viernes, 21 de febrero de 2014

Entrevista con el vampiro [Segunda parte]




Durante toda la noche estuve en la cubierta del barco francés Mariana observando
a los estibadores —prosiguió el vampiro—. El muelle estaba lleno de gente y las
fiestas duraron hasta tarde en las cabinas de lujo; las cubiertas estaban ahítas de
pasajeros e invitados. Pero, por último, a medida que se aproximaba la madrugada, las fiestas
terminaron una tras otra y los carruajes abandonaron las calles del puerto. Unos pocos
pasajeros retrasados subieron a bordo; una pareja se detuvo largo rato en la cercana pasarela.
Pero Lestat y su aprendiz, si sobrevivieron al fuego (y yo estaba convencido de que así había
sido), no llegaron al barco. El equipaje había salido de nuestra casa por la tarde; y si había
quedado algo que les pudiera revelar dónde estábamos, yo estaba seguro de que el incendio lo
había destruido. No obstante, me quedé vigilante. Claudia se había encerrado en su cabina,
con los ojos fijos en la cerradura. Pero Lestat no vino.
»Por último, tal como yo esperaba, la conmoción de zarpar dio comienzo antes del alba.
Unas pocas personas saludaban desde el puerto y el espacio grasiento del muelle mientras el
barco empezó, primero, a temblar, luego a sacudirse violentamente a un costado y luego a
deslizarse con movimiento majestuoso en la corriente del Mississippi.
»Las luces de Nueva Orleans se fueron apagando hasta que detrás de nosotros sólo hubo
una fosforescencia pálida contra las nubes borrascosas. Estaba más exhausto que nunca; sin
embargo, permanecí en la cubierta mientras pude ver esa luz, sintiendo que tal vez jamás la
volvería a ver. En un momento, pasados los muelles de Freniere y de Pointe du Lac y,
entonces, cuando pude ver el gran muro de chopos y cipreses alzándose verdes en la
oscuridad cerca del agua, supe que ya era casi la mañana. Demasiado y peligrosamente
cercana.
»Y, cuando metí la llave en la cerradura de la cabina, sentí el mayor agotamiento que quizás
haya sentido en toda mi vida. Jamás, en todos los años que había vivido con mi selecta familia,
había conocido el miedo que experimenté esa noche, la vulnerabilidad, el terror puro. Y no iba
a haber un súbito alivio. Ninguna súbita sensación de seguridad. Únicamente ese alivio que al
final impone el cansancio cuando ni el cuerpo ni la mente pueden soportar más el terror.
Porque aunque ahora Lestat estuviera a muchos kilómetros de distancia de nosotros, él, con su
resurrección, había despertado en mí una red de miedos complejos de los que no podía
escapar. Incluso cuando Claudia me dijo: ''Estamos a salvo, Louis, estamos a salvo'', y le
susurré la palabra sí, pude recordar a Lestat en el marco de aquella puerta, y aquellos ojos
bulbosos, aquella piel llena de cicatrices. ¿Cómo había regresado, cómo había triunfado sobre
la muerte? ¿Cómo cualquier criatura podía sobrevivir a la ruina arrugada en que se había
convertido? Fuera la respuesta que fuese, ¿qué significaba, no sólo para él sino para mí, para
Claudia? Estábamos a salvo de él, pero... ¿estábamos a salvo de nosotros mismos?
»Los pasajeros empezaron a ser víctimas de una extraña "fiebre". Sin embargo, el barco
estaba sorprendentemente limpio, aunque, de tanto en tanto, se podían encontrar sus cuerpos,
sin peso y resecos, como si hiciera días que estuvieran muertos. No obstante, seguía esa
fiebre. Primero un pasajero sintió debilidad e hinchazón en la garganta; de vez en cuando había
allí marcas y, otras veces, en otros sitios; a veces no había ninguna marca reconocible, aunque
se abría una antigua herida y volvía a doler. Y, a veces, el pasajero, que dormía cada vez más
a medida que avanzaba el viaje y que avanzaba la fiebre, se moría durmiendo. Por tanto, hubo
entierros en el mar en varias ocasiones mientras cruzábamos el Atlántico. Naturalmente
temeroso de la fiebre, yo evitaba a los demás pasajeros, no deseaba estar con ellos en el salón
de fumar, ni conocer sus historias ni oír sus sueños y esperanzas. Yo «comía» a solas. Pero a
Claudia le gustaba observar a los pasajeros, quedarse en cubierta y verlos ir y venir en el
atardecer, para luego decirme en voz baja cuando me sentaba en las sillas de cubierta:
»—Pienso que ella caerá víctima de...
»Yo bajaba después con mi libro y miraba por el ojo de buey, sintiendo la suave oscilación
del mar, escrutando las estrellas, mas claras y brillantes de lo que jamás eran en tierra,
hundiéndose para tocar las olas. Parecía, por momentos, cuando me sentaba a solas en la
cabina a oscuras, que el cielo había bajado para encontrarse con las aguas y que en esa
reunión se revelaría un gran secreto; algún gran golfo se cerraría milagrosamente para
siempre. Pero, ¿quién iba a hacer semejante revelación cuando el cielo y el mar ya no se
podían distinguir más y ya no era más que el caos? ¿Dios? ¿Satán? De repente se me ocurrió
qué consuelo sería conocer a Satán, mirarlo a la cara, por más terrible que fuera su aspecto,
para saber que le pertenecía totalmente y, de ese modo, poner a descansar para siempre el
tormento de esa ignorancia. Pasar a través de un velo que me separaba para siempre de todo
lo que yo denominaba la naturaleza humana.
»Sentí que el barco se aproximaba cada vez más a ese secreto. No había un final visible en
el firmamento; se cerraba encima de nosotros con una belleza y un silencio sobrecogedores.
Pero entonces las palabras poner a descansarse, hicieron horribles. Porque no habría
descanso en la maldición, no podía haber descanso. ¿Y qué era este tormento comparado con
los fuegos eternos del infierno? El mar meciéndose bajo esas estrellas constantes —aquellas
mismas estrellas—, ¿qué tenía que ver eso con Satán? Y esas imágenes que nos parecen tan
extáticas en nuestra infancia, cuando estamos todos convulsionados con el frenesí mortal que
apenas nos podemos imaginar que son deseables; el serafín contemplando para siempre la faz
de Dios— y la misma faz de Dios—, aquello era el descanso eterno, del cual este suave y
mecedor océano sólo era una remota promesa.
»Pero incluso en esos momentos, cuando el barco dormía y todo el mundo dormía, ni el
cielo ni el infierno parecían algo más que una fantasía atormentadora. Conocer a uno o al otro,
creer en ellos..., ésa quizás era la única salvación con la que yo podía soñar.
»Claudia, con el mismo gusto que Lestat por la luz, encendía las lámparas cuando se
levantaba. Tenía un mazo maravilloso de naipes, comprados a una dama de a bordo; las
imágenes de las cartas eran al estilo de María Antonieta y el reverso
tenía flores de lis doradas sobre un violeta brillante. Hacía un solitario en el que las cartas
daban los números del reloj. Y me preguntó hasta que, al final, empecé a contestarle acerca de
cómo pudo sobrevivir Lestat. Ella ya no estaba conmovida. Si recordaba sus gritos en el
incendio, no le interesaba pensar en ellos. Si recordaba que antes del fuego había derramado
lágrimas de verdad en mis brazos, nada cambiaba para ella; era, como de costumbre en el
pasado, una persona de pocas indecisiones, una persona para quien la quietud habitual no
significa ansiedad ni remordimiento.
»—Tendríamos que haberlo enterrado —dijo—. Fuimos unos tontos en pensar que debido a
su aspecto estaba muerto.
»—Pero, ¿cómo pudo haber sobrevivido? —le pregunté—. Tú lo viste, tú sabes en qué se
convirtió.
»Yo, en realidad, no tenía ganas de ahondar en ello. Con todas mis ganas lo hubiera
desterrado de mis pensamientos, pero mi mente no me lo permitió. Y fue ella quien entonces
me dio las respuestas, porque el diálogo, en verdad, era consigo misma.
»—Supongamos que había dejado de pelear contra nosotros, que todavía vivía —dijo ella—
, encerrado en ese inservible cuerpo seco, consciente y calculando...
»—¡Consciente, en ese estado! —murmuré yo.
»—Y supongamos que cuando llegó a las aguas del pantano y oyó que se alejaba nuestro
vehículo, aún tenía fuerzas suficientes para hacer mover esos huesos. Había criaturas a su
alrededor. Una vez lo vi romperle la cabeza a una lagartija y mirar la sangre derramarse en un
vaso. ¿Te puedes imaginar la tenacidad de la voluntad de vivir que tendría, con sus manos
buscando en el agua lo que se moviera?
»—¿Voluntad de vivir? ¿Tenacidad? —murmuré—. Supón que haya sido algo diferente...
»—Y entonces, cuando sintió que resucitaban sus fuerzas, nada más que para sostenerlo y
llevarlo hasta el camino, en algún sitio encontró a alguien. Quizá se escondió a la espera de
que pasara un carruaje; quizá se arrastró reuniendo la sangre que podía hasta llegar a las
chozas de los inmigrantes o a una de esas casas solitarias en el campo. ¡Y qué espectáculo
debe de haber sido! —Miró la lámpara que colgaba, entrecerró los ojos y bajó el tono de su
voz, sin emoción—. Y entonces, ¿qué hizo? Para mí, está claro. Si no pudo regresar a Nueva
Orleans a tiempo, es casi seguro que llegó al antiguo cementerio de Bayou. El hospital de
caridad lleva allí cada día nuevos ataúdes. Y puedo verlo abriéndose paso en la tierra húmeda
hasta uno de esos ataúdes, echando el reciente contenido en el pantano y encerrándose allí
hasta el siguiente atardecer en esa tumba en la que ningún hombre osaría molestarlo. Sí... eso
es lo que hizo. Estoy segura.
»Lo pensé largo rato, imaginándome todo, viendo lo que debía haber ocurrido. Y luego la oí
agregar, pensativa, cuando bajó una carta y miró el rostro ovalado de un rey vestido de blanco:
»—Yo podría haberlo hecho. ¿Por qué me miras de ese modo? —me preguntó, reuniendo
sus cartas. Sus pequeños dedos batallaron para hacer un buen mazo y barajarlas.
»—Pero, ¿tú crees realmente que, si hubiéramos incinerado sus restos, se hubiera muerto»
—pregunté.
»—Por supuesto que lo creo. Si no hay con qué levantarse, no hay quien se levante. ¿A
dónde quieres llegar?
»Estaba repartiendo las cartas, dándome una mano a mí sobre la pequeña mesa de roble.
Miré las cartas pero no las toqué.
»—No lo sé... —le susurré—. Únicamente que quizá no hubo voluntad de vivir, ni
tenacidad..., porque simplemente no hubo ninguna necesidad de ello.
»Sus ojos me miraron serenos, sin dar la menor señal de sus pensamientos ni de que
comprendía los míos.
»—Porque quizá —proseguí yo— es incapaz de morir. Tal vez él y nosotros somos...
verdaderamente inmortales.
»Durante largo rato se quedó mirándome.
»—Consciente en aquel estado —agregué por último, cuando desvié la mirada—. De ser
así, ¿no tendría también conciencia en cualquier otro estado? El fuego, la luz del sol..., ¿qué
importancia tiene?
»—Louis —dijo ella en voz baja—, tú tienes miedo. No te mantienes en garde contra el
miedo. Sabremos esas respuestas cuando encontremos a quien pueda contestárnoslas, quien
posea el conocimiento de los siglos, de todo el tiempo en que criaturas como nosotros han
pisado la tierra. Ese conocimiento fue nuestro derecho de nacimiento y él nos privó de él. Se
ganó la muerte.
»—Pero no murió... —dije yo.
»—Está muerto —dijo ella—. Nadie puede haber escapado de esa casa a menos que
saliera con nosotros, a nuestro mismo lado. No. Él está muerto y lo mismo le sucede a su
esteta tembloroso, a su amigo. La conciencia, ¿qué importancia tiene?
»Juntó las cartas y las puso a un lado, haciéndome un gesto para que le pasara los libros
que estaban al lado del baúl, esos libros que había desempacado apenas subiera a bordo, las
pocas narraciones selectas de vampiros que ella había tomado como guías. No incluían
ninguna ficción desorbitada de Inglaterra, ni historias de Edgar Allan Poe, nada de fantasía.
Únicamente esos contados textos del este de Europa que se habían convertido en una especie
de Biblia para ella. En esos países sin duda incineraban los restos de un vampiro cuando lo
encontraban, le atravesaban el corazón con una estaca y le cortaban la cabeza. Ella leía esos
libros durante horas, esos antiguos libros que habían sido leídos y releídos antes de que
llegaran a cruzar el Atlántico; eran narraciones de viajeros, narraciones de sacerdotes y
eruditos. Y entonces ella planeaba nuestro viaje, sin necesidad de lápiz o papel, sino
únicamente en su cabeza. Un viaje que nos alejaría al instante de las capitales brillantes de
Europa y nos llevaría al mar Negro, donde ella se alojaría en Varna y empezaría a realizar su
búsqueda en las zonas rurales de los Cárpatos.
»Para mí se trataba de una propuesta no muy deseable puesto que me ataba a ella; yo
tenía deseos de otros lugares y de otros conocimientos que Claudia ni siquiera había
empezado a comprender. Hacía años que se habían plantado en mí las semillas de esos
deseos, semillas que se transformaron en flores amargas cuando el barco pasó el estrecho de
Gibraltar y entró en las aguas del Mediterráneo.
»Yo quería que esas aguas fueran azules. Y no lo eran. Eran las aguas de la pesadilla, ¡y
cómo me hicieron sufrir entonces cuando me esforcé por recordar las aguas que los sentidos
incultos de una jovenzuela habían dado como realidad, que una memoria indisciplinada había
dejado que pasaran al olvido! El Mediterráneo era negro, negro en la costa de Italia, negro en la
costa de Grecia, siempre negro, negro cuando, en las primeras horas frías antes del alba,
mientras Claudia dormía preocupada por su aspecto y por la mísera ración que la precaución
permitía a su hambre de vampira, yo bajaba una linterna, la hacía pasar por el vapor que subía
hasta que las llamas prácticamente lamían las aguas; y nada salía a la luz de esa superficie
pesada salvo la misma luz, el reflejo de ese rayo que viajaba constante a mi lado, un ojo fijo
que parecía fijarse en mí desde las profundidades y decirme: "Louis, tu única búsqueda es de
oscuridad. Este mar no es tu mar. Los mitos de los nombres no son nuestros mitos. Los tesoros
del hombre no son tuyos".
»Pero, ¡oh, con qué amargura me llenaba en esos momentos la búsqueda de los vampiros
del Viejo Continente, una amargura que apenas podía siquiera saborear, como si el mismo aire
hubiera perdido su frescura! Porque, ¿qué secretos, qué verdades tenían para nosotros esos
monstruos de la noche? ¿Cuáles, necesariamente, serían sus limitaciones en caso de que los
encontráramos? Realmente, ¿qué pueden decir los condenados a los condenados?
»Nunca pisé tierra en El Pireo. No obstante, en mi imaginación anduve por la Acrópolis de
Atenas, mirando cómo se elevaba la luna desde el techo abierto del Partenón, midiendo mi
altura con la grandeza de esas columnas, caminando por las calles de esos griegos que
murieron en Maratón, y escuchando el sonido del viento en los antiguos olivares. Esos eran los
monumentos de los hombres que no podían morir; no eran las piedras de los muertos vivientes.
Allí estaban los secretos que habían superado el paso del tiempo; secretos que yo apenas
había empezado a entender.
»Y, sin embargo, nada me desvió de nuestra búsqueda y nada me podía hacer desviar,
comprometido como estaba; y me pregunté sobre el riesgo grave de nuestras investigaciones,
el riesgo de cualquier pregunta que es hecha de verdad, ya que la respuesta debe representar
un precio incalculable, un peligro trágico. ¿Quién sabía eso mejor que yo, que había presidido
sobre la muerte de mi propio cuerpo, viendo todo lo que yo llamaba humano desvanecerse y
morir únicamente para formar una cadena irrompible que me ató a este mundo y, al mismo
tiempo, me hizo un exiliado en el mismo, un espectador eterno con un corazón que latía?
»El mar me produjo malos sueños, agudos recuerdos. Una noche invernal en Nueva
Orleans, cuando caminaba por el cementerio de St. Louis, vi a mi hermana, vieja y jorobada,
con un ramo de rosas blancas en los brazos, las espinas cuidadosamente escondidas en un
viejo pergamino, la cabeza cana gacha, mientras sus pasos la llevaban serena por la peligrosa
oscuridad hasta la tumba donde estaba la lápida de su hermano Louis, al lado de la de su
hermano menor... Louis, quien había muerto en el incendio de Pointe du Lac dejándole un
generoso testamento a un ahijado que ella nunca conoció. Esas flores eran para Louis, como si
no hubiera pasado medio siglo desde su muerte, como si su memoria, como si la memoria de
Louis, no la dejara en paz. La pena había aguzado su belleza cenicienta, la pena había doblado
su espalda angosta. ¿Y qué no hubiera dado yo, mientras la contemplaba, por tocar su pelo
gris, susurrarle unas palabras de cariño, como si el amor no hubiera liberado en los años
siguientes un horror peor que el dolor? La dejé con dolor. Una y otra vez.
»Y entonces soñé demasiado. Soñé demasiado tiempo, en la prisión de ese barco, en la
cárcel de mi cuerpo, a ritmo con la salida del sol como ningún ser humano lo estaba ni jamás lo
había estado. Y mi corazón latía más fuerte a la espera de las montañas del este de Europa;
finalmente, latía más rápido con la esperanza de que, en algún sitio, pudiéramos encontrar en
ese paisaje primitivo la respuesta a por qué se ha permitido este sufrimiento en el reino de Dios
o cómo pudiera terminarse. Yo no tenía el valor de terminarlo, lo sabía, sin esa respuesta. Y
llegó el momento en que las aguas del Mediterráneo se transformaron en las del Mar Negro.
El vampiro suspiró. El muchacho descansaba sobre un codo, con la cara apoyada en la
palma de su mano; y su expresión ávida era incongruente con lo rojizo de sus ojos.
—¿Piensas que estoy jugando contigo? —preguntó el vampiro, y sus finas cejas se
arquearon un instante.
—No —dijo rápidamente el joven—. Es más sabio no hacerle preguntas. Usted me lo
contará todo a su debido tiempo.
Y cerró la boca como si ya estuviera listo para que continuara el vampiro.
Se oyó un ruido a la distancia. Provino del viejo edificio Victoriano que los rodeaba; era el
primer ruido que oían. El muchacho levantó la mirada a la puerta del pasillo. Fue como si se
hubiera olvidado de que existía el edifico. Alguien caminaba pesadamente sobre los tablones.
Pero el vampiro siguió imperturbable. Desvió la mirada como si se alejara nuevamente del
presente.
—Esa aldea. No te puedo decir el nombre, lo he olvidado.
No obstante, recuerdo que estaba a muchos kilómetros de la costa y que habíamos viajado
en un carruaje. ¡Y qué carruaje! Era cosa de Claudia, ese carruaje, y yo tendría que haberlo
esperado. Pero, como siempre, las cosas me toman por sorpresa. Desde el primer instante en
que llegamos a Varna, percibí en ella algunos cambios que, de inmediato, me hicieron tomar
conciencia de que ella era tan hija de Lestat como mía. De mí, ella había aprendido el valor del
dinero, pero de Lestat había heredado la pasión de gastarlo: y no estaba dispuesta a irse sin el
vehículo más lujoso que pudiera conseguir, equipado con asientos de cuero que podrían haber
servido a una docena de pasajeros, de sobra para un hombre y una niña que sólo usaban ese
compartimiento para el transporte de un arcón de roble tallado. En la parte trasera había atados
dos baúles con las mejores ropas que se podían conseguir en las tiendas; y viajamos con esas
enormes ruedas livianas y rayos muy finos que cargaban con facilidad el inmenso bulto sobre
los caminos de la montaña. Fue emocionante en ese extraño territorio: esos caballos al galope
y el suave deslizamiento del carruaje.
»Era un extraño país. Solitario, oscuro, como a menudo son oscuras las zonas rurales, con
sus castillos y ruinas frecuentemente oscurecidos cuando la luna pasa detrás de las nubes, de
modo que sentí ansiedad durante esas horas como nunca había sentido en Nueva Orleans.
Las gentes no eran un alivio. Quedábamos desnudos y al descubierto en sus pequeñas aldeas.
Y conscientes de que, en ese medio, nosotros estábamos en peligro grave.
»Jamás en Nueva Orleans el asesinato tuvo que ser disfrazado. Las plagas de la fiebre, el
crimen; esas cosas siempre estaban en competencia con nosotros y nos superaban. Pero aquí
teníamos que hacer grandes esfuerzos para que las muertes no fueran descubiertas. Porque
estas simples gentes del campo, que podrían haber encontrado aterradoras las calles
multitudinarias de Nueva Orleans, creían absolutamente que los muertos caminaban y que
bebían la sangre de los vivos. Sabían nuestros nombres: vampiros, demonios. Y nosotros, que
estábamos al acecho del menor rumor, no queríamos bajo ninguna circunstancia crear rumores
en torno de nosotros.
» Viajamos solos, rápida y lujosamente entre esa gente, luchando por mantenernos a salvo
dentro de nuestras ostentaciones, encontrando amenas las conversaciones acerca de vampiros
ante las chimeneas de los hospedajes, donde mi hija dormía tranquila sobre mi pecho,
mientras yo siempre encontraba a alguien entre los campesinos o los huéspedes que hablara
suficiente alemán o incluso un poco de francés, como para que consiguiera contarme las
leyendas familiares.
»Pero por último llegamos al pueblo que habría de ser el punto crucial de nuestro viaje.
Nada saboreo de ese viaje, ni la frescura del aire ni el frescor de las noches. Aun hoy no hablo
de él sin un vago temor.
»La noche anterior habíamos estado en una granja y, por tanto, nada nos había preparado a
lo que sucedería; únicamente el aspecto desolado del lugar; porque no era tarde cuando
llegamos. Ni demasiado tarde como para que todas las persianas de esa angosta calle
estuvieran ya cerradas, ni para que una farola mortecina colgara indolente del portal del
hospedaje.
»La basura estaba en las puertas. Y había otras señales de que algo malo había sucedido.
Una pequeña caja de flores marchitas bajo un escaparate cerrado de una tienda. Un barril
rodando para atrás y para adelante en medio del patio del hospedaje. Parecía un pueblo sitiado
por la plaga.
»Pero cuando bajé a Claudia a la tierra apisonada al lado del carruaje, vi un rayo de luz bajo
la puerta de la posada.
»—Súbete la capa —me dijo ella rápidamente—. Ya vienen.
»Alguien estaba abriendo la puerta.
»Al principio lo único que vimos fue la luz detrás de la figura en el pequeño margen que
dejaba. Luego las luces de las linternas del carruaje relumbraron en sus ojos.
»—Un cuarto para pasar la noche —dije yo en alemán—. Y mis caballos también necesitan
descanso y cuidado.
»—La noche no es para viajar... —me dijo ella con una voz chillona y peculiar—. Y menos
con una niña.
»Cuando dijo eso, me percaté de la presencia de otra gente en la habitación. Pude oír sus
murmullos y ver el chisporroteo de un fuego. Por lo que pude ver, se trataba de campesinos
reunidos alrededor del fuego, salvo por un hombre que estaba vestido como yo, con un traje a
medida y un abrigo sobre los hombros; pero su ropa estaba descuidada y en mal estado. Su
cabello pelirrojo brillaba a la luz del fuego. Era un extranjero como nosotros y era el único que
no nos miraba. Movía un poco la cabeza como si estuviera borracho.
»—Mi hija está cansada —dije a la mujer—. No tenemos ningún lugar para pasar la noche.
»Y tomé a Claudia entre mis brazos. Ella puso su cabeza contra la mía y la oí susurrar:
»—Louis, el ajo, el crucifijo encima de la puerta.
»Yo no había visto esas cosas. Era un pequeño crucifijo con el cuerpo de Cristo en bronce
fijado a la cruz, que tenía enroscada una ristra de ajos frescos. Los ojos de la mujer siguieron
los míos y entonces me miró severamente y pude notar lo cansada que estaba, lo rojas que
tenía las pupilas y cómo le temblaba la mano que tenía aferrada al mantón sobre su pecho. Su
pelo negro estaba completamente despeinado. Me acerqué más hasta casi el umbral y ella
abrió súbitamente la puerta como si acabara de decidir dejarnos entrar. Dijo una oración
cuando pasé por su lado; estoy seguro de ello, aunque no pude comprender las palabras
eslavas.
»El cuarto pequeño y de vigas bajas estaba lleno de gente, hombres y mujeres alrededor de
las paredes rústicas, sobre los bancos, incluso en el suelo. Una criatura dormía en las rodillas
de su madre sobre la escalera, tapada con mantas, con las rodillas apoyadas en un escalón y
los brazos haciendo de almohada para la cabeza en el siguiente. Y en todas partes colgaba el
ajo de clavos y ganchos junto a las ollas de guisar y los botellones. El fuego brindaba la única
luz y arrojaba sombras distorsionadoras en los rostros inmóviles que nos observaban.
»Nadie nos invitó a tomar asiento ni nos ofreció nada. Finalmente la mujer me dijo en
alemán que yo mismo podía llevar los caballos al establo si así lo deseaba. Me miró con sus
ojos algo salvajes, enrojecidos, y entonces su cara se suavizó. Me dijo que se quedaría en la
puerta para darme luz, pero que debía darme prisa y dejar allí a la niña.
»Pero algo más me había llamado la atención, un olor que noté por debajo de la pesada
fragancia de la leña quemada y del vino. El olor a muerte. Podía sentir que Claudia apretaba su
mano contra mi pecho y vi que su pequeño dedo señalaba el pie de las escaleras. El olor
provenía de allí.
»La mujer tenía una copa de vino y una taza de caldo cuando regresé. Tomé asiento con
Claudia en mis rodillas; su cabeza, desviada del fuego, miraba a esa puerta misteriosa. Todos
los ojos estaban fijos en nosotros como antes, con la excepción del extranjero. Ahora pude ver
claramente su perfil. Era mucho más joven de lo que yo había pensado y su aspecto
desarreglado se debía a la emoción. En realidad, tenía una cara delgada y agradable; su piel
clara y pecosa le hacía parecer un niño. Sus grandes ojos azules estaban fijos en el fuego
como si le estuviera hablando; y sus cejas y sus párpados eran dorados a la luz, lo que le daba
una expresión muy inocente y abierta. De repente, se dirigió a mí y vi que había estado
llorando.
»—¿Habla inglés? —me preguntó, y su voz retumbó en el silencio.
»—Así es —le dije. Y él miró a los demás con aire triunfal. Ellos lo miraban imperturbables.
»—¡Usted habla inglés! —gritó; y sus labios se estiraron formando una sonrisa; sus ojos se
movieron por el techo y luego se fijaron en los míos—. ¡Váyase de este país! —dijo—. Váyase
ahora mismo. ¡Llévese su carruaje y sus caballos hasta que revienten, pero váyase ahora
mismo.
»Entonces se le convulsionaron los hombros como si estuviera enfermo. Se llevó una mano
a la boca. La mujer, que ahora estaba contra la pared con el delantal en las manos, dijo
serenamente en alemán:
»—Al alba puede irse. Al alba.
»—Pero, ¿qué es esto? —le pregunté. Luego miré al joven. Me miraba; sus ojos estaban
rojos y cristalinos. Nadie habló.
Un leño cayó pesadamente en el fuego.
»—¿Me lo dirá? —le pregunté amablemente al inglés.
»Él se puso de pie. Por un instante pensé que se caería. Se agachó, porque era mucho más
alto que yo, luego retrocedió antes de conseguir el equilibrio y puso las manos sobre los bordes
de la mesa. Tenía el abrigo manchado de vino y lo mismo los puños de la camisa.
»—¿Quiere ver? —dijo mirándome a los ojos—. ¿Quiere ver por usted mismo?
»Su voz tuvo un tono suave y patético cuando pronunció esas palabras.
»—¡Deje a la niña! —dijo abruptamente la mujer con un gesto rápido e imperioso.
»—Está durmiendo —dije, y, poniéndome de pie, seguí al inglés hasta la puerta al pie de la
escalera.
»Se produjo una leve conmoción entre aquellos cercanos a la puerta cuando abrieron paso.
Y entramos juntos en una pequeña sala.
»Únicamente ardía una vela en un aparador y lo primero que vi fue una hilera de platos
delicadamente dibujados sobre un estante. Había cortinas sobre una pequeña ventana y una
luminosa imagen de la Virgen María y el Niño sobre una pared. Pero las paredes y las sillas
apenas encuadraban una gran mesa de roble y, sobre esa mesa, yacía el cuerpo de una mujer
joven, con las manos blancas cruzadas sobre el pecho, y el cabello castaño peinado sobre su
cuello fino y blanco sobre los hombros. Alrededor de su muñeca brillaban los abalorios de
ámbar de un rosario, que caían al lado de su oscura falda de lana. Y a su costado había un
muy bonito sombrero rojo de fieltro con un velo y un par de guantes oscuros. Todo estaba
puesto como si ella muy pronto se fuera al levantar y ponerse esas cosas. Y el inglés,
entonces, tocó cuidadosamente el sombrero y se acercó a ella. Estaba a punto de echarse a
llorar. Había sacado de su abrigo un gran pañuelo y se lo llevó a la cara.
»—¿Sabe lo que quieren hacer con ella? —me susurró cuando me miró—. ¿Tiene alguna
idea?
»La mujer vino por detrás y lo tomó del brazo, pero él se la quitó de encima.
»—¿Sabe usted? —me preguntó imperioso, con fuego en los ojos—. ¡Salvajes!
»—¡Basta ya! —dijo la mujer, casi sin aliento.
»Él hizo rechinar los dientes y sacudió la cabeza, y un rizo de sus cabellos pelirrojos le cayó
sobre los ojos.
»—Aléjese de ella —le dijo en alemán a la mujer—. Y aléjese de mí.
»Alguien murmuraba algo en la otra habitación. El inglés volvió a contemplar a la joven y se
le llenaron los ojos de lágrimas.
»—Tan inocente... —dijo en voz baja; entonces miró el techo cerrando la mano derecha y
susurrando—. ¡Maldito seas, Dios! ¡Maldito seas!
»—Dios santo —dijo la mujer y rápidamente hizo la señal de la cruz.
»—¿Ve usted esto? —me preguntó él. Y levantó con sumo cuidado el lazo de la joven como
si no quisiera, o no pudiera, tocar la carne endurecida. Allí, en la garganta, sin la menor duda,
estaban las dos heridas que yo había visto mil y mil veces, talladas en la piel amarillenta. El
hombre se llevó las manos a la cara, y su cuerpo, alto y delgado, osciló sobre las plantas de
sus pies—. Pienso que me voy a volver loco —dijo.
»—Vamos —dijo la mujer cogiéndolo, y su rostro se encendió de improviso.
»—Déjelo —le dije—. Déjelo. Yo cuidaré de él.
»Ella contorsionó la boca.
»—Os echaré a todos de aquí, a la oscuridad, si no deja ya de comportarse así.
»Ella estaba demasiado exhausta para ello, demasiado cerca ella misma de un ataque.
Pero entonces nos dio la espalda, se puso el mantón sobre los hombros, salió y los hombres
afuera le abrieron paso.
»El inglés sollozaba.
»Me di cuenta de lo que debía hacer, pero no se debió solo al hecho de que quisiera
enterarme por él de lo ocurrido y a que el corazón me latiera excitado, en silencio. Era
abrumador verlo. El destino inmisericorde me llevó demasiado cerca de él en ese momento.
»—Me quedaré con usted —le ofrecí. Y traje dos sillas al lado de la mesa. El se sentó
pesadamente, con los ojos fijos en la vela que ardía a su lado. Cerré la puerta, y las paredes
parecieron retroceder y el círculo de la vela creció más brillante alrededor de su cabeza gacha.
Se apoyó en el aparador y se limpió la cara con el pañuelo. Entonces sacó del bolsillo un frasco
cubierto de cuero, me lo ofreció y dije que no.
»—¿Quiere decirme qué ha sucedido?
»Él asintió con la cabeza.
»—Quizás usted pueda traer un poco de cordura a este lugar —dijo—. Usted es francés,
¿verdad? Yo soy inglés.
»—Sí —asentí.
»Y entonces, cogiéndome la mano con fuerza —el licor había adormecido tanto sus
sensaciones que no notó mi frialdad—, me contó que se llamaba Morgan y que me necesitaba
desesperadamente, más de lo que jamás había necesitado a nadie. Y, en ese momento, cogido
de esa mano, sintiendo su fiebre, hice algo extraño. Le dije mi nombre, lo que no confiaba a
casi nadie. Pero él contemplaba a la muerta como si no me oyese, y sus labios parecieron
formar la más leve de las sonrisas, con las lágrimas visibles en sus ojos. Su expresión hubiera
emocionado a cualquier ser humano; podría haber sido más de lo que muchos hubieran podido
aguantar.
»—Yo lo hice —dijo—. Yo la traje aquí. —Y arqueó las cejas como preguntándose.
»—No —repliqué rápidamente—, usted no lo hizo. Dígame quién lo hizo.
»Pero entonces él pareció confundido, perdido en sus pensamientos.
»—Jamás he estado fuera de Inglaterra —empezó a decir—. Yo estaba pintando ¿sabe?...
Como si ahora eso importara..., las pinturas, el libro. ¡Pensaba que todo era tan curioso, tan
pintoresco!
»Paseó la mirada por la habitación y su voz se fue apagando. La miró durante largo rato y
luego le dijo suavemente:
»—Emily.
»Me pareció que estaba vislumbrando algo precioso que él guardaba en su corazón.
»Poco a poco, entonces, empezó a revelar la historia. Un viaje de luna de miel a través de
Alemania y otros países, dondequiera que los llevaran los transportes públicos, dondequiera
que Morgan encontrase paisajes para pintar. Y, por último, habían llegado a este sitio remoto
porque en las cercanías había un monasterio en ruinas del que se decía que se conservaba
muy bien.
»Pero Morgan y Emily jamás habían llegado a ese monasterio. Sin lugar a dudas la tragedia
les había estado esperando.
»Resultó que ninguno de los transportes públicos llegaban a ese lugar y que Morgan había
pagado a un campesino para que los trajera en su carro. Pero la tarde en que llegaron había
una verdadera conmoción en el cementerio en las afueras del pueblo. El campesino, después
de haber echado una mirada, se negó a dejar el carro para investigar lo que pasaba.
»—Era un especie de procesión —dijo Morgan—, con toda esa gente con sus mejores
ropas y algunas flores. Y la verdad es que me pareció bastante fascinante. Quería ver el
acontecimiento. Sentí tal ansiedad que permití que el rústico nos dejara aquí con las maletas y
todo. Podíamos ver el pueblo. En realidad, fueron más deseos míos que de Emily, pero ella era
tan complaciente... Finalmente la dejé sentada sobre nuestro equipaje y subí la colina sin ella.
¿Vio usted el cementerio cuando venía? No, por supuesto que no. Gracias a Dios que su
carruaje los trajo hasta aquí, sanos y salvos. De cualquier manera, de haber seguido adelante,
por más mal estado en que estén sus caballos...
»—¿Cuál es el peligro? —lo interrumpí.
»—Ah..., el peligro... ¡Esos animales! —murmuró. Y echó una mirada a la puerta. Luego
tomó otro trago de su frasco y lo tapó—. Pues bien, no se trataba de una procesión. Me di
cuenta de inmediato —dijo—. La gente no me habló ni cuando me acerqué. Usted sabe cómo
son, pero no se negaron a que yo mirara. La verdad es que podía haberme ido de allí. Pero no
me creerá cuando le cuente lo que vi, aunque debe creerme, porque, si no lo hace, entonces
estoy loco. Lo sé.
»—Le creo, continúe —dije.
»—Pues mire, el cementerio estaba lleno de nuevas tumbas; me percaté de ello al
momento; algunas de ellas tenían nuevas cruces de madera y otras no eran más que montones
de tierra con flores aún con vida; y allí los campesinos tenían flores en las manos, unos pocos
de ellos, como si tuvieran la intención de arreglar esas tumbas; pero todos ellos seguían de pie
e inmóviles, con los ojos fijos en dos hombres que tenían a un caballo blanco de la rienda. ¡Y
qué animal! Cabriolaba y se alzaba o se apartaba como si no quisiera formar parte del grupo;
era hermoso, un animal espléndido, un potro completamente blanco. Pero, en un momento —y
no le podría decir cómo se pusieron de acuerdo, porque nadie dijo una palabra—, un hombre,
el jefe, según creo, le dio al caballo un golpe tremendo con el mango de su pala y el animal
salió disparado a la colina, enardecido. Se puede imaginar que pensé que ésa sería la última
vez que veríamos al animal. Pero estaba equivocado. En un momento aminoró el galope, se
dio vuelta y volvió lentamente a las nuevas tumbas. Y toda la gente se quedó allí mirándolo.
Nadie hizo el menor ruido. Volvió trotando sobre las nuevas tumbas, encima de las flores y
nadie se movió para hacerse con las riendas. Y entonces, súbitamente, se detuvo ante una de
las tumbas.
»Se limpió los ojos, pero ya casi se le habían ido las lágrimas. Parecía fascinado con su
historia. Yo también.
»—Y esto es lo que sucedió —continuó diciendo—: El animal se quedó allí. Y, de repente, la
multitud pegó un alarido. No, no fue un alarido; fue como si todos suspirasen y gimiesen. Y todo
quedó en silencio. El caballo permanecía allí moviendo la cabeza. Por último, ese tipo que
parecía ser el jefe se adelantó y pegó un grito a varios de los otros; y una de las mujeres gritó y
se arrojó a la tumba casi bajo las patas del caballo. Entonces me acerqué lo más posible. Pude
ver la lápida con el nombre de la difunta; era una mujer joven, fallecida sólo unos seis meses
antes, según las fechas allí mismo marcadas. Y allí estaba esa mujer miserable de rodillas en
la tierra, abrazada ahora a la piedra como si quisiera arrancarla de la tierra. Los hombres
intentaban levantarla y separarla. Entonces quise darme vuelta, pero no pude hacerlo, no hasta
terminar de ver aquello y averiguar qué pensaban hacer. Y, por supuesto, Emily estaba
bastante a salvo y ni una sola de esas personas nos prestó la más mínima atención. Dos de
ellos finalmente consiguieron levantar a la mujer. Entonces vinieron los otros con las palas y
empezaron a cavar en la tumba. Muy pronto uno de ellos hizo un pozo, y todos estaban en tal
silencio que sólo se podía oír el ruido de la pala cavando mientras se iba formando una pila de
tierra. No le puedo decir lo que parecía. Estaba el sol justo encima y no había una nube en el
cielo, y todos ellos seguían de pie alrededor, asidos ahora el uno al otro, incluso aquella mujer
patética...
»Se detuvo entonces en su relato, porque sus ojos se habían fijado en Emily. Me quedé
sentado, pensando. Pude oír el whisky cuando volvió a levantar el frasco, y me alegré de que le
quedara lo suficiente como para aliviar su dolor.
»—Podría haber sido la medianoche en vez del mediodía en esa colina —dijo, mirándome
nuevamente y con la voz muy baja—: Así es como me sentía. Y luego oí a ese hombre en la
fosa. ¡Estaba rompiendo el ataúd con su pala! ¡Y de repente dejó escapar un grito horrendo!
Arrojó fuera las maderas rotas. Las arrojaba a diestra y siniestra. Los otros se acercaron más y,
de súbito, todos corrieron hacia la fosa; y luego retrocedieron, como una ola, todos gritando,
algunos dándose vuelta y queriendo escapar. Y la pobre mujer... Estaba fuera de sí, trataba de
liberarse de esos hombres que la agarraban. No pude hacer otra cosa que acercarme.
Supongo que nada hubiera podido mantenerme alejado. Y le digo que es la primera vez que
hago algo por el estilo y, si Dios me ayuda, será la última. Usted debe creerme, ¡debe hacerlo!
Porque allí, en ese ataúd, con ese hombre de pie sobre las maderas rotas, estaba la mujer
muerta. Y le digo... le digo que estaba tan fresca, tan rosada... —se le descompuso la voz;
permaneció sentado, con los ojos abiertos, la mano cerrada como si tuviera algo entre los
dedos, rogándome que le creyera— ¡tan rosada como si estuviera viva!
¡Enterrada hacía seis meses! ¡Y allí estaba! La mortaja la cubría hasta la cabeza y tenía las
manos sobre el pecho como si durmiera.
»Suspiró y dejó caer la mano sobre la pierna. Sacudió la cabeza y por un instante se quedó
con la vista fija en el vacío.
»—Se lo juro —dijo—. Entonces, el tipo que estaba dentro de la fosa se agachó y levantó la
mano de la muerta. ¡Le digo que ese brazo se movía con tanta libertad como el mío! Y le estiró
la mano como si estuviera buscándole las uñas. Entonces pegó otro grito. La mujer al lado de
la fosa daba puntapiés a los hombres y movía el polvo con los pies, de modo que éste caía
sobre la cara y el pelo del cadáver. Y ¡oh, era tan hermosa esa muerta!; ¡oh, si usted la hubiera
visto! ¡Y lo que entonces hicieron!
»—Cuénteme lo que hicieron —le dije en voz baja. Pero yo lo sabía antes de que lo dijese.
»—Le aseguro —dijo— que nosotros no conocemos el significado de algo así hasta que lo
vemos. —Y me miró con las cejas arqueadas, como si me estuviera confiando un secreto
terrible—. No lo sabemos.
»—Trate de calmarse, Morgan —dije—. Quiero que me cuente qué sucedió después. Usted
y Emily...
»El trató de sacar el frasco. Se lo saqué del bolsillo y él lo destapó.
»—Gracias, Louis, es un amigo —dijo con énfasis—. Vea, me fui de allí rápidamente con
Emily. Ellos iban a quemar ese cadáver allí mismo en el cementerio. Y mientras yo pudiera,
Emily no iba a ver nada de eso... —Sacudió la cabeza—. No pudimos encontrar ningún
vehículo que nos sacara de allí; ninguno de ellos quiso hacer un viaje de dos días para
alejarnos de ese lugar.
»—Pero, ¿cómo se lo explicaron, Morgan? —insistí yo. Me pude dar cuenta de que no le
quedaba mucho tiempo.
»—¡Vampiros! —exclamó con el whisky en la mano—. Vampiros, Louis. ¡Puede usted
creerlo! —y señaló la puerta con el frasco—. ¡Una plaga de vampiros! Y todo esto dicho en voz
baja como si el mismo diablo estuviera escuchando tras la puerta. Por supuesto, Dios es
misericordioso y ellos tuvieron que poner punto final a la situación. ¡Tuvieron que terminar con
esa pobre mujer del cementerio para evitar que saliese todas las noches de su fosa y se
alimentara de todos nosotros! —Se llevó el frasco a los labios—. Oh..., Dios... —gimió.
»Lo observé beber y esperé pacientemente.
»—Y Emily... —continuó diciendo él— pensó que era algo fascinante. Y dijo que estaba muy
bien con ese fuego afuera y que podíamos comer una cena decente y un buen vaso de vino.
Claro, ella no había visto a la mujer, no había presenciado lo que le habían hecho —dijo con
desesperación—. Oh, yo quería irme de allí lo antes posible; les ofrecí dinero. Les dije una y
otra vez que si todo había terminado, uno de ellos querría ese dinero, una pequeña fortuna sólo
por sacarnos de aquel lugar.
»—Pero no había terminado todo —susurré yo.
»Y pude ver que los ojos se le volvían a llenar de lágrimas y que la boca se le retorcía de
dolor.
»—¿Qué le pasó a ella? —le pregunté.
»—No lo sé —dijo sacudiendo la cabeza, con el frasco contra su frente, como si fuera algo
refrescante, aunque en realidad no lo era.
»—¿Vino a la posada?
»—Dijeron que ella había salido —confesó él con lágrimas en las mejillas—. ¡Todo estaba
cerrado! Ellos se ocuparon de eso. Las puertas, las ventanas. Entonces amaneció y todos
gritaban en su busca. La ventana estaba completamente abierta y ella no estaba allí. Ni
siquiera me tomé el tiempo para ponerme la bata. Me puse a correr. Me paré de repente frente
a ella, allí afuera, detrás de la posada. Mis pies se detuvieron justo delante de ella... Estaba
echada debajo de los ciruelos. Tenía una copa vacía en la mano. Estaba aferrada, aferrada a
una copa vacía. Ellos dijeron que se lo merecía... Ella buscaba agua para llenarla... —aseguró.
»El frasco cayó de sus manos. Se tapó las orejas con las manos, con el cuerpo hacia
adelante y la cabeza también gacha.
»Durante largo rato me quedé mirándolo; no tenía nada que decirle. Y cuando agregó en
voz baja que ellos querían desacralizarla, diciendo que ella, Emily, era ahora una vampira, le
aseguré en voz baja, aunque pienso que no me oyó, que no lo era.
»Por último se movió hacia adelante como si se fuera a caer. Pareció querer coger la vela y,
antes de que su brazo se apoyara en el mueble, su dedo tocó la cera caliente y apagó la
pequeña llama que quedaba. Nos quedamos en una completa oscuridad y se le cayó la cabeza
sobre el brazo.
»Ahora toda la luz de la habitación pareció concentrarse en los ojos de Claudia. Pero
mientras se alargaba el silencio y me quedaba allí sentado esperando que Morgan volviera a
levantar la cabeza, apareció la mujer. Su vela lo iluminó, borracho, dormido.
»—Vengan aquí —me dijo ella; había figuras oscuras detrás y la vieja posada de madera
bullía con el movimiento de hombres y mujeres—. Acérquense al fuego.
»—¿Qué van a hacer? —le pregunté, levantando a Claudia en mis brazos—. Quiero saber
qué propósitos tienen.
»—Vayan al lado del fuego —ordenó ella.
»—No, no lo hagan —dije.
»Pero ella entrecerró los ojos y mostró los dientes.
»—¡Ya mismo! —gruñó.
»—Morgan —dije, pero él no me oyó. No podía oírme.
»—Déjelo así —dijo la mujer con furia.
»—Pero es estúpido lo que están haciendo, ¿no lo comprenden? ¡Esa mujer está muerta!
»—Louis —susurró Claudia para que no pudieran oírla, y me apretó el cuello con su brazo
debajo de la piel de mi abrigo—, deja en paz a esta gente.
»Los otros, entonces, entraron en la habitación y se pusieron alrededor de la mesa, con
rostros graves.
»—Pero, ¿de dónde vienen esos vampiros? —pregunté—. Han revisado el cementerio. Si
se trata de vampiros, ¿dónde se ocultan? Esa mujer no les puede hacer ningún daño. Atrapen
sólo a los vampiros, si quieren hacer algo.
»—Durante el día —dijo ella gravemente, guiñando un ojo y moviendo la cabeza con
lentitud—. Durante el día; los atrapamos durante el día.
»—¿Dónde? ¿Allí en el cementerio, cavando en las fosas de su propia gente?
»Ella negó con la cabeza.
»—En las ruinas —dijo—. Siempre en las ruinas. Nosotros estábamos equivocados. En los
tiempos de mis abuelos, fueron las ruinas y ahora son nuevamente las ruinas. Removeremos
piedra por piedra si es necesario. Pero ustedes..., váyanse a su cuarto ahora. Porque si no se
van ahora mismo, los sacaremos a esa oscuridad...
»Y entonces, de debajo del delantal, sacó su puño cerrado alrededor de una estaca y la
mostró a la luz de la vela.
»—Ya me han oído: ¡váyanse! —dijo, y los hombres empujaron detrás de ella, con las bocas
cerradas y los ojos brillando en la oscuridad.
»Sí... —le dije—. Saldremos afuera. Lo prefiero así. Afuera. —Y pasé a su lado, casi
arrojándola a un costado, viendo cómo los demás me abrían paso. Puse la mano en el
picaporte de la posada y la abrí con un rápido movimiento.
»—¡No! —gritó la mujer con su alemán gutural—. ¡Usted está loco! —y se me acercó
corriendo. Luego miró el picaporte, aterrorizada, y puso las manos contra los rústicos tablones
de la puerta—. ¿Sabe usted lo que hace?
»—¿Dónde están las ruinas? —le pregunté con calma—. ¿A qué distancia? ¿Están a la
izquierda o a la derecha del camino?
»—No, no —dijo sacudiendo violentamente la cabeza; empujé la puerta y sentí el aire frío
en la cara.
»Una de las mujeres dijo algo, enfadada y cortante, y uno de los niños gimió en su sueño.
»—Yo me voy. Quiero una cosa de ustedes: díganme dónde están las ruinas para poder
evitarlas. Díganmelo.
»—Usted no sabe, no sabe nada —dijo ella, y, entonces, puse mi mano en su muñeca
cálida y la hice pasar lentamente la entrada, con sus pies rozando el suelo y los ojos
desorbitados. Los hombres se acercaron, pero, cuando ella traspuso la puerta contra su
voluntad, se detuvieron. Movió la cabeza; se le cayó el pelo sobre la cara y sus ojos miraron mi
mano y luego mi rostro.
»—Dígame —le dije.
»Pude ver que entonces no me miraba a mí sino a Claudia. Ésta se había vuelto y la luz del
fuego le daba en el rostro. La mujer no veía las mejillas redondas ni los labios apretados sino
los ojos de Claudia, que estaban fijos en ella con una inteligencia demoníaca y oscura. La
mujer se mordió el labio con los dientes.
»—¿Al sur o al norte?
»—Al norte —susurró.
»—¿A la izquierda o a la derecha?
»—A la izquierda.
»—¿A qué distancia?
»Su mano se debatió con desesperación.
»—Cinco kilómetros —murmuró.
»La solté y cayó contra la puerta, con los ojos abiertos y llenos de confusión y temor. Me
había girado para irme cuando de repente pegó un grito y me pidió que aguardara. Me di vuelta
y vi que había quitado el crucifijo de la pared y que lo tenía levantado en mi dirección. Y en el
recuento de pesadillas de mi memoria vi a Babette mirándome como lo había hecho hacía
tantos años diciéndome aquellas palabras: Aléjate de mí, Satán. Pero el rostro de la mujer
estaba desesperado.
»—Llévelo, por favor, en nombre de Dios —dijo—. Y viaje rápido.
»Y la puerta se cerró dejándonos a mí y a Claudia en la oscuridad total.
»En pocos minutos —volvió a contar el entrevistado— el túnel de la noche se cerró sobre
las débiles linternas de nuestro carruaje, como si el poblado no hubiera existido jamás.
Avanzamos, giramos, con los flejes crujiendo. La luna mortecina revelaba por un instante la
silueta pálida de las montañas detrás de los pinos. No podía dejar de pensar en Morgan ni
dejar de oír su voz. Todo se entremezclaba con mi propia y horrible anticipación de conocer la
cosa que había matado a Emily, la cosa que sin duda era alguien de nuestra propia especie.
Pero Claudia estaba frenética. De haber podido conducir los caballos ella misma, se hubiera
hecho con las riendas. Una y otra vez me pidió que usara el látigo. Golpeó con salvajismo las
pocas ramas bajas que de pronto sonaban contra las linternas delante de nuestras caras; y el
brazo aferrado a mi cintura sobre el banco movedizo era firme como el acero.
»Recuerdo una curva cerrada, el crujir de las linternas y Claudia, que gritaba por encima del
ruido del viento:
»—¡Allí, Louis! ¿Lo ves?
»Tiré de las riendas.
»Ella estaba de rodillas, apretada contra mí, y el vehículo se bamboleaba como un barco en
alta mar.
»Una gran nube viajera descubrió la luna, y allá, por encima del campo y el camino, se vio el
contorno oscuro de la torre. Una larga ventana mostraba el cielo pálido detrás. Me senté allí,
aferrado al banco, tratando de enderezar un movimiento que continuaba en mi mente mientras
el carruaje se equilibraba sobre sus muelles. Uno de los caballos relinchó. Luego todo quedó
quieto.
»Claudia me dijo:
»—Louis, ven...
»Susurré algo, una negativa rápida e irracional. Tenía la impresión clara y aterrorizadora de
que Morgan estaba cerca de mí, hablándome de ese modo apasionado con que lo había hecho
en la posada. Ni una sola criatura viviente se movió a nuestro alrededor. Únicamente se oían el
viento y el frotar de las hojas.
»—¿Piensas que sabe que venimos? —pregunté, y mi voz no me resultó familiar en ese
viento. Yo seguía mentalmente en aquella pequeña habitación, como si no hubiera escape de
ella, como si el denso bosque no existiera. Creo que temblé. Y luego sentí que la mano de
Claudia tocaba con mucha suavidad la mía. Los pinos delgados silbaban detrás de ella y el
fragor de las hojas se hizo mayor, como si una gran boca chupase la brisa y comenzase un
remolino.
»—La enterrarán en ese cementerio. ¿Es eso lo que harán? ¡Una inglesa! —susurré.
»—Si yo tuviera tu tamaño... —dijo Claudia—. Y si tú tuvieras mi corazón. Oh, Louis...
»Y entonces inclinó su cabeza, y era tal su actitud la de un vampiro a punto de morder que
me aparté de ella, pero sus labios sólo se apretaron suavemente contra los míos, encontraron
una parte donde aspirar el aliento y dejar luego que pasara a mí cuando mis brazos la
abrazaron.
»—Déjame guiarte... —me rogó—. Ya no es posible volverse. Llévame en tus brazos y
bajemos por el camino.
»Pero me pareció una eternidad estar allí sentado sintiendo sus labios en mi cara y en mis
párpados. Luego se movió, y de improviso la suavidad de su pequeño cuerpo se alejó de mí;
hizo un movimiento tan grácil y rápido que pareció volar en el aire al lado del carruaje, con su
mano aferrada a la mía un instante y luego dejándose ir. Entonces bajé la vista para
encontrarla mirándome, de pie en el camino y en medio del charco de luz de la linterna. Me
hizo un gesto cuando retrocedió un pie tras el otro.
»—Louis, baja... —hasta que amenazó con desaparecer en la oscuridad. Y, en un segundo,
quité la linterna del gancho y estuve a su lado entre las altas hierbas.
»—¿No sientes el peligro? —le susurré—. ¿No lo puedes respirar en el viento?
»Una de esas sonrisas rápidas y elusivas apareció en sus labios cuando se dio vuelta para
dirigirse a la colina. La linterna mostró un sendero entre el alto bosque. Se abrochó su abrigo
de lana y avanzó.
»—Espera un momento...
»—El miedo es tu enemigo... —me contestó, pero no se detuvo.
»Avanzó delante de la luz, con el paso seguro, sereno, aun cuando las altas hierbas
cedieron el lugar a montones de piedra y el bosque se espesó y la torre distante desapareció
con la retirada de la luna y con las grandes redes de las ramas en lo alto. Pronto el ruido y el
olor de los caballos murieron en el viento bajo.
»—Sigue alerta —susurró Claudia mientras avanzaba sin cesar, sólo deteniéndose aquí y
allí cuando las piedras y los matorrales parecían formar un refugio. Pero las ruinas eran
antiguas. Si había sido la plaga o el fuego o el enemigo lo que había asolado el poblado, eso
no lo sabíamos. En verdad, únicamente el monasterio permanecía.
»Entonces algo resonó en la oscuridad y fue como el viento en las hojas, pero era algo
distinto. Vi que se crispaba la espalda de Claudia, vi el relámpago de su blancura cuando
aminoró el paso. Y supe que era el agua abriéndose paso lentamente por la montaña, y la vi allí
delante, una cascada recta e iluminada por la luna que caía en una laguna burbujeante.
Claudia apareció en el resplandor de la cascada y su mano se aferró a una raíz en la tierra
húmeda; y entonces la vi escalar aquel risco; sus brazos temblaban ligeramente; sus pequeñas
botas oscilaban, luego se afirmaban en la tierra, luego subían nuevamente. El agua estaba fría,
de modo que el aire era fragante. Descansé un momento. Nada se movió a mí alrededor en el
bosque. Escuché, separando quedamente el sonido del agua del sonido de las hojas, pero
nada se movía. Y entonces, poco a poco, y como un frío que me subió por los brazos y la
garganta para llegar finalmente a la cara, caí en la cuenta de que la noche era demasiado
desolada, demasiado exánime. Era como si los pájaros evitaran aquel lugar; lo mismo parecía
suceder con la miríada de criaturas que tendrían que haber estado a la orilla del agua. Pero
Claudia, allá encima, necesitaba la linterna y su abrigo me rozó la cara. La levanté de modo
que ella apareció de golpe en la luz como un querubín fantasmagórico. Alargó una mano como
si, pese a su pequeño tamaño, pudiera ayudarme a subir. En un momento, volvimos a avanzar,
contra la corriente y subiendo la montaña.
»—¿Lo sientes? —me preguntó—. Todo está demasiado silencioso.
»Pero su mano se aferró a la mía como para rogarme silencio. La colina se volvió más
escarpada y la quietud era exasperante. Traté de mirar los límites de la luz, de ver cada tronco
nuevo cuando se presentaba ante nosotros. Algo se movió y cogí a Claudia, casi empujándola.
Pero sólo fue un reptil que marchaba entre las hojas con el látigo de su rabo. Las hojas
volvieron a quedarse inmóviles. Pero Claudia se apretó aún más contra mí, bajo los dobleces
de mi capa, con una mano aferrada firmemente a la tela de mi abrigo; y pareció empujarme
adelante, y mi capa cayó sobre la suya.
»Pronto desapareció el olor del agua y, cuando la luna brilló clara un instante, pude ver
delante lo que me pareció un camino. Claudia agarró la linterna y cerró su portezuela de metal.
Quise detenerla, mi mano luchó con la suya, pero entonces me dijo en voz baja:
»—Cierra los ojos un momento. Luego ábrelos lentamente. Y, cuando lo hagas, lo verás.
»Me estremecí cuando lo hice, aferrado a su hombro. Pero cuando abrí los ojos, vi detrás de
los troncos distantes de los árboles, los largos muros del monasterio y la alta cima cuadrada de
la masiva torre. Mucho más lejos, encima de un inmenso valle negro, brillaban los picos
nevados de las montañas.
«—Ven —me dijo—, serenamente, como si tu cuerpo no tuviera peso.
»Y, sin vacilar, empezó a caminar hacia aquellos muros, hacia lo que nos esperase en aquel
refugio.
»En pocos segundos, encontramos la abertura que nos permitiría pasar, la gran entrada que
era aún más negra que las paredes a su alrededor, con las enredaderas tapando sus bordes
como para mantener a las piedras en su sitio. Arriba, a través del techo abierto, el olor húmedo
de las piedras me crispó la nariz, y allí arriba, detrás de las masas de nubes, vi un débil
relumbrar de estrellas. Una inmensa escalera iba de esquina a esquina hasta el alto ventanal
que se abría al valle. Y debajo del primer rellano, en la oscuridad, apareció la gran puerta negra
que daba a los demás recintos del monasterio.
»Claudia se quedó quieta como si se hubiera convertido en piedra. Bajo la húmeda bóveda,
no se le movía ni un cabello. Estaba escuchando. Y entonces me puse a escuchar también, a
su lado. Sólo se oía el rumor de viento. Ella se movió, lenta, deliberadamente y, con un pie,
abrió poco a poco un espacio en la tierra húmeda delante de ella. Allí pude ver una piedra
chata y ancha que resonó hueca cuando ella la pisó suavemente con el tacón. Luego pude ver
cómo se levantaba una de las esquinas; y se me ocurrió una imagen, mortífera en sus formas;
la de la banda de hombres y mujeres del pueblo que rodeaban a la piedra y la levantaban con
una inmensa cuña. Los ojos de Claudia repasaron las escaleras y se fijaron en la ruinosa
puerta arruinada debajo de ellas. La luna iluminó un instante a través de una ventana baja.
Entonces Claudia retrocedió tan súbitamente que quedó a mi lado sin haber hecho un solo
sonido.
»—¿Lo oyes? —susurró—. Escucha.
»Era tan débil que ningún mortal podía haberlo oído. Y no provenía de las ruinas. Venía no
del distante sendero por el que habíamos subido sino de otro, en las alturas de la colina,
directamente unido al pueblo. Por ahora nada más que un crujido, pero era continuo; entonces,
lentamente, se pudo distinguir el redondo apisonar de unos pasos. Claudia me cogió de la
mano y, con una presión silenciosa, me hizo avanzar hasta debajo de la escalera. Pude ver las
dobleces de su vestido que se movían suavemente debajo del borde de su capa. El resonar de
los pasos aumentó y empecé a percatarme de que un paso seguía al otro con energía, pero
que el primero se arrastraba en la tierra. Era un paso de cojo que se acercaba cada vez más
por encima del suavísimo silbido del viento. Me latió fuerte el corazón y sentí que se me
hinchaban las venas, un temblor me recorrió los miembros y sentía la tela de mi camisa contra
la piel, la dureza del cuello, el frotar de los botones contra mi capa.
»Luego me llegó un vago aroma. Era el olor de la sangre, que, de inmediato, me excitó, en
contra de mi voluntad; el olor cálido y dulce de la sangre humana; sangre que había sido
derramada, que fluía; y entonces sentí el olor de la carne viva y oí, al son de los pasos, una
respiración ronca y agitada. Pero, además, había otro sonido, débil y entremezclado con el
primero, a medida que los pasos se acercaban a los muros, el sonido de la respiración
dificultosa de otra criatura. Y pude oír el corazón de esa criatura, latiendo de forma irregular, un
latido temeroso, pero debajo había otro corazón, un corazón que latía cada vez más sonoro,
¡un corazón tan fuerte como el mío! Entonces, en el tupido sendero por el que habíamos
venido, lo vi.
»Su hombro inmenso apareció primero y luego un brazo largo y caído; los dedos curvos de
su mano; entonces vi su cabeza. Sobre el otro hombro cargaba un cuerpo. En la puerta rota se
enderezó, cambió de posición su carga y miró directamente a la oscuridad, hacia nosotros.
Todos lo músculos se me pusieron como de acero cuando lo miré, vi el contorno de su cabeza
contra el cielo. Pero ninguna de sus facciones era visible salvo el pequeño brillo de luna en los
ojos, como si fueran fragmentos de vidrio. Entonces vi el brillo de los botones y oí el ruido
cuando movió el brazo libre y una de sus largas piernas avanzó y se metió en la torre,
directamente hacia nosotros.
»Me aferré a Claudia, listo para ponerla detrás de mí en un segundo, para salir a su
encuentro. Pero entonces vi, perplejo, que sus ojos no me veían como yo los veía y que
caminaba luchando contra el peso de su carga. La luna cayó sobre su cabeza gacha, sobre
una masa de negros cabellos cerosos y la manga negra de su abrigo. Vi algo extraño en ese
abrigo; la solapa estaba rota y la manga parecía descosida. Casi me imaginé que le podía ver
la piel a través del hombro. Entonces se movió el ser humano que tenía en sus brazos y gimió
de forma lastimera. La figura se detuvo un momento y pareció golpear con la mano al humano.
Y en ese momento salí de mi escondrijo y fui a su encuentro.
»No pronuncié una sola palabra; no conocía ninguna que pudiera decir. Sólo supe que me
movía a la luz de la luna y que su cabeza oscura y cerosa dio un respingo y que le vi los ojos.
»Durante un instante me miró, y vi la luz que brillaba en esos ojos y que alumbró los dos
largos dientes caninos. Un ronco giro estrangulado pareció elevarse de las profundidades de su
garganta y, por un segundo, pensé que era la mía. El humano cayó sobre las piedras y se le
escapó un agudo gemido de los labios. El vampiro se arrojó contra mí, y su gritó estrangulado
subió de volumen a medida que un olor fétido llegaba a mis fosas nasales y unos dedos como
garras se hundían en la piel de mi capa. Me caí hacia atrás y me golpeé la cabeza contra el
muro; mis manos le buscaron la cabeza y se aferraron a la masa de mugre enredada que era
su cabello. De inmediato, se le rasgó la tela podrida de su ropa, pero el brazo que me tenía
agarrado era como el acero, y cuando traté de tirar la cabeza hacia atrás, sentí que sus
colmillos me tocaban la garganta. Claudia gritó detrás de él. Algo lo golpeó fuertemente en la
cabeza y él se detuvo súbitamente, y entonces volvió a ser golpeado. Se dio la vuelta como
para lanzar un golpe y entonces le arrojé un puñetazo con toda la fuerza de la que fui capaz.
Nuevamente una piedra cayó sobre él y yo arrojé todo mi peso contra él y su pierna coja.
Recuerdo haberle golpeado la cabeza una y otra vez, que mis dedos tiraban de aquel cabello
hediondo hasta las raíces, y que sus colmillos se proyectaban hacia mí; sus manos me
magullaban y arañaban. Rodamos hasta que quedó debajo de mí y la luna brilló sobre su
rostro. Me percaté, pese a mi respiración frenética y agitada, de lo que tenía entre mis manos.
Los dos ojos enormes eran sólo dos agujeros vacíos y su nariz estaba hecha por dos pozos
pequeños y horribles; únicamente una carne pútrida y arrugada cubría su cráneo; y las telas
podridas y gastadas que cubrían su estructura estaban llenas de tierra y moho y sangre. Yo
estaba luchando contra un cadáver animado y sin mente. Pero entonces todo terminó.
»De arriba, una piedra afilada cayó sobre su frente y un chorro de sangre le salió entre los
ojos. Luchó, pero otra piedra le cayó con tal fuerza que oí que se le rompían los huesos. La
sangre manó debajo de su pelo, manchando las piedras y la hierba. El pecho se agitó debajo
de mí y luego se quedó quieto. Me levanté, con mi corazón ardiendo, y me dolió cada fibra de
mi cuerpo. Por un momento, la gran torre pareció inclinarse, pero luego se enderezó. Me apoyé
en el muro, mirando aquella cosa y la sangre que le salía por las orejas. Poco a poco, me di
cuenta de que Claudia estaba arrullada sobre su pecho, que reconocía su cabello y los huesos
que habían formado su cabeza. Reunía los fragmentos de su cráneo. Habíamos conocido al
vampiro europeo, la criatura del Viejo Mundo. Estaba muerto.
»Durante largo rato —dijo, tras una pausa, el vampiro— me quedé echado en la ancha
escalinata, ignorante de la tierra que la cubría, con mi cabeza muy fría contra la tierra,
mirándolo. Claudia estaba a sus pies, con las manos caídas a sus costados. Vi que cerraba los
ojos un instante y los dos párpados pequeños hicieron de su cara una estatua blanca iluminada
por la luna, inmóvil.
»—Claudia —le dije. Se sobresaltó. Estaba más decaída de lo que casi nunca la había visto.
Señaló al humano que yacía en el suelo de la torre, cerca del muro. Aún estaba inmóvil, pero
yo sabía que no estaba muerto. Me había olvidado de él por completo; el cuerpo me dolía y aún
tenía nublados los sentidos por el hedor del cadáver sangrante. Pero entonces vi al hombre. Y
en una parte de mi cabeza, supe lo que le deparaba el destino y no me importó. Yo sabía que
apenas faltaba una hora para el alba.
»—Se está moviendo —me dijo ella. Y traté de levantarme de los escalones. "Mejor que no
se despierte, mejor que jamás se despierte", quise decir al pasar indiferente al lado de la cosa
que casi nos mata a los dos. Vi la espalda de Claudia y al hombre moviéndose delante de ella,
con sus pies retorciéndose en la hierba. No sé lo que esperaba ver a medida que me acercaba,
qué campesino o granjero aterrorizado, qué individuo miserable era aquél, que ya había visto el
rostro de esa cosa que lo había traído aquí. Y, por un momento, no me di cuenta de quién
estaba allí, hasta que vi que se trataba de Morgan, cuya pálida cara mostraba ahora la luna, así
como las marcas del vampiro en la garganta, y los ojos azules mirando mudos e inexpresivos.
»De repente, se abrieron mucho más cuando me acerqué.
»—¡Louis! —susurró, atónito, moviendo los labios como si trataran de formar palabras, pero
no pudieran—. Louis... —dijo de nuevo; y entonces vi que sonreía. Un sonido seco y ronco
salió de su garganta cuando luchó por ponerse de rodillas y extendió una mano en mi dirección.
Su rostro blanco y contorsionado se estiró cuando el sonido se apagó en su garganta y sacudió
la cabeza con desesperación; su cabello pelirrojo revuelto se le cayó por encima de los ojos.
Me di vuelta y me alejé corriendo. Claudia salió como un rayo detrás de mí y me agarró de un
brazo.
»—¿Acaso no ves el color del cielo? —me susurró. Morgan cayó hacia adelante, detrás de
ella.
»—Louis —me llamó de nuevo, y la luz brilló en sus ojos. Parecía ciego a las ruinas, ciego a
la noche, ciego a todo salvo a un rostro que él reconocía, esa única palabra que podían
pronunciar sus labios. Me llevé las manos a los oídos, alejándome de él. Tenía la mano
ensangrentada cuando la levantó. Pude oler y ver su sangre. Y Claudia también lo hizo.
»Rápidamente, ella cayó sobre él, empujándolo contra las piedras, con sus dedos blancos
moviéndose por su cabello. Sus manos temblorosas buscaron en la oscuridad la cara de
Claudia y súbitamente él empezó a acariciarle los rubios rizos. Ella le hundió los dientes y él
bajó las manos indefensas.
»Yo estaba en el borde del bosque cuando ella me alcanzó.
»—Debes ir con él y chuparle la sangre —me ordenó; yo podía oler la sangre en sus labios,
ver el calor en sus mejillas; su puño me quemó con su contacto, pero no me moví—.
Escúchame, Louis —dijo ella con la voz desesperada y furiosa—. Te lo dejé, pero se está
muriendo... No nos queda tiempo.
»Me la eché en los brazos y comencé el largo descenso. No había ninguna necesidad de
precauciones, ninguna necesidad de cuidarse; no nos esperaba ningún fantasma sobrenatural.
La puerta a los secretos del este de Europa estaba cerrada para nosotros. Caminé en la
oscuridad hacia el camino.
»—¡Me vas a escuchar!— gritó ella, pero yo seguía adelante, aunque sus manos se
aferraban a mi abrigo, a mi pelo—. ¡Mira el cielo! ¿Acaso no ves el cielo?
»Ella sollozaba contra mi pecho y yo crucé corriendo el riachuelo de aguas heladas y corrí a
la búsqueda de la linterna en el camino.
»El cielo estaba azul cuando encontré el carruaje.
»—Dame el crucifijo —le grité a Claudia cuando hice restallar el látigo—. Sólo podemos ir a
un sitio.
»Ella se apretó a mí cuando el carruaje se balanceó y se encaminó al poblado.
»Sentí una sensación inolvidable al ver la bruma que se levantaba entre los oscuros árboles
pardos. El aire era puro y los pájaros habían comenzado a cantar. Era como si estuviera por
asomar el sol. Pero no importó. Sabía que aún no aparecería, que aún teníamos tiempo. Fue
una sensación maravillosa, tranquilizadora. Las heridas y los rasguños me hacían arder la piel
y mi corazón me dolía de hambre, pero mi cabeza estaba estupendamente liviana. Hasta que vi
las formas grises de la posada y la torre de la iglesia; estaban demasiado claras. Y las estrellas
estaban desapareciendo rápidamente.
»En un momento, ya estaba golpeando a la puerta de la posada. Cuando se abrió, me tapé
bien la cara con la capa y metí a Claudia entre mis ropas.
»—¡Su poblado está libre de vampiros!— le dije a la mujer, que me miró atónita; yo tenía en
la mano el crucifijo que ella me había dado— Gracias a Dios que está muerto. Encontrarán sus
restos en la torre. Dígaselo a su gente de inmediato —concluí, y entré en la posada.
»Los congregados se alborotaron de inmediato, pero yo insistí en que estaba absolutamente
agotado. Debía orar y descansar. Ellos tenían que buscar mi baúl en el carruaje y traerlo a una
habitación decente donde pudiera dormir. Pero iba a llegar un mensaje para mí del obispo de
Varna, y para ello, y únicamente para ello, podían entonces despertarme.
»—Díganle al mensajero cuando llegue que el vampiro ha muerto, y entonces denle comida
y bebida y hagan que me espere —les dije,
»La mujer hizo la señal de la cruz.
»—Comprenda —le dije cuando empecé a subir las escaleras— que no les podía revelar mi
misión hasta que el vampiro...
»—Sí, sí —me dijo—. Pero usted no es un sacerdote... La niña..
»—No, sólo soy un experto en estas cosas. El demonio no puede competir conmigo —le
dije. Me detuve. La puerta de la pequeña habitación estaba abierta de par en par y sobre la
mesa de roble sólo había un mantel blanco.
»—Su amigo —me dijo, y miró entonces el suelo— salió corriendo en la noche... Estaba
loco.
»Yo únicamente asentí con la cabeza.
»Les pude oír gritando cuando cerré la puerta de la habitación. Parecían correr en todas
direcciones, y entonces se oyó el sonido agudo de las campanas de la iglesia tocando a rebato.
Claudia se había bajado de mis brazos y me miraba gravemente cuando cerré la puerta. Muy
lentamente abrí la persiana; una luz gélida inundó la habitación. Ella aún me observaba.
Entonces la sentí a mi lado. Bajé la vista y vi que extendía su brazo.
»—Toma —me dijo. Debe de haber visto que yo estaba confuso. Me sentía tan débil que su
cara relumbró cuando la miré y el azul de sus ojos bailoteó sobre sus blancas mejillas—. Bebe
—susurró acercándose—. Bebe —y extendió la piel suave y tierna en mi dirección.
»—No, sé lo que tengo que hacer. ¿Acaso no lo he hecho en el pasado? —le dije.
»Fue ella quien cerró la persiana y la pesada puerta. Recuerdo haberme arrodillado y haber
palpado la antigua pared. Estaba podrida debajo de la superficie pintada y cedió ante mis
dedos. De improviso vi que mi puño la traspasaba y sentí que se me clavaban las astillas en la
muñeca. Y luego recuerdo haber buscado en la oscuridad y cazado algo cálido y pulsante. Una
corriente de aire frío y húmedo me golpeó la cara y vi que a mí alrededor se hacía la oscuridad,
fría y húmeda como si el aire fuera un agua silenciosa que traspasara la pared rota y llenara la
habitación. El cuarto desapareció. Yo bebía de una corriente infinita de sangre cálida que fluía
por mi garganta y a través de mi corazón que latía, y a través de mis venas, de modo que mi
cuerpo se calentó contra esta agua fría y negra. Y entonces el pulso de la sangre que bebía
disminuyó; mi corazón latía tratando de que ese corazón latiera al unísono. Me sentí elevar
como si flotara en la oscuridad y entonces, esa oscuridad, al igual que el latido, empezó a
desaparecer. Algo brilló; tembló muy débilmente con el sonido de unos pasos en las escaleras,
en los suelos, el ruido de ruedas y de cascos de caballo sobre la tierra, y emitió un sonido de
tintineo mientras vibraba. Veía a su alrededor una pequeña estructura de madera y, en ese
marco, salió a través del brillo la figura de un hombre. Era conocido. Yo conocía su cuerpo
largo y delgado, su cabello sedoso y negro. Entonces vi que sus ojos verdes me observaban. Y
en sus dientes..., en sus dientes..., tenía algo enorme y suave y marrón, algo que él presionaba
suavemente con las manos. Era una rata. Tenía una inmensa rata asquerosa, con su gran rabo
curvado y congelado en el aire. Con un grito, la arrojó al suelo y se quedó mirando perplejo
mientras la sangre le manaba de la boca abierta.
»Una luz penetrante me hirió los ojos. Luché tratando de abrirlos y entonces brilló toda la
habitación. Claudia estaba frente a mí. No era una niña pequeña, sino alguien mayor que me
empujó hacia adelante, hacia ella, con ambas manos. Ella estaba de rodillas y mis brazos la
tomaron por la cintura. Entonces descendió la oscuridad mientras la abrazaba. El cerrojo
encontró su lugar exacto. Mis miembros se durmieron y luego sentí la parálisis del olvido.
»Y así fue —dijo el vampiro— como pasamos por Transilvania, Hungría, Bulgaria y todos
esos países donde los campesinos creían que los muertos vivientes caminaban y en donde
abundaban las leyendas de los vampiros. En cada poblado donde encontramos un vampiro,
sucedía lo mismo.
—¿Era un cadáver sin mente? —preguntó el joven.
—Siempre —dijo el vampiro—. Cada vez que los encontrábamos. Recuerdo un puñado de
esas criaturas. A veces sólo las veíamos a distancia. Conocíamos muy bien sus cabezas
bovinas gachas, los hombros caídos, las ropas podridas y andrajosas. En una población fue
una mujer que había muerto unos seis meses antes; los vecinos la habían visto y conocían su
nombre. Ella fue la única que nos dio una esperanza en nuestras experiencias en Transilvania.
Y esa esperanza terminó en la nada. Se escapó de nosotros en un bosque; corrimos tras ella y
la agarramos de su largo cabello negro. Su largo vestido de entierro estaba empapado de
sangre seca; sus dedos, llenos de la tierra de la fosa. Y sus ojos... no tenían inteligencia,
estaban vacíos, dos agujeros que reflejaban la luna. Nada de secretos, ninguna verdad;
únicamente la desesperación.
—Pero, ¿qué eran esas criaturas? ¿Por qué eran así? —preguntó el muchacho con una
mueca de asco en los labios—. No lo comprendo. ¿Cómo podían ser tan diferentes de usted y
de Claudia?
—Yo tenía mis teorías. Lo mismo Claudia. Pero lo más importante que entonces sentí fue la
desesperación. Y, en esa desesperación, sentí una y otra vez el miedo de haber matado al
único vampiro que era como nosotros: Lestat. Sin embargo, parecía algo impensable... De
haber él poseído la sabiduría de un brujo, los poderes de una bruja..., quizá yo hubiera llegado
a creer que, de algún modo, se las hubiese arreglado para sacar una vida consciente de las
mismas fuerzas que gobernaban a esos monstruos. Pero él era únicamente Lestat, tal como te
lo he descrito: una persona sin misterios. Y, al final, en esos meses pasados en el este de
Europa, sus limitaciones me eran tan conocidas como sus encantos. Quería olvidarme de él y,
no obstante, siempre parecía estar pensando en él. A veces me encontraba tan vividamente
consciente de su persona como si acabara de dejar la habitación y el sonido de su voz aún
estuviese allí. De algún modo, yo sentía un alivio perturbador. Y pese a mí mismo, me
imaginaba su cara, no como la había visto la última noche del incendio, sino en otras noches, la
última que pasara con nosotros, en nuestra casa, con sus manos jugando
con las teclas de la espineta y su cabeza inclinada hacia un lado. Cuando comprendí en qué
dirección marchaban mis sueños, sentí una enfermedad más terrible que la angustia. ¡Yo
quería que estuviese vivo! En las noches negras del este de Europa, Lestat era el único
vampiro que yo había encontrado.
»Pero los sueños de Claudia eran de una naturaleza mucho más práctica. Una y otra vez
me hizo contarle esa noche en el hotel de Nueva Orleans, cuando ella se convirtió en una
vampira, y, una y otra vez, buscó en ese proceso alguna pista de por qué las cosas que
encontrábamos en las fosas rurales carecían de inteligencia. ¿Qué hubiera pasado si después
de la succión de la sangre de Lestat, a ella la hubieran puesto en una fosa y la hubieran
encerrado hasta que el ímpetu sobrenatural de la sangre le hubiera hecho romper la puerta de
piedra que la encerraba? ¿Cómo hubiera sido entonces su mente, famélica casi hasta el límite?
Su cuerpo se podría haber salvado a sí mismo, pero la mente no. Y en el mundo ella hubiera
pillado, matado donde era posible, tal como hacían esas criaturas. Así fue como ella lo
explicaba. Pero, ¿qué las había creado, cómo habían empezado? Eso era lo que ella no podía
explicarse y lo que le daba esperanzas de descubrirlo cuando yo ya no tenía ninguna, de puro
cansancio...
»—Ellos procrean su propia especie; eso es obvio, pero, ¿cómo empezaron? —preguntaba
ella.
»Y entonces, en algún sitio de las inmediaciones de Viena, me hizo una pregunta que nunca
había pronunciado sus labios. ¿Por qué no podía yo hacer lo que Lestat había hecho con
ambos? ¿Por qué no podía yo crear otro vampiro? No sé por qué al principio ni siquiera la
comprendí, salvo que, al odiar con todas mis fuerzas lo que yo era, sentí un miedo muy
especial a esa pregunta que casi era peor que cualquier otra. ¿Ves?, yo no comprendía algo
poderoso de mí mismo. La soledad me había llevado a pensar en esa misma posibilidad hacía
muchos años, cuando estaba bajo el embrujo de Babette Freniere. Pero la dejé encerrada
dentro de mí como una pasión sucia. Después de ella, me cerré a los mortales. Mataba a
desconocidos. Y el inglés Morgan, debido a que yo lo conocía, estuvo tan a salvo como Babette
de mi abrazo fatídico. Ambos me causaron demasiado dolor. No pude pensar en brindarles la
muerte. La vida en la muerte... era algo monstruoso.
»Me alejé de Claudia. No quise contestarle. Pero, enfadada como estaba, miserable con su
impaciencia, no pudo tolerar que me fuese. Y se me acercó, acariciándome con las manos y
con la mirada como si fuera mi amante hija.
»—No pienses en ello, Louis —me dijo luego, cuando estábamos cómodamente instalados
en un pequeño hotel suburbano. Yo estaba en la ventana, mirando el distante resplandor de
Viena, tan deseoso de estar en esa ciudad, en su civilización, en su pura dimensión. La noche
era clara y la bruma de la ciudad rondaba el cielo—. Deja que tranquilice tu conciencia, aunque
jamás sabré con exactitud de qué se trata —me dijo al oído, y me acarició el pelo.
»—Hazlo, Claudia —le contesté—. Tranquiliza mi conciencia. Dime que jamás me volverás
a hablar de crear nuevos vampiros.
»—¡No quiero huérfanos como nosotros! —exclamó súbitamente; mis palabras la
molestaron, y mis sentimientos—. Quiero respuestas, conocimiento —me dijo—. Pero dime,
Louis, ¿qué te hace estar tan seguro de que tú no lo hayas hecho sin saberlo?
»Nuevamente sentí en mí una deliberada confusión. Tuve que mirarla como si desconociera
el significado de sus palabras. Yo quería que se mantuviera en silencio y a mi lado, y que los
dos estuviéramos ya en Viena. Le acaricié el pelo, toqué con mis dedos sus largas cejas y miré
la luz.
»—Después de todo, ¿qué cuesta hacer esas criaturas? —continuó diciendo—. ¿Esos
vagabundos monstruosos? ¿Cuántas gotas de tu sangre debe haber mezcladas con la sangre
de un hombre... y qué clase de corazón sobrevive al primer ataque?
»Podía sentir que me observaba. Me quedé allí con los brazos cruzados, de espaldas a un
costado de la ventana, mirando hacia afuera.
»—Esa Emily era tan pálida, ese inglés miserable... —dijo ella, ignorando la mueca de dolor
en mi cara—. Sus corazones no fueron nada y lo que los mató fue tanto el miedo a la muerte
como la sangría que sufrieron. La idea los mató. ¿Pero qué pasa con los corazones que
sobreviven? ¿Estás muy seguro de que no has procreado una legión de monstruos, quienes,
de vez en cuando, luchan vana e instintivamente por seguir tus pasos? ¿Cuánto duraron las
vidas de esos huérfanos que tú dejaste atrás? ¿Un día allí, una semana allá, antes de que el
sol los convirtiera en cenizas o alguna víctima mortal los hiciera picadillo?
»—¡Basta ya! —le rogué—. Si tú supieras de qué forma imagino lo que tú describes, no lo
harías. ¡Te digo que jamás ha sucedido! ¡Lestat me sangró hasta el borde de la muerte para
hacerme un vampiro! ¡Y me devolvió toda esa sangre mezclada con la propia! ¡Así lo hizo!
»Ella desvió la mirada y luego pareció que se miraba las manos. Creo que la oí suspirar,
pero no estoy seguro. Y entonces sus ojos se movieron en mi dirección lentamente, de arriba a
abajo, hasta que al final se encontraron con los míos. Luego pareció sonreír.
»—No te atemorices de mi fantasía —dijo en voz baja—. Al fin y al cabo, la decisión final
siempre será tuya. ¿No es así?
»—No comprendo —dije. Y ella lanzó una fría carcajada cuando se dio la vuelta.
»—¿Te lo puedes imaginar? —preguntó en voz tan baja que apenas pude oírla—. ¿Un
aquelarre de niños? Eso es lo único que puedo hacer...
»—Claudia... —murmuré.
»—Tranquilízate —me dijo abruptamente, en voz aún muy baja—. Te diré algo: pese a todo
lo que odiaba a Lestat... —se detuvo.
»—¿Sí? —murmuré—. ¿Sí...?
»—Pese a todo lo que lo detestaba, con él nosotros éramos... completos. —Me miró, y sus
ojos se arquearon como si el leve aumento de su voz me hubiera perturbado.
»—No, sólo tú eras completa... —le dije—. Porque éramos dos, uno a cada lado, desde el
principio.
»Creo que la vi sonreír, pero no estoy seguro. Agachó la cabeza, pero vi que sus ojos se
movían debajo de sus cejas de un lado al otro. Entonces, dijo:
»—Los dos a mi lado. ¿Te lo imaginas como lo dices, como siempre te imaginas todo?
»Una noche, hacía mucho tiempo, eso era para mí tan real como si aún estuviera inmerso
en ella, pero no se lo dije. Esa noche ella estaba desesperada, escapándose de Lestat, quien le
había pedido que asesinara a una mujer en la calle a quien Claudia había dejado en paz,
obviamente alarmada. Yo estaba seguro de que esa mujer se parecía a su madre. Por último,
ella se escapó de nosotros dos, pero yo la encontré en el armario, debajo de las chaquetas y
los abrigos, aferrada a su muñeca. Y, al llevarla a su cuna, me senté a su lado y le canté y ella
me miró, aferrada a su muñeca como si se tratara de una forma misteriosa y ciega de calmar
un dolor que ella ni siquiera podía empezar a comprender. ¿Te lo puedes imaginar, esta
espléndida situación doméstica, el padre vampiro que canta a su hija vampira? Únicamente la
muñeca tenía un rostro humano, únicamente la muñeca.
»—¡Pero debemos irnos de aquí! —dijo súbitamente la Claudia de años después, como si el
pensamiento se le hubiera formado en la mente con una urgencia especial; se había llevado las
manos a las orejas, como si se protegiera contra un sonido de espanto—. Por los caminos que
hemos recorrido, por lo que ahora veo en tus ojos; debido a que he pronunciado pensamientos
que para mí no son más que simples consideraciones...
»—Perdóname —dije con la mayor amabilidad posible, retirándome lentamente de aquella
habitación de tanto tiempo atrás, de esa niña monstruosa. Y Lestat, ¿dónde estaba Lestat? En
el otro cuarto encendieron una cerilla, una sombra brotó de repente a la vida, como si la luz y la
oscuridad llegaran a una vida donde únicamente había oscuridad.
»—Perdóname... —me dijo entonces en ese hotel pequeño, cerca de la primera capital del
Occidente europeo que tocábamos—. No, nos perdonamos mutuamente. Pero a él no lo
olvidamos. Y sin él, ya ves las cosas que pasan entre los dos.
»—Sólo porque estamos cansados y las cosas son difíciles —le dije a ella y a mí mismo,
porque no había nadie más en el mundo con quien yo pudiera hablar.
»—Ah, sí, y eso es lo que debe terminar. Te lo digo, empiezo a comprender que hemos
hecho todo mal desde el comienzo. Debemos pasar de largo por Viena. Necesitamos nuestro
idioma, nuestra gente. Quiero ir directamente a París.

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