.
»Pasaron años de esta manera. Años y años y años. No obstante, tuvo que
pasar algún
tiempo antes de que me percatase de un hecho obvio acerca de Claudia.
Supongo, por la
expresión de tu cara, que ya sabes de qué se trata y te preguntas por
qué yo no lo había
supuesto. Sólo te puedo decir que el tiempo no es lo mismo para mí ni lo
era entonces para
nosotros. Un día no se unía a otro formando una fuerte cadena; más bien
la luna se elevaba
encima de olas superpuestas.
—¡Su cuerpo! —exclamó el entrevistador—. No crecería jamás.
El vampiro asintió.
—Sería una niña demoníaca para siempre —dijo, y su voz fue suave como si
se
sorprendiese de ello—. Igual que yo soy el mismo hombre joven que cuando
morí. ¿Y Lestat?
Lo mismo. Pero su mente... era la mente de un vampiro. Y yo traté de
saber cómo se acercaba
a la madurez femenina. Empezó a hablar más, aunque jamás dejó de ser una
persona
reflexiva, y podía escucharme pacientemente durante horas sin
interrupción. Sin embargo, más
y más su cara de muñeca pareció poseer dos ojos absolutamente adultos; y
la inocencia
pareció perderse de algún modo entre muñecas olvidadas, y la pérdida de
una cierta paciencia.
Había algo fatalmente sensual en ella cuando se tiraba en el sofá con un
camisón pequeñito de
lazo y perlas; se convirtió en una seductora fantasmal y poderosa; su
voz se volvió más
cristalina y dulce que nunca, aunque tenía una resonancia que era de
mujer, una agudeza que
a veces impresionaba. Después de días de acostumbrada quietud, de
repente se oponía a las
predicciones de Lestat acerca de la guerra; o, bebiendo sangre de una
copa de cristal, decía
que no había libros en la casa, que deberíamos conseguir más aunque
tuviéramos que
robarlos; y luego, fríamente, me hablaba de una librería de la que había
oído hablar, en una
mansión palaciega en el Faubourg Sainte-Marie. Allí había una mujer que
coleccionaba libros
como si fueran piedras o mariposas disecadas. Me preguntaba si yo me
podía meter en el
dormitorio de la mujer.
»Me quedaba estupefacto en esas ocasiones; su mente era imprevisible,
desconocida. Pero
luego se sentaba en mis rodillas y me acariciaba el pelo suavemente,
susurrándome al oído
que yo nunca iba a crecer como ella, hasta que supiera que matar era lo
más serio del mundo,
no los libros ni la música...
»—Siempre la música... —me susurraba.
»—Muñeca, muñeca —le decía yo.
»Pues eso era lo que era. Una muñeca mágica. La risa y el intelecto
infinito y luego la cara
de redondas mejillas, la boca como una flor.
»—Déjame que te vista, deja que te peine —le decía como una vieja costumbre,
consciente
de su sonrisa y de que me miraba con un velo de aburrimiento en su
expresión.
»—Haz lo que quieras —me decía al oído cuando me agachaba a prenderle
sus botones de
perlas—. Pero esta noche mata conmigo. Nunca me has dejado verte matar,
Louis.
»Entonces quiso un ataúd propio, lo que me hirió más de lo que le
permití darse cuenta. Me
fui después de haberle dado mi consentimiento de caballero. ¿Cuántos
años había dormido con ella como si fuera parte de mí? No lo sabía. Pero
entonces la encontré cerca del convento
de las Ursulinas, una huérfana perdida en la oscuridad, y, de improviso,
corrió hacia mí y se
aferró a mi cuerpo con una desesperación humana.
»—No lo quiero si te hace sufrir —me confió en voz tan baja que si un
ser humano nos
hubiese abrazado, no podría haberla escuchado ni sentido su aliento—.
Siempre me quedaré
contigo. Pero debo verlo, ¿comprendes? Un ataúd para una niña.
»íbamos a ir a ver al fabricante de ataúdes. Una obra, una tragedia en
un solo acto: yo la
dejaría en la pequeña sala y confesaría en la antecámara que ella se
moriría. Ella debía tener
lo mejor, pero no debía saberlo; y el fabricante, conmovido por la
tragedia, se lo debía hacer,
viéndola ahí vestida de blanco, dejando escapar una lágrima pese a todos
sus años.
»—Pero, ¿por qué..., Claudia? —le rogué yo.
»Detestaba hacer eso, detestaba jugar al gato y al ratón con el
indefenso ser humano. Pero,
sin más esperanzas, era su amante y la llevé allí y la senté en el sofá,
donde quedó con las
manos cruzadas, con su pequeño sombrero inclinado, como si no supiera lo
que nosotros
murmurábamos al lado. El fabricante era un viejo hombre de color, muy
educado, quien
rápidamente me apartó a un costado para que "la niña" no nos
oyera.
»—Pero, ¿por qué debe morir? —me preguntó, como si yo fuera el Dios que
lo había
dictaminado.
»—Su corazón... No puede vivir —dije, y las palabras cobraron en mí un
poder peculiar, una
afligida resonancia.
»La emoción en la cara del hombre, angosta y llena de arrugas, me
preocupó; se me ocurrió
algo, una cualidad de la luz, el sonido de algo..., una niña llorando en
una habitación hedionda.
Entonces, él abrió otra de sus grandes habitaciones y me mostró los
ataúdes de laca negra y
plata; lo que ella quería. Y, de repente, me encontré alejándome de él,
de la casa de ataúdes,
llevándola de la mano por la calle.
»—He hecho el pedido —le dije—. ¡Me vuelve loco!
»Respiré el aire fresco de la calle como si estuviera sofocado, y
entonces vi su rostro sin
compasión, que estudiaba el mío fijamente. Me tomó de la mano con su
manita enguantada.
»—Lo quiero tener, Louis —me explicó pacientemente.
»Y entonces, una noche, subió las escaleras del fabricante, con Lestat a
su lado, a buscar el
ataúd, y dejó al fabricante sin saber lo que le había pasado, muerto
sobre las pilas polvorientas
de papeles de su escritorio. Y el ataúd estaba en nuestro dormitorio,
donde lo contempló
durante horas cuando era nuevo, como si la cosa se moviera o estuviera
viva o descubriera
poco a poco su misterio, tal como hacen las cosas cuando cambian. Pero
ella no dormía allí.
Dormía conmigo.
»Tuvo otros cambios. No les puedo dar una fecha ni ponerlos en orden
cronológico. No
mataba de forma indiscriminada. Tenía curiosidades que la atraían. La
pobreza empezó a
fascinarla; le rogaba a Lestat o a mí que la lleváramos en algún
carruaje por el Faubourg St.
Marie a las zonas del puerto donde vivían los inmigrantes. Parecía
obsesionada con las
mujeres y los niños. Todo esto me lo contaba Lestat, divertido, porque
yo detestaba ir y a veces no me podían convencer con ningún argumento. Claudia
mató uno por uno a los miembros de
una familia. Había pedido entrar en el cementerio de la ciudad suburbana
de Lafayette, y allí
andaba entre las altas lápidas de mármol a la búsqueda de esos
desesperados que, al no tener
donde dormir, se gastaban lo poco que tenían en una botella de vino y se
metían en una
bóveda. Lestat estaba impresionado, abrumado. ¡Qué imagen tenía de ella!
La llamaba "la
muerte infantil", "la hermana muerte" y "una muerte
dulce" y, para mí, él tenía el término burlón
de "¡muerte misericordiosa!", y lo decía haciendo una
reverencia y batiendo palmas, como una
vieja comadre a punto de confiar un chisme excitante. ¡Oh, cielos
misericordiosos! Yo quería
estrangularlo.
»Pero no había peleas. Cada uno estaba en lo suyo. Teníamos nuestras
normas. Los libros
llenaban nuestro extenso piso del suelo al techo con hileras de
luminosos volúmenes de piel,
mientras Claudia y yo satisfacíamos nuestros apetitos naturales y Lestat
se concentraba en sus
lujosas adquisiciones. Hasta que ella empezó a hacer preguntas.
El vampiro se detuvo. Y el muchacho pareció tan ansioso como antes, como
si la paciencia
le costara un esfuerzo tremendo. Pero el vampiro había entrelazado sus
largos dedos blancos,
como en la iglesia, y luego los presionó. Fue como si se hubiera
olvidado por completo del
entrevistador.
—Lo tendría que haber sabido —dijo—; era inevitable, y yo tendría que
haber reconocido
los indicios. Porque yo estaba tan atado a ella..., la amaba de forma
tan absoluta; era mi
compañera de todas las horas, la única compañera que tenía, aparte de la
muerte. Pero una
parte mía era consciente de un enorme golfo de oscuridad que se cernía
en nuestras
proximidades, como si siempre caminásemos al borde de un abismo y
viéramos de pronto que
ya era demasiado tarde si hacíamos un movimiento en falso o nos
concentrábamos demasiado
en nuestros pensamientos. A veces, el mundo físico a mí alrededor me
parecía insustancial,
salvo en la oscuridad. Como si estuviera a punto de abrirse una grieta
en la tierra y yo pudiera
ver esa gran grieta rompiéndose en la Rué Royale y todos los edificios
se hicieran polvo en la
catástrofe. Pero lo peor de todo fue que eran como transparentes,
translúcidos, como telones
hechos de seda. Ah..., me distraje. ¿Qué digo? Que ignoré esos indicios
en ella, que me aferré
desesperadamente a la felicidad que ella me había brindado, y que aún me
brindaba, e ignoré
todo lo demás.
»Pero éstos fueron los indicios. Sus relaciones con Lestat se enfriaron.
Se quedaba horas
mirándolo. Cuando él hablaba, a menudo no le contestaba. Y uno casi no
podía darse cuenta
de si se trataba de desprecio o de que no le oía. Y nuestra frágil
tranquilidad doméstica se hizo
trizas debido a la furia de Lestat. No tenía que ser amado, pero no se
lo podía ignorar; y en una
ocasión, hasta se le arrojó encima gritando que le pegaría. Me encontré
en la desagradable
situación de tener que pelearme con él como lo habíamos hecho antes de
que ella llegara.
»—Ya no es más una niña —le susurré—. No sé lo que es. Es una
mujer.
»Le pedí que no lo tomara muy en serio y él simuló desdén y la ignoró a
su vez. Pero una
tarde entró perplejo y me contó que ella lo había seguido. Aunque se
negara a ir con él a matar,
lo había seguido. »—¿Qué le pasa? —me gritó él, como si yo fuera el
causante de su vida y debiera saberlo.
»Y entonces, una noche nuestros sirvientes desaparecieron. Dos de las
mejores criadas
que habíamos tenido, una mujer y su hija. El cochero fue enviado a su
casa y volvió para
informar que habían desaparecido. Y entonces apareció el padre a nuestra
puerta golpeando el
llamador. Se quedó en la acera de ladrillo mirándome con la suspicacia
que tarde o temprano
aparecía en los rostros de los mortales que nos conocían desde hacía
algún tiempo: la
sospecha de una antesala de la muerte. Traté de explicarle que no habían
estado en la casa, ni
la madre ni la hija, y que debíamos empezar de inmediato su
búsqueda.
»—¡Es ella! —me susurró Lestat desde las sombras tan pronto como cerré
la puerta—. Ella
les ha hecho algo y nos ha puesto en peligro a todos.
»Y subió corriendo la escalera de caracol. Yo sabía que ella se había
ido, que se había
escapado mientras yo estaba en la puerta, y también sabía algo más: que
un vago hedor
cruzaba el patio desde la cocina cerrada, un hedor que difícilmente se
mezclaba con la miel: el
hedor de los cementerios. Oí que Lestat bajaba cuando me acerqué a las
persianas cerradas,
pegadas con herrumbre al pequeño edificio. Allí jamás se preparaba
comida, no se hacía
ningún trabajo, de modo que yacía como una vieja bóveda de ladrillo bajo
la madreselva. Se
abrieron las persianas; los clavos se habían oxidado y oí que Lestat
retenía la respiración
cuando entramos en esa oscuridad absoluta. Allí estaban echadas sobre
los ladrillos, madre e
hija juntas, el brazo de la madre alrededor de la cintura de la hija, la
cabeza de la hija contra el
pecho de la madre, ambas sucias con excrementos y llenas de insectos.
Una gran nube de
mosquitos se levantó cuando se movieron las persianas y los alejé de mí
con un disgusto
convulsivo. Las hormigas reptaban imperturbables sobre los párpados y
las bocas de la pareja
muerta; y, a la luz de la luna, pude ver el mapa infinito de senderos
plateados de caracoles.
»—¡Maldita sea! —exclamó Lestat, y yo lo tomé del brazo y lo mantuve a
mi lado usando
toda mi fuerza.
»—¿Qué piensas hacer con ella? —insistí—. ¿Qué puedes hacer? Ya no es
más una niña
que hace lo que le decimos, simplemente porque se lo decimos. Debemos
enseñarle.
»—¡Ella sabe! —Se apartó de mí y limpió su abrigo—. ¡Ella sabe! ¡Hace
años que sabe lo
que tiene que hacer! ¡Lo que se puede arriesgar y lo que no se puede!
¡No le permitiré hacer
esto sin mi permiso! No lo toleraré.
»—Entonces, ¿eres el amo de todos nosotros? No le enseñaste eso. ¿Acaso
lo iba a colegir
de mi tranquila sumisión? Creo que no. Ella se cree igual a nosotros. Te
digo que debes
razonar con ella, instruirla para que respete lo que es nuestro. Todos
nosotros lo debemos
respetar.
»Se fue, obviamente concentrado en lo que yo acababa de decirle, aunque
no me lo
admitiera. Y llevó su venganza a la ciudad. No obstante, cuando regresó,
ella todavía no había
llegado. Se sentó apoyado en el brazo del sillón de terciopelo y
extendió sus largas piernas en
el asiento.
»—¿Las enterraste? —me preguntó.
»—Han desaparecido —dije. Ni siquiera me animé a decir que había quemado
sus restos en el viejo horno de la cocina—. Pero ahora tenemos que lidiar con
el padre y el hermano —le
dije. Temí su malhumor. Deseé planear algo de inmediato que nos
resolviera todo el problema.
Pero entonces él dijo que el padre y el hermano no existían ya, que la
muerte había ido a cenar
a su pequeña casa, cerca del puerto, y que se había quedado a dar las
gracias cuando
terminaron.
»—El vino —dijo pasándose un dedo por los labios—; los dos habían bebido
demasiado
vino. Me encontré golpeando la cerca —se rió—. Pero no me gusta este
mareo. ¿Te gusta?
»Y cuando me miró, tuve que sonreírle, porque el vino le estaba
produciendo efecto y
estaba alegre; y, en ese momento, cuando su rostro estaba amable y
razonable, me acerqué y
le dije al oído:
»—Oigo que Claudia golpea a la puerta. Sé bueno con ella. Ya todo ha
terminado.
»Ella entró entonces con el lazo de su sombrero desprendido y sus
bolitas llenas de lodo.
Los observé con tensión. Lestat tenía una mueca en los labios; y ella se
mostraba tan ignorante
de él como si no estuviera allí. Tenía un ramo de crisantemos blancos en
sus brazos, un ramo
tan grande que parecía aún más pequeña que en la realidad. Se le deslizó
el sombrero hacía
atrás, colgó un instante de su hombro y cayó al suelo. Y por todo su
cabello pude ver pétalos
de crisantemos blancos.
»—Mañana es fiesta de Todos los Santos, ¿lo sabéis? —preguntó.
»—Sí —le dije.
»Es el día en Nueva Orleans en que todos los creyentes van a los
cementerios a arreglar
las tumbas de sus seres queridos. Limpian las paredes de yeso de las
bóvedas, limpian los
nombres grabados en el mármol. Y finalmente llenan las tumbas de flores.
En el cementerio de
St. Louis, que estaba muy próximo a nuestra casa, en el que estaban
enterradas todas las
grandes familias de Luisiana, en el que estaba enterrado mi propio
hermano, incluso había
pequeños bancos de hierro puestos ante las tumbas para que las familias
pudieran sentarse y
recibir a otras familias que habían ido al cementerio con el mismo
propósito. Era un festival en
Nueva Orleans; podía parecer una celebración de la muerte a los viajeros
que no lo
comprendían, pero era una celebración de la vida eterna.
»—Compré esto a uno de los vendedores —dijo Claudia. Su voz era suave e
indefinible.
Sus ojos se mostraban opacos y carentes de emoción.
»—¡Para las dos que dejaste en la cocina! —dijo Lestat con furia. Ella
lo miró por primera
vez, pero no dijo nada. Se quedó mirándolo como si jamás lo hubiera
visto. Y luego dio varios
pasos en su dirección y lo miró como si aún estuviera examinándolo. Me
acerqué. Pude sentir
la rabia de Lestat y la frialdad de Claudia. Ella se dirigió a mí, y
luego, pasando la vista de uno
al otro, preguntó:
»—¿Cuál de vosotros dos lo hizo? ¿Cuál de vosotros me hizo lo que
soy?
»Yo no podría haberme quedado más atónito con cualquier otra cosa que
hubiera hecho o
dicho. Y, sin embargo, fue inevitable que de ese modo se rompiera el
prolongado silencio. Ella
pareció estar muy poco preocupada por mí. Tenía la mirada fija en
Lestat.
»—Tú hablas de nosotros como si siempre hubiéramos existido tal cual
somos ahora —dijo ella, con su voz suave, medida, el tono infantil mezclado con
la seriedad de la mujer—. Tú
hablas de los demás como mortales; de nosotros, como vampiros. Pero no
siempre las cosas
fueron así. Louis tenía una hermana mortal; yo la recuerdo. Y hay una
foto de ella en el baúl.
¡Lo he visto mirándola! Él era tan mortal como ella y como yo, igual.
¿Por qué, si no, este
tamaño, estas formas? —Abrió los brazos y dejó caer los crisantemos al
suelo.
»Pronuncié su nombre. Pienso que quise distraerla. Fue imposible. La
marea se había
soltado. Los ojos de Lestat ardían con una profunda fascinación, con un
placer maligno.
»—Tú nos hiciste así, ¿verdad? —lo acusó ella.
»Él levantó las cejas con una sorpresa burlona.
»—¿Lo que sois? —preguntó—. ¡Y seríais alguna otra cosa de lo que sois!
—juntó las
rodillas y se inclinó hacia delante, entrecerrando los ojos—. ¿Sabes
cuánto tiempo hace? ¿Te
puedes imaginar a ti misma? ¿Debo buscar a una mendiga vieja para
mostrarte cuál sería tu
aspecto mortal si yo te hubiera dejado sola?
»Ella se alejó de él, se quedó un instante como si no tuviera idea de
adonde ir y luego se
acercó a la silla al lado de la chimenea; encaramándose allí, se
acurrucó como una niña
indefensa. Puso las rodillas contra su pecho; tenía el abrigo de pana
abierto y su vestido de
seda le tapaba las rodillas. Miró las cenizas de la chimenea, pero no
había nada indefenso en
su mirada. Sus ojos tenían una vida independiente, como si su cuerpo
estuviera poseído.
»—¡Podrías estar muerta si fueras mortal! —insistió Lestat, encolerizado
por su silencio;
estiró las piernas y puso las botas en el suelo—. ¿Me oyes? ¿Por qué me
preguntas esto
ahora? ¿Por qué armas semejante alboroto? Siempre has sabido que eras
una vampira.
»Y continuó hablando de ese modo, repitiendo lo que había dicho tantas
veces: conoce tu
naturaleza, mata, sé lo que eres. Pero todo esto pareció extrañamente
fuera de lugar. Porque
Claudia no tenía problemas con matar. Ella se apoyó en el respaldo y
dejó caer la cabeza hasta
donde lo podía ver, directamente frente a ella. Lo estudiaba nuevamente
como si fuera una
marioneta.
»—¿Tú me lo hiciste? ¿Cómo? —preguntó entrecerrando los ojos—. ¿Cómo lo
hiciste?
»—¿Y por qué habría de decírtelo? Es mi poder.
»—¿Por qué sólo tuyo? —preguntó ella con la voz gélida y los ojos
vacuos—. ¿Cómo se
hace? —exigió, súbitamente enfurecida.
»Fue algo eléctrico. Él se levantó del sofá y yo lo hice de inmediato,
enfrentándome con él.
»—¡Detenía! —me dijo; se estrujó las manos—. ¡Haz algo con ella! ¡No la
puedo soportar!
»Y entonces se dirigió a la puerta, pero volviéndose se acercó de modo
que quedó por
encima de ella, dejándola bajo su sombra. Ella lo miró sin miedo,
recorriendo su cara con total
indiferencia.
»—Yo puedo deshacer lo que hice. A ti y a él —le dijo señalándome con un
dedo—.
Alégrate de ser lo que eres ¡O te romperé en mil pedazos!
Tras una pausa, el vampiro continuó:
—Pues bien, la paz de la casa quedó destruida, aunque hubo tranquilidad.
Los días
pasaban y ella no hacía preguntas, aunque ahora estudiaba con fruición
los libros de ocultismo, de brujas y de magia. Y de vampiros. Esto era casi
todo fantasía, ¿comprendes? Mitos,
cuentos, a veces simples narraciones de horror. Pero ella lo leía todo.
Leía hasta el alba, de
modo que yo tenía que ir a buscarla y traerla al lecho.
»Lestat, mientras tanto, contrató a un mayordomo y a una criada, así
como a un equipo de
obreros para que le construyeran una gran fuente en el patio, con una
ninfa de piedra que
derramase aguas eternas a través de una gran concha. Hizo traer peces de
colores y
nenúfares, para que descansasen sobre la superficie y se deslizaran en
las aguas siempre en
movimiento.
»Una mujer lo había visto matar en el camino de Nyades que iba al pueblo
de Carrolton, y
hubo historias de ello en los periódicos, asociándolo con una casa
embrujada cerca de Nyades
y Melpomene; todo lo cual lo deleitaba. Durante un tiempo fue el
fantasma del camino de
Nyades, aunque al final los diarios dejaron de prestarle atención; y
entonces cometió otro
asesinato horrendo en otro lugar público y puso en funcionamiento a la
imaginación de Nueva
Orleans. Pero todo eso tenía cierto aspecto medroso. En cuanto a él,
seguía pensativo,
suspicaz; se me acercaba constantemente preguntándome dónde estaba
Claudia, a dónde
había ido, lo que estaba haciendo.
»—Ella está bien —le aseguraba yo, aunque estaba separado de ella y
dolido como si
hubiera sido mi novia. Apenas me prestaba atención entonces, como antes
había hecho con
Lestat. Ya veces se iba cuando yo le hablaba.
»—¡Mejor que esté bien! —dijo con maldad.
»—¿Y qué harás si no lo está? —le pregunté con más temor que intención
agresiva.
»Me miró con sus fríos ojos grises.
»—Cuida de ella, Louis. ¡Habla con ella! —dijo—. Todo estaba perfecto,
y, ahora, esto. No
hay ninguna necesidad de ello.
»Pero preferí que ella se acercase a mí. Y lo hizo. Era una tarde
temprano, cuando me
acababa de despertar. La casa estaba a oscuras. La vi de pie al lado de
los ventanales; tenía
puesta una blusa de grandes mangas y miraba con las cejas bajas el
movimiento vespertino de
la rué Royale. Pude oír a Lestat en su cuarto, y el ruido del agua en su
palangana. Llegó el
débil aroma de su colonia y se alejó como el sonido de la música del
café, dos pisos más abajo.
»—No me dices nada —dijo ella en voz baja; no me había percatado de que
ella supiera
que yo había abierto los ojos. Me acerqué a ella y me hinqué a su lado—.
Tú me lo dirás,
¿verdad? —insistió—. ¿Cómo lo hizo?
»—¿Es eso lo que realmente quieres saber? —le pregunté, estudiándole el
rostro—. ¿O
más bien por qué te lo hicieron a ti... y lo que tú eras antes? No
comprendo lo que quieres decir
con ese "cómo", porque si quieres decir cómo se hizo, tú, a tu
vez, podrías hacerlo...
»—Ni siquiera sé qué estás diciendo —dijo, con algo de frialdad; luego
dio media vuelta
hacia mí y me puso las manos en la cara—. Mata conmigo esta noche —me
dijo, con tanta
sensualidad como una amante—. Y dime lo que sabes. ¿Qué somos nosotros?
¿Por qué no
somos como los demás? —preguntó, y miró a la calle.
»—No conozco las respuestas a tus preguntas —le dije. Su cara se
contorsionó súbitamente como si tratase de escucharme en medio de un ruido
ensordecedor. Y entonces
sacudió la cabeza.
»Pero yo continué:
»—Me pregunto las mismas cosas que tú. Yo no las sé. ¿Cómo fui hecho? Te
contaré que...
que Lestat me hizo. Pero la fórmula la desconozco.
»Su cara seguía en tensión. Allí estaba viendo yo las primeras señales
del miedo, o de algo
peor y más profundo que el miedo.
»—Claudia —le dije, poniendo mis manos sobre las suyas
y posándolas suavemente sobre mi piel—. Lestat no tiene nada importante
que decirte. No
hagas esas preguntas. Hace incontables años que eres mi compañera en mi
búsqueda de todo
lo que se puede saber de la vida mortal y de la creación mortal. Ahora
no seas mi compañera
en esta ansiedad. Él no nos puede dar las respuestas. Y yo no poseo
ninguna.
»Pude ver que ella no lo podía aceptar, pero no había previsto su retirada
convulsa, la
violencia con que se tiró del pelo un instante y luego se detuvo como si
su gesto fuera inútil,
estúpido. Me llenó de aprensión. Ella miraba al cielo. Estaba brumoso,
sin estrellas; las nubes
llegaban por la parte del río. Ella hizo un súbito gesto con los labios,
como si se los hubiera
mordido, luego se dirigió a mí y, aún susurrante, me dijo:
»—Entonces, él me hizo..., él lo hizo... ¡Tú no lo hiciste!
»Hubo algo horrendo en su expresión y me retiré de ella antes de haber
tenido la intención
de hacerlo. Me quedé frente a la chimenea y encendí una vela delante del
alto espejo. Y allí, de
repente, vi algo que me dejó perplejo, algo que, en la oscuridad, me
pareció una máscara
espantosa; luego tomó su realidad tridimensional: un viejo cráneo. Lo
miré. Tenía un ligero
color a tierra, pero había sido limpiado.
»—¿Por qué no me contestas? —preguntó ella.
»Oí que se abría la puerta de la habitación de Lestat. Él saldría de
inmediato a matar. O al
menos a encontrar su víctima. Yo no lo haría. Yo dejaba que las primeras
horas de la noche se
acumularan con tranquilidad, así como el hambre se acumulaba en mí,
hasta que el deseo se
hacía demasiado fuerte y yo me entregaba a todo de manera más completa,
más ciega. Oí
claramente que ella repetía su pregunta, que quedó flotando en el aire
como un eco de una
campana..., y sentí latir mi corazón.
»—Él me hizo, por supuesto. Él mismo lo dijo. Pero tú me escondes algo.
Algo que él
soslaya cuando se lo pregunto. ¡Dice que jamás podría haberlo hecho sin
tu ayuda!
»Me encontré mirando fijamente el cráneo y oyéndola como si sus palabras
me azotasen
para obligarme a dar media vuelta y enfrentarme a los latigazos. La idea
se me ocurrió más
como un golpe frío que como un pensamiento: que ahora nada quedaba de mí
sino ese cráneo.
Me di vuelta y, a la luz de la lámpara, vi sus ojos como dos llamaradas
oscuras en su rostro
blanco. Una muñeca de la que alguien había arrancado cruelmente
los ojos y los había reemplazado con un fuego demoníaco. Me encontré
acercándome a
ella, susurrando su nombre, formándose un pensamiento en mis labios y
luego muriendo; cerca
de ella, luego lejos de ella, recogiendo su abrigo y su sombrero. Vi un
guante diminuto en el suelo, en las sombras, y, por un momento, pensé que era
una mano diminuta, cortada.
»—¿Qué te pasa...? —Se me acercó mirándome a la cara—. ¿Qué es lo que
siempre ha
estado pasando? ¿Por qué miras de ese modo el cráneo, el guante?
»Hizo esta pregunta con delicadeza..., pero no con la suficiente. Había
un leve cálculo en su
voz, una indiferencia inalcanzable.
»—Te necesito —le dije sin querer decirlo—. No puedo soportar el
perderte. Eres la única
compañera que he tenido en la inmortalidad.
»—Pero, ¡por cierto que debe haber otros! ¡Sin duda no somos los únicos
vampiros de la
Tierra! —le oí decir, como yo lo había dicho, se lo oí con mis propias
palabras, que volvían a mí
en la marea de su toma de conciencia, de su búsqueda.
»Pero no hay dolor —pensé de improviso—. Hay urgencia, una urgencia
despiadada.
»—¿Acaso no eres como yo? —preguntó, mirándome de frente—. ¡Tú me has
enseñado
todo lo que sé!
»—Lestat te enseñó a matar. —Recogí el guante—. Aquí tienes, vamos...,
salgamos. Quiero
salir...
»Yo tartamudeaba y traté de ponerle los guantes. Levanté la gran masa de
rizos de sus
cabellos y los arreglé sobre el cuello del abrigo.
»—¡Pero tú me enseñaste a ver! —me dijo—. Tú me enseñaste las palabras
ojos de
vampiro —continuó ella—. Tú me enseñaste a beberme el mundo, a tener
hambre de algo más
que...
»—Nunca quise que esas palabras ojos de vampiro tuvieran el significado
que tú les das —
le dije—. Suenan distintas cuando tú las pronuncias. —Ella me tiraba de
la manga tratando de
que yo la mirase—. Vamos —le dije—. Tengo que mostrarte algo...
»Y rápidamente la hice pasar por el corredor y las escaleras en espiral
y a través del patio a
oscuras. Pero yo no sabía lo que tenía que mostrarle ni a dónde me
dirigía. Únicamente que
tenía que ir, con un instinto sublime y condenado.
»Pasamos deprisa por la ciudad en las primeras horas de la noche; el
cielo mostraba ahora
un pálido violeta y las nubes habían desaparecido; el aire a nuestro
alrededor era fragante, aun
cuando nos alejamos de los jardines espaciosos hacia esas callejuelas
angostas y pobres
donde las flores estallan en las grietas de las piedras y las inmensas
adelfas brotan con
gruesos y resinosos tallos blancos y rosados, como una hierba
monstruosa, en los terrenos
baldíos. Oía el staccato de los pasos de Claudia a mi lado mientras se
apresuraba
siguiéndome, sin pedirme en ningún momento que aminorara la marcha; y
finalmente llegó con
su cara de infinita paciencia a una calle angosta y oscura donde aún
había unas pocas casas
francesas antiguas entre las fachadas españolas, unas antiguas casitas
con el yeso carcomido.
Yo había encontrado la casa con un esfuerzo ciego, consciente de que
siempre había sabido
dónde estaba y que siempre la había evitado; que siempre había girado en
el farol de la
esquina sin querer pasar por la ventana baja donde había oído llorar a
Claudia por primera vez.
La casa estaba en silencio. Más hundida que en aquellos tiempos, la
entrada cruzada por
cuerdas para colgar la ropa, las hierbas altas entre los bajos
cimientos, las dos ventanas rotas y emparchadas con telas. Toqué las
persianas.
»—Aquí fue donde te vi por primera vez —le dije, pensando contárselo
todo para que ella
comprendiese, pero sintiendo aún la frialdad de su mirada, de su
expresión—. Te oí llorar.
Estabas en esa habitación con tu madre. Y tu madre estaba muerta. Hacía
días que lo estaba y
tú no lo sabías. Te aferrabas a ella, gimiendo..., llorando
lastimeramente, y vi tu cuerpo blanco,
febril y hambriento. Tratabas de despertarla de la muerte, te aferrabas
a ella en busca de calor,
por miedo. Era casi la mañana y... —Me llevé las manos a las sienes—.
Abrí las persianas...
Entré en la habitación. Sentí lástima por ti. Lástima, pero también...
algo más.
»Vi que abría los labios, los ojos.
»—Tú... ¿te alimentaste de mí? —susurró—. ¡Yo fui tu víctima!
»—Sí —le dije—. Lo hice.
»Hubo un momento tan elástico y doloroso que fue casi insoportable. Se
quedó inmóvil en
las sombras, y sus ojos inmensos se concentraron en la oscuridad; el
aire cálido se elevó de
repente, suavemente. Entonces dio media vuelta. Oí el sonido de sus zapatos
mientras corría.
Y corrió, corrió... Me quedé petrificado, oyendo los sonidos cada vez
más débiles. Y, entonces,
giré; se desató en mí el miedo, miedo creciente, enorme e insuperable, y
corrí detrás de ella.
Era impensable que no pudiera alcanzarla, que no la alcanzara de
inmediato y le dijera que la
amaba, que debía tenerla, debía conservarla. Y cada segundo que corrí
por la callejuela a
oscuras era como alejarme de mí gota a gota; mi corazón latía,
hambriento, latiendo y
resonando y rebelándose contra el esfuerzo. Hasta que, súbitamente, me
detuve. Ella estaba
bajo un farol de la calle, mirando, muda, como si no me conociera. La
tomé de la pequeña
cintura con ambas manos y la levanté hasta la luz. Ella me estudió con
su rostro contorsionado,
la cabeza de costado como si no quisiera mirarme directamente, como si
debiera reflejar una
abrumadora sensación de repulsión.
»—Tú me mataste —susurró—. ¡Tú me robaste la vida!
»—Sí —le dije, cogiéndola de la mano para poder sentir los latidos de su
corazón—. Más
bien traté de hacerlo. Beberte la vida. Pero tenías un corazón como
ningún otro que yo hubiera
oído, un corazón que latía y latía hasta que tuve que dejarte, tuve que alejarte
de mí a menos
que aceleraras mi pulso hasta causar mi muerte. Y Lestat me encontró; a
mí, a Louis, el
sentimental, el tonto, dándose un banquete con una niña de cabellos
dorados, una Inocente
Sagrada, una niña pequeñita. Te trajo del hospital donde te habían
llevado y yo nunca supe lo
que pensaba hacer, salvo lo que intuí. "Tómala, termínala",
dijo él. Volví a sentir la pasión. Oh,
ya sé que te he perdido ahora para siempre. ¡Lo puedo ver en tus ojos!
Me miras como a los
mortales, desde lejos, desde una fría región de autosuficiencia que no
puedo entender. Pero yo
lo hice. Volví a sentir por ti un hambre vil e insoportable, quise tu
martilleante corazón, esta
mejilla, esta piel. Eras rosada y fragante como los niños mortales,
dulce con la pizca de sal y de
polvo. Te volví a poseer. Y cuando pensé, sin que eso me importara, que
tu corazón me
mataría, él nos separó y, abriéndose su propia muñeca, te dio de beber.
Y tú bebiste. Bebiste y
bebiste hasta que casi lo desangraste y él quedó debilitado. Pero
entonces ya eras una
vampira. Esa misma noche, bebiste sangre humana y, desde entonces, lo
has hecho cada noche.
»Su rostro no había cambiado. Su piel era como la cera de las velas;
únicamente sus ojos
tenían vida. No había nada más que decirle. La bajé al suelo.
»—Te tomé la vida —dije—. El te la devolvió.
»—Y aquí está —dijo entre dientes—. ¡Y os odio a los dos!
El vampiro se detuvo.
—Pero, ¿por qué se lo contó usted? —preguntó el muchacho después de una
pausa
respetuosa.
—¿Cómo podía no decírselo? —El vampiro lo miró con cierta perplejidad—.
Tenía que
saberlo. Tenía que sopesar una cosa con la otra. No era como si Lestat
le hubiera sacado toda
la vida como lo había hecho conmigo; yo la había atacado. ¡Se hubiera
muerto! No hubiera
tenido ninguna vida mortal. Pero ¿qué importancia tiene? Para todos
nosotros es una cuestión
de años. ¡Morir! Entonces lo que ella vio más gráficamente fue lo que
sabían todos los
hombres: que la muerte llega inevitable a menos que uno elija...
¡esto!
Abrió las manos y se miró las palmas.
—¿Y la perdió? ¿Se fue?
—¡Irse! ¿Adonde podría haberse ido? Era una niña no más grande que esto.
¿Quién la
hubiera hospedado? ¿Hubiera encontrado una tumba, como un mítico
vampiro, para echarse
entre los gusanos y las hormigas y para levantarse y vagar por algún
pequeño cementerio y
sus alrededores? Pero ésa no fue la razón para que no se fuera. Había
algo en ella que estaba
pegado a mí como toda ella podría haberlo estado. Lo mismo le sucedía a
Lestat. ¡No podían
soportar vivir solos! ¡Necesitábamos nuestra compañía! Una multitud de
mortales nos rodeaba,
empujando, ciegos, preocupados, y eran los consortes de la muerte.
“Unidos en el odio”, me
dijo ella después con calma. La encontré en el hogar vacío recogiendo
los gajos pequeños de
una alhucema. Me sentí tan aliviado de verla allí que hubiera hecho
cualquier cosa, hubiera
dicho cualquier cosa. Y cuando la oí que me preguntaba si le contaría
todo lo que yo sabía, lo
hice, contento. Porque todo el resto no era nada comparado con ese viejo
secreto: que yo le
había arrebatado la vida. Le conté de mí lo que te he contado a ti. Cómo
llegó Lestat y lo que
sucedió la noche que él la sacó del hospital. No hizo preguntas y, de
tanto en tanto, alzaba la
mirada de esas flores. Entonces, cuando hube terminado y estaba allí
sentado mirando aquella
calavera miserable de la chimenea y oyendo el suave sonido de los
pétalos de las flores que
caían en su falda y sintiendo un dolor sordo en mis miembros y en mi
cabeza, ella me dijo:
»—¡No te detesto a ti!
»Me desperté. Ella saltó de los altos almohadones de damasco y vino
hacia mí, cubierta por
el aroma de las flores y con pétalos en las manos.
»—¿Es éste el aroma de una niña mortal? —me susurró—. Louis,
amado.
»Recuerdo haberla abrazado y puesto mi cabeza en su pequeño pecho,
aplastando sus
hombros de pájaro, y sus manos pequeñas acariciando mi pelo,
tranquilizándome,
abrazándome.
»—Yo fui mortal para ti —dijo, y cuando alcé la vista, la vi sonriente;
pero la suavidad de sus labios era evanescente y, en un momento, su mirada pasó
de largo como alguien escuchando
una música distante, importante—. Tú me diste tu beso inmortal —dijo,
pero no a mí sino a sí
misma—. Tú me amaste con tu naturaleza de vampiro.
»—Te amo ahora con mi naturaleza humana, si es que alguna vez la tuve
—le dije.
»—Ah, sí... —contestó ella, aún pensativa—. Sí, ése es tu fallo y la
razón de por qué tu
rostro se puso tan triste cuando dije, como dicen los mortales: ''Te
odio"; y la razón de por qué
me miras ahora así: la naturaleza humana. Yo no tengo naturaleza humana.
Y ninguna historia
del cadáver de la madre y de habitaciones de hotel donde los niños
pueden aprender las
monstruosidades que yo sé. Yo no tengo nada. Tus ojos se entristecen
cuando te digo esto. No
obstante, tengo tu lengua. Tu pasión por la verdad. Tú necesitas llevar
la aguja de la mente
hasta el corazón de las cosas, como el pico de un colibrí, que golpea
con tal rapidez y
salvajismo que los mortales piensan que no tiene patitas diminutas, que
jamás se puede posar,
que siempre va de una búsqueda a otra llegando al corazón de las cosas.
Yo soy más tu ego
de vampiro que tú mismo. Y ahora el sueño de sesenta y cinco años ha
terminado.
»¡El sueño de sesenta y cinco años ha terminado! Se lo oí, incrédulo,
sin querer creer que
ella sabía y había querido decir exactamente lo que había dicho. Porque
había pasado
justamente ese tiempo desde esa noche en que yo tratara de dejar a
Lestat y fracasara; y me
enamorara de ella y olvidara mi hormigueante cerebro, mis espantosas
preguntas. Ahora ella
tenía las espantosas preguntas a flor de labios y debía saber. Caminó
lentamente por la
habitación y tiró la alhucema estrujada a su alrededor. Rompió el tallo
quebradizo y se lo llevó a
los labios. Y, habiendo escuchado toda la historia, dijo:
»—Entonces, él me hizo... para que fuera tu compañera. Ninguna cadena te
podría haber
sujetado en su soledad y él no te podía dar nada. Él no me da nada...
Antes lo encontraba
encantador, me gustaba su manera de caminar, la manera en que tocaba las
piedras con su
bastón y cómo me tenía en sus brazos. Y el abandono con que mataba, que
era como yo lo
sentía. Pero ya no lo encuentro encantador. Y tú nunca lo has encontrado
así. Hemos sido sus
marionetas, tú y yo; tú, quedándote para cuidar de mí, y yo, siendo tu
compañera. Ya es hora
de terminar con esto, Louis. Ya es hora de dejarlo.
»Hora de dejarlo.
»Hacía tanto tiempo que no pensaba en ello, que no soñaba con ello...;
me había
acostumbrado a él, como si fuera una condición de la misma vida. Pude
oír un vago ruido, lo
que significaba que él había entrado con el carruaje; que pronto estaría
en las escaleras. Pensé
en lo que siempre sentía cuando lo oía llegar, una vaga ansiedad, una
vaga necesidad.
Entonces, la idea de quedar libre de él para siempre pasó por mi mente
como el agua que
había olvidado; olas y olas de agua fresca. Entonces le dije en voz baja
que él estaba llegando.
»—Lo sé —dijo con una sonrisa—. Lo oí cuando dio vuelta a la
esquina.
»—Pero él jamás nos dejará ir —le susurré, aunque había comprendido las
implicaciones de
sus palabras; su sentido de vampira era agudo. Se puso en garde
magníficamente—. Tú no lo
conoces si piensas que nos dejará ir —le dije, alarmado ante su
confianza—. No nos dejará ir.
»Y ella, sonriente, dijo: »—Oh..., ¿en serio?
»Entonces —prosiguió el vampiro tras una pausa—, acordamos hacer planes.
De inmediato.
A la noche siguiente vino mi agente con sus acostumbradas quejas sobre
cómo hacer negocios
a la luz de una vela miserable y recibió mis órdenes explícitas acerca
de un crucero por el
océano. Claudia y yo partiríamos en el primer barco que se hiciera a la
mar y no importaba qué
puerto fuera el destino. Y era de máxima importancia que se embarcara un
gran arcón, un
arcón que tendría que ser llevado con cuidado desde nuestra casa durante
el día y puesto a
bordo, no en la bodega sino en nuestra cabina. Y luego estaban los
arreglos para Lestat. Yo
había pensado dejarle las rentas de varias tiendas y casas en la ciudad
y una pequeña
compañía constructora que operaba en el Faubourg Marigny. Firmé
inmediatamente estos
papeles. Yo quería comprar nuestra libertad: convencer a Lestat de que
nosotros únicamente
queríamos hacer un viaje juntos y que él podía quedarse viviendo en el
estilo al que estaba
acostumbrado; contaría con su propio dinero y no tendría necesidad de
venir a buscarme para
nada. Durante todos esos años, yo había hecho que dependiera de mí. Por
supuesto, exigía
sus fondos como si yo únicamente fuera su banquero, y me agradecía con
las palabras más
mordaces que conocía; pero detestaba su dependencia. Yo esperaba
distraer sus sospechas
satisfaciendo su codicia. Convencido de que él podía leer la menor
emoción en mi rostro, sentí
más que miedo. No creía que fuera posible escaparnos de él. ¿Comprendes
lo que eso
significa? Actué como si lo creyese, pero no era así.
»Claudia, en el interin, cortejaba con el desastre; su ecuanimidad me
abrumaba mientras
leía sus libros de vampiros y le hacía preguntas a Lestat. Permanecía
indiferente ante los
cáusticos arrebatos de éste; a veces hacía la misma pregunta una y otra
vez en formas
diferentes y considerando cuidadosamente cualquier pequeña información
que él pudiera dejar
escapar, pese a sí mismo.
»—¿Qué vampiro te convirtió a ti? —le preguntaba sin sacar la vista de
sus libros y dejando
los párpados bajos para evitar sus miradas furibundas—, ¿Por qué nunca
hablas de él? —
continuaba preguntando, como si sus furiosas objeciones no existieran.
Parecía inmune a la
irritación de Lestat.
»—¡Sois unos codiciosos, vosotros dos! —dijo él la noche siguiente,
mientras caminaba por
toda la habitación, y miró a Claudia con ojos vengativos; ella estaba en
su rincón, en el círculo
de luz de una vela, con los libros a su alrededor—. ¡La inmortalidad no
es suficiente para
vosotros! ¡No! ¡Le miraríais los dientes al caballo regalado por el
mismo Dios! Se le podría
ofrecer a cualquier hombre de la calle y aceptaría de inmediato...
»—¿Es lo que hiciste tú? —preguntó ella con suavidad, moviendo apenas
los labios.
»—Pero tú, tú tienes que saber la razón de ello. ¿Quieres que termine?
¡Te puedo dar la
muerte con más facilidad de la que tuve al darte tu vida de ahora!
»Se dirigió hacia ella, y la frágil llama de Claudia me arrojó encima la
sombra de Lestat.
Formó una aureola sobre su cabeza rubia y dejó su cara, salvo por la
mejilla brillante, en la
oscuridad. »—¿Quieres la muerte?
»—La conciencia no es la muerte —susurró ella.
»—¡Contéstame! ¿Quieres la muerte?
»—Y tú das todas esas cosas. Proceden de ti. La muerte y la vida —dijo
ella, riéndose de él.
»—Sí —dijo él—. Lo hago.
»—Tú no sabes nada —le dijo ella seriamente, y su voz era tan baja que
el más mínimo
ruido de la calle la podía interrumpir, alejar sus palabras, y me
encontré haciendo un esfuerzo
por escucharla desde mi posición, recostado en el respaldo de la silla—.
Supongamos que el
vampiro que te creó a ti no sabía nada, y el vampiro que creó a ese
vampiro tampoco sabía
nada y el vampiro anterior, tampoco, y así hasta que la nada procede de
la nada, hasta que no
hay más que nada. Y nosotros debemos vivir con el conocimiento de que no
hay conocimiento.
»—¡Sí! —exclamó él súbitamente, con su voz impregnada de algo distinto a
la furia.
»Quedó en silencio. Ella también. Él dio media vuelta lentamente, como
si yo hubiera hecho
algún movimiento que lo hubiese alertado, como si me hubiese levantado
detrás de él. Me hizo
recordar cómo giran los seres humanos cuando sienten mi aliento en su
piel y, de repente,
saben que allí donde pensaban estar completamente solos no lo están...,
y luego ese momento
de espantosa sospecha, antes de que vean mi rostro y abran la boca.
Ahora me miraba y yo
apenas podía ver el movimiento de sus labios. Y entonces lo sentí. Tenía
miedo. Lestat tenía
miedo.
»Ella lo miraba con la misma mirada, sin la menor emoción ni
pensamiento.
»—Tú la infestaste con esto... —susurró él.
»Encendió una cerilla con un ruido súbito, prendió las velas de la
chimenea, levantó las
pantallas opacas de las lámparas y paseó por la habitación encendiendo
las luces hasta que la
pequeña llama de Claudia quedó abatida; se apoyó de espaldas contra la
chimenea, mirando
de luz en luz, como si ellas restableciesen una especie de paz, y
dijo:
»—Voy a salir.
»Ella se puso de pie apenas él pisó la calle; de improviso, se detuvo en
medio de la
habitación y se estiró, y su pequeña espalda se arqueó, con los brazos
rígidos hasta sus
puñitos y los ojos absolutamente cerrados un instante, y luego
abriéndolos como si se
despertara de un sueño. Hubo algo obsceno en su gesto; la habitación
pareció temblar con
el miedo de Lestat, e hizo un eco de su última respuesta. Ella se puso
alerta. Debo de
haber hecho algún movimiento involuntario para alejarme de ella, porque
vino hasta el
brazo de mi silla y, poniendo su mano sobre mí libro, un libro que hacía
horas que no leía,
me dijo:
»—Ven conmigo.
»—Tenías razón. Él no sabe nada. No nos puede decir nada —le dije.
»—¿Pensaste alguna vez que lo podría hacer? —me preguntó con el mismo
tono de
voz—. Encontraremos a otros de nuestra especie. Los encontraremos en
Europa central.
Allí es donde viven en gran número. Los relatos, tanto de ficción como
los de verdad,
llenan volúmenes con esas cantidades. Estoy convencida de que todos los
vampiros provienen de allí, si es que provienen de algún sitio. Le hemos
aguantado demasiado
tiempo. Vamos. Y deja que la carne instruya a la mente.
»Pienso que sentí un temblor de deleite cuando ella pronunció esas
palabras. "Y deja
que la carne instruya a la mente."
»—Deja el libro a un costado y mata —me susurró.
»La seguí por las escaleras y el patio, y, por una callejuela, pasamos a
otra calle.
Entonces, se dio vuelta con los brazos extendidos para que la alzara en
brazos, aunque,
por supuesto, no estaba cansada; sólo quería estar cerca de mi oído,
agarrarse de mi
cuello.
»—No le he contado mi plan: el viaje, el dinero —le dije, consciente de
que había algo
en ella más allá de mi comprensión, y ella, casi sin peso, siguió en mis
brazos.
»—Él mató al otro vampiro —dijo ella.
»—No, ¿por qué dices eso? —le pregunté. Pero no me afligió que dijera
eso; removió
mi alma como si fuera un charco de agua quieta hasta entonces. Sentí
como si ella me
estuviera removiendo lentamente para algo; como si fuera el piloto de
nuestra lenta
caminata por la calle a oscuras.
»—Porque ahora lo sé —dijo ella con autoridad—. El vampiro lo transformó
en un esclavo y
él lo mató. Lo mató antes de que supiera lo que quizá sabe ahora, y,
entonces, presa del
pánico, te hizo su esclavo. Y tú has sido su esclavo.
»—En realidad, no... —le susurré; sentí que apretaba sus mejillas contra
mis sienes; estaba
fría y necesitaba matar—. No un esclavo. Una especie de cómplice
estúpido —le confesé, me
confesé a mí mismo, con mucha rabia en las entrañas y palpitación en las
sienes, como si se
me contrajesen las venas y mi cuerpo se convirtiera en un mapa de venas
torturadas.
»—No, un esclavo —insistió ella con su voz grave y monótona, como si
estuviera pensando
en voz alta y sus palabras fueran revelaciones, letras de un
crucigrama—. Y yo liberaré a los
dos.
»Me detuve. Apretó su mano contra la mía, pidiéndome que continuara.
Caminábamos por
la ancha calle al lado de la catedral, hacia las luces de la plaza
Jackson; el agua corría rápida
por la alcantarilla en medio de la calle, plateada a la luz de la luna.
»Ella dijo:
»—Lo mataré.
»Me quedé inmóvil al final de la calleja. Sentí que se movía en mis
brazos; bajó como si
lograra algo liberándose de mí sin la torpe ayuda de mis manos. La puse
en la acera de piedra.
Le dije que no, sacudí la cabeza. Tuve la sensación que te he descrito
antes de que los
edificios a mi alrededor —el cabildo, la catedral, los apartamentos a lo
largo de la plaza— eran
todos como la seda, y una ilusión, y se rasgarían de repente, con un
viento horrible, y una
grieta se abriría en la tierra, que era la única realidad.
»—Claudia —le dije, apartando mi mirada.
»—¿Y por qué no matarlo? —dijo ahora, alzando la voz hasta que chilló—.
¡No me sirve
para nada! ¡No le puedo sacar nada! Y él me causa dolor, ¡algo que no
toleraré! »—¿Y si no es tan inútil? —le dije. Pero la vehemencia era falsa.
Desesperada. ¡Estaba tan
alejada de mí, con sus pequeños hombros erguidos y decididos, y su paso
rápido, como una
niñita que, al salir los domingos con sus padres, quiere caminar
adelante y simular que está
sola!—. ¡Claudia! —llamé, y la alcancé de inmediato; le toqué la pequeña
cintura y sentí que se
endurecía como el hierro—. ¡Claudia, tú no lo puedes matar!
—le susurré; ella dio unos pasos atrás, saltando, resonando en las
piedras y salió a la calle
abierta. Un cabriolé pasó a nuestro lado y oímos unas carcajadas y el
ruido de los caballos y
las ruedas. Luego la calle quedó en silencio. La seguí por ese espacio
inmenso hasta las
puertas de la plaza Jackson, donde se aferró a las rejas. Me acerqué a
ella.
»—No me importa lo que sientas, lo que digas; no puedes hablar
seriamente de matarlo —le
dije.
»—¿Y por qué no? ¿Piensas que es tan fuerte? —me preguntó, con los ojos
fijos en la
estatua, como dos inmensos pozos de luz.
»—¡Es más fuerte de lo que te imaginas! ¡Más fuerte de lo que sueñas!
¿Cómo piensas
matarlo? No puedes competir con su destreza. ¡Tú lo sabes! —le dije,
casi rogándole, pero
pude darme cuenta de que estaba absolutamente imperturbable, como un
niño que mira
fascinado la vitrina de una tienda de juguetes.
»Movió de pronto la lengua entre los dientes y se tocó el labio inferior
con una rápida lamida
que me provocó un pequeño sobresalto. Saboreé sangre. Sentí algo
palpable e indefenso en
mis manos. Quería matar. Podía oír y oler a los humanos en los senderos
de la plaza,
moviéndose en el mercado, caminando por el muelle. Estaba a punto de
cogerla, hacerla que
me mirase, sacudirla, de ser necesario, obligarla a escucharme, cuando
se volvió hacia mí con
sus grandes ojos líquidos.
»—Te quiero, Louis —me dijo.
»—Entonces, escúchame, Claudia, te lo ruego —susurré, aferrándome a
ella, alerta de
pronto por una cercana serie de susurros, y la lenta y creciente
articulación de las
conversaciones humanas por encima de los sonidos entremezclados de la
noche—. Te
destruirá si tratas de matarlo. No hay manera de que puedas hacer eso
con seguridad. No
conoces la manera. Y, poniéndote en su contra, lo perderás todo.
Claudia, no puedo soportar
eso.
»Hubo una sonrisa casi imperceptible en sus labios.
»—No, Louis —murmuró—. Lo puedo matar. Y ahora te quiero contar algo
más, un secreto
entre tú y yo.
»Sacudí la cabeza, pero ella se apretó aún más contra mí y bajó los
párpados, de modo que
sus frondosas cejas casi me acariciaban las mejillas.
»—El secreto es, Louis, que deseo matarlo. Lo disfrutaré.
»Me arrodillé a su lado, mudo, y sus ojos me estudiaban como lo habían
hecho con tanta
frecuencia en el pasado; y, luego, ella dijo:
»—Mato a seres humanos todas las noches. Los seduzco, los acerco a mi
lado con un
hambre insaciable, una constante búsqueda sin fin de algo..., algo que
no sé lo que es... —Se puso los dedos sobre los labios y los apretó, y su boca
se abrió a medias y pude ver el brillo de
sus dientes—. No me importa nada de dónde vienen, ni a dónde van, si no
los he encontrado
en mi camino. ¡Pero él no me gusta! Quiero que muera y lo tendré muerto.
Lo disfrutaré.
»—Pero, Claudia, no es mortal. Es inmortal. Ninguna enfermedad lo puede
afligir. La edad
no lo abruma. ¡Amenazas una vida que puede llegar al fin del
mundo!
»—¡Ah, sí, eso es precisamente! —dijo ella con un miedo reverencial—.
Una vida que
podría haber vivido durante siglos. ¡Qué sangre, qué poderío! ¿Piensas
que tendré su poder y
el mío cuando se lo arrebate?
»Entonces, me enfurecí. Me puse de pie súbitamente y me separé de ella.
Podía oír el
susurro de los humanos a mí alrededor. Susurraban del padre y de la
hija, de esa frecuente
visión de devoción amorosa. Me di cuenta de que hablaban de
nosotros.
»—No es necesario —le dije a ella—. Supera cualquier necesidad, todo
sentido común,
toda...
»—¡Qué! ¿Humanidad? Es un asesino —murmuró—. Un depredador solitario
—repitió el
propio término de Lestat, burlándose—. No interfieras conmigo ni quieras
saber cuándo pienso
hacerlo ni te interpongas entre nosotros... —Entonces levantó las manos
para hacerme callar y
tomó las mías con mucha fuerza, con sus pequeños dedos apretando,
torturando mi piel—. Si
lo haces, ocasionarás mi destrucción con tu interferencia. No se me
puede desalentar.
»Y se alejó en un remolino de lazos de sombrero y ecos de pasos. Me di
vuelta, sin prestar
atención a la dirección que tomaba, deseando que la ciudad me tragara,
consciente ahora del
hambre que crecía hasta abrumar mi razón. Casi detesté tener que ponerle
punto final.
Necesitaba dejar que la lujuria y la excitación destruyeran toda mi
conciencia, y pensé en matar
una y otra vez, caminando lentamente por esa calle y la siguiente,
moviéndome
inexorablemente hacia la muerte, diciendo: "Es un hilo que me
empuja por el laberinto. No tiro
del hilo. El hilo tira de mí...". Me quedé inmóvil en la rué Conti,
escuchando un rugido sordo, un
sonido conocido. Eran los esgrimistas, arriba, en el salón, avanzando en
el piso de madera,
precipitándose, adelante, atrás, y el entrechocar plateado de las
espadas. Me apoyé en una
pared desde donde los podía ver a través de las altas ventanas desnudas:
los jóvenes
batiéndose en la noche, el brazo izquierdo curvo como el brazo de un
bailarín, la gracia
acercándose a la muerte, la gracia lanzándose al corazón; las imágenes
del joven Freniere
empuñando ahora hacia adelante la hoja de plata, o siendo empujada por
ella hasta el infierno.
Alguien había llegado a la calle por los angostos escalones de madera;
un chico, un chico tan
joven que estaba colorado y encendido por la esgrima, y bajo su elegante
abrigo gris y su
camisa de seda flotaba el dulce aroma de la colonia y las sales. Pude sentir
su calor cuando
salió a la luz mortecina de la calle. Se reía consigo mismo, hablando
casi imperceptiblemente,
con su pelo castaño cayéndosele sobre los ojos mientras caminaba,
sacudiendo la cabeza, con
los rizos que subían y bajaban. Y entonces se detuvo en seco, con sus
ojos fijos en mí. Miró y
sus párpados temblaron un poco y se rió nerviosamente.
»—Perdóneme —dijo a continuación en francés—. ¡Me asustó!
»Y cuando se movió para hacer una reverencia ceremoniosa y quizá pasar a
mi lado, se quedó inmóvil y la sorpresa le cruzó el rostro. Pude ver latir su
corazón en la carne rósea de
sus mejillas, oler el súbito sudor de su cuerpo fuerte y joven.
»—Me viste a la luz del farol —le dije—. Y mi cara te pareció la máscara
de la muerte.
»Abrió los labios y los cerró e, involuntariamente, asintió, con los
ojos deslumbrados.
»—¡Vete! —le dije—. ¡Rápido!
El vampiro hizo otra pausa, y luego se movió como si quisiera continuar.
Pero estiró sus
largas piernas debajo de la mesa y, echándose para atrás, se llevó las
manos a la cabeza
haciendo una gran presión en sus sienes.
El entrevistador, que estaba acurrucado y con los brazos cruzados, se
relajó. Miró las cintas
y luego al vampiro.
—Pero usted mató a alguien esa noche.
—Todas las noches —dijo el vampiro.
—¿Por qué lo dejó ir, entonces? —preguntó el chico.
—No lo sé —dijo el vampiro, pero no empleó el tono de no saberlo,
realmente, sino de no
querer comentarlo—. Pareces cansado —dijo el vampiro—. Pareces tener
frío.
—No tiene importancia —dijo rápidamente el muchacho—. La habitación está
un poco
destemplada. No me importa. Usted no tiene frío, ¿verdad?
—No. —El vampiro sonrió y, entonces, sus hombros se sacudieron con una
súbita risa.
Pasó un momento en el que el vampiro pareció estar pensando y el
muchacho estudiando el
rostro del vampiro. Los ojos del vampiro se posaron en el reloj del
entrevistador.
—Ella no tuvo éxito, ¿no es así? —preguntó en voz baja el
muchacho.
—¿Qué te imaginas, honestamente? —preguntó el vampiro. Se había vuelto a
apoyar en el
respaldo de la silla. Miró fijamente al muchacho.
—Que ella..., como usted dice..., fue destruida —dijo el muchacho, y
pareció sentir las
palabras, de modo que tragó saliva después de haber dicho destruida—.
¿Fue así?
—¿No piensas que ella lo pudiera lograr? —preguntó el vampiro.
—Él era tan poderoso... Usted mismo dijo que nunca supo el poder que
tenía, los secretos
que conocía. ¿Cómo podía ella estar segura de matarlo? ¿Cómo lo
intentó?
El vampiro miró al muchacho largo rato, con una expresión ilegible para
el joven
entrevistador, que se encontró mirando para otro lado como si los ojos
del vampiro fueran luces
ardientes.
—¿Por qué no bebes de la botella que tienes en el bolsillo? —preguntó el
vampiro—. Te
dará calor.
—Oh, eso... —dijo el muchacho—. Estaba a punto de... El vampiro se
rió.
—¡Y pensaste que sería una falta de educación! —dijo, y se dio una
súbita palmada en la
pierna.
—Es verdad —dijo el muchacho, y se encogió de hombros, ahora sonriente.
Sacó un
pequeño frasco del bolsillo de su chaqueta, abrió la tapa dorada y tomó
un trago. Levantó la
botella en dirección al vampiro. —No —dijo el vampiro e hizo un gesto
con la mano para rechazar la oferta.
Entonces volvió a ponerse serio y continuó hablando.
—Lestat tenía un músico amigo en la rué Dumaine. Lo habíamos visto en un
recital en casa
de Madame LeClair, que también vivía allí, pues en aquel entonces era
una calle que estaba
muy de moda; y esta Madame LeClair, con quien también Lestat se divertía
de vez en cuando,
le había encontrado al músico una habitación en una mansión cercana,
donde Lestat lo visitaba
a menudo. Te conté que jugaba con sus víctimas, se hacía amigo de ellas,
las seducía hasta
que confiaban en él y le tenían simpatía, antes de matarlas.
Aparentemente, jugaba con este
muchacho, aunque su amistad había durado más que ninguna de las
anteriores que yo había
visto. El joven componía buena música y a menudo Lestat traía nuevas
partituras a casa y
tocaba las canciones en el gran piano de nuestra sala. El chico tenía
talento, pero se podía ver
que su música no tendría éxito porque era demasiado perturbadora. Lestat
le daba dinero y se
pasaba las tardes con él; con frecuencia lo llevaba a restaurantes a los
que el joven no podría
haberse permitido el lujo de ir por su cuenta, y le compraba todas las
partituras y los lápices
para que escribiera su música.
»Como te dije, esa amistad había durado mucho más que cualquiera de las
anteriores de
Lestat. Y yo no podía saber si en realidad se había hecho amigo de un
mortal, pese a sí mismo,
o si simplemente planeaba una gran traición y una crueldad especiales.
Varias veces había
indicado a Claudia y a mí que pensaba matar directamente al muchacho,
pero no lo había
hecho. Y, por supuesto, nunca le hice esa pregunta porque no valía la
pena el escándalo que
hubiera armado. ¡Lestat, encariñado con un mortal! Probablemente hubiera
roto los muebles de
la sala en un ataque de furia.
»A la noche siguiente —después de la que acabo de describirte—, me
irritó miserablemente
pidiéndome que fuera con él al piso del músico. Estaba evidentemente
simpático, en uno de
esos días en que quería mi compañía. Cuando se divertía, le sucedía eso.
Deseaba ver una
buena obra de teatro, una ópera, un ballet, y siempre quería que lo
acompañase. Pienso que
debo de haber visto Macbeth con él unas quince veces, íbamos a cada
actuación, incluso a las
de aficionados, y Lestat luego caminaba a casa, repitiendo líneas
conmigo e incluso gritando a
los transeúntes con un dedo estirado: "Mañana, y mañana, y
mañana", hasta que nos evitaban
como si estuviésemos ebrios.
Pero esta efervescencia era febril y muy susceptible de terminar en un
santiamén; nada más
que una o dos palabras de simpatía de mi parte, alguna sugerencia de que
había encontrado
agradable su compañía, podían borrar esas situaciones durante meses.
Incluso años. Pero
ahora se acercó a mí muy simpático y me pidió que lo acompañara al
cuarto del joven. Hasta
me apretó el brazo cuando me lo pidió. Y yo, aburrido, paralizado, le di
una excusa miserable
—pensando únicamente en Claudia, en el agente, en el desastre
inminente—. Lo podía sentir y
me pregunté si él no lo sentía. Y, por último, recogió un libro del
suelo y me lo arrojó, gritando:
»—¡Lee entonces tus malditos poemas! ¡Púdrete!
»Y se alejó hecho una furia.
»Esto me preocupó. No te puedes imaginar lo que me preocupó. Quería que
él siguiera frío, impasible, distante. Resolví rogarle a Claudia que se
olvidara del asunto. Me sentí impotente y
terriblemente cansado. Pero la puerta de Claudia estuvo cerrada hasta
que salió y yo sólo la
había visto un segundo mientras Lestat hablaba, una visión de lazos y
hermosura mientras se
ponía el abrigo; nuevamente las mangas anchas y un lazo violeta en el
pecho, sus medias
blancas de hilo bajo el dobladillo de su pequeño vestido y sus zapatitos
de un blanco
inmaculado. Me lanzó una mirada distante al salir.
»Cuando regresé más tarde, saciado y por un rato demasiado perezoso como
para que me
molestaran mis pensamientos, empecé a sentir gradualmente que ésa sería
la noche. Ella lo
intentaría esa noche.
»No te puedo decir cómo lo supe. Había cosas en el piso que me
molestaban, me alertaban.
Claudia se encerró en la sala trasera. Y me pareció escuchar otra voz,
un susurro. Claudia
jamás traía a nadie al piso; nadie, salvo Lestat, lo hacía. Él sí traía
a sus mujeres. Pero supe
que allí había alguien; sin embargo, no me llegó ningún olor, ningún
sonido preciso. Luego,
hubo aromas de comida y bebida. Y los crisantemos estaban en la jarra de
plata; flores que
para Claudia significaban la muerte.
»Luego vino Lestat, cantando algo entre dientes. Su bastón hizo un ruido
continuo en la
barandilla de la escalera de caracol. Vino por el largo pasillo, con su
rostro encendido por la
matanza, y los labios rojos, y puso su música en el piano.
»—¿Lo maté o no lo maté? —me hizo la pregunta, señalándome con un dedo—.
¿Qué
opinas?
»—No lo hiciste —dije torpemente—. Porque me invitaste a ir contigo y
jamás compartes
conmigo tus muertes.
»—Ah, pero... ¡lo maté porque me enfureciste rechazando mi invitación!
—dijo, y levantó de
un golpe la tapa del teclado.
»Pude ver que continuaría en esa vena hasta la madrugada. Estaba
excitado. Lo miré
tocando la música, pensando, ¿Puede morir? ¿Puede realmente morir? ¿Y
ella piensa hacerlo?
En un momento, quise ir a verla y decirle que abandonara todo, incluso
el proyectado viaje, y
que viviéramos como hasta entonces. Pero tuve la sensación de que ya no
habría marcha
atrás. Desde el día en que ella había empezado a hacerle preguntas, esto
—fuera lo que
fuese— era inevitable. Y sentí un peso encima de mí clavándome en la
silla.
»Hizo dos acordes con las manos. Tenía un gran alcance y, en una vida
mortal, hubiera sido
un buen pianista. Pero tocaba sin sentimiento, siempre estaba fuera de
la música, sacándola
del piano como por arte de magia, por el virtuosismo de sus sentidos y
su dominio de vampiro;
la música no salía a través de él, no era arrancada por él mismo.
»—Y bien, ¿lo maté o no lo maté? —volvió a preguntarme.
»—No, no lo hiciste —le respondí, aunque fácilmente podría haber
asegurado lo contrario.
Me concentraba en mantener la máscara.
»—Tienes razón. No lo hice —dijo—. Me excita estar a su lado, pensarlo
una y otra vez: lo
puedo matar y lo haré, pero no ahora. Y luego lo dejaré y encontraré a
alguien que se le
parezca lo más posible. Si tuviera hermanos..., los mataría uno a uno
—dijo, con una especie de rugido burlón—. A Claudia le gustan las familias.
Hablando de familias, supongo que lo has
oído. Se supone que la casa Freniere está encantada; no pueden conservar
ningún
superintendente y los esclavos se escapan inevitablemente uno tras
otro.
»Esto era algo de lo que yo no quería oír hablar. Babette había muerto
joven, demente; al
final, no le permitían caminar por las ruinas de Ponte du Lac, porque
ella insistía en que allí
había visto al diablo y que lo debía encontrar; oí hablar de ello. Y
luego vinieron las noticias del
funeral. Yo había pensado de tanto en tanto ir a verla, tratar de
encontrar algún medio de
rectificar lo que había hecho; en otras ocasiones, pensé que el tiempo
todo lo curaría. En mi
nueva vida de matanzas nocturnas, me había alejado de la intimidad
sentida con ella o con mi
hermana o con cualquier mortal. Y observé la tragedia finalmente como desde
un palco del
teatro, emocionado de tanto en tanto, pero nunca lo suficiente como para
bajarme por las
barandillas y sumarme a los actores en el escenario.
»—No hables de ella —le dije.
»—Muy bien. Hablaba de la plantación. No de ella. ¡Ella! Tu dama
amorosa, tu fantasía —
me sonrió—. ¿Sabes?, al final todo salió como yo quería, ¿no es así?
Pero te cuento de mi
joven amigo y cómo...
»—Ojalá tocaras su música —dije en voz baja, sin agresividad, pero lo
más persuasivo
posible.
»A veces esto funcionaba con Lestat. Si yo le decía algo específicamente
correcto, se ponía
a hacerlo. Y entonces lo hizo; con una leve mueca, como diciendo:
"Tú, tonto", empezó a tocar
la música. Oí las puertas de la sala trasera y los pasos de Claudia por
el corredor. "No vengas,
Claudia —pensé yo, sintiéndola—, aléjate antes de que todos quedemos
destrozados." Pero
ella vino y se detuvo ante el espejo del pasillo. Pude oírla abrir la
pequeña mesa tocador y
luego el susurro de su peine. Tenía un perfume floral. Me di vuelta
lentamente para verla
cuando apareciese en la puerta, aún de blanco, y se encaminara por la
alfombra hacia el piano
en silencio. Se quedó al lado del teclado, con sus manos sobre la
madera, su mentón sobre las
manos y los ojos fijos en Lestat.
»Pude ver el perfil de Lestat y la pequeña cara de Claudia más allá,
mirándolo.
»—¿Qué pasa ahora? —dijo él, doblando la página y dejando que su mano le
cayera sobre
la pierna—. Me irritas. ¡Tu mera presencia me irrita!
»Volvió la vista a la página.
»—¿De verdad? —dijo ella con su voz más dulce.
»—Sí. Y te diré algo más. He conocido a alguien que sería mucho mejor
vampiro que tú.
»Esto me dejó perplejo. Pero no tuve necesidad de decirle que
continuara.
»—¿Entiendes lo que quiero decir? —prosiguió.
»—¿Se supone que lo dices para asustarme? —preguntó ella.
»—Eres una malcriada porque eres la única niña —dijo él—. Necesitas un
hermano. O, más
bien, yo necesito un hermano. Me aburrís vosotros dos. Unos vampiros
egoístas,
meditabundos, que agobiáis nuestras propias vidas. No me gusta.
»—Supongo que podríamos poblar el mundo de vampiros, sólo nosotros tres
—dijo ella. »—¿Lo crees? —dijo él, sonriente, y en su voz hubo una nota de
triunfo—. ¿Piensas que lo
podrías hacer? Supongo que Louis te ha contado cómo se hace o lo que él
piensa que se debe
hacer. Vosotros no tenéis ese poder. Ninguno de los dos.
»Esto pareció perturbarla. Era algo que ella no había previsto. Lo
estudiaba. Pude ver que
no se lo creía por completo.
»—¿Y quién te dio ese poder? —preguntó ella en voz baja, pero con un
dejo de sarcasmo.
»—Eso, querida mía, es algo que jamás sabrás. Porque hasta el Erebus en
que vivimos
debe tener su aristocracia.
»—Eres un mentiroso —dijo ella con una corta carcajada y, en el instante
en que él volvió a
posar los dedos en el teclado, prosiguió—: Pero tú dificultas mis
planes.
»—¿Tus planes?
»—Vine en son de paz a ti, aunque seas el padre de las mentiras. Tú eres
mi padre —dijo
ella—. Quiero hacer las paces contigo. Quiero que las cosas sean como
antes.
»Entonces él fue el incrédulo. Me echó una mirada, luego la miró a
ella.
»—Eso puede ser. Pero entonces deja de hacerme preguntas. Deja de
seguirme. Deja de
buscar vampiros en todas las callejuelas. ¡No hay otros vampiros! Aquí
es donde vives y aquí
es donde debes quedarte. —Pareció confuso un momento, como si el volumen
de su propia
voz lo confundiera—. Cuidaré de ti. Tú no necesitas nada.
»—Y tú no sabes nada y, por eso, detestas mis preguntas. Todo está en claro.
Por tanto,
tengamos paz porque no podemos tener nada más. Tengo un regalo para
ti.
»—Espero que sea una mujer hermosa con unos atractivos que tú jamás
tendrás —dijo él, y
la miró de arriba abajo.
»Ella cambió de cara. Fue como si casi perdiera un dominio que jamás la
había visto perder.
Pero entonces movió la cabeza y, estirando un brazo pequeño y redondo,
le tiró de la manga.
»—He hablado en serio. Estoy harta de discutir contigo. El infierno es
odio, gente que vive
en odio eterno. Nosotros no estamos en el infierno. Puedes aceptar el
regalo o no. No me
importa. Pero terminemos de una vez por todas con este problema. Antes
de que Louis,
disgustado, nos abandone a ambos.
»Lo obligó a que dejara el piano, bajó la tapa de madera sobre el
teclado e hizo girar el
taburete para que los ojos de Lestat le siguieran hasta la puerta.
»—Hablas en serio. Un regalo. ¿Qué quieres decir con un regalo?
»—No te has alimentado lo suficiente. Lo puedo ver por tu color, por tus
ojos. Nunca estás
lo bastante alimentado a esta hora. Digamos que te puedo hacer disfrutar
mucho. Dejad que
los niños vengan a mí —susurró ella y se fue. Él me miró. Yo no dije
nada. Era como si hubiera
estado intoxicado. Noté la curiosidad en su rostro, la sospecha. La siguió
por el pasillo. Y luego
oí que emitía un largo y consciente gemido, una mezcla perfecta de
hambre y lujuria.
»Cuando llegué a la puerta, y tardé un rato, él estaba agachado sobre el
sofá. Allí había dos
niños, echados entre los cojines suaves de terciopelo, totalmente
abandonados al sueño como
hacen los niños, con las bocas sonrojadas abiertas, sus caras redondas y
pequeñas, suaves.
Tenían la piel húmeda, radiante; los rizos del más moreno caían sobre su
frente, húmedos y pegados a la piel. De inmediato vi, por su ropa idéntica y
pobre, que se trataba de huérfanos. Y
se habían devorado lo que les habían servido con nuestra mejor vajilla.
El mantel estaba
salpicado de vino y una pequeña botella estaba en medio de los platos y
los cubiertos
grasientos. Pero en la habitación había un aroma que no me gustó. Me
acerqué, para ver mejor
a los dos pequeños dormidos, y pude ver que tenían los cuellos desnudos
pero que nadie los
había tocado. Lestat se había agachado al lado del más moreno; era, de
lejos, el más hermoso.
Podría haber sido elevado a la cúpula pintada de una catedral. No tenía
más de siete años,
pero poseía una belleza perfecta que es asexual y angelical. Lestat le
pasó suavemente la
mano por el cuello pálido y luego rozó los labios sedosos. Dejó escapar
un suspiro que tenía
una anticipación deseosa, dulce, dolorosa.
»—Oh..., Claudia... —suspiró—. Te has lucido. ¿Dónde los
encontraste?
»Ella no dijo nada. Se había vuelto a un sillón oscuro y estaba sentada
entre dos grandes
cojines, con sus piernas estiradas, los tobillos cayendo de modo que no
se podían ver las
plantas de sus hermosos zapatos sino los costados curvos, sus ornamentos
delicados.
»Miraba a Lestat.
»—Ebrios con brandy —dijo—. Una copita —y señaló la mesa—. Pensé en ti
cuando los vi...
Pensé que si los compartía contigo, me perdonarías.
»Él se quedó encantado con el piropo. La miró, estiró una mano y la tomó
del fino tobillo.
»—¡Tontita! —susurró, y se rió; pero entonces se calló como no queriendo
despertar a los
niños condenados. Le hizo a ella un gesto íntimo, seductor—. Ven a
sentarte a su lado. Tú
coges éste y yo el otro. Ven.
»La abrazó cuando ella pasó a su lado y la puso al lado del otro niño.
Acarició el pelo
húmedo del niño, le pasó los dedos por los párpados redondos y por el
borde de las cejas. Y
luego puso toda su mano suave sobre la cara del niño y le acarició las
sienes, las mejillas y el
mentón, masajeando la piel joven. Se había olvidado de que estábamos
allí, pero retiró la mano
y se quedó inmóvil un instante, como si su deseo lo marease. Miró al
techo y luego puso manos
a la obra. Dobló lentamente la cabeza del niño sobre el sofá y los
párpados del niño se
pusieron tensos un segundo y un gemido escapó de sus labios.
»Los ojos de Claudia estaban fijos en Lestat, aunque levantó la mano
izquierda y
lentamente desabrochó los botones del niño que estaba a su lado y metió
la mano bajo la
mísera camisa y sintió la piel desnuda. Lestat hizo otro tanto; pero
súbitamente, su mano cobró
vida propia, se deslizó bajo la camisa y rodeó el cuerpo del niño en un
cálido abrazo,
acercándoselo de modo que su cara quedó hundida en el cuello del niño.
Movió los labios por
el cuello y el pecho y los diminutos pezones. Entonces, pasó su otro
brazo por la camisa
abierta, de modo que el niño quedó indefenso, lo apretó aún más entre
sus brazos y le hundió
los dientes en la garganta. La cabeza del niño cayó hacia atrás, se le
soltaron los rizos, y
nuevamente dejó escapar un leve gemido y movió los párpados, pero no los
abrió. Y Lestat se
arrodilló, con el niño apretado contra él, chupando, con su propia
espalda arqueada y rígida. Su
cuerpo se movía hacia atrás y hacia adelante, transportando al niño, y
sus gemidos
prolongados subían y bajaban siguiendo el ritmo de su lenta oscilación,
hasta que, de repente, todo su cuerpo se puso tenso y sus manos parecieron
buscar algún medio para alejarse del
niño, como si éste fuese una carga inútil que colgara de él; y por último
abrazó al niño
nuevamente y, lentamente, lo recostó en los mullidos cojines, chupando
menos, ahora casi de
forma inaudible.
»Se apartó. Sus manos presionaron al niño. Se arrodilló con la cabeza
hacia atrás, y sus
largos cabellos rubios cayeron despeinados. Y entonces, lentamente, se
echó en el suelo,
doblándose, la espalda contra la pata del sillón.
»—Ah..., Dios —susurró con la cabeza hacia atrás y los párpados
semicerrados. Pude ver
que el color le subía por las mejillas, le llegaba a las manos. Una mano
se apoyó en su rodilla,
temblorosa y luego cayó inmóvil.
»Claudia no se había movido. Permanecía como un ángel de Botticelli al
lado del niño ileso.
El cuerpo del otro niño ya se había encogido, el cuello como un tallo
fracturado, la cabeza
pesada cayendo ahora en un ángulo torpe, el ángulo de la muerte, sobre
el almohadón.
»Pero algo estaba mal. Lestat miraba al techo. Pude ver su lengua entre
los dientes. Estaba
demasiado inmóvil, como si intentase decir algo, pasar la barrera de los
dientes y tocarse los
labios. Pareció temblar de forma convulsiva... Entonces se relajó
pesadamente; no obstante, no
se movió. Un velo había caído sobre sus claros ojos grises. Miraba al
techo. Y un sonido partió
de su garganta. Salí de las sombras del corredor, pero Claudia dijo con
tono decidido:
»—¡Vuelve atrás!
»—... Louis... —dijo él, por fin lo pude oír—, Louis..., Louis...
»—¿No te gusta, Lestat? —le preguntó ella.
»—Algo está mal —murmuró él, y abrió los ojos como si hablara con un
esfuerzo colosal; no
se podía mover, no se podía mover para nada—. ¡Claudia! —Aspiró aire
nuevamente y sus
ojos rodaron en dirección a ella.
»—¿No te gusta la sangre de los niños?... —preguntó ella en voz
baja.
»—Louis... —susurró él, levantando por último la cabeza por un instante:
volvió a caer en el
sofá—. Louis, es..., es... ajenjo. Demasiado ajenjo. Me ha envenenado.
Louis... —trató de
levantar una mano. Me acerqué más y sólo la mesa nos separó.
»—¡Atrás! —repitió ella; y entonces saltó del sofá y se acercó a él,
mirándolo a la cara como
él había mirado a los niños—. Ajenjo, padre —dijo ella—. ¡Y
láudano!
»—¡Demonio! —le dijo él—. Louis..., ponme en mi ataúd. —Trató de
levantarse—. ¡Ponme
en mi ataúd!
»Su voz fue ronca, apenas audible. La mano tembló, se levantó y
cayó.
»—Yo te pondré en tu ataúd, padre —dijo ella como si lo estuviera
calmando—. Te pondré
allí para siempre.
»Y entonces, de abajo de los almohadones del sofá, sacó un cuchillo de
cocina.
»—¡Claudia! ¡No hagas eso! —le dije yo. Pero ella me miró con una
virulencia como nunca
le había visto en su expresión. Y, mientras yo me quedaba paralizado,
ella le abrió la garganta
y él dejó escapar un grito agudo y sofocado.
»—¡Dios mío! —gritó—. ¡Dios! »La sangre manó sobre su camisa, por el
abrigo. Manó como jamás podría haberlo hecho
de un ser humano; toda la sangre con que se había alimentado antes del
niño y la del niño; y
movía la cabeza haciendo un sonido burbujeante. Ella le hundió el
cuchillo en el pecho y él se
agachó hacia adelante, con la boca abierta, sus colmillos al
descubierto, las dos manos
tratando, convulsivas, de asir el cuchillo, revoloteando alrededor del
mango. Levantó la vista
hasta mí, con el pelo sobre los ojos.
»—¡Louis! ¡Louis!
»Dejó escapar un gran gemido y cayó de costado en la alfombra. Ella se
quedó mirándolo.
La sangre corría por todos lados como agua. El gruñía, tratando de
levantarse, con un brazo
encogido debajo de su pecho y el otro moviéndose por el suelo. Y,
entonces, de repente, ella
se arrojó sobre él y, aferrándose de su cuello con ambas manos, le
hundió los dientes mientras
él se defendía.
»—¡Louis! ¡Louis! —gimió una vez más, luchando, intentando
desesperadamente alejarla;
pero ella quedó encima de él, y su cuerpo, levantado por el hombro de
Lestat, se sacudió y
cayó nuevamente hasta que se separó; y, cuando encontró el suelo, se
alejó rápidamente de
él, con sus manos en los labios. Mi cuerpo estaba convulso por lo que
acababa de presenciar,
y me sentía incapaz de seguir mirando.
»—Louis —dijo ella, pero yo sólo sacudí la cabeza; por un instante, toda
la casa pareció
oscilar; pero ella insistía—. Louis, mira lo que le pasa.
»Había dejado de moverse. Estaba echado de espaldas. Y todo el cuerpo le
temblaba, se le
secaba; la piel estaba gruesa y arrugada y tan blanca que se le veían
todas las pequeñas
venas. Quedé perplejo, pero no pude apartar la vista, ni siquiera cuando
la forma de los huesos
empezó a asomar, sus labios retrocedieron hasta los dientes, la piel de
la nariz se secó y
mostró dos grandes agujeros. Pero sus ojos siguieron iguales, mirando
enloquecidos al techo,
con el iris bailoteando de una punta a la otra, mientras la carne se
hundía hasta los huesos y se
convertía en un pergamino que tapaba al esqueleto. Por último, puso los
ojos en blanco y así
quedó, sólo una masa de rizado cabello rubio, un abrigo, un par de botas
brillantes y ese horror
que había sido Lestat; y yo lo miré, desesperado.
»Durante largo rato. Claudia simplemente se quedó allí. La sangre había
empapado la
alfombra, ensombreciendo las flores bordadas. Brillaba pegajosa y negra
sobre los suelos.
Había manchado el vestido, los zapatos blancos, las mejillas de Claudia.
Se limpió con una
servilleta arrugada, trató de limpiarse las manchas del vestido y,
entonces, me dijo:
»—¡Louis, debes ayudarme a sacarlo de aquí!
»—No —contesté. Y le di la espalda; ella seguía con el cadáver a sus
pies.
»—¿Estás loco, Louis? ¡No puede quedarse aquí! —me dijo—. Y los niños.
¡Debes
ayudarme! El otro ha muerto del ajenjo. ¡Louis!
»Yo sabía que tenía razón, que era necesario. No obstante, me pareció
algo imposible.
»Tuvo que rogarme; casi me llevó de la mano. Encontramos el horno de la
cocina aún
repleto con los huesos de la madre y la hija que ella había asesinado;
un acto peligroso, una
estupidez. Entonces ella metió los cadáveres en un saco y lo arrastró
por las piedras del patio hasta el coche. Yo mismo até el caballo, dejando
dormir al soñoliento cochero, y conduje el
carruaje a las afueras de la ciudad, rápidamente, en dirección al
pantano St. Jean, que se
extendía hasta el lago Pontchartrain. Ella se sentó a mi lado, en
silencio, hasta que pasamos
las puertas iluminadas de las pocas casas rurales y el camino se angostó
y se volvió
escabroso; el pantano se extendía a ambos lados y era como un muro al
parecer impenetrable
de cipreses y de enredaderas. Podía oler el hedor de los vegetales
podridos, oír el ronroneo de
los animales.
»Claudia había enfundado el cuerpo de Lestat en una sábana porque yo no
lo quise ni tocar,
y luego, para horror mío, le había esparcido encima los crisantemos de
largos tallos. Por tanto
tenía un dulce aroma funerario cuando por último lo metí en el carruaje.
Casi no pesaba, de tan
fláccido que quedó, como algo hecho de cuerdas y trapos. Y me lo puse al
hombro y avancé
por las aguas negras, el agua que chapoteaba y llenaba mis botas; mis
pies buscaban un
sendero bajo esas aguas, lejos de donde había dejado a los dos niños.
Entré cada vez más
profundo con los despojos de Lestat, aunque no sabía por qué. Y,
finalmente, cuando apenas
podía vislumbrar el pálido espacio del camino y el cielo que
peligrosamente se aproximaba al
alba, dejé que su cuerpo se resbalara de mis brazos y cayera al agua. Me
quedé allí,
traumatizado, mirando la forma amorfa de la sábana blanca debajo de esa
superficie de lodo.
El estupor que me había abrumado desde que abandonáramos la rué Royale
amenazó con
desvanecerse y dejarme de repente mirando, pensando: "Esto es
Lestat. Esto es todo lo que
queda de la transformación y el misterio; muerto, ido a la oscuridad
eterna". Sentí de súbito un
empujón, como si una fuerza me rogara que descendiese junto a él, me
hundiera en el agua
negra y jamás regresara. Fue algo fuerte y claro, aunque, en comparación
con las voces
ordinarias, sólo me pareció un murmullo. Habló sin lenguaje, diciendo:
"Tú sabes lo que debes
hacer. Húndete en la oscuridad. Déjate ir por completo".
»Pero, en ese instante, oí la voz de Claudia. Me llamaba por mi nombre.
Me di vuelta y por
las enredaderas retorcidas, la vi pequeña y distante, como una llama
blanca en el camino
débilmente iluminado.
»Más tarde, a la madrugada —prosiguió—, Claudia me abrazó y puso su
cabeza contra mi
pecho en la intimidad del ataúd; me susurró que me amaba; que ahora
quedaríamos libres de
Lestat para siempre.
»—Te amo, Louis —me repitió una y otra vez hasta que la oscuridad cayó
finalmente sobre
nosotros y misericordiosamente nos borró toda conciencia.
»Cuando me desperté, ella estaba revisando las cosas de Lestat. Fue una
tarea silenciosa,
metódica, pero llena de una furia ciega. Sacó los contenidos de los
gabinetes, vació cajones
sobre las alfombras, sacó una por una sus chaquetas de los roperos;
revisó cada bolsillo,
tirando las monedas y las entradas al teatro y los pedacitos de papel.
Me quedé en la puerta de
su dormitorio, atónito, observándola. El ataúd de Lestat estaba allí,
lleno de bufandas y
pedazos de tapicería. Sentí la compulsión de abrirlo. Tuve el deseo de
encontrarlo allí.
»—¡Nada! —exclamó finalmente ella con disgusto en la voz, y metiendo las
ropas en el ataúd—. ¡Ni una pista de dónde provenía, de quién lo había creado!
Ni una señal.
»Me miró como implorando mi simpatía. Desvié la mirada. No podía
mirarla. Volví al
dormitorio, esa habitación llena con mis libros y las cosas que había
salvado de mi hermana y
de mi madre, y me senté en la cama. La pude oír en la puerta, pero no la
miré.
»—¡Merecía morir! —me dijo.
»—Entonces nosotros merecemos morir. De la misma manera. Cada noche de
nuestras
vidas —le contesté—. Aléjate de mí —fue como si mis palabras fueran mis
pensamientos, y mi
mente únicamente fuera una amorfa confusión—. Te cuidaré porque tú no
cuidas de ti misma.
Pero no te quiero cerca. Duerme en ese ataúd que te has comprado. No te
me acerques.
»—Te dije que lo iba a hacer. Te lo dije... —recordó ella. Su voz nunca
había sonado tan
frágil, como el tintineo de una campanilla. La miré, perplejo pero
inconmovible. Su cara no
parecía su cara. Jamás nadie había puesto tal agitación en el rostro de
una muñeca.
»—¡Louis, te lo dije! —dijo ella con los labios temblorosos—. Lo hice
por nosotros. Para que
pudiéramos ser libres.
»No pude soportar su presencia. Su hermosura, su presunta inocencia y
esa terrible
agitación. Pasé a su lado, quizás empujándola un poco, no lo sé. Y casi
había llegado a las
barandillas de la escalera cuando oí un sonido extraño.
»En todos los años de nuestra vida en común nunca había oído ese sonido.
Nunca más
desde esa distante noche en que la había encontrado, cuando era una niña
mortal, aferrada a
su madre. ¡Estaba llorando!
»Me hizo retroceder contra mi voluntad. No obstante, parecía tan
inconsciente, tan
desesperada, como si ella no pretendiera que nadie la oyese o no le
importara que la oyese el
mundo entero. La encontré echada en mi cama, donde tan a menudo me
sentaba a leer, con
sus rodillas encogidas y todo su cuerpo temblando a fuerza de sollozos.
El sonido era terrible.
Era más sentido, más espantoso que el llanto mortal que había tenido. Me
senté lenta,
suavemente, a su lado y le puse una mano sobre el hombro. Levantó la
cabeza, sorprendida,
con los ojos abiertos y la boca temblorosa. Tenía la cara cubierta de
lágrimas, lágrimas que
estaban teñidas de sangre. Sus ojos brillaban y el débil toque de rojo
manchaba su pequeña
mano. No parecía darse cuenta de ello, no parecía verlo. Se alzó el pelo
de la frente. Entonces
su cuerpo se estremeció con un sollozo prolongado, sordo y
necesitado.
»—Louis..., si te pierdo, no tengo nada —susurró—. Desharía lo hecho
para recuperarte. No
lo puedo hacer.
»Me abrazó, subiéndose encima de mis rodillas, llorando contra mi
corazón. Mis manos no
tenían ganas de tocarla, pero entonces se movieron como si yo no pudiera
detenerlas para
abrazarla y acariciarle el cabello.
»—No puedo vivir sin ti... —susurró—. Preferiría morir a vivir sin ti.
Moriría del mismo modo
que él. No puedo soportar que me mires como lo hiciste. ¡No puedo
soportar que no me ames!
»Sus sollozos se hicieron más fuertes, más amargos, hasta que por último
me agaché y
besé su cuello y sus mejillas suaves. Ciruelas invernales. Ciruelas de
un bosque encantado
donde la fruta jamás cae de las ramas. Donde las flores jamás se
marchitan y mueren. »—Muy bien, querida mía... —le dije—. Muy bien, amor mío...
—y al decir esto la mecí
suavemente, lentamente, en mis brazos hasta que se durmió, murmurando
algo sobre nuestra
eterna felicidad, libres para siempre de Lestat, empezando la gran
aventura de nuestras vidas.
»La gran aventura de nuestras vidas —prosiguió, tras una pausa—. ¿Qué
significa morir
cuando puedes vivir hasta el fin del mundo? ¿Y qué es "el fin del
mundo" salvo una frase?;
porque ¿quién sabe siquiera lo que es el mundo? Yo ya he vivido dos
siglos, he visto las
ilusiones de uno hechas trizas por otro, he sido eternamente joven y
eternamente viejo, carente
de ilusiones, viviendo de momento a momento de una manera que me hizo
imaginar un reloj de
plata repiqueteando en el vacío; con la superficie pintada, las
manecillas delicadamente
talladas sin que nadie las mirara, iluminado por una luz que no era luz,
como la luz con la que
Dios creó al mundo antes
de que creara la luz. Latiendo, latiendo, latiendo, con la precisión del
reloj, en una habitación
tan vasta como el universo.
»Yo estaba caminando de nuevo por las calles; Claudia se había ido a
matar por su lado; el
perfume de su pelo y de su vestido aferrado a mis dedos, a mi abrigo, y
mis ojos se movían
muy por delante como el rayo pálido de una linterna. Me encontré en la
catedral. ¿Qué significa
morir cuando puedes vivir hasta el fin del mundo? Pensaba en la muerte
de mi hermano, en el
incienso y el rosario. De repente sentí el deseo de estar en el cuarto
fúnebre, escuchando el
sonido de las voces de las mujeres, que suben y bajan con los Aves, el
ruido de los rosarios, el
olor de la cera. Pude recordar las lamentaciones. Era algo palpable,
como si fuera ayer, detrás
de una puerta. Me vi caminando rápido por un corredor y abriendo
suavemente la puerta.
»La gran fachada de la catedral se levantó en una enorme masa oscura del
otro lado de la
plaza, pero las puertas estaban abiertas y adentro pude ver una luz
suave, trémula. Era la tarde
del sábado y la gente iba a la confesión para la misa del domingo y la
comunión. Las velas
ardían en los candelabros. Al final de la nave, el altar se elevaba
entre las sombras cubierto de
flores blancas. Había sido en la iglesia vieja, en este mismo lugar,
donde habían traído a mi
hermano para el último servicio antes de ir al cementerio. Y,
súbitamente, me di cuenta de que
yo no había vuelto a ese sitio desde entonces, que nunca había pasado de
nuevo por esos
escalones de piedra, cruzado el atrio y pasado por esas puertas
abiertas.
»No tenía miedo. En todo caso, deseaba que pasara algo, que esas piedras
temblaran
cuando yo cruzara el atrio en sombras y viera el distante tabernáculo en
el altar. Recordé que
había pasado en una ocasión cuando las vidrieras estaban radiantes y los
cánticos resonaban
en Jackson Square. Entonces había vacilado, preguntándome si había algún
secreto que
Lestat no me hubiese revelado, algo que pudiera destruirme si entraba.
Sentí ganas de entrar,
pero había rechazado la idea, deshaciéndome de la fascinación de las
puertas abiertas, la
multitud de gente haciendo una sola voz. Yo tenía algo para Claudia, una
muñeca que le
llevaba, una muñeca que había sacado de la vitrina a oscuras de una
juguetería, y la había
puesto dentro de una gran caja con cintas y papel delicado. Una muñeca
para Claudia.
Recuerdo haberla apretado contra mí, oyendo las fuertes vibraciones del
órgano detrás, con mis ojos entrecerrados debido al gran resplandor de las
velas.
»Entonces pensé en ese momento; el miedo que sentí de la mera visión del
altar, del sonido
del Pange Lingua. Y nuevamente pensé, persistente, en mi hermano. Podía
ver el ataúd yendo
por el pasillo central, la procesión de los fieles detrás. Ahora no
sentí miedo. Como te dije, en
todo caso sentí ganas de tener algún temor, de encontrar alguna razón
para tener miedo
cuando avanzaba lentamente a lo largo de los altos muros ensombrecidos.
Hacía frío y estaba
húmedo pese al verano. La idea de la muñeca de Claudia volvió a mí.
¿Dónde estaba esa
muñeca? Claudia había jugado con ella durante años. De improviso me puse
a buscar esa
muñeca en el recuerdo, del modo absurdo y frenético de quien busca algo
en una pesadilla,
llegando a puertas que no se abren o cajones que no se cierran, sin
saber por qué su esfuerzo
parece tan desesperado, por qué la súbita visión de una silla con un
mantón encima le inspira
tanto horror.
»Yo estaba en la catedral. Una mujer salió del confesionario y pasó la
larga cola de quienes
aguardaban. Un hombre, que tendría que haberse acercado, se quedó
inmóvil, y mi ojo,
sensible incluso a mi condición vulnerable, notó el hecho y me di vuelta
para verlo. Me miraba.
Rápidamente le di la espalda. Lo oí entrar en el confesionario y cerrar
la puerta. Caminé por el
pasillo del costado y entonces, más debido al agotamiento que a la
convicción, me acerqué a
un banco lateral y tomé asiento. Casi hice la genuflexión por antiguo
hábito. Tenía la mente tan
confusa y atormentada como la de cualquier mortal. "Oye y ve",
me dije a mí mismo. Y con este
acto de voluntad, mis sentidos emergieron del tormento. A mi alrededor,
en la penumbra, oí el
susurro de las oraciones, el leve repiqueteo de los rosarios; el suave
gemido de la mujer que se
hincó en la duodécima estación. Del mar de bancos de madera se elevó el
olor de las ratas.
Una rata solitaria se movía en las inmediaciones del altar, una rata en
el gran altar de madera
tallada de la Virgen María. Los candelabros de oro brillaban en el
altar; un gran crisantemo
blanco de repente se dobló sobre su tallo; había gotas brillantes en sus
pétalos, una fragancia
amarga subía de los vasos, de los altares frontales y de los altares
laterales, de las estatuas de
vírgenes y Cristos y santos. Contemplé las estatuas; de pronto, y de
forma completa, me
obsesioné con los perfiles exánimes, los ojos fijos, las manos vacías,
los dobleces congelados.
Entonces mi cuerpo sufrió tal convulsión que se dobló hacia adelante y
mi mano se aferró al
banco siguiente. Era un cementerio de formas muertas, de efigies
funerales y de ángeles de
piedra. Levanté la vista y me vi a mí mismo en una visión casi palpable,
subiendo los escalones
del altar, abriendo el diminuto tabernáculo sacrosanto, alcanzando con
manos monstruosas el
cáliz consagrado y tomando el Cuerpo de Cristo y arrojando sus blancas
hostias sobre la
alfombra y luego pisando las hostias sagradas delante del altar, dando
la Sagrada Comunión al
polvo. Me puse de pie y me quedé contemplando esa visión. Supe
perfectamente bien su
significado.
»Dios no vivía en esa iglesia; esas estatuas daban una imagen de la
nada. Yo era el
sobrenatural en esa catedral. ¡Yo era el único no mortal que estaba
consciente bajo ese techo!
Soledad. La soledad hasta el borde de la locura. La catedral se deshizo
en mi visión; los santos
se sobrecogieron y cayeron. Las ratas comían la Sagrada Eucaristía y
anidaban en los antepechos de las ventanas. Una rata solitaria, con un rabo
enorme, estaba royendo y
gruñendo en el mantel del altar hasta que cayeron los candelabros sobre
las losas cubiertas
por el moho. Me quedé de pie, intocado. Sin morir. Súbitamente, agarré
la mano de yeso de la
Virgen y la vi romperse en mi mano; dejé esa mano sobre mi palma y con
la presión de mi dedo
se convirtió en polvo.
»Y de repente, a través de las ruinas, a través de la puerta abierta por
la que podía ver la
tierra baldía en todas direcciones, incluso el gran río helado y
atrapado por las ruinas
incrustadas de los navíos, por esas ruinas llegaba una procesión
fúnebre, una banda de
hombres pálidos, blancos, y de mujeres, monstruos con ojos brillantes y
vestimentas al viento,
y el ataúd crujiendo sobre las ruedas de madera, las ratas correteando
sobre el mármol roto y
agrietado, la procesión avanzando; y entonces pude ver a Claudia en esa
procesión, con sus
ojos fijos detrás de un fino velo negro, una mano enguantada sobre un
negro misal y la otra
sobre el ataúd que se movía a su lado. Y allí, en ese ataúd, vi con
horror el esqueleto de Lestat,
debajo de una tapa de cristal, con la piel arrugada y presionada sobre
la mismísima textura de
sus huesos, y sus ojos como unos agujeros, y su cabello rubio y ondulado
sobre la seda
blanca.
»La procesión se detuvo. Los fieles siguieron su camino, llenando,
silenciosos, las
polvorientas hileras de bancos. Y Claudia, dándose vuelta con su libro,
lo abrió y levantó el velo
negro de su rostro, sus ojos fijos en mí cuando su dedo dobló la
página.
»—Y ahora estás condenado en la tierra —susurró, y su susurro hizo un
eco en las ruinas—
. Y ahora estás condenado en la tierra, que ha abierto su boca para
recibir la sangre de tu
hermano. Mientras labres esta tierra, a partir de ahora no le darás
fortaleza. Serás un fugitivo y
un vagabundo en la tierra.., y la venganza contra quien te mate será
siete veces siete.
»Le grité; grité y el grito se elevó desde las profundidades de mi ser
como una inmensa
fuerza negra que rompía mis costillas y enviaba mi cuerpo rodando contra
mi voluntad. Un
gemido espantoso salió de los penitentes, un coro que creció cada vez
más alto cuando me di
vuelta para ver a todos a mí alrededor, empujándome en el pasillo contra
los mismos costados
del ataúd. Me di la vuelta para recuperar el equilibrio y me encontré
apoyado en él con ambas
manos. Y permanecí allí contemplando no los restos de Lestat, sino el
cuerpo de mi hermano
mortal. Una quietud cayó como si el velo hubiera caído sobre todos y
disuelto sus formas
debajo de sus silenciosos dobleces. Allí estaba mi hermano, joven y
rubio y dulce como había
sido en la vida, tan real y cálido que jamás lo podría haber recordado
así; estaba tan
perfectamente recreado, era tan perfecto en todos sus detalles... Sus
cabellos rubios estaban
peinados encima de su frente, los ojos los tenía cerrados como si
durmiera, sus dedos suaves
estaban aferrados al crucifijo sobre el pecho, y sus labios se veían tan
rosados y sedosos que
casi no pude soportar verlos y no tocarlos. Y justo cuando estiré la
mano para tocarlos, la visión
se disolvió.
»Aún estaba sentado en la catedral ese sábado por la tarde, rodeado por
el espeso olor de
la cera en el aire inmóvil. La mujer de las estaciones había
desaparecido y reinaba más
oscuridad que antes a mí alrededor. Un niño apareció con la negra casaca
de monaguillo, con un largo apagador dorado. Ponía el pequeño cono sobre una
vela y luego sobre otra, y sobre
otra. Yo estaba estupefacto. Me miró y se alejó como para no molestar a
un hombre
profundamente concentrado en la oración. Y entonces, cuando él avanzaba
hacia el próximo
candelabro, sentí una mano sobre mi hombro.
»Que dos seres humanos pudieran acercarse tanto a mí sin que los oyese,
sin que me
importase, me indicó en mi interior que yo estaba en peligro, pero no me
importó. Levanté la
mirada y vi que se trataba del sacerdote canoso.
»—¿Quiere la confesión? —me preguntó—, Estaba por cerrar la
iglesia.
»Entrecerró los ojos detrás de sus gruesos lentes. La única luz provenía
ahora de los
pequeños vasos rojos con velas que ardían delante de los santos, y las
sombras subían por los
altos muros.
»—Usted tiene problemas, ¿verdad? ¿Le puedo ayudar en algo?
»—Es demasiado tarde, demasiado tarde —le susurré, y me puse de pie para
irme.
»Se apartó de mí, al parecer sin notar aún nada de mi aspecto que lo
pudiera alarmar, y me
dijo bondadosamente, como para tranquilizarme:
»—No, aún hay tiempo. ¿Quiere venir al confesionario?
»Por un momento lo miré. Sentí la tentación de sonreír. Entonces se me
ocurrió aceptar.
Pero incluso cuando lo seguía por el pasillo, en las sombras del
vestíbulo, sabía que no sería
nada, que era una locura. No obstante, me arrodillé en el pequeño
cubículo de madera, con mis
manos cruzadas y él se sentó dentro del confesionario y abrió la ventanilla
para mostrarme el
esbozo mortecino de su perfil. Lo miré un momento. Y entonces dije,
levantando la mano para
hacer la señal de la cruz.
»—Bendígame, padre, porque he pecado, he pecado tan a menudo y hace
tanto tiempo que
no sé cómo cambiar ni cómo confesar ante Dios todo lo que he
hecho.
»—Hijo, Dios es infinito en su capacidad de misericordia —me dijo—.
Díselo a El de la mejor
manera que conozcas y desde el fondo de tu corazón.
»—Asesinatos, padre, muerte tras muerte: la mujer que murió hace dos
noches en Jackson
Square. Yo la maté. Y a miles de otros antes que a ella, uno o dos por
noche, padre, durante
setenta años. He caminado por las calles de Nueva Orleans como el
Segador Maldito y me he
alimentado de vida humana para mantener mi propia existencia. No soy un
mortal, padre; soy
inmortal y condenado, como los ángeles puestos en el infierno por Dios.
Soy un vampiro.
»El cura me miró:
»—¿Qué es esto? ¿Una especie de deporte para usted? ¿Una broma?
¡Aprovechándose de
un anciano!
»Salió del confesionario con un portazo. Rápidamente abrí la puerta y lo
vi de pie.
•»—Joven, ¿no tiene usted temor de Dios? ¿Sabe usted el significado del
sacrilegio?
»Me miró furioso. Entonces me acerqué, lenta, muy lentamente, y, al
principio, pareció
mirarme indignado; luego, confuso, dio un paso atrás. La iglesia estaba
vacía, oscura; el
sacristán se había retirado y las velas ardían, fantasmales, en los
altares más distantes.
Producían como una especie de corona, encima de su cabeza cana y de su
cara.
»—¡Entonces, no hay misericordia! —dije, y, de repente, le puse las
manos sobre los
hombros.
»Lo mantuve en un abrazo sobrenatural, del que no podía esperar
apartarse, y lo acerqué
aún más a mi cara. Abrió la boca horrorizado.
»—¿Ve usted lo que soy? ¿Por qué, si Dios existe, permite que yo exista?
—le dije—. ¡Y
usted habla de sacrilegios!
»Hundió sus uñas en mis manos tratando de liberarse, y el misal cayó al
suelo, y su rosario
repiqueteó entre los dobleces de su sotana. Fue como si luchara contra
las estatuas animadas
de los santos. Estiré los labios hacia atrás y le mostré mis dientes
virulentos:
»—¿Por qué permite Él que yo viva?
»Su cara me enfureció, su miedo, su desprecio, su furia. Vi todo eso;
era el mismo odio que
me había tenido Babette, y él me susurró, pero con pánico mortal:
»—¡Déjame, demonio!
»Lo dejé, contemplando con fascinación siniestra cómo se alejaba,
moviéndose por el
pasillo central como si caminara entre la nieve. Y entonces me lancé en
pos de él tan
rápidamente que en un instante lo abracé con mis brazos estirados, y lo
envolví con mi capa en
la oscuridad. Hizo un último intento desesperado por desasirse, mientras
me maldecía y
llamaba en su ayuda a Dios en el altar. Y entonces lo agarré en los
primeros escalones de la
barandilla de la Comunión y allí lo di vuelta para que me viera, y le
hundí los dientes en el
cuello.
El vampiro se detuvo.
Un minuto antes, el entrevistador había estado a punto de prender un
cigarrillo. Pero ahora
se quedó sentado con las cerillas en una mano y el cigarrillo en la
otra, inmóvil como un
maniquí de vitrina, mirando al vampiro. Éste tenía la vista fija en el
suelo. Se dio vuelta de
repente, le quitó las cerillas al muchacho de la mano, encendió una y se
la ofreció. El chico se
inclinó. Inhaló y expulsó el humo rápidamente. Destapó la botella y tomó
un largo trago, con
sus ojos siempre fijos en el vampiro.
Nuevamente fue paciente, a la espera de que el vampiro reanudara el hilo
de la narración.
—No recordaba la Europa de mi infancia. Ni siquiera el viaje a América,
en realidad. Que yo
hubiera nacido era una idea abstracta. No obstante, ejercía una
atracción en mí tan poderosa
como Francia puede tenerla para un hombre de las colonias. Yo hablaba
francés, leía francés,
recordaba haber esperado los informes sobre la Revolución y leído los
reportajes de las
victorias de Napoleón en los diarios franceses. Recuerdo la rabia que
sentí cuando él vendió la
colonia de Luisiana a los Estados Unidos. Yo no sabía cuánto del mortal
francés aún vivía en
mí. En realidad, ya había desaparecido, pero yo sentía un inmenso deseo
de ver Europa y de
conocerla, lo que me venía no sólo de haber leído toda su literatura y
filosofía, sino también de
una sensación de haber sido formado en Europa con más profundidad y
agudeza que el resto
de los norteamericanos. Yo era un creóle que quería ver dónde había
comenzado todo.
»Y entonces, en ese momento, me concentré en ello, empezando a sacar de
mis armarios y baúles todo lo que no me fuera esencial. Y la verdad es que muy
pocas cosas me eran
esenciales. La mayor parte se quedaría en la casa de la ciudad, a la que
estaba seguro de
retornar tarde o temprano, aunque sólo fuera para pasar mis posesiones a
otra parecida y así
empezar una nueva vida en Nueva Orleans. No podía concebir la idea de
irme para siempre.
Pero tenía mi corazón y mis pensamientos en Europa.
»Empecé a darme cuenta por primera vez de que podría ver el mundo, si
así lo deseaba.
Que era, como había dicho Claudia, libre de ir a donde quisiera.
»Mientras tanto, ella hizo un plan. Su idea más decidida era que primero
debíamos ir a
Europa central, donde los vampiros parecían ser más numerosos. Ella
estaba segura de que
allí podríamos encontrar algo que nos instruyera, nos explicara nuestros
orígenes. Pero parecía
ansiosa por algo más que respuestas: quería una comunión con los de su
propia especie. Lo
mencionaba sin cesar:
»—Mi propia especie... —y lo decía con una entonación diferente a la que
yo podría haber
usado.
»Me hizo sentir el abismo que nos separaba. En los primeros años de
nuestra vida en
común, yo había pensado que ella era como Lestat, empeñada en su
instinto de matar, aunque
compartiera mis gustos en todo lo demás. Ahora sabía que ella era más
inhumana de lo que
jamás podríamos haber soñado ni Lestat ni yo. Ni la más remota
concepción la vinculaba con la
simpatía por la existencia humana. Quizás esto explica por qué —pese a
todo lo que yo había
hecho o dejado de hacer—, ella se aferraba a mí. Yo no era de su
especie. Simplemente, lo
más cercano a ella.
—Pero, ¿no era posible —preguntó el muchacho de repente— enseñarle los
resortes del
corazón humano del mismo modo que usted le enseñó todo lo demás?
—¿Para qué? —preguntó francamente el vampiro—. ¿Para que sufriera como
yo? Oh, te
aseguro que debería haberle enseñado algo para impedir que matara a
Lestat. Lo tendría que
haber hecho por mi propio bien. Pero, ¿ves?, yo había perdido confianza
en todo. Una vez
caído en desgracia, no tenía confianza en nada.
El muchacho asintió con la cabeza.
—No era mi intención interrumpirle. Usted estaba por llegar a algo
—dijo.
—Únicamente a que me fue posible olvidarme de lo que le había sucedido a
Lestat
concentrándome en Europa. Y la idea de que hubiera otros vampiros
también me inspiraba. Ni
por un instante había sido cínico acerca de la existencia de Dios.
Simplemente estaba alejado
de ella. Era un sobrenatural andando por el mundo natural.
»Pero teníamos otro asunto importante antes de partir a Europa. Oh, por
cierto, sucedió
algo importante. Empezó con el músico. Vino la tarde en que yo estaba en
la catedral y volvería
a la noche siguiente. Yo había despedido a los criados y le fui a abrir
en persona. Su aspecto
me sorprendió de inmediato.
»Estaba mucho más delgado de lo que recordaba. Y muy pálido, con un
brillo húmedo en el
rostro que sugería la fiebre. Y tenía un aspecto absolutamente
miserable. Cuando le dije que
Lestat se había ido, al principio se negó a creerme y empezó a insistir
en que Lestat le tenía que haber dejado algún mensaje, algo. Y luego subió por
la rué Royale, hablando solo como si
apenas se diera cuenta de que había gente a su alrededor. Lo seguí hasta
un farol de gas.
»—Te dejó algo —dije, y rápidamente busqué mi cartera en el bolsillo. No
sabía cuánto
tenía, pero pensé dárselo a él. Eran varios centenares de dólares. Se
los puse en las manos.
Eran tan flacas que le pude ver las venas azules pulsando bajo la piel
acuosa. Entonces se
entusiasmó, y sentí que el asunto era algo más que el dinero.
»—Entonces, él habló de mí. ¡Le dijo a usted que me diera esto! —dijo,
aferrado al dinero
como si fuera una reliquia—. ¡Le debe haber dicho algo más!
»Me miró con sus ojos hinchados, atormentados. No le contesté de
inmediato porque, en
ese instante, vi las heridas en su cuello. Dos marcas rojas como
rasguños a la derecha, justo
encima del cuello sucio de la camisa. El dinero temblaba en su mano;
estaba ajeno al tránsito
de la tarde, a la gente que pasaba a nuestro lado.
»—Guárdalo —susurré—. Él habló de ti; dijo que era importante que
continuaras con tu
música.
»Me miró como anticipando algo más.
»—¿De verdad? ¿Y dijo algo más? —me preguntó.
»No supe qué decirle. Hubiera inventado algo que lo podría haber
aliviado y mantenido
alejado de mí. Me resultó doloroso hablar de Lestat; las palabras se me
evaporaban en los
labios. Y las heridas del cuello me dejaron perplejo. Al final, le dije
tonterías al muchacho: que
Lestat le deseaba un buen porvenir, que regresaría, que la guerra
parecía inminente, que tenía
negocios allí pendientes... El joven se aferraba a cada palabra mía como
si no pudiera tener
suficiente y me empujara a hablar para oír lo que él quería escuchar.
Estaba temblando; el
sudor le salía por la frente y, como pidiendo más, súbitamente se mordió
el labio y me habló:
»—Pero ¿por qué se fue? —preguntó, como si nada de lo dicho fuera suficiente.
»—¿Qué pasa? —le pregunté—. ¿Qué necesitabas de él? Estoy seguro de que
él me
habría...
»—¡Él era mi amigo! —me dijo de improviso, y subió el volumen de su voz
con indignación
reprimida.
»—Tú no te sientes bien —le dije—. Necesitas descansar. Hay algo... —y
entonces le
señalé, atento a cada movimiento suyo, las heridas del cuello— en tu
cuello.
»Ni siquiera sabía lo que le estaba diciendo. Sus dedos encontraron el
lugar, lo frotaron.
»—¿Qué importancia tiene? No sé. Los insectos están en todas partes
—dijo, desviando la
mirada—. ¿Le dijo algo más?
»Durante largo rato lo vi alejarse por la rué Royale: una figura
frenética, delgada, vestida de
negro, a quien abría paso la masa que circulaba por allí.
»De inmediato le conté a Claudia de sus heridas en el cuello.
»Fue nuestra última noche en Nueva Orleans. Subiríamos a bordo del barco
justo antes de
medianoche del día siguiente y partiríamos de madrugada. Habíamos
acordado caminar juntos
hasta allí. Ella se mostraba muy solícita y había algo especialmente
triste en su rostro, algo que
no la había dejado desde que llorara. »—¿Qué pueden significar esas
marcas? —me preguntó entonces—. ¿Que se alimentó del
muchacho cuando éste dormía? ¿Que éste se lo permitió? No me lo puedo
imaginar...
»—Sí, debe de tratarse de eso —dije, pero sin estar convencido. Entonces
recordé unas
palabras que Lestat le dijera a Claudia acerca de que conocía a un joven
que podría ser un
vampiro mucho mejor que ella. ¿Había pensado hacer eso? ¿Había pensado
crear otro más de
nosotros?
»—Ahora ya no tiene importancia —me recordó ella. Teníamos que
despedirnos de Nueva
Orleans. Nos alejamos de las multitudes de la rué Royale. Mis sentidos
estaban bien alerta,
negándose a decir que ésta era nuestra última noche.
»La vieja ciudad francesa había sido quemada en gran parte hacía ya
mucho tiempo, y la
arquitectura de esos días era como la actual, española, lo que
significaba que a medida que
caminábamos lentamente por la misma calle angosta donde un coche tenía
que detenerse para
dejar paso a otro, pasábamos ante paredes blanqueadas y grandes entradas
que revelaban
distantes patios iluminados como paraísos parecidos al nuestro, y cada
uno parecía ofrecer una
promesa, un misterio sensual. Grandes bananeros cubrían las galerías de
los patios interiores y
las masas de helechos y flores se amontonaban a la entrada. Arriba, en
la oscuridad, había
figuras sentadas en los balcones, de espaldas a las puertas abiertas, y
sus voces bajas y el
rumor de sus abanicos eran apenas audibles por encima de la brisa del
río; y sobre los muros
crecía la visteria y las enredaderas, tan espesas que nos podíamos
cepillar contra ellas cuando
pasábamos y nos deteníamos ocasionalmente en este o aquel lugar para
recoger una rosa
luminosa o un tallo de madreselva. A través de los altos ventanales
veíamos una y otra vez el
juego de las luces de las lámparas contra los techos de yeso ricamente
ornamentados, y a
menudo la iridiscencia de un candelabro de cristal. De vez en cuando,
una figura vestida de
gala aparecía en las barandillas, y veíamos el brillo de las joyas en su
cuello, su perfume
agregaba un aroma lujurioso a las flores.
»Nosotros teníamos nuestras esquinas, jardines y calles favoritos, pero
inevitablemente
alcanzábamos las afueras de la ciudad vieja y veíamos el pantano.
Vehículo tras vehículo nos
pasaban viniendo del Bayou Road en dirección al teatro o la ópera. Pero
ahora las luces
ciudadanas estaban detrás y sus olores mezclados estaban ahogados por el
espeso hedor de
la descomposición del pantano. La mera visión de los árboles altos,
movedizos, con sus
miembros ahítos de musgo, me hacía pensar en Lestat. Pensaba en él como
había pensado en
el cuerpo de mi hermano. Lo veía hundirse profundamente entre las raíces
de los cipreses y los
robles, esa horrible forma marchita envuelta en la sábana blanca. Me
pregunté si las criaturas
de los abismos lo rechazaban, sabiendo instintivamente lo que era
aquella cosa emparchada,
agrietada y virulenta; o si se arrastraban encima en el agua enlodada,
pinchando su antigua
carne seca de los huesos.
»Me alejé de los pantanos, volví al corazón de la ciudad vieja, y el
suave apretón de la
mano de Claudia me reconfortó. Ella había hecho un ramo de lo recogido
en todos los muros
de los jardines, y lo tenía contra la pechera de su vestido amarillo,
con su rostro enterrado en
aquel perfumado recuerdo. Entonces me dijo, con un susurro tal que tuve
que agacharme para oírlo:
»—Louis, estás preocupado. Tú conoces el remedio. Deja que la carne...
que la carne
instruya a la mente.
»Me dejó la mano y la miré alejarse, dándose vuelta una vez para
susurrarme la misma
orden.
»—Olvídalo. Deja que la carne instruya a la mente...
»Me hizo recordar aquel libro de poemas que yo tenía en las manos cuando
ella me dijo
esas palabras por primera vez, y vi el verso escrito sobre la
página:
Sus labios eran rojos, su aspecto era libre, sus rizos eran tan
amarillos como el oro, su piel
era tan blanca como la lepra. Ella era la pesadilla, la-muerte-en-vida
que espesa la sangre del
hombre con el frío.
»Ella me sonrió desde una esquina distante, una pizca de seda amarilla
visible un momento
en la angosta oscuridad; luego desapareció. Mi compañera, para
siempre...
»Me fui entonces a la rué Domaine y pasé rápidamente ante las ventanas a
oscuras. Una
lámpara se extinguió muy lentamente detrás de una gruesa pantalla de
lazo, y la sombra del
diseño se expandió sobre el ladrillo, se debilitó y luego terminó en la
oscuridad.
»Continué adelante, acercándome a la casa de Madame Le Clair, oyendo los
violines
chillones pero distantes de la sala de arriba y luego la aguda risa
metálica de los invitados. Me
quedé frente a la casa, en las sombras, viendo a un puñado de ellos
moviéndose en las
habitaciones iluminadas; de ventana a ventana caminaba un huésped, con
un vino en la copa
pálido como el limón, y su cara miraba la luna como si buscara algo
desde una mejor posición,
y finalmente la encontró en la última ventana, con su mano sobre el
oscuro cortinado.
»Delante había una puerta abierta en el muro de ladrillos y una luz caía
sobre el pasillo al
que daba acceso. Me moví en silencio por la calleja angosta y me
encontré con los espesos
aromas de la cocina que subían por el aire más allá de la puerta. El
olor, apenas nauseabundo
para un vampiro, de la comida hecha. Entré. Alguien acababa de cruzar el
patio y la puerta
trasera. Pero entonces vi otra figura. Estaba al lado del fuego de la
cocina: una negra delgada
con un pañuelo brillante en la cabeza; sus facciones estaban como
talladas de una manera
exquisita y brillaba a la luz como una figura esculpida en diorita.
Revolvió la comida en la olla.
Atrapé el perfume dulce de las especies y el verde frescor de la
mejorana y del laurel, y luego
en una oleada, vino el hedor horrible de la carne cocinada, la sangre y
la carne
descomponiéndose en los fluidos hirvientes. Me acerqué y la vi bajar su
larga cuchara de hierro
y se quedó con las manos sobre sus caderas generosas; la blancura de su
delantal acentuaba
su talle pequeño y fino. Los jugos de la olla hacían espuma y escupían
sobre los carbones
encendidos de abajo. El oscuro olor de la mujer me llegó; su perfume
picante, más fuerte que el
de la mezcla de la olla, me pareció casi prohibido cuando me apoyé en
las paredes de las
enredaderas. Arriba los violines agudos empezaron un vals y los pisos de
madera crujieron con
las parejas de bailarines. El jazmín del muro me rodeó y luego se alejó
como el agua que deja la playa impecable y limpia. Y nuevamente sentí su
perfume salado. Se había ido a la puerta de
la cocina y tenía su largo cuello graciosamente inclinado mientras
miraba debajo de la ventana
iluminada.
»—¡Monsieur! —me dijo, y salió entonces al rayo de luz amarilla. Ésta
cayó sobre sus
grandes pechos redondos y sus largos brazos sedosos, y sobre la larga y
fría belleza de su
cara—. ¿Está buscando la fiesta, señor? —preguntó ella—. La fiesta es
arriba...
»—No, querida, no estaba buscando la fiesta —le dije al salir de las
sombras—. Te estaba
buscando a ti.
»Todo —prosiguió el vampiro— estaba preparado cuando me desperté a la
tarde siguiente:
el baúl de ropa estaba camino del barco, así como la caja que contenía
el ataúd. Los criados se
habían ido; los muebles estaban cubiertos de lienzos blancos. La visión
de los pasajes y de una
colección de notas de crédito bancario y algunos otros papeles, todo
metido en una gruesa
cartera, hizo que el viaje saliera a la luz brillante de la realidad.
Habría dejado de matar de
haber sido posible y, por tanto, me ocupé de ello a hora temprana al
igual que Claudia; y
cuando se acercaba el momento de irnos, me encontré a solas en el piso
esperándola. Había
tardado demasiado para mi estado de nervios. Temía por ella, aunque
podía engañar a
cualquiera y hacerse ayudar si se encontraba demasiado lejos de la casa.
Muchas veces había
convencido a desconocidos de que la trajeran a la misma puerta de su
"padre", quien les
agradecía profusamente por haber devuelto a su hija perdida.
»Cuando llegó, lo hizo corriendo, y cuando dejé mi libro, me imaginé que
se había olvidado
de la hora. Creería que era más tarde de lo que era en realidad. Por mi
reloj de bolsillo aún
teníamos una hora. Pero, apenas llegó a la puerta, supe que estaba
equivocado.
»—¡Louis, las puertas! —dijo sin aliento; su pecho estaba agitado, tenía
una mano sobre el
corazón. Corrió por el pasillo, conmigo detrás, y, cuando me hizo una
señal desesperada, cerré
las puertas que daban a la galería.
»—¿Qué pasa? —le pregunté—. ¿Qué te ocurre?
»Pero se acercó a las ventanas de la calle, las largas ventanas
francesas que jamás se
abrían a los angostos balcones sobre la calle. Levantó la pantalla de la
lámpara y rápidamente
apagó las velas de un soplido. La habitación quedó a oscuras y luego se
iluminó poco a poco
con las luces de la calle. Claudia se quedó de pie y agitada, con una
mano sobre el pecho, y,
entonces, me cogió de la mano y me llevó hasta la ventana.
»—Alguien me ha seguido —me susurró entonces—. Lo podía oír manzana tras
manzana
detrás de mí. ¡Al principio pensé que no era nada! —Hizo una pausa para
recuperar el aliento;
su cara estaba blanca por la luz azulada que llegaba de las ventanas de
enfrente—. Louis, es
el músico —musitó.
»—Pero, ¿qué importancia puede tener? Debe de haberte visto con
Lestat.
»—Louis, está allí abajo. Mira por la ventana. Trata de verlo.
»Ella parecía muy conmovida, casi temerosa. Como si no pudiera soportar
que la vieran por
la ventana. Salí al balcón, aunque mantuve mi mano cogida a la suya
mientras ella se escondía tras los cortinados y me la apretaba como si temiera
por mí. Eran las once de la noche y la rué
Royale en ese momento estaba tranquila. Las tiendas estaban cerradas y
el público del teatro
había desaparecido. Una puerta se cerró en algún sitio a mi derecha y vi
que un hombre y una
mujer salían rápidamente y se dirigían hacia la esquina. Sus pasos se
alejaron. No podía ver a
nadie, no podía sentir a nadie. Sólo podía oír la respiración agitada de
Claudia. Algo se movió
en la casa; di un respingo y entonces reconocí el aleteo y el movimiento
de los pájaros. Nos
habíamos olvidado de los pájaros. Pero Claudia se había sobresaltado
peor que yo y se me
acercó.
»—No hay nadie, Claudia... —empecé a decirle.
»Y entonces vi al músico.
»Había estado tan inmóvil en la puerta de la mueblería que no me había
percatado de su
presencia, y él debe de haber querido que así fuera. Porque entonces
levantó la mirada hacia
mí y su rostro brilló en la oscuridad como una luz. La frustración y el
temor se habían borrado
por completo de sus facciones severas; sus grandes ojos oscuros me
contemplaban desde su
carne blanca. Se había convertido en un vampiro.
»—Lo veo —le murmuré a Claudia, con mis labios lo mas cerrados posible,
y mis ojos fijos
en los suyos.
»Sentí que ella se acercaba aún más a mí; le temblaba la mano, el
corazón le latía en la
palma de la mano. Dejó escapar un gemido cuando lo vio. Pero, en ese
mismo momento, algo
me dejó helado cuando lo miré y no se movió. Porque oí unos pasos en el
pasillo de abajo. Oí
el ruido de los goznes de la puerta. Y luego nuevamente esos pasos, deliberados,
sonoros,
familiares. Esos pasos avanzaban ahora por la escalera de caracol.
Claudia dejó escapar un
leve grito y de inmediato lo sofocó con una mano. El vampiro en la
puerta de la tienda no se
había movido. Y yo conocía esos pasos en la escalera. Conocía esos pasos
en el porche. Era
Lestat, que abría la puerta y la cerraba de un portazo como si quisiera
arrancarla de sus
goznes. Claudia se metió en un rincón, con el cuerpo agachado como si
alguien le hubiera
dado un fuerte golpe. Sus ojos se movían frenéticos, yendo de mí a la
figura en la calle. Los
golpes en la puerta eran cada vez más fuertes. Y entonces oí su
voz:
»—¡Louis! —me llamó—. ¡Louis! —rugió tras la puerta. Y entonces se
produjo la rotura de la
ventana de la sala trasera. Pude oír que, de adentro, se abría el
picaporte. Rápidamente,
agarré la lámpara, traté de encender una cerilla y la rompí a causa de
mi nerviosismo;
finalmente conseguí la llama que quería y aferré el pequeño recipiente
de keroseno.
»—Aléjate de la ventana. Cállate —le dije a Claudia, y ella me obedeció
como si la orden
súbita y sonora la liberara de un paroxismo de miedo—. Y enciende las
demás lámparas. De
inmediato.
»La oí llorar mientras encendía las cerillas. Lestat se acercaba por el
pasillo.
»Y entonces apareció en la puerta. Dejé escapar un suspiro y, sin
quererlo, di varios pasos
atrás cuando lo vi. Pude oír que Claudia lloraba. Era Lestat, sin duda,
restaurado e intacto en el
marco de la puerta, con su cabeza inclinada hacia adelante y los ojos
fuera de las órbitas como
si estuviera ebrio y necesitara del marco de la puerta para no caer
hacia adelante. Su piel era una masa de cicatrices, una horrenda envoltura de
carne herida, como si cada arruga de su
"muerte" le hubiera dejado una huella. Estaba arrugado y
marcado como por golpes al azar y
sus ojos, una vez verdes y claros, estaban ahora llenos de venillas de
hemorragias.
»—No te muevas..., por el amor de Dios... —susurré—. Te la arrojaré. Te
quemaré vivo —le
dije; y, en ese mismo instante, pude oír un ruido a mi izquierda, algo
que raspaba y raspaba la
fachada de la casa. Era el otro. Vi entonces sus manos en el hierro
forjado del balcón. Claudia
lanzó un grito penetrante cuando el músico arrojó su peso contra los
cristales.
»No te puedo contar lo que entonces sucedió. No me es posible
reconstruirlo tal como
sucedió. Recuerdo haber arrojado una lámpara a Lestat; se rompió a sus
pies y las llamaradas
se elevaron de inmediato de la alfombra. Yo tenía una antorcha en las
manos, un gran pedazo
de sábana que había arrancado del sofá y encendido con las llamas. Pero
luché con él antes
de eso, pateando y golpeando salvajemente su gran fortaleza. Y en algún
sitio detrás de mí se
oían los aullidos de pánico de Claudia. Y la otra lámpara estaba rota. Y
los cortinados de las
ventanas ardían. Recuerdo que, en un momento, las ropas de Lestat
estaban empapadas de
keroseno y que golpeaba frenéticamente las llamas. Estaba torpe, enfermo,
incapaz de
mantener el equilibrio. Pero, cuando me agarró, tuve que morderle los
dedos para que me
soltara. Empezaron los ruidos en la calle, gritos, el sonido de una
campana. La habitación se
había convertido rápidamente en un infierno y, en un relumbrón de luz,
vi a Claudia luchando
contra el otro vampiro. Él parecía incapaz de agarrarla, como un ser
humano torpe tratando de
agarrar un pájaro. Recuerdo haber rodado de un lado para el otro con
Lestat en las llamas,
haber sentido el calor sofocante en la cara, haber visto las llamas en
la espalda de Lestat
cuando me quedé debajo de él. Y entonces apareció Claudia en la
confusión y lo golpeó una y
otra vez hasta que se le rompió el mango del atizador, y pude oír los
gruñidos de Claudia al son
de los golpes, como el ímpetu de un animal inconsciente. Lestat seguía
aferrado; su cara era
una mueca de dolor. Y allá, echado sobre la mullida alfombra, estaba el
otro, y la sangre le
manaba de la cabeza.
»No sé con exactitud qué es lo que sucedió entonces. Pienso que me hice
con el atizador y
le di un fuerte golpe en el costado de la cabeza. Recuerdo que él
parecía imparable,
invulnerable a los golpes. El calor, por entonces, deshacía mis ropas y
había hecho presa del
vestido de Claudia; la subí a mis brazos y corrí por el pasillo tratando
de apagar las llamas con
mi cuerpo. Recuerdo haberme sacado el abrigo y golpeado las llamas en el
espacio abierto;
unos hombres pasaron a mi lado corriendo y subieron las escaleras. Una
gran multitud llenaba
la entrada del patio y alguien estaba en el techo de la cocina de
ladrillos. Yo tenía a Claudia en
mis brazos y pasé corriendo entre la gente, ignoré las preguntas,
empujándolos, haciéndoles
abrir paso. Y entonces quedé libre, solo con ella, oyéndola respirar agitada
y sollozarme al
oído, corriendo enceguecido por la rué Royale, por la primera calleja
lateral, corriendo y
corriendo hasta que no hubo otro sonido que el de mis pasos. Y el de su
aliento. Y nos
quedamos allí, el hombre y la niña, chamuscados y doloridos y respirando
hondo en la quietud
de la noche.
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