miércoles, 12 de marzo de 2014

Diez Negritos [Cap 1-2]

DIEZ NEGRITOS
Agatha Christie
Traducción: Orestes Llorens

Diez negritos se fueron a cenar.
Uno de ellos se asfixió y quedaron
Nueve.
Nueve negritos trasnocharon mucho.
Uno de ellos no se pudo despertar y quedaron
Ocho.
Ocho negritos viajaron por el Devon.
Uno de ellos se escapó y quedaron
Siete.
Siete negritos cortaron leña con un hacha.
Uno se cortó en dos y quedaron
Seis.
Seis negritos jugaron con una avispa.
A uno de ellos le picó y quedaron
Cinco.
Cinco negritos estudiaron derecho.
Uno de ellos se doctoró y quedaron
Cuatro.
Cuatro negritos fueron a nadar.
Uno de ellos se ahogó y quedaron
Tres.
Tres negritos se pasearon por el Zoológico.
Un oso les atacó y quedaron
Dos.
Dos negritos se sentaron a tomar el sol.
Uno de ellos se quemó y quedó nada más que
Uno.
Un negrito se encontraba solo.
Y se ahorcó y no quedó...
¡Ninguno!





1
Confortablemente instalado en la esquina de un departamento de primera clase, el juez Wargrave, jubilado hacía poco, echaba bocanadas de humo de su cigarro, recorriendo además con mirada sagaz las noticias políticas del Times.
De pronto puso el diario sobre el asiento y echó un vistazo por la ventanilla. En este momento el tren pasaba por el condado de Somerset. El juez consulto su reloj: todavía le quedaban dos horas de viaje.
Entonces recordó los artículos publicados en la Prensa sobre el asunto de la isla del Negro. Desde luego se había hablado de un millonario americano, loco por las cosas del mar, que había ocupado esta pequeña isla y había construido en la misma una lujosa residencia moderna. Desgraciadamente, la tercera esposa de este rico yanqui no tenía gustos marinos y por ello la isla, con su espléndida mansión, fueron puestas en venta. Una formidable publicidad se hizo patente en los periódicos, y un buen día se supo que la isla habíala adquirido un tal mister Owen.
Las habladurías más fantásticas no tardaron en circular por la Prensa londinense. La isla del Negro, decíase, había sido adquirida realmente por miss Gabrielle Turl. La famosa «estrella» de Hollywood deseaba descansar algunos meses, lejos de los reporteros indiscretos. «La abeja Laboriosa» insinuaba delicadamente que aquélla era una morada digna de una reina. Merry Weather deslizó que la isla había sido comprada por una pareja deseosa de pasar allí su luna de miel. Hasta se rumoreaba el nombre del joven lord L..., alcanzado por las flechas de Cupido. Jonas afirmaba que la isla del Negro había caído en manos del Almirantazgo británico que quería dedicarla a muy secretas experiencias.
En breve, la isla del Negro fue, en aquella temporada, un maná para los periodistas faltos de información.
El juez sacó de su bolsillo una carta cuya escritura era, por así decirlo, ilegible; pero, aun desperdigadas las palabras, se destacaban unas más que otras con cierta claridad.
Mi querido Lawrence... después de tantos años de haberme dejado sin noticias... Venid a la isla del Negro... un sitio verdaderamente encantador... tantas cosas tenemos para contarnos... del tiempo pasado... en comunión con la naturaleza... tostarse al sol... a las 12.40 salida de Paddington.... a
Y la carta terminaba así:
Siempre vuestra,
                                                         CONSTANCE CULMINGTON

Adornando su firma con una gran rúbrica.
El juez Wargrave intentó recordar la fecha exacta de su último encuentro con lady Constance Culmington; debía de remontarse a siete u ocho años atrás. La joven se volvió a Italia para tostarse al sol, comulgar con la naturaleza y los contadini1. Más tarde se dijo que había proseguido su viaje hasta Siria, donde quizá se prometió tostarse bajo un sol más ardiente todavía y «comunicarse» con la naturaleza y los beduinos.
Constance Culmington, pensaba el magistrado, era una mujer capaz de comprarse una isla y rodearse de misterio. Aprobando con una inclinación de cabeza la lógica de su argumentación, el juez Wargrave se dejó mecer por el movimiento del tren.
Y se adormeció.
Vera Claythorne, sentada en un vagón de tercera clase en compañía de otros viajeros, cerraba los ojos, recostada hacia atrás su cabeza. ¡Qué calor más sofocante hacía dentro de aquel tren...!, ¡qué bien se estaría a orillas del mar! Esta situación constituía para la joven una verdadera suerte. Conmuévete; cuando solicitáis un empleo para los meses de vacaciones, se os encarga la vigilancia de una chiquillería... las plazas de secretaria, en esta época, se presentan muy de tarde en tarde. La oficina de colocaciones no le dio sino una ligera esperanza. Al fin la esperada carta había llegado:
La agencia para colocaciones profesionales me propone su nombre y me la recomienda calurosamente. Creo entender que la directora la conoce personalmente. Estoy dispuesta a concederle los honorarios propuestos por usted y cuento con que podrá entrar en funciones el día 8 de agosto. Tome el tren de las 12.40 en Paddington y se la irá a recibir a la estación de Oakbridge. Adjunto un billete de cinco libras para sus gastos de viaje.
Sinceramente suya
UNA NANCY OWEN
En la cabecera de esta carta consignábase la dirección:
Isla del Negro, Sticklehaven (Devon)


¡La isla del Negro! ¡Y tanto como se habían ocupado de ella los periódicos! Toda suerte de 
insinuaciones y de rumores extraños circulaban motivados por este pedazo de tierra 
rodeada de agua. Sin duda no habría nada de verdad en ellos. De todas maneras, la casa, 
construida bajo los cuidados de un millonario americano sería, al parecer, el «último grito» 
del lujo y del «confort». 
Miss Vera Claythorne, fatigada por su último trimestre de clases pensaba: 
«La situación del profesor de cultura física en una escuela de tercer orden no es muy 
brillante... Si por lo menos pudiese hallar un empleo en un establecimiento mejor...» 
Luego, con el corazón oprimido, pensó: 
«Yo debo aún considerarme dichosa... La gente, por lo regular, no quiere tener en sus casas 
a una persona que ha sido procesada..., aunque luego quedase absuelta.» 
Hasta el fiscal la había cumplimentado por su presencia de ánimo y su serenidad. En suma, 
el juicio le fue favorable del todo. La señora Hamilton habíale testimoniado su gran 
bondad; solamente Hugo... Pero ella no quería pensar en Hugo. 
De súbito, a pesar del calor sofocante del departamento, se estremeció y deseó encontrarse 
a orillas del mar. Un cuadro se dibujaba con toda claridad en su espíritu. Veía la cabeza de 
Cyril subir y bajar de la superficie del agua y dirigirse hacia las rocas. La cabeza subía y bajaba..., 
aparecía y sumergíase... y ella misma, Vera, nadadora experta, se reprochaba por ello, al 
hendir fácilmente las olas, aunque persuadida de que llegaría... demasiado tarde... 
El mar..., sus aguas profundas, calientes y azuladas..., las mañanas pasadas tendidos sobre la 
arena... Hugo..., Hugo... que le había vendido su amor. 
Era preciso no pensar más en Hugo... 
Abriendo los ojos, miró desabridamente al viajero sentado frente a ella, un hombrón de 
cara bronceada, ojos claros y boca arrogante, casi cruel. 
«Yo apostaría a que este hombre ha recorrido el mundo y visto cosas sumamente interesantes.» 
Philip Lombard, juzgando con una sola ojeada a la joven que sentábase frente a él, pensó: 
«Encantadora..., quizá con demasiado aspecto de institutriz...» 
Una mujer con la cabeza erguida, se dijo, es una mujer capaz de defenderse... en amor 
como en la guerra. Procuraría conducirse bien. 
Puso el ceño adusto. No, inútil pensar en cuchufletas. Los negocios ante todo. Le era 
preciso concentrar todas sus energías en su trabajo. 
¿De qué se preocupaba, en resumen? Aquel pequeño judío se había mostrado 
excesivamente misterioso. 
—Hay que tomarlo o dejarlo, capitán Lombard. 
—Cien guineas, ¿eh? —le había dicho entonces con gesto indiferente, como si cien guineas 
no significasen nada para él. ¡Cien guineas, ahora que no contaba con recursos! Adivinó sin 
embargo que el pequeño judío no era cándido; el fastidio con los judíos es precisamente 
nuestra impotencia para engañarles en materia de dinero... Parecen leer nuestros 
pensamientos. 
Le había pedido bien claramente: 
—¿No puede usted proporcionarme unos más amplios informes? 
Mister Isaac Morris había sacudido con energía su pequeña cabeza calva. 
—No, capitán Lombard, las cosas están así. Para mi cliente, usted es una buena persona, 
acorralada en un callejón sin salida. Estoy autorizado para entregarle la suma de cien 
guineas, y en reciprocidad, usted debe ir a Sticklehaven, en el Devon. La estación más 
próxima es Oakbridge; desde ella será usted conducido en automóvil hasta Sticklehaven y 
luego una canoa de motor le llevará a la isla del Negro. Una vez allí, usted se pondrá a la 
disposición de mi cliente. 
Lombard había preguntado bruscamente: 
—¿Por mucho tiempo? 
—Una semana a lo más. 
Atusándose su corto bigote, el capitán Lombard hizo observar: 
—Está bien entendido que no exigirá de mi ningún trabajo ilegal, ¿no es cierto? 
Al pronunciar estas palabras, Lombard lanzó una rápida mirada a su interlocutor. Una 
ligera sonrisa había aflorado a los labios carnosos del pequeño israelita y respondió 
seriamente: 
—Con toda seguridad; si le pidiera alguna cosa ilegal, queda en completa libertad para 
retirarse. 
¡Vaya al cuerno este judío meloso! 
Había sonreído. A buen seguro sabía que en el pasado del capitán Lombard no todos los 
actos habían revestido caracteres de legalidad. Los labios de Lombard se entreabrieron 
como en una mueca. 
¡En una o en dos ocasiones le faltó poco para dejarse ahorcar, pero siempre se había 
librado! ¿A qué, pues, atormentarse por anticipado? Contaba con darse buena vida en la isla 
del Negro. 


En un departamento de no fumadores, miss Emily Brent permanecía sentada, erguido el 
busto, según su costumbre. Aunque tenía sesenta y cinco años, reprobaba todo abandono. 
Su padre, coronel de la antigua escuela, siempre habíase mostrado acicalado y meticuloso 
en su atuendo. 
La generación actual alardeaba de un vergonzoso despechugamiento tanto en las actitudes 
como en las demás cosas. Rodeada de una aureola de honestidad y de rígidos principios, miss Brent, en aquel vagón 
de tercera clase, abarrotado de viajeros, triunfaba de la falta de «confort» y del calor. En 
estos tiempos las gentes ven obstáculos por todas partes. Se prefiere una inyección antes de 
dejarse arrancar una muela... se toma un soporífero si el sueño no llega... se arrellanan en las 
butacas entre los cojines... y las muchachas medio desnudas, se exhiben en las playas 
durante el verano. 
Miss Brent, con los labios fruncidos, hubiera querido dar una lección a ciertas gentes. 
Ella recordaba sus vacaciones del año anterior. Este año sería diferente. La isla del Negro... 
En su imaginación releía una vez más la carta tan frecuentemente recorrida y que ya se 
sabía de memoria: 

Querida miss Brent: 
Quiero creer que se acordará de mí. Hace algunos años pasamos juntas el mes de agosto en una pensión 
familiar en Bellhaven... ¡Y nos descubrimos tantos gustos comunes! 
En este momento tengo en marcha establecer una pensión parecida en una isla a lo largo de la costa del 
Devon. Siempre he pensado que para alcanzar el éxito en esta clase de empresas era preciso una prima 
sencilla, pero excelente y la presencia de una persona amable de la vieja escuela. ¡Yo estaría encantada si 
quisiera hacer sus preparativos para venir a pasar estas vacaciones de verano en la isla del Negro, sin 
retribución alguna tan sólo a título de invitada! ¿A principios de agosto, le convendría...? ¿Y si fijásemos el 
día 8? 
Con mis mejores recuerdos, sinceramente suya, 
U. N. O. 

¿Qué nombre sería éste? La firma aparecía casi ilegible, Emily Brent tenia poca paciencia y 
se hizo esta observación: 
«¡Tanta gente firma tan mal con su nombre que no hay medio de descifrarlo...!» 
Y esto pensando, pasó revista a los huéspedes de Bellhaven, donde hacía más de dos años 
ella había pasado el verano... Había una gentil mujer, de edad madura, señora... señora... 
veamos, ¿Cómo se llamaba...? Era hija de un canónigo y después aquella miss Olton... 
Ormen... no decididamente se llamaba Oliver. Sí, si, estaba bien segura, miss Oliver. 
¡La isla del Negro! Se había hablado mucho en los periódicos... a propósito de una actriz de 
cinema... ¿o quizás mejor de un millonario americano? Total: una isla no cuesta un ojo de la 
cara y tampoco es del gusto de todos. 
La idea de habitar una isla parece muy romántica, pero una vez instalados en ella no se 
tarda en comprobar los disgustos y uno se siente dichoso al poder desembarazarse. 
A manera de conclusión, Emily Brent pensó: 
«Sea como fuera, este año mis vacaciones no me costarán nada.» 
Sus rentas se reducían más y más cada día, una buena parte de sus dividendos persistían 
impagados, por eso apareció su buena suerte. ¡Si su memoria le permitiera recordar 
solamente un poco mejor, a la señora... o señorita (no podía precisarlo) Oliver! 


El general MacArthur se asomó a la ventanilla de su departamento. El convoy llegaba a 
Exeter, donde el bravo general debía cambiar de tren. ¡Esos trenes de líneas secundarias 
avanzaban con lentitud más propia de caracoles! ¡Y pensar que, a vuelo de pájaro, la isla del 
Negro estaba tan cerca! 
No sabía de fijo quién era el llamado Owen... según parecía, un amigo de Spoof Leggard y 
de Johnnie Dyer... 

Uno o dos de sus viejos camaradas serán de los nuestros... se sentirán encantados de charlar con usted de los 
tiempos pasados... 

A fe que no deseaba cosa mejor que evocar el pasado en alegre compañía. 
En estos últimos tiempos se había imaginado que sus amigos le ponían en cuarentena. 
¡Todo a causa de sus estúpidas chinchorrerías! ¡Dios mío! La píldora era dura de tragar... 
aquello se remontaba a más de treinta años. Armitage no había sabido contener su lengua. 
¿Qué sabía aquel charlatán? ¿A qué tanto alborotar? Uno se figura un montón de cosas y se 
imagina que los otros le miran de reojo. 
Después de todo le agradaría ver aquella isla del Negro que tanto gasto hizo en las crónicas 
periodísticas. Seguramente algo habría de verdad en el ruido que se produjo, según el cual 
el Almirantazgo, la Guerra o la Aviación se posesionaron de aquélla. 
El joven Elmer Robson, el millonario americano, había construido efectivamente una 
magnífica morada que hubo de costarle unos miles de libras esterlinas. Un lujo difícil de 
imaginar. 
¡Exeter! ¡Una hora de parada! ¡Exeter! ¡Una hora de parada! Impaciente, el general 
MacArthur hubiera querido continuar. 


El doctor Armstrong conducía su auto a través de la llanura de Salisbury. Sentíase 
fatigado... La gloria se paga. Un tiempo hubo en que tranquilamente sentado en un gabinete 
de consulta de Harley Street, correctamente vestido, rodeado de los más modernos 
aparatos y los muebles más lujosos, esperaba... esperaba a lo largo de las horas el éxito o el 
fracaso de un esfuerzo. 
¡Pero ya había triunfado! ¡La suerte le había sonreído! La suerte, secundada por su saber, 
vale decirlo. Conocía admirablemente su oficio... pero esto no era siempre suficiente para 
triunfar. Era preciso también el factor suerte. ¡Y ésa llegó! Un diagnóstico exacto y la 
gratitud de los clientes, dos ricas damas de la mejor sociedad... crearon su reputación. 
—Debéis ir a consultar al doctor Armstrong, un joven médico, pero sumamente inteligente 
y hábil. Pam ha sido visitada por toda clase de médicos durante dos años y sólo él vio 
inmediatamente la causa de su mal. 
Y así había empezado la bola de nieve. 
Actualmente el doctor Armstrong era el médico de moda. No tenía un minuto para él. 
Todos sus días estaban empleados. Así en esta deliciosa mañana de agosto se divertía 
dejando Londres para ir a pasar algunos días en una isla situada a lo largo de la ribera del 
Devon. No le fue preciso un permiso. La carta que recibió estaba redactada en términos 
excesivamente vagos, pero nada de vago tenia el cheque que la acompañaba. ¡Unos 
honorarios fabulosos! Decididamente esos Owen rodaban sobre oro. El marido, al parecer, 
se atormentaba a causa de la salud de su esposa y quería saber a qué atenerse respecto a la 
naturaleza de la enfermedad sin que la señora Owen concibiese ninguna alarma. Ella 
rehusaba ser visitada por un médico... Sus nervios... 
¡Los nervios! El médico levantó las cejas. ¡Las mujeres y sus nervios! Al fin y al cabo, desde 
el punto de vista comercial él cometería una tontería si las compadeciese. La mitad de las 
mujeres que iban a consultarle no sufrían otra enfermedad que el aburrimiento... ¡Pero iba a 
decírselo! Se puede siempre achacar a cualquier otra cosa. 
Un estado ligeramente anormal, debido a (aquí una larga palabra científica), nada de 
importancia, pero es preciso remediarlo. Un tratamiento de los más sencillos. 
En medicina lo corriente es la fe la que salva. Y el doctor Armstrong conocía el mejor 
sistema: inspiraba confianza y esperanza. 
Tras un toque estridente de claxon, un enorme «Super Sports Daimler» le pasó a una 
velocidad de ciento treinta por hora. Le faltó poco al doctor Armstrong para no ser lanzado 
a la cuneta... uno de esos jóvenes imbéciles que devoran el camino. El médico no podía 
sufrirlos... Cretinos, idiotas... 
Tony Marston, pasando como una tromba por el pueblecito de Mere, pensaba: 
«¡Es espantoso el número de bañistas que se arrastran por los caminos y os impiden 
desfilar! ¡Es el colmo que circulen por el centro de la calzada! ¡Así se hace imposible 
conducir un auto en Inglaterra! ¡Habladme de Francia, donde realmente se puede correr a 
gran velocidad!» 
¿Sería preciso detenerse allí para tomar un refresco o proseguiría su camino? Tenía aún 
mucho tiempo y sólo le faltaba por recorrer un centenar de kilómetros. Pediría una ginebra 
y una gaseosa... ¡Qué calor más sofocante! Iría a divertirse en aquella isla, si persistía el buen 
tiempo. Pero ¿quiénes serían esos Owen?, se preguntaba Tony Marston. ¡Probablemente 
unos infectos nuevos ricos! 
¡Con tal que tuvieran una buena bodega! Nada es seguro en las casas de los ricos 
improvisados. Lástima que estos rumores concernientes a la compra de la isla por Gabrielle 
Turl no tuviesen fundamento. Era preferible juntarse a los adoradores de la hermosa artista. 
Quizá también se encontrarían algunas lindas muchachas entre los invitados de los Owen. 
Salió del mesón, estiró las piernas, los brazos, bostezó, contempló el cielo azul y subió de 
nuevo en su «Daimler». 
Varias muchachas le observaban. Su alta estatura (un metro ochenta), sus cabellos rizados, 
su bronceada faz y sus ojos azules intenso, suscitaban la admiración. 
Se apoyó sobre la palanca, rugió el motor y el auto trepó de un brinco la estrecha calleja. 
Las viejas mujeres y los chicos de la escuela se apartaban a su paso como medida de 
precaución y los pilluelos, subyugados, se desviaban del camino para seguir con los ojos al 
soberbio auto. 
Anthony Marston continuaba su marcha triunfal. 


Mister Blove viajaba en el tren ómnibus que venía de Plymouth. En su departamento tan 
sólo se encontraba otra persona, un señor viejo con trazas de marino y ojos legañosos. 
Entonces dormía. 
Mister Blove escribía con cuidado en un pequeño cuaderno de notas. 
—Esta vez mi lista está completa: Emily Brent, Vera Claythorne, doctor Armstrong, 
Anthony Marston, el viejo juez Wargrave, Philip Lombard y el general MacArthur, 
C.M.G.1
, D.S.O.2
. El criado y su mujer: mister y mistress Rogers. 
Cerró su cuaderno de notas y lo guardó en su bolsillo. Echó una mirada hacia el rincón 
donde dormía su compañero de viaje. 
—Contaba uno de más —dijo muy bajo. 
Reflexionó un instante y terminó: 
—El trabajo será de los más fáciles. No hay modo de equivocarse. Confío que mi aspecto 
no deja nada que desear. 
Se levantó y examinóse meticulosamente en el espejo del departamento. La imagen 
reflejada presentaba un aspecto militar. Había cierta expresión en su cara de ojos grises y 
labios adornados con un corto bigote. 
—¡Palabra! Se me tomaría por un comandante —observó mister Blove—. ¡Ah, no!, 
olvidaba al general. Aquel viejo desperdicio no tardaría en desenmascararme. 
«África del Sur —siguió monologando mister Blove—. Este, éste es mi rayo. Ninguna de 
esas personas ha estado en África del Sur, y como yo acabo de leer estos prospectos del 
viaje, podré hablar del país con conocimiento de causa. 
La isla del Negro. Recordaba haber estado allí durante su infancia, una especie de rocas 
nauseabundas, frecuentadas por las gaviotas, a mil quinientos metros de la costa. Esta isla 
debía su nombre a su parecido con una cabeza de hombre... con los labios negros. 
¡Graciosa idea de edificar allí una morada! Es horrible vivir en un islote cuando sopla el 
temporal. ¡Pero los millonarios son tan caprichosos! 
El viejo buen hombre del rincón se despertó diciendo: 
—En el mar no se puede nunca prever nada..., ¡nunca! 
A manera de consuelo replicó mister Blove: 
—Exacto. No se sabe jamás qué os espera. 
Sacudido por el hipo, el viejo continuó, con voz lastimera: 
—Algo se espera. 
—No, no, amigo. Hace un tiempo espléndido —respondió mister Blove. 
El viejo se enfadó. 
—Le digo que la tormenta está en el aire. La percibo. 
—Quizá tenga razón —le dijo mister Blove pacíficamente. 
El tren se detuvo en una estación y el viejo se levantó penosamente. 
—Yo bajo aquí. 
Sacudió la portezuela para abrirla. Mister Blove acudió en su ayuda. 
Antes de bajar al andén, el viejo levantó una mano con gesto solemne y guiñó los ojos. 
—¡Velad y orad! —conjuró—. ¡Velad y orad! ¡El día del Juicio se aproxima! 
Ganando, por fin, el andén, se enderezó, levantó los ojos hacia mister Blove y le dijo con 
acento digno y severo: 
—Es a usted a quien me dirijo, joven. El día del Juicio está muy cercano. 
Arrinconado en la esquina de su departamento, mister Blove pensó en lo mismo: 
—Es cierto; él está más cerca que yo del día del Juicio. 
Pero mister Blove se equivocó. 

2

Delante de la estación de Oakbridge había un grupo de personas esperando. Tras ellos 
estaban los mozos de las maletas. 
Uno de ellos llamó: 
—¡Jim! 
El chófer de uno de los taxis estacionados se adelantó y preguntó con el dulce acento de 
Devon: 
—¿Van ustedes, sin duda alguna, a la isla del Negro? 
Cuatro voces respondieron afirmativamente, y los viajeros se miraron entre sí. El chófer se 
dirigió al de más edad, que era el juez Wargrave. 
—Tenemos dos taxis a su disposición. Uno de ellos debe esperar el tren ómnibus que viene 
de Exeter dentro de cinco o seis minutos, pues otro señor llegará en ese tren. Quizás 
alguno de ustedes quiera esperar un poco, y de esa forma no irán tan apretados en el coche. 
Vera Claythorne, comprendiendo su deber de secretaria, se apresuró a contestar: 
—Yo esperaré, si quieren. 
Su mirada y su voz ligeramente autoritarias dejaban entrever la clase de su trabajo. 
Empleaba el mismo tono que si diese órdenes a sus alumnos en un partido de tenis. 
Miss Brent dijo secamente: 
—Gracias. 
El chófer había abierto la portezuela del taxi, y ella entró la primera, el juez la siguió. El 
capitán Lombard se atrevió. 
—Esperaré con miss... 
—...Claythorne —terminó Vera. 
—Yo me llamo Lombard, Philip Lombard. 
Los mozos apilaron sobre el taxi las maletas, y desde su interior el juez dijo amablemente: 
—Tenemos un tiempo espléndido. 
—En efecto. 
«Un señor muy viejo, pero muy distinguido —pensó—. Completamente diferente de las 
personas que se encuentran en las pensiones familiares de las playas baratas. Es evidente 
que los señores Oliver conocen la gente del gran mundo.» 
El juez Wargrave preguntó: 
—¿Conoce usted esta región de Inglaterra? 
—Conozco Cornualles y Torquay, pero es mi primera visita a esta región de Devon. 
El juez añadió: 
—No importa, tampoco yo conocía esta región. 
El taxi se alejó. 
El chófer del otro coche preguntó a los dos viajeros que quedaban: 
—¿Quieren ustedes sentarse en el coche en tanto esperan? 
Vera respondió con voz autoritaria: 
—De ninguna manera. 
Mister Lombard sonrió y dijo: 
—Este sitio soleado me gusta mucho, a menos que usted prefiera entrar en la estación. 
—¡Ah!, no, gracias. ¡Se siente uno tan dichoso de no estar en esos vagones recalentados! 
—Es cierto; viajar en tren con esta temperatura es lo más desagradable que hay. 
Vera añadió, por decir algo: 
—Esperemos que esto dure. Hablo del tiempo. ¡El verano en Inglaterra reserva muchas 
sorpresas! 
Lombard hizo una pregunta desprovista de originalidad: 
—¿Conoce usted esta parte de Inglaterra? —No, vengo por vez primera. 
Decidida a poner en claro su situación en casa de los Owen, añadió: 
—No he visto jamás a mi jefe. 
—¿Su jefe? 
—Sí, soy la secretaria de mistress Owen. 
—¡Ah! Comprendo. Esto lo cambia todo. 
Vera se echó a reír. 
—¿Por qué? Yo no lo encuentro diferente. La secretaria particular de mistress Owen se 
puso enferma y pidió a una agencia, telegráficamente, una sustituta, y me han enviado a mí. 
—¿Y si el puesto no le conviene, una vez instalada en la casa? 
De nuevo Vera se echó a reír. 
—¡Oh!, esto sólo es provisional. Un empleo para las vacaciones. Yo tengo una situación 
estable en una escuela de niñas. El hecho es que yo ardo en deseos de ver esta isla del 
Negro, tan célebre desde que los periódicos han hablado de ella. ¿Es a tal punto 
fascinadora? 
—En verdad, no puedo decirle nada, no la conozco —respondió Lombard. 
—¡Ah, si! Los Owen han debido entusiasmarse. ¿Cómo son? Dígame algo de ellos. 
Lombard reflexionó un instante. La situación se ponía difícil. ¿Debía, sí o no, dar a 
entender que él no los conocía? Se decidió a cambiar de conversación. 
—¡Oh! Tiene una avispa en un brazo, no se mueva, por favor. 
Para convencerla hizo el gesto de lanzarse a cazar a la avispa. 
—¡Ya se fue! 
—Gracias, muchas gracias. Las avispas abundan este verano. 
—Es, sin duda, el calor. ¿Sabe usted a quién esperamos? 
—No tengo la menor idea. 
Se oyó el ruido de un tren que se acercaba. 
Lombard dijo: 
—¡He aquí el tren que llega! 
Un hombre alto, de aspecto militar, apareció a la salida del andén. 
Sus cabellos grises estaban cortados casi al rape y su bigotito blanco muy bien cuidado. 
El mozo, ligeramente vacilante bajo el peso de una sólida maleta de cuero, le indico a Vera 
y a Lombard. 
Vera se adelantó. 
—Soy la secretaria de mistress Owen, tomaremos este coche. Le presento a mister 
Lombard. 
Con sus ojos azules, fatigados por la edad, el recién llegado juzgó al capitán Lombard. Se 
hubiera podido leer en ellos esta opinión: 
«Buen tipo, pero hay en él algo que desagrada.» 
Los tres se instalaron en el taxi, que recorrió las calles solitarias del pueblecito de Oakbridge 
y enfiló la carretera de Plymouth. A los dos kilómetros el coche se metió por un laberinto 
de caminos vecinales, verdeantes, empinados y estrechos. 
El general MacArthur observó: 
—Desconozco esta parte de Devon. Mi pequeña propiedad está situada al Este del 
condado, junto a los confines del Dorset. 
—Este campo es encantador —comentó Vera—. Las colinas tan verdes y la tierra roja 
hacen un contraste agradable a la vista. 
Lombard replicó, un tanto displicente: 
—Esto me parece demasiado angosto, prefiero los grandes espacios donde la vista se 
pierde en el horizonte. 
El general MacArthur le dijo: 
—Parece como si hubiera viajado mucho.
Lombard alzó los hombros con gesto despectivo. 
—¡Bah! He dado muchas vueltas por el mundo. 
Y pensaba para sí: «Este viejo militar me va, seguramente, a preguntar si durante la Gran 
Guerra estaba en edad de coger el fusil. Con esta gente siempre pasa lo mismo.» 
Sin embargo, el general MacArthur no hizo ninguna alusión a la guerra. 
Después de haber subido a una colina escarpada, descendieron hacia Sticklehaven por un 
camino en zigzag. Este pueblecito sólo tenía varias casuchas, con una o dos barcas de pesca 
varadas en la playa. 
Por primera vez contemplaron la isla del Negro, que surgía del mar, hacia el sur, iluminada 
por el sol poniente. 
—Pero ¡si estamos todavía muy lejos de ella! —exclamó sorprendida Vera. 
Se la había imaginado muy diferente, cerca de la ribera, coronada con una casa blanca; pero 
no se veía vivienda alguna. Sólo se percibía una enorme silueta rocosa que vagamente 
parecíase a una cara de negro. Su aspecto le pareció siniestro, y se estremeció. Delante de la 
posada de las Siete Estrellas, tres personas estaban sentadas; el viejo juez con su espalda 
encorvada, miss Brent, derecha como un huso, y un hombre, un mocetón que, sin 
ceremonias, adelantándose, se presentó a si mismo. 
—Hemos creído que debíamos esperarles. Así no haremos más que un viaje. Permítanme 
que me presente. Me llamo Davis, y he nacido en Natal, en África del Sur. 
Su jovial sonrisa le valió una mirada torva del juez Wargrave. Se diría que tenía deseos de 
dar la orden de despejar la sala del tribunal. 
—¿Alguien desea tomar una copita antes de embarcarnos? —preguntó Davis, muy 
hospitalario. 
Nadie aceptó su invitación. Volvióse y, con el dedo levantado, decidió: 
—En ese caso no nos detengamos más. Deben de esperarnos nuestros anfitriones. 
Se habría podido observar un cierto malestar en las caras de los demás invitados, que sus 
últimas palabras parecían haber inmovilizado. 
En respuesta al signo de Davis, un hombre se destacó de la pared más próxima, contra la 
cual se apoyaba, y se acercó a ellos. Su paso balanceante indicaba en él al marino. Tenía la 
cara arrugada, los ojos sombríos y una expresión soñadora. Se expresó con el suave acento 
de Devon. 
—Señoras y caballeros, ¿desean salir en seguida para la isla? El barco está preparado. Otras 
dos personas tienen que llegar en auto, pero mister Owen me ha ordenado no esperarles, ya 
que pueden llegar en cualquier momento. 
El grupo se levantó y siguió al marino hacia un pequeño embarcadero, donde estaba 
amarrada una canoa automóvil. 
Emily Brent observó: 
—¡Qué barco más pequeño! 
—No impide que sea excelente. En muy poco tiempo la llevaría a Plymouth. 
El juez Wargrave dijo con aspereza: 
—¿No somos muchos? 
—Aún puede llevar doble número de pasajeros, señor. 
Philip Lombard intervino y, con voz agradable, concluyó: 
—¡Oh! Todo irá bien, hace un tiempo soberbio... el mar está en calma... 
Sin gran entusiasmo, miss Brent se dejó ayudar para subir a la canoa. Los demás la 
siguieron. Hasta este momento ninguna cordialidad se había establecido entre los invitados. 
Cada uno parecía estudiar a su vecino. 
En el instante en que la canoa iba a ponerse en marcha, el marino se detuvo con el bichero 
en la mano. En la bajada que había hacia el pueblo un automóvil descendía a toda 
velocidad. Era un auto tan potente y de líneas tan perfectas que les causó el efecto de una 
aparición. Al volante estaba sentado un joven que a la luz del crepúsculo parecía un héroe nórdico. Se oyó el sonido del claxon como un rugido infernal, repercutiendo por las rocas 
de la bahía. En este instante fantástico, Anthony Marston parecía estar por encima de los 
pobres mortales. Esta escena quedó grabada en la mente de quienes fueron testigos de su 
entrada en aquel pueblecito. 
 
 
Fred Narracott, sentado cerca del motor, pensaba: «¡Vaya reunión de personas raras!» No 
esperaba conducir a este género de invitados para mister Owen. Creía que serían más 
elegantes. Las mujeres con bellos trajes y los hombres con atuendo apropiado para el 
yachting, todos ricos e importantes. Estos sí que no se parecen a los invitados de mister 
Elmer Robson. Una sonrisa burlesca se dibujó en sus labios mientras pensaba en otros 
tiempos. ¡Qué magníficas recepciones daba el millonario! ¡El champaña corría a torrentes! 
Mister Owen debía ser una persona completamente diferente. Fred se extrañaba de no 
haber visto jamás a mister Owen, ni a su esposa. Nunca venían al pueblo. Todos los 
encargos eran hechos y pagados por mister Morris. Las instrucciones eran siempre claras y 
precisas, y el pago, rápido. Claro que esto no dejaba de ser extraño. Los periódicos 
suponían en todo esto un misterio. Mister Narracott abundaba en esta opinión. ¿Pudiera 
ser que la isla perteneciera a miss Gabrielle Turl? Sin embargo, esta hipótesis se encontraba 
desechada al ver a los invitados; ninguno de ellos parecía vivir en el ambiente de una 
estrella de cine. 
Fríamente los catalogaba en su interior. 
Una solterona, con su agrio carácter... El las conocía bien. Estaba dispuesto a apostar que 
era una arpía. Al viejo militar se le notaba en seguida la carrera. La joven era bonita, pero 
nada extraordinaria y, desde luego, nada de estrella de Hollywood. Un grueso señor, que no 
tenía modales, un tendero retirado de sus negocios. Y el otro, delgado, casi famélico, un 
tipo muy raro, probablemente trabajaría en el cine. 
En resumen, no veía en todo el grupo más que uno que le gustase, el último que llegó: el 
del coche. ¡Jamás se vio cosa igual en Sticklehaven! Un coche tan estupendo debía costar 
mucho dinero. Parecía un niño rico. ¡Si los demás se le asemejaran sólo un poco! 
Reflexionando, todo esto le parecía extraño, muy extraño. 
La canoa dio la vuelta a la isla, y se vio la casa. El lado sur de la isla era diferente del resto; 
descendía en suave pendiente hacia el mar. 
La vivienda era baja y cuadrada, de estilo moderno. Estaba orientada hacia el Mediodía y 
recibía la luz a torrentes. 
Una vivienda espléndida que respondía a todo cuanto se puede soñar. 
Philip Lombard observó secamente: 
—Debe de ser muy difícil llegar hasta aquí con mal tiempo. 
—Cuando sopla el sudeste es imposible acercarse. A menudo las comunicaciones con la 
isla están cortadas durante una semana o más aún. 
Vera Claythorne pensó: 
«El aprovisionamiento debe de ser difícil. He aquí el inconveniente de una isla, cualquier 
disgusto con los criados se convierte en verdadero problema.» 
Un lado de la canoa chocó suavemente con las rocas. Fred saltó a tierra; él y Lombard 
ayudaron a los demás a desembarcar. Narracott amarró la canoa a una argolla empotrada en 
la piedra y después dirigió al grupo hacia una escalera tallada en las rocas. 
El general MacArthur exclamó: 
—¡Esto es espléndido! 
Sin embargo, en su fuero interno, no se encontraba a gusto. «Estrafalario lugar para vivir», 
pensó. 
Al final de los peldaños se encontraron sobre una terraza. Ante la puerta abierta estaba un 
mayordomo de bondadoso semblante, esperándoles, y su cara pacífica aunque seria, les tranquilizó. En cuanto a la residencia de los Owen era admirable y el panorama que se 
vislumbraba desde la terraza superaba cuanto se hubiese visto o imaginado. 
El criado se adelantó y haciendo una reverencia les invitó: 
—Señoras y caballeros, ¿tienen ustedes la amabilidad de entrar? 
En el inmenso vestíbulo había refrescos preparados para los invitados. 
A la vista de las hileras de botellas Anthony Marston recobró su buen humor. Esta 
mezcolanza de gente no era de su gusto. Pero ¿qué idea tan tonta tuvo ese idiota de Badger 
de hacerle venir a esta isla? Sin embargo, las bebidas eran buenas y no faltaba el hielo. 
Mister Owen, a causa de un fastidioso retraso, no podía venir hasta mañana. 
El mayordomo se ponía por entero a disposición de los invitados. ¿Deseaban subir a sus 
habitaciones...? La cena estaría servida a las ocho... 
Vera siguió a la señora Rogers hacia el otro piso. La criada abrió una puerta al final del 
pasillo y la joven entró en un dormitorio espléndido con un gran ventanal que daba al mar 
y otro hacia el interior; no pudo por menos Vera Claythorne que lanzar una exclamación de 
asombro. 
Espero que no le falte nada, miss —le decía la señora Rogers. 
Vera miró a su alrededor. Sus maletas deshechas ya y puesto todo en su sitio. 
En una esquina de la habitación había una puerta que Vera supuso sería el cuarto de baño. 
—Si desea algo más, miss, no tiene más que tocar el timbre. 
—No tengo necesidad de nada, gracias. 
Vera examinó a la mujer. Estaba tan pálida que parecía un fantasma. De tipo muy correcto, 
con los cabellos echados hacia atrás, y su traje negro, pero sus ojos no dejaban de mirar en 
todas direcciones. «Parece que tenga miedo de su sombra», se dijo Vera. 
Y era cierto. La señora Rogers parecía presa de un pavor mortal. 
La joven sintió un ligero estremecimiento. ¿De qué podía tener miedo esta mujer? 
Amablemente dijo: 
—Soy la nueva secretaria de la señora Owen, seguramente ya lo saben ustedes. La señora 
Rogers respondió: 
—No sé nada, miss. Sólo me han dado una lista de las personas que venían y la habitación 
que tenía que dar a cada uno. 
—¿Mistress Owen no le ha hablado de mí? —preguntó Vera. 
Los ojos de la señora Rogers parpadearon. 
—No he visto todavía a mistress Owen; hace sólo dos días que estamos aquí. 
«¡Qué gente más fantástica estos Owen!», pensó Vera y añadió en voz alta: 
—¿El personal doméstico es numeroso? 
—No somos más que mi marido y yo. 
Vera frunció las cejas. Ocho invitados. Diez personas en la casa en total, comprendidos 
mister y mistress Owen, y ¡sólo un matrimonio para servir a toda esta gente! 
La señora Rogers añadió: 
—Soy una buena cocinera y Rogers se basta para hacer el trabajo de la casa. Naturalmente 
no esperábamos tantos invitados. 
—¿Cómo se las arreglará usted para salir adelante? 
—Tranquilícese, miss, ya me arreglaré. Si más tarde mister Owen organiza otras 
recepciones, sin duda tomará más personal para ayudarnos. 
—Así lo espero —contestó Vera. 
La señora Rogers se alejó, sin ruido, como si fuera una sombra. 
Vera se dirigió hacia la ventana y se sentó en una banqueta. Estaba inquieta. Todo le 
parecía muy raro en esta casa. ¡La ausencia de los dueños, la espectral criada y los invitados! 
¡Estos sí que eran muy raros y extraños! 
Vera pensó: «En verdad me hubiese gustado ver a mistress Owen y poder formar mi 
opinión.» Se levantó y se paseó por la habitación, vivamente agitada. 
Un dormitorio con decorado ultramoderno; las paredes pintadas de un color claro, y el 
espejo estaba contorneado de luces. Sobre la chimenea sólo había un bloque de mármol 
blanco queriendo imitar un oso, muestra de la escultura moderna, y en el cual estaba 
encajado un reloj de péndulo. Encima, un cuadro de metal cromado con una hoja cuadrada 
de pergamino. 
Una canción de cuna. 
De pie, delante de la chimenea, Vera leyó las ingenuas estrofas aprendidas en su niñez. 
 
Diez negritos se fueron a cenar. 
Uno de ellos se asfixió y quedaron 
Nueve. 
Nueve negritos trasnocharon mucho. 
Uno de ellos no se pudo despertar y quedaron 
Ocho. 
Ocho negritos viajaron por el Devon. 
Uno de ellos se escapó y quedaron 
Siete. 
Siete negritos cortaron leña con un hacha. 
Uno se cortó en dos y quedaron 
Seis. 
Seis de ellos jugaron con una avispa. 
A uno de ellos le picó y quedaron 
Cinco. 
Cinco negritos estudiaron derecho. 
Uno de ellos se doctoró y quedaron 
Cuatro. 
Cuatro negritos fueron a nadar. 
Uno de ellos se ahogó y quedaron 
Tres. 
Tres negritos se pasearon por el Zoológico. 
Un oso les atacó y quedaron 
Dos. 
Dos negritos se sentaron a tomar el sol. 
Uno de ellos se quemó y quedó nada más que 
Uno. 
Un negrito se encontraba solo. 
Y se ahorcó y no quedó... 
¡Ninguno! 
 
Vera no pudo por menos que sonreírse. ¿No estaba en la isla del Negro? 
Se asomó a la ventana para contemplar el mar. ¡Cuan grande era el océano! No se distinguía 
tierra alguna a todo lo largo que alcanzaba la vista. 
Sólo una vasta extensión de ondulante agua azul bajo los rayos del sol poniente. 
El mar... hoy tan sereno... a veces tan cruel... El mar que nos atrae a sus abismos... 
Ahogado... ahogado en el mar... ahogado... ahogado... ahogado... No quería acordarse. ¡No 
quería pensar en ello! ¡Todo esto pertenecía al pasado! 
 
 
El doctor Armstrong desembarcó en la isla del Negro en el momento en que el sol 
desaparecía en el océano. Había charlado durante el viaje con el hotelero, un hombre de la localidad, a fin de 
documentarse un poco acerca de los propietarios de la isla, pero Narracott no estaba bien 
informado o quizás estuviera poco dispuesto a charlar. 
El doctor tuvo que contentarse con hablar del tiempo y de la pesca. El largo recorrido que 
hizo en auto lo había cansado, y los ojos hacíanle daño, pues todo el tiempo tuvo el sol de 
cara. 
El mar y la calma le reponían de su lasitud. Le hubiese gustado tomarse unas largas 
vacaciones, pero no podía ofrecerse ese lujo. La cuestión económica era lo de menos, pero 
el cuidado de conservar la clientela estaba por encima de todo. Ahora que tenía una 
situación asegurada, debía trabajar sin descanso. 
Pensaba: «Por esta noche trataré de no recordar que tengo que volver pronto a Londres y 
que existe Harley Street1
». 
La sola palabra isla tiene la virtud mágica de evocar en nuestro espíritu toda suerte de 
fantasías, pues al llegar se pierde el contacto con el mundo. ¡Una isla representa ella sola en 
un mundo! ¡Un mundo de donde, a veces, no se vuelve jamás! «Por una sola vez voy a 
ensayar el dejar detrás de mí todos los cuidados cotidianos.» 
Y, sonriendo comenzó a elaborar proyectos para el porvenir. 
Siempre sonriendo subió los peldaños tallados en las rocas. 
En un butacón, en la terraza, estaba sentado un viejo cuyo aspecto le era vagamente 
familiar al doctor. ¿Dónde había visto esta cara de rana con ese cuello de tortuga, esa 
espalda y esos ojos maliciosos? ¡Ah, sí; era el viejo juez Wargrave! En una ocasión, 
Armstrong había informado en una audiencia en que estaba este magistrado. El viejo 
siempre parecía estar dormido, pero era listo como un zorro. Ejercía una gran influencia 
sobre el jurado: presentando los hechos a su gusto, había conseguido de esa forma 
increíbles veredictos. ¡En suma, era un juez feroz que enviaba a la horca al acusado con la 
mayor facilidad! 
¡Vaya sitio más absurdo para encontrarle... en esta isla aislada del mundo! 
 
 
El juez Wargrave se decía: «¿Armstrong? Me parece haberle visto informar como testigo. 
Una persona estimable, pero muy prudente. Todos los médicos son unos asnos, y los de 
Harley Street son los peores.» 
Recordaba la reciente entrevista que había tenido con uno de ellos en esa misma calle. 
Refunfuñó en voz alta: 
—Las bebidas están en el vestíbulo. 
—Voy a saludar a los dueños de la casa —indicó el doctor. 
Wargrave cerró los ojos, lo que acentuó aún más su semejanza a un reptil. 
—¡Imposible! —profirió. 
—¿Por qué? —respondió Armstrong. 
—No están ninguno de los dos. La situación es de lo más rara y no comprendo ni jota. 
El doctor le miró largamente, y cuando creía al juez soñoliento, éste le preguntó: 
—¿Conoce usted a Constance Culmington? 
—No lo creo... 
—No tiene importancia. Es una persona necia. Tiene una escritura ilegible. Me pregunto si 
no me habré equivocado de dirección. 
El doctor, inclinando la cabeza en un saludo, siguió hacia la casa. 
Wargrave pensó un momento en la alocada Constance Culmington; se parecía en eso a 
todas las hijas de Eva. 
Su imaginación recayó entonces sobre las dos mujeres llegadas a la isla al mismo tiempo 
que él; la vieja pintada de labios y la joven. Esta no le satisfacía sino a medias... ¡Ah!, pero ellas eran tres contando a la señora Rogers. Curiosa mujer siempre atormentada por el 
miedo, según parecía. Esta pareja de criados eran aceptables y daban la impresión de 
conocer bien su cometido. 
En este momento preciso, Rogers apareció en la terraza y el juez preguntó: 
—¿Sabe usted si se espera hoy aquí a lady Constance Culmington? Rogers contestó: 
—No, señor, no sé nada. 
El juez enarcó las cejas y pensó: «Aquí hay algo raro.» 
 
 
Anthony Marston tomaba su baño con voluptuosidad. 
Sus miembros, anquilosados por el largo viaje en auto, se normalizaban. Muy pocas ideas le 
atormentaban. Era un ser lleno de acción y sensaciones. 
Pensaba. «Lo tomaremos con calma», y volvió a no pensar en nada. El agua caliente... su 
cuerpo fatigado... se afeitaría, tomaría un aperitivo... comería... ¿Y después? 
 
 
Mister Blove se hacía el nudo de la corbata. 
Este ejercicio no le gustaba. 
¿Tenía buena presencia? 
Podía pasar. 
Nadie le había demostrado simpatía. Rara manera que tenían los demás de mirarse de 
reojo... como si supieran.... 
El tenía que estar a la altura de las circunstancias. 
A toda costa tenía que llevar a cabo la tarea que le habían encomendado. 
Alzando los ojos vio la canción de cuna en el cuadro encima de la chimenea. 
¡Buena idea habían tenido al ponerla allí...! 
Pensó: «Me acuerdo haber estado aquí de pequeño. No hubiese creído nunca que volvería 
con un encargo tal... Afortunadamente no se sabe el porvenir.» 
 
 
El general MacArthur reflexionó: «Todo esto empieza a molestarme, no esperaba semejante 
recibimiento.» 
De buena gana hubiese inventado un pretexto para marcharse y enviarlo todo a paseo, pero 
la canoa automóvil había regresado al pueblo. 
Al general le era, pues, forzoso quedarse en la isla. 
El llamado Lombard le parecía un tipo extraño. Hubiera jurado que era falso como Judas. 
 
 
Al primer golpe de batintín Philip Lombard salió de su habitación. Con pasos silenciosos y 
ágiles como los de una pantera, bajó la escalera. Tenía algo de felino. Su traza evocaba a 
una bestia feroz, pero simpática. 
Se sonreía para sí. 
¿Una semana? 
¡Sí, aprovecharía esta semana! 
 
 
En su dormitorio Emily Brent, vestida con un traje de seda negra, esperaba la hora de cenar 
leyendo su Biblia. 
Repetía a media voz las palabras del texto. 
«Los paganos están precipitados al abismo que ellos mismos habrán cavado; en el cepo que 
han ocultado se cogerán el pie. El señor se dará a conocer el día del Juicio Final. El pecador en sus propias redes caerá y será arrojado al infierno.» 
Se mordió los labios y cerró la Biblia. 
Se levantó; prendió en su corpiño un broche de cuarzo y bajó a cenar. 

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